CAPÍTULO III
LA CASA DE LA MISION
PRONTO amarramos los restos de nuestra cuerda a la otra canoa y esperamos el alba congratulándonos de nuestra milagrosa escapatoria, que más bien parecía ser obra de un favor especial de la Providencia, que de nuestro cuidado y valor. Al fin amaneció, y pocas veces be deseado tanto ver la luz, no obstante el terrible cuadro que a la vista ofrecía mi canoa. En el fondo del pequeño bote yacía el infortunado Askari, con la espada hundida en el pecho y la mano cortada cogiendo la empuñadura, No pude sufrir la vista de este espectáculo, así es que sacando la piedra que había servido de ancla a la otra canoa, la atamos al cadáver, y dejándolo caer se sumergió, no quedando tras de él más que unas cuantas burbujas. ¡Oh! cuando nuestro término llega, muchos sólo dejamos, como él, unas cuantas burbujas detrás de nosotros para mostrar lo que hemos sido, y las burbujas pronto se disipan. La mano del asesino fué arrojada al río donde se hundió poco a poco. Yo guardé la espada, cuya empuñadura era de marfil incrustado de oro (evidentemente obra Árabe), y la usé como cuchillo de caza, siéndome muy útil.
Se transportó un hombre a mi canoa y una vez más pude descansar sin sentirme muy consolado respecto a lo futuro; pero esperando con alegría llegar a la estación de la misión aquella noche. Para empeorar nuestra situación, una hora después de la salida del sol, comenzó a llover a torrentes, mojándonos hasta la piel, y como el viento era contrario no pudimos emplear nuestras velas, contentándonos con avanzar a fuerza de remos.
A las once hicimos alto en un pequeño espacio descubierto en la orilla izquierda del río, y habiendo cesado un poco la lluvia procuramos encender lumbre, coger y asar algún pescado. No nos atrevimos a internarnos para buscar caza. A las dos nos pusimos en marcha otra vez, llevando una provisión de pescado asado, y poco después continuó la lluvia más fuerte que antes. También la navegación comenzó a hacerse más difícil a causa de las numerosas rocas, las grandes extensiones de agua poco profundas y la creciente fuerza de la corriente del río; así es que pronto nos persuadimos de que no podríamos llegar aquella noche al hospitalario techo del Reverendo Mackenzie, desengaño que no contribuyó a animarnos. Trabajando como lo hacíamos, no podíamos avanzar por término medio más de una milla por hora, y a las cinco de la tarde (hora en que todos estábamos completamente fatigados), calculamos que distábamos aún diez millas de la estación. Siendo esto así nos pusimos a trabajar para prepararnos a pasar la noche. Después de nuestra reciente experiencia no nos atrevimos a desembarcar, mucho menos cuando las orillas del Tana en aquella parte estaban cubiertas de una espesura que habría podido ocultar a cinco mil Masai, y desde luego pensamos que íbamos a pasar la noche en las canoas como la anterior. Afortunadamente descubrimos una isla de rocas, cuadrada, como de quince yardas por lado, situada casi en medio del río. Remamos hacia ella, atamos las canoas, desembarcamos y nos preparamos a pasar la noche lo más cómodo que lo permitiesen las circunstancias que en realidad eran poco favorables. En cuanto al tiempo, siguió siendo detestable, lloviendo mucho, al grado de mojarnos hasta la médula de los huesos e impidiéndonos absolutamente encender fuego. Sin embargo, había una circunstancia que nos consolaba de la lluvia: nuestros Askari declararon que nada induciría a los Masai a atacarnos mientras lloviese, porque les desagrada mucho mojarse, tal vez como decía Good, porque no pueden tolerar la idea de lavarse. Comimos insípido pescado frío, cocido, menos Pico Duro, que como muchos de los Zulús, no comen pescado; tomó un trago de aguardiente del que felizmente habíamos conservado unas botellas y llegó la noche la cual fué, creo yo con una excepción (cuando nosotros tres casi perecimos de frío sobre la nieve de Shebas Breast en nuestro viaje a Kukuanaland), la más horrorosa que jamás he pasado. Parecía que no tendría fin, y una ó dos veces temí que dos de los Wakwafi hubiesen muerto por la humedad, el frío y la peligrosa situación. Si no hubiera sido por las dosis de aguardiente que de tiempo en tiempo tomaban, hubieran muerto, porque ningún africano puede permanecer mucho en semejante situación, la que primero los paraliza y después los mata. Pude ver que aun Pico Duro, el guerrero de hierro, sufría mucho; pero al contrario de los Askari, que gemían y deploraban incesantemente su suerte, no profirió una sola queja. Para empeorar, cerca de la una de la mañana, oímos otra vez el fatídico graznido del búho[6] y tuvimos que prepáranos para otro ataque, aunque si lo hubieran intentado, creo que no habríamos ofrecido mucha resistencia. Si el búho era real esta vez ó fueron los Masai, muy miserables para pensar en operaciones ofensivas, emprendidas desde la espesura, no lo sabemos. Nosotros no vimos rastro de ellos. Al fin vino el alba, brillando sobre el agua envuelta en girones de fantástica niebla, y con la luz del día cesó la lluvia. Entonces salió el sol, disipando la niebla y calentando el aire frío. Entumecidos y exhaustos nos pusimos en pie y bendiciéndole fuimos a colocarnos bajo sus brillantes rayos. Entonces comprendí bien, cómo las gentes primitivas se hicieron adoradores del sol, especialmente si las condiciones de su vida las obligaban a permanecer al aire libre.
Hora y media más tarde marchábamos otra vez perfectamente con el auxilio de un buen viento. Nuestro humor había vuelto con el brillo del sol y estábamos prestos para reírnos de las dificultades y peligros que la víspera nos agobiaban. Así continuamos alegremente hasta cerca de las once. Cuando estábamos pensando en desembarcar, como acostumbrábamos, para descansar y procurar cazar algo que comer, al voltear un recodo del río se nos presentó a la vista una casa europea, que parecía muy cómoda, con una galería alrededor de ella, espléndidamente situada sobre una colina y rodeada por un alto muro de piedra, con un foso por la parte de afuera. Enfrente, esparciendo su sombra sobre la casa, estaba un enorme pino, cuya cima había visto con mi anteojo durante los dos últimos días; pero sin saber naturalmente que marcaba el sitio donde estaba la casa de la misión. Fui el primero que vi la casa y no pude abstenerme de dar un grito de alegría, imitándome todos los demás, inclusos los indígenas. Ya no pensamos en desembarcar. Seguimos trabajando, porque desgraciadamente aunque la casa parecía estar muy cerca, el camino por el río se alargaba mucho, hasta que al fin a la una nos encontramos al pie de la eminencia donde estaba edificada. Dirigiendo las canoas a la orilla, desembarcamos y estábamos sacándolas a la playa, cuando percibimos tres figuras vestidas a la moda inglesa, que bajaban apresuradamente bajo la sombra de los árboles, a encontrarnos.
“Un caballero, una señora y una niña,” exclamó Good después de examinar el trío al través de su monóculo, “paseando como la gente blanca, por un jardín como los de los pueblos civilizados, para encontrarnos en este lugar. Que me cuelguen si no es lo más curioso que he visto en mi vida.”
Good tenía razón; ciertamente esto parecía extraño y fuera de lugar, más parecía sueño ó una escena de ópera italiana que un hecho real y tangible, y este sentimiento no se minoró cuando oímos que se nos hablaba en claro y buen Escocés.
“¿Cómo estáis, señores?”, dijo Mr. Mackenzie, un hombre de cabello entrecano, rostro bondadoso y rojas mejillas. “Mis indígenas me dijeron hace una hora, que habían visto una canoa que navegaba río arriba con algunos hombres blancos y nosotros hemos bajado a encontraros.”
“Permitidme deciros,” agregó la señora, una persona encantadora y que parecía muy fina, “que mucho nos alegramos de ver otra vez rostros blancos por este lugar.” Nos quitamos los sombreros cortésmente y procedimos a presentarnos nosotros mismos.
“Vamos,” dijo Mackenzie, “debéis estar fatigados y con hambre; así es que entrad, caballeros, entrad y estad seguros de que toe alegro mucho de veros. El último blanco que nos ha visitado es Alfonso, ya veréis a Alfonso, y de esto hace ya un año.”
Mientras tanto subíamos el declive de la colina cuya parte baja estaba cercada, en partes con cercas de membrillos y en partes con paredes de piedra roja, entre los jardines de los Kafires, llenos a la sazón de sembrados de trigo indio, calabazas, patatas, etc. En las esquinas de estos jardines había grupos de limpias cabañas, formadas con hongos, ocupadas por los indígenas de la misión de Mr. Mackenzie, cuyas mujeres y niños salían atropelladamente a encontrarnos conforme caminábamos. El camino por el cual subíamos se extendía por el centro de los jardines. Estaba bordado a cada lado por una hilera de naranjos, los que, aunque sólo tenían diez años de plantados, habían alcanzado grandes proporciones, debido al delicioso clima de las tierras altas abajo del monte Kenia, cuya base está cerca de 5,000 pies sobre el nivel de la costa, y se encontraban literalmente cargados de frutas. Después de una subida pendiente, como de un cuarto de milla, porque este lado de la colina era escarpado, llegamos a una espléndida cerca de membrillos, cubiertos también de fruto, que encerraba, según nos dijo Mr. Mackenzie, un espacio de cuatro acres de terreno que contenían su jardín, casa, Iglesia y edificios exteriores, que ocupaban toda la cumbre de la colina. ¡Y qué jardín! Siempre he sido aficionado a los buenos jardines y habría saltado de gozo al ver el de Mr. Mackenzie. Primero había hileras sobre hileras de árboles frutales, según el tipo Europeo, todos injertados; porque en la cumbre de esta colina el clima es tan templado que casi todos los vegetales de Inglaterra, árboles y flores, crecían lujuriosamente, aun incluyendo varias especies de manzano, que por lo general en los climas cálidos se transforma en madera y deja de dar fruta. Había allí también fresas y tomates (¡y qué tomates!) melones y pepinos, en suma toda clase de legumbres y frutas.
“Veo que, tenéis un hermoso jardín,” le dije subyugado por la admiración y sin sentir envidia.
“Sí,” respondió el misionero, “este es un buen jardín que ha pagado con usura mi trabajo; pero es al clima a quien esto se debe. Si se entierra una semilla de durazno en el suelo, fructificará a los cuatro años, y un retoño de rosal florecerá al año siguiente. Este es un clima delicioso.”
Llegamos a un foso de diez pies de ancho y lleno de agua, al otro lado del cual había una muralla de piedra, llena de agujeros, de ocho pies de altura, con agudas piedras de pedernal puestas entre la mezcla y el caballete sobre el caballete.
“Allí,” dijo Mr. Mackenzie, señalando el foso y el muro, “está mi gran trabajo; al menos esto y la Iglesia que está al otro lado de la casa. Yo y veinte indígenas empleamos dos años en cavar el foso y construir el muro, y hasta que concluimos no me consideré seguro. Ahora puedo desafiar a todos los salvajes del Africa, porque la fuente que alimenta el foso está al lado de la muralla y mana en la cumbre de la colina, lo mismo en invierno que en estío, y guardo siempre en la casa un repuesto de provisiones para cuatro meses.”
Cruzando el foso sobre un tablón entramos por una ancha brecha en el muro a lo que la Señora Mackenzie llamaba sus dominios, a saber, al jardín de flores cuya hermosura me es imposible describir. No creo haber visto jamás tantas rosas, gardenias ó camelias (todas producidas por medio de granos ó retoños enviados de Inglaterra); había también un espacio de terreno, dedicado a las raíces bulbosas recogidas ordinariamente de los alrededores del país, por Miss Flosie, la hija de Mr. Mackenzie, algunas de las cuales eran infinitamente hermosas. En medio de este jardín, exactamente frente a la galería, manaba del suelo una hermosa fuente de agua límpida, y caía dentro de una pila de piedra cuidadosamente construida para recibirla, el agua que sobraba era conducida al foso por una atarjea, sirviendo el foso como un receptáculo, cuando se necesitaba agua para regar los jardines de abajo. La casa fabricada sólidamente era de un sólo piso, estaba techada con losas y tenía en el frente una preciosa galería. Estaba construida sobre los tres lados de un cuadrado, habiéndose destinado el cuarto para las cocinas que estaban separadas de la casa, distribución muy conveniente en un país cálido. En el centro de este cuadrado había el objeto más notable que vi en este lugar encantador: era un árbol de la tribu de las coníferas, de los que crecen libremente algunas variedades en las tierras altas de esta parte del Africa. Este hermoso árbol, que según me dijo Mr. Mackenzie, servía de señal en cincuenta millas a la redonda y que nosotros habíamos visto en las últimas cuarenta millas de nuestro viaje, tenía trescientos pies de altura, midiendo el tronco diez y seis pies de diámetro a una yarda del suelo. Hasta la altura de setenta pies se levantaba como un hermoso pilar, sin una sola rama; pero allí las espléndidas ramas verdes, que miradas desde abajo tenían la apariencia de gigantescos helechos, salían horizontalmente del tronco, extendiéndose sobre la casa y el jardín a los que suministraban grata sombra, sin que por su elevación impidiesen el paso a la luz y al aire.
“¡Qué hermoso árbol!” exclamó Sir Enrique.
“Sí, tenéis razón: es un árbol hermoso. No hay otro que yo sepa en todo el país,” respondió Mr. Mackenzie. “Le llamo mi observatorio. Como veis he lijado una cuerda a la rama más baja, y cuando necesito ver algo, que se encuentre dentro de quince millas, todo lo que hago es subir con un anteojo. Más debéis tener hambre y estoy seguro de que la comida está ya dispuesta. Entrad, amigos míos, este es un lugar tosco, pero bastante bueno para estas tierras de salvajes. Puedo deciros que tengo un cocinero Francés.” Y nos mostró el camino sobre la galería.
Siguiéndolo y procurando adivinar lo que quería significar con esto, apareció repentinamente en una puerta que se abría sobre la galería, un pequeño hombre, vivaracho, vestido con un limpio traje de algodón azul, zapatos hechos de piel curtida, notable por su aire diligente y sobre todo por unos enormes bigotes negros que formaban una curva hacia arriba y terminaban en punta, como un par de cuernos de búfalo.
“Madama me manda avisar que la comida está servida. Mesieurs, mis cumplimientos;” entonces, percibiendo repentinamente a Pico Duro, que iba detrás de nosotros, jugando con su hacha de batalla, levantó las manos en señal de asombro. “Ah mais quel homme,” exclamó en su mal francés, “quel sauvage affreux. Ved su gran estatura y el gran agujero que tiene en la cabeza.”
“Ay,” dijo Mr. Mackenzie: “¿de qué estáis hablando, Alfonso?”
“¿De qué?” replicó el pequeño francés, fijos aún los ojos sobre Pico Duro, cuya apariencia le fascinaba, “de él” y rudamente le apuntó “de ce Monsieur noir.”
Todos comenzamos a reírnos y Pico Duro notando que era el objeto de nuestra hilaridad frunció ferozmente el entrecejo, porque como era altivo, le desagradaba toda libertad personal.
“Parbleu,” dijo Alfonso, “se enoja, hace muecas. No me gusta su aire. Yo me escapo.” Y lo hizo con notable rapidez.
Mr. Mackenzie se rió de buena gana con nosotros. “Alfonso es de un carácter alegre,” dijo. “Después os contaré su historia; mientras tanto probemos la comida que nos ha preparado.”
“¿Puedo preguntar,” dijo Sir Enrique después que hubimos gustado la más suculenta comida, “como es que tenéis un cocinero francés en este desierto?”
“Oh,” respondió Mr. Mackenzie, “llegó aquí voluntariamente hace un año, y me suplicó lo tomara a mi servicio. Temía ser molestado en Francia y huyó a Zanzíbar donde supo que el Gobierno Francés pedía su extradición. Por consiguiente salió del país y cuando casi se moría de hambre encontró nuestra caravana que nos traía el surtido anual de mercancías y fue traído aquí. Vosotros le oiréis referir su historia.”
Cuando concluimos de comer encendimos nuestras pipas y Sir Enrique hizo a Mackenzie una descripción de nuestro viaje hasta aquí; y él consideró la situación como muy grave.
“Es evidente para mí,” dijo, “que esos picaros Masai os siguen, y mucho me alegro de que hayáis llegado a esta casa con seguridad. No creo que se atrevan a atacaros aquí. Desgraciadamente casi todos mis hombres han bajado a la costa, llevando marfil y mercancías. Doscientos de ellos están en la caravana y sólo tengo unos veinte hombres útiles para la defensa en el caso de que nos ataquen. No obstante esto, daré algunas órdenes y llamando a un negro que vagaba por el jardín, se acercó a la ventana y le habló en el dialecto Swahili. El hombre escuchó, saludó y partió.
“Espero que no traeremos semejante calamidad sobre vosotros,” dije ansiosamente después que se sentó otra vez. “Antes que atraer cerca de vosotros a esos villanos Masai, sedientos de sangre, nos retiraremos y correremos nuestra suerte.”
“Nada de eso haréis. Si los Masai vienen que vengan y se acabó; creo que les haremos un buen recibimiento. No cerraré a un hombre la puerta de mi casa por todos los Masai del mundo.”
“Esto me recuerda,” dije yo, “que el Cónsul de Lamu me refirió que había recibido una carta vuestra en la que le decíais que había llegado aquí un hombre contando que existía una población de gente blanca en el interior. ¿Creéis que haya algo de verdad en esa historia? Lo pregunto porque una ó dos veces en mi vida lie oído entre los indígenas que bajaban del Norte, rumores acerca de la existencia de semejante raza.”
Mr. Mackenzie en vez de responderme salió del cuarto y volvió trayendo una espada muy curiosa. Era larga y toda la hoja, que era muy fuerte y pecada, estaba labrada con un modelo ornamental exactamente como trabajamos la suave lana, realzándola, estando sin embargo el acero horadado de manera que no dañara la fuerza de la espada. Esto en sí era bastante curioso; pero aún más lo era que todos los agujeros cortados al través de la hoja estaban incrustados de oro, sin que yo pueda comprender cómo estaba soldado el oro con el acero.
“¿Habéis visto una espada como ésta?” dijo Mr. Mackenzie. Todos la examinamos y contestamos negativamente[7].
“La he traído para enseñárosla porque es la que trajo consigo el hombre que dijo haber visto la gente blanca, y porque da un aire de verdad a lo que otras veces he considerado como una mentira. Escuchad; yo os diré todo lo que sé acerca de este asunto, que no es mucho. Una tarde, poco antes de ponerse el sol, estaba sentado en la galería, cuando un pobre hombre que parecía morirse de hambre llegó cojeando y se acurrucó delante de mí. Le pregunté de dónde venía y qué necesitaba, y él entró en un una vaga narración de cómo pertenecía a una tribu del norte que había sido destruida por otra tribu y que él y los demás que sobrevivieron se dirigieron al norte pasando un lago llamado Laga. De allí parece que fue a otro lago, que se encuentra entre las montañas, un lago sin fondo le llamaba, y aquí su mujer y su hermano murieron de una enfermedad contagiosa, probablemente la viruela, por lo que el pueblo lo arrojó de sus aldeas al desierto donde vagó miserablemente entre las montañas durante diez días, después llegó a una floresta de espinos y fue encontrado un día por hombres blancos que andaban cazando, y lo llevaron a un lugar donde todos los habitantes eran blancos y vivían en casas de piedra.
Allí permaneció una semana encerrado en una casa, hasta que una noche, un hombre de barba blanca, que le pareció era médico, vino y lo examinó, después de esto fué conducido fuera de la ciudad, al través de la floresta de espinos, a los confines del desierto, dándole provisiones y esta espada (al menos así lo contó), dejándolo libre.” “Bien,” dijo Sir Enrique, que había estado escuchando con creciente interés, “¿y qué hizo entonces?”
“Oh, según su relación parece que experimentó muchas fatigas e innumerables sufrimientos, alimentándose semanas enteras con raíces, bayas y otras cosas que podía coger y matar. Pero vivió: en pequeñas jornadas se dirigió al Sur y llegó a este lugar. Nada supe de los detalles de su viaje, porque le dije que volviese al día siguiente, encargando a uno de mis conductores tuviese cuidado de él, durante la noche. El conductor lo llevó, pero el pobre tenía tanta sarna que la mujer del conductor no quiso tenerlo en la cabaña por miedo de contagiarse, y dándole un cobertor lo dejaron dormir afuera. Desgraciadamente entonces, un león merodeaba por aquí, y habiendo olfateado al infeliz vagabundo, saltó sobre él, destrozándole completamente la cabeza, sin que los que dormían en la cabaña sintiesen nada, y así acabaron él y su historia acerca de la gente blanca. Si hay ó no algo de verdad en esto no lo sabré decir. ¿Qué pensáis, Mr. Quatermain?”
Yo moví la cabeza y respondí: “No lo sé. Hay tantas cosas extrañas ocultas en el corazón de este gran continente, que me pesaría asegurar que no hay algo de verdad en esta relación. De cualquiera manera, nosotros tratamos de desengañarnos. Intentamos viajar hasta Lekakisera, de allí si llegamos con vida al lago Laga, y si más allá hay blancos haremos lo posible por encontrarlos.”
‘‘Vosotros sois gente muy aventurera,” dijo Mr. Mackenzie sonriéndose, y la conversación terminó.