CAPÍTULO X
LA ROSA DE FUEGO
SEGUIMOS arrastrados por la fuerte corriente, hasta que noté que el sonido del agua no era tan ensordecedor como al principio, y supuse que esto debía atribuirse a que había más espacio para que los ecos se dispersasen. Pude oír entonces los gemidos de Alfonso más distintamente; eran la más extraña mezcla que puede concebirse, de invocaciones al Ser Supremo y del nombre de su amada Anita[11]; en suma, aunque su fervor las salvaba de parecer profanas, eran a lo menos notables. Levantando un remo lo dejé caer sobre sus costillas, por lo que, pensando que había llegado el fin de su vida, gritaba más recio que nunca. Después poco a poco me enderecé con prudencia sobre mis rodillas y extendí la mano hacia arriba; pero no pude tocar la bóveda. Levanté el remo lo más alto que pude pero sin mejor resultado. También lo extendí a derecha e izquierda; pero no pude tocar más que agua.
Entonces recordé que en el bote, entre los efectos que nos quedaban, había una linterna y un frasco de aceite. Busqué a tientas y la encontré, la encendí con un fósforo y pronto la mecha dio luz, iluminando el fondo del bote. Lo primero que vi fué la cara pálida y espantada de Alfonso, el que, pensando que todo había concluido y que presenciaba un fenómeno celeste preliminar, dio un espantoso grito difícilmente le volví el ánimo con el remo. En cuanto a los otros tres. Good estaba tirado sobre la espalda, fijo su monóculo, mirando las tinieblas de arriba. Sir Enrique tenía la cabeza sobre el costado de la canoa y con la mano dentro del agua, procuraba calcular la velocidad de la corriente. Pero cuando la luz cayó sobre Pico Duro apenas pude dejar de reírme. Creo haber dicho que pusimos un cuarto de gamo asado en la canoa. Sucedió que cuando todos nos inclinamos para evitar que el techo de roca nos arrojase de la canoa el agua, la cabeza de Pico Duro había venido a dar cerca del gamo asado, y tan pronto como se recobró un poco del primer choque de nuestra situación, le ocurrió que tenía hambre. Por consiguiente cortó fríamente una chuleta con Inkosi-kaas, y se ocupaba en comérsela, al parecer con la mayor satisfacción. Según refirió después, pensó que “iba a un largo viaje,” y prefirió partir con el estómago lleno. Esto me recordó lo que muchas veces dicen los periódicos de los que van a ser colgados, que comieron “un excelente almuerzo.”
En cuanto los demás vieron que había logrado encender la lámpara, empacaron a Alfonso en el extremo más lejano de la canoa, calmándole maravillosamente con la amenaza de que si insistía en hacernos repugnantes las tinieblas con sus gritos, le haríamos callar enviándole a juntarse con el Wakwafi, a esperar a su Anita en el otro mundo, y comenzamos a discutir lo que sería conveniente hacer. Primero, sin embargo, por consejo de Good, atamos dos remos a manera de mástiles a los bordes de la canoa, para evitar un choque repentino donde bajase mucho la bóveda de la cueva. Era evidente que nos encontrábamos en un río subterráneo ó en una gran fosa, como la había llamado Alfonso, por donde corría el agua que sobraba del lago. Ríos semejantes existen en muchas partes del mundo; pero rara vez tienen los exploradores la mala suerte de viajar por ellos. Vimos claramente que el río era ancho, porque la luz de la linterna no alcanzaba a iluminar de una orilla a la otra, aunque a veces, cuando la corriente nos acercaba a un lado ó a otro, distinguíamos el muro de roca del túnel, que según podíamos apreciar formaba un arco de veinticinco pies de altura. En cuanto a la velocidad de la corriente era, calculada por Good, de ocho nudos, y como ordinariamente sucede era más fuerte en el centro. Nuestra primera operación fue arreglar que uno de nosotros estuviese a la mira para impedir que nos estrellásemos contra un lado de la caverna ó sobre una de las rocas salientes. A Pico Duro, que había comido ya, le tocó el primer cuarto. Con una sola excepción era todo lo que podíamos hacer. La excepción era que otro de nosotros cuidase de dirigir la canoa con un remo para que no se acercase a las paredes del túnel. Hecho esto tomamos una frugal comida, compuesta de carne fría de gamo (poique no sabíamos cuánto tiempo tendríamos que aguantar allí), entonces sintiéndome de mejor humor, manifesté mi opinión, de que aunque sería nuestra situación, no era desesperada, a menos que como nos habían dicho los indígenas, el río se hundiese en las entrañas de la tierra Si no, era claro que debía salir en alguna parte, probablemente al otro lado de las montañas, y en tal caso todo lo que teníamos que hacer, era procurar conservarnos salvos hasta que llegásemos allí, donde quiera que fuese. Pero, como Good decía lúgubremente, también podíamos ser víctimas de cien inesperados horrores, ó el río podía secarse al hundirse más y más, en cuyo caso nuestra suerte sería espantosa.
“Esperemos lo mejor y preparémonos para lo peor,” dijo Sir Enrique, siempre jovial y de buen humor. “Hemos salido juntos de tantas dificultades, que me imagino saldremos también de esta,” añadió.
Era un excelente consejo y procedimos a seguirlo todos, excepto Alfonso que estaba sumergido en una especie de estupor. Good estaba en el timón y Pico Duro con el remo, de suerte que Sir Enrique y yo nada teníamos que hacer sino echarnos en la canoa y pensar. Era curiosa y casi mágica nuestra situación, llevados hacia las«entrañas de la tierra en el seno de una especie de río Stigio, según decía Curtis, como las almas eran llevadas por Charon. ¡Y qué oscuridad reinaba! La débil luz de nuestra pequeña lámpara sólo servía para mostrar mejor las tinieblas. El viejo Zulú, sentado en la proa, como el Placer en el poema[12], observando sin manifestar fatiga, listo el remo en la mano y detrás en la sombra; Good vigilante, dirigiendo la canoa con el remo que empuñaba y sumergía de cuando en cuando en el agua.
“Bien,” pensaba yo, “viniste en busca de aventuras, Allan, hijo mío, y tu deseo se ha cumplido. A tu edad… debías avergonzarte de ti mismo; pero siendo tú quién eres, por horrible que sea tu situación, tal vez puedas salir con bien. Y si no, un río subterráneo será una tumba apropiada para tú.”
Debo decir que al principio la tensión de mis nervios era muy grande. Es una prueba terrible aún para la persona más fría y experimentada, estar en peligro de morir de un momento a otro; pero nada hay en el mundo a que el hombre no llegue a acostumbrarse y nosotros empezábamos a habituarnos ya a esto. Después de todo nuestra ansiedad, aunque natural, estrictamente hablando, no tenía razón de ser, considerando que nunca podemos estar seguros de lo que nos sucederá un minuto después, aun cuando estemos en una casa bien seca, con dos policías rondando bajo la ventana, ni tampoco sabemos cuánto tiempo más hemos de vivir.
Era cerca de mediodía, cuando nuestro bote fue arrastrado hacia el río y habíamos colocado nuestra guardia (Good y Pico Duro), a las dos, habiendo arreglado que permanecerían en ella cinco horas. En consecuencia a las siete, Sir Enrique y yo los sustituimos, Sir Enrique en la proa y yo en la popa, los demás se echaron a dormir un poco. Durante tres horas marchamos bien, Sir Enrique una sola vez tuvo que impeler la canoa hacia un lado, y yo tuve poco que hacer para dirigirla por el centro, porque como la corriente era violenta, sólo de vez en cuando era necesario virar para no inclinarnos hacia un lado. Lo que me sorprendió mucho en este maravilloso río fué que el aire era fresco. Era húmedo y pesado, pero no a tal 10 grado que fuese malo ó notablemente desagradable. La única explicación que encontré es que el agua del lago tenía suficiente aire para preservar la atmósfera del túnel de quedar estancada, dejando salir el aire conforme seguía su precipitado curso. Doy esta solución por lo que pueda valer, que tal vez no sea mucho.
Había estado como tres horas en el timón, cuando empecé a sentir un cambio decidido en la atmósfera, que se había hecho más cálida. Al principio no lo noté, pero al cabo de media hora, sintiendo, que el calor era más y más fuerte, le hablé a Sir Enrique, preguntándole si también él lo sentía ó era efecto de mi imaginación. “Sí,” me respondió. “Estoy en una especie de baño turco.” Precisamente entonces despertaron los otros suspirando y empezaron a desvestirse. En esto tuvo Pico Duro la ventaja, porque sólo llevaba uní taparrabo.
El calor era más y más fuerte, al grado de que apenas podíamos respirar, y el sudor nos inundaba. Después de media hora, aun estando completamente desnudos, apenas podíamos soportarlo. Aquel lugar era como una antecámara de las regiones infernales. Metí la mano en el agua y la saqué casi llorando: estaba hirviendo. Consultamos un pequeño termómetro que teníamos; el mercurio marcaba 123 grados. De la superficie del agua se levantaba una densa nube de vapor. Alfonso gemía, diciendo que estábamos ya en el purgatorio, lo cual era verdad, aunque no en el sentido en que él lo decía. Sir Enrique opinó que debíamos estar pasando cerca del centro de algún fuego volcánico y por lo que sucedió después creo que tenía razón. No puedo describir lo que sufrimos más tarde. Ya no sudábamos, porque el sudor se había agotado. Estábamos echados en el fondo del bote el que no podíamos dirigir, como si estuviésemos entre el rescoldo e imagino que nuestras sensaciones en aquellos instantes, eran muy semejantes a las del pez que es arrojado a tierra y muere por una lenta sofocación. Nuestra piel comenzó a abrirse y la sangre a agitarse en la cabeza como el golpeo de una máquina de vapor.
Esto había durado algún tiempo cuando repentinamente el río volteó un poco, y oí a Sir Enrique hablar en la proa con voz ronca y temblorosa; mirando hacia adelante vi una cosa maravillosa y pavorosa a la vez. A una media milla delante de nosotros, a la izquierda del centro de la corriente del río, que tenía según pudimos ver, noventa pies de anchura, una especie de pilar de llamas se levantaba desde la superficie del agua a una altura de cincuenta pies, y al llegar a la bóveda se extendía en un diámetro de cuarenta pies volviendo a caer en encorvadas hojas de fuego, imitando a los pétalos de una rosa completamente abierta. A nada se semejaba esto tanto como a una gran rosa de fuego que se levantaba de las negras aguas. Abajo estaba el tallo recto y como de un pie de grueso y encima la pavorosa flor. ¿Quién podrá describir su fiera y espantosa belleza? No seré yo ciertamente. Aunque estábamos a quinientas yardas de ella, no obstante el vapor, toda la caverna estaba iluminada y pudimos ver que la bóveda se levantaba a cuarenta pies encima de nosotros y había sido pulida por el agua. La roca era negra y aquí y allá se veían largas líneas brillantes que corrían como grandes vetas, pero no sé de qué metal serían.
Nos precipitábamos hacia el pilar de fuego que flameaba con más fuerza que un horno encendido por el hombre. “Dirigid el bote a la derecha, Quatermain, a la derecha,” murmuró Sir Enrique y luego lo vi caer sin sentido. Alfonso se había desmayado ya. Good estaba próximo a que le sucediera lo mismo. Yacían allí como muertos. Sólo Pico Duro y yo conservábamos nuestros sentidos. Estábamos e cincuenta yardas del pilar y vi que la cabeza del Zulú se inclinó sobre sus manos. También él se había desmayado ya, quedando yo solo. No podía respirar; el calor me secaba. En una gran extensión alrededor de la rosa de fuego, la roca estaba roja. La madera del bote casi ardía. Vi que las plumas de uno de los cisnes comenzaba a encogerse y arrugarse; pero no hice caso. Sabía que si pasábamos a tres ó cuatro yardas del pilar pereceríamos miserablemente. Cogí con aire feroz el remo para dirigir la canoa tan lejos de él como fuese posible.
Parecía que los ojos se me iban a salir de las órbitas y al través de mis cerrados párpados podía ver aquella fuerte luz. Estábamos casi en frente de ella. Todo rugía como los fuegos del infierno y el agua hervía furiosamente alrededor.
Cinco segundos transcurrieron. Habíamos pasado. Oí el ruido detrás de mí.
Entonces yo también caí sin sentido. Lo primero que recuerdo fué un soplo de aire sobre mi rostro. Abrí los ojos con gran dificultad. Miré hacia arriba. Allá a lo lejos estaba la luz: alrededor de mí negras sombras. Luego recordé bien y miré. La canoa flotaba aún sobre el río y en el fondo de ella yacían las desnudas formas de mis compañeros. ¿Estarán muertos? me preguntaba.
¿Habré quedado solo en este pavoroso lugar? No lo sabía. Pronto empecé a sentir una sed ardiente. Metí la mano en el agua e inmediatamente la saqué adolorida. Casi toda la piel del dorso estaba quemada. El agua estaba fría, bebí algunos cuartillos y me rocié. Mi cuerpo parecía absorber el líquido como una pared de ladrillo absorbe la lluvia después de una gran sequía; pero al tocar mis quemaduras me causaba un dolor intenso. Entonces me acordé de los demás, y arrastrándome hacia ellos con dificultad, les rocié con agua, y con gran alegría mía comenzaron a recobrarse, Pico Duro primero y después los demás. Luego bebieron, absorbiendo el agua como esponjas. Después, sintiendo frío, raro contraste, comenzamos a vestirnos. Así que estuvimos vestidos, Good examinó la canoa: estaba llena de ampollas a causa del calor y en partes— carbonizada. Good decía que si hubiera sido hecha como se acostumbra en los países civilizados, las tablas se habrían torcido, dejando penetrar el agua y entonces se hubiera hundido; pero afortunadamente estaba hecha de un solo trozo de álamo, teniendo sus costados tres pulgadas de grueso y el fondo cuatro. Nunca pudimos saber a qué debía su origen aquella llama: yo supuse que había en aquel paraje un agujero, en el lecho del río, al través del que salía allí de las entrañas de la tierra una gran cantidad de gas. Cómo llegó a encenderse no lo sabré decir, tal vez sería por la explosión espontánea de los gases mefíticos.
Luego que descansamos un poco nos pusimos a trabajar para salir de aquel lugar. He dicho que arriba había luz y examinándola bien nos cercioramos de que venía del firmamento. Nuestro río que era, según dijo Sir Enrique, la realización literal de la salvaje visión del poeta[13], no era ya subterráneo, sino que proseguía su curso, no por cavernas que el hombre no ha medido, sino entre dos espantosos acantilados de más de dos mil pies de altura. Eran tan altos que aunque el firmamento se veía estábamos rodeados de oscuridad, no de tinieblas, sino de la oscuridad que puede observarse en un cuarto cerrado a donde no penetra la luz del día. A uno y otro lado se levantaban los horribles y repugnantes acantilados hasta que la vista se desvanecía al tratar de medir su inmensa altura. El pequeño espacio de cielo que marcaba donde terminaban, aparecía como un hilo azul sobre la oscuridad que no era suavizada por algún árbol ó reptil. Aquí y allá crecían lúgubremente, en algunos pedazos de tierra, líquenes cenicientos que colgaban inmóviles de la roca, como la blanca barba de un muerto. Parecía que sólo la hez de la luz había llegado al fondo de este espantoso lugar. Ningún rayo brillante podía alcanzar allí, moría muy arriba, encima de nosotros. Fuera del lecho del río había una pequeña playa, formada de redondos fragmentos de roca, pulidos por la constante acción del agua, los que la hacían aparecer como sembrada de millares de balas de cañón. Cuando el agua del río subterráneo subía, la playa desaparecía ó quedaba muy reducida entre la orilla y los acantilados; pero ahora quedaba descubierto un espacio de siete u ocho yardas. Resolvimos desembarcar en esta playa, para descansar de nuestras fatigas y extender las piernas. Era un lugar horrible; pero proporcionaría una tregua a nuestros terrores y permitiría reparar y arreglar la canoa. En consecuencia, elegimos el lugar que nos pareció más favorable, y aunque con alguna dificultad acercamos la canoa a la playa y saltamos sobre aquellos guijarros redondos e inhospitalarios.
“Por mi nombre,” dijo riéndose Good que saltó primero a tierra, “qué lugar tan espantoso; es suficiente verlo para sufrir un ataque.”
Inmediatamente una voz que parecía la del trueno repitió sus palabras cien veces. “Para sufrir un ataque —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Un ataque —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!” respondían otras voces desde lo alto del acantilado. ¡Un ataque! ¡Un ataque! ¡Un ataque! repetía una voz después que otra arrojaba las palabras con el ruido de una espantosa risa, a los invisibles labios de otra, basta que todo el lugar resonó con las palabras y con los gritos de una diabólica alegría, que al fin cesó tan repentinamente como había empezado.
“Mon Dieu,” gritó Alfonso, perdiendo la poca presencia de ánimo que poseía.
“Mon Dieu, Mon Dieu, Mon Dieu,” tronaron, gritaron y gimieron los titánicos ecos en todos los tonos imaginables.
“Ah,” dijo Pico Duro con calma, “veo claramente que aquí habitan los diablos. Bien; el lugar es muy apropiado para ellos.”
Traté de explicarle que la causa de todo ese vocerío, era el eco tan notable como interesante; pero no quiso creerme.
“Ah,” continuó, “yo distingo un eco al oírlo. Había uno que vivía enfrente de mi kraal en Zululand y las Intorabis (doncellas) acostumbraban platicar con él. Pero si el que oímos es un eco bien desarrollado, el de mi kraal debe ser solamente un nene. No, no, los diablos habitan aquí. Pero me importa poco,” añadió tomando un polvo de rapé. “Podrán repetir lo que decimos, pero no son capaces de hablar por su cuenta ni se atreven a mostrar sus rostros.” Calló y en apariencia no prestó ya más atención a unos enemigos tan despreciables.
Determinamos, después de esto, hablar en voz muy baja; porque era realmente insufrible que cada palabra fuese proferida y arrojada aquí y allá, como una pelota.
Pero aun nuestros murmullos resonaban en las rocas misteriosamente, hasta que al fin morían disminuyendo poco a poco. Los ecos son deliciosos y románticos, pero nosotros, en aquel lugar, estábamos hastiados de ellos.
Tan pronto como descansamos un poco sobre las redondas piedras, nos lavamos y curamos nuestras quemaduras como mejor pudimos. Teniendo poco aceite para la linterna, no pudimos disponer de él para este fin, así es que desollamos uno de los cisnes y empleamos la grasa del pecho, que reemplazó bien al aceite. Yol vimos a cargar la canoa y tomamos algún alimento, del que como se comprenderá teníamos necesidad, porque nuestro desmayo había durado muchas horas y era ya mediodía. Nos sentamos en rueda y empezamos a engullir nuestra comida fría con el mejor apetito que pudimos mostrar, el que por mi parte no era mucho, pues me sentía débil y enfermo después de los sufrimientos de la noche anterior y además tenía un dolor de cabeza atroz. Fué una comida curiosa; la oscuridad era tan intensa que apenas se podía ver para cortar nuestro alimento y llevarlo a la boca. Comimos regular a pesar de que la carne estaba corrompida por el calor al través del cual había pasado. Al mirar hacia atrás, porque me llamó la atención un ruido de algo que se arrastraba sobre las piedras, percibí sobre una roca detrás de mí, una gran especie de cangrejo negro, cinco veces más grande que los cangrejos comunes. Este deforme y asqueroso animal, tenía los ojos salientes, antenas muy largas y flexibles y gigantescas garras. No era yo el único favorecido con su compañía. De todos lados venían arrastrándose docenas de estos horribles animales, saliendo de entre las piedras ó de los agujeros que había en el acantilado, atraídos por el olor de la comida. Algunos estaban ya muy cerca de nosotros. Su vista me tenía fascinado, hasta que uno de ellos extendió su garra y dio a Good, que estaba descuidado, un pellizco que lo hizo saltar, lanzando un grito que despertó los ecos salvajes de la caverna. Precisamente entonces otro muy grande cogió las piernas de Alfonso y el lector puede imaginarse la escena a que esto dió lugar. Pico Duro tomó su hacha y quebró la concha de uno que empezó a chillar, repitiendo sus chillidos los ecos millares de veces, y a arrojaba espuma por la boca, lo que atrajo centenares de sus amigos que salían de esquinas y agujeros no vistos. Percibiendo que estaba herido cayeron sobre él, como los acreedores en una bancarrota, y literalmente lo destrozaron miembro por miembro con sus largas pinzas y lo devoraron, empleando las garras para llevar los fragmentos a la boca. Cogiendo las armas que teníamos más a la mano, como los remos y piedras, empezamos a combatir con los monstruos, cuya peste era insufrible. Aquellos animales no se limitaban a esto.
Cuando podían nos daban un buen pellizco ó procuraban robarse la carne. Uno muy grande cogió el cisne que habíamos desollado y comenzó a arrastrarlo. Inmediatamente una veintena se precipitó sobre la presa y entonces principió una escena repugnante. Los monstruos echaban espumarajos, chillaban y desgarraban la carne, luchando unos con otros. Era un cuadro asqueroso y sobrenatural (que recordaré hasta el último día de mi vida), realzado con las profundas tinieblas y el incesante ruido de los ecos diversos y formidables. Extraño parecerá decir que había algo humano en estas diabólicas criaturas, como si todas las malas pasiones y deseos del hombre se hubiesen encerrado en la concha de un cangrejo y vuéltole loco. Eran horriblemente valerosos e inteligentes y parecía que comprendían. La escena habría podido suministrar materiales para un canto del Infierno del Dante, como decía Curtis.
“Larguémonos de aquí, camaradas, ó nos volveremos locos,” gritó Good y pronto seguimos el consejo. Impeliendo la canoa, alrededor de la cual se arrastraban centenares de cangrejos, que hacían vanos esfuerzos para trepar a ella desde las rocas, rémanos con fuerza y llegamos a la mitad del río dejando atrás los restos de nuestra comida y la chilladora, espumante y apestosa masa de los monstruos en plena posesión de aquel terreno.
“Son los diablos de este lugar,” dijo Pico Duro con el aire de quien ha resuelto un problema, y bajo mi palabra estoy casi inclinado a pensar como él.
Las observaciones de Pico Duro eran como su hacha, siempre se dirigían al caso.
“¿Qué haremos?” dijo Sir Enrique sombríamente.
“Navegar,” le respondí y efectivamente navegamos. Durante toda la tarde y parte de la noche flotamos bajo la lejana línea azul del firmamento, conociendo apenas cuándo terminaba el día y cuándo comenzaba la noche, porque la diferencia no se notaba en aquella oscuridad, hasta que al fin Good señaló una estrella que se veía encima de nosotros, y no teniendo otra cosa que hacer la observamos con gran interés. De pronto desapareció, las tinieblas se hicieron más intensas y un sonido que nos era ya familiar llenó el aire. “Otra vez en lo subterráneo,” dije suspirando al levantar la lámpara. Sí, no había lugar a duda. Vi la bóveda encima de nosotros. La hendidura había terminado y el túnel comenzaba otra vez. Entonces principió otra larga noche, llena de peligros y de terror. Describir todos los incidentes que durante ella tuvieron lugar sería cansado, sólo diré que como a media noche nuestra canoa chocó en una gran roca saliente en medio del río por lo que estuvimos a puntos de volcarnos y ahogarnos. Sin embargo logramos escapar y proseguimos nuestra extraña ruta. Así pasaron las horas hasta las tres de la mañana. Sir Enrique, Good y Alfonso estaban dormidos; Pico Duro estaba en la proa con el remo y yo en la popa, cuando noté que la anchura del río había aumentado considerablemente. Entonces oí una exclamación de Pico Duro, después el ruido de ramas que se rompen y por último vi que la canoa pasaba al través de arbustos colgantes ó plantas trepadoras. Un minuto después una ráfaga de aire libre bañaba mi rostro, y sentí que habiendo salido del túnel flotábamos sobre un agua clara.
Digo sentí, porque nada podía verse, pues las tinieblas eran profundas como acontece poco antes del alba. Pero esto no pudo enfriar mi gozo. Habíamos salido de aquel espantoso río y fuera cual fuese el punto a donde hubiésemos llegado debíamos estar contentos. Me senté a respirar el suave aire de la noche y esperé la aurora con toda la paciencia de que soy capaz.