CAPÍTULO I
INFORMACIÓN DEL CONSUL
HABÍA pasado una semana desde el entierro de mi pobre Enriquillo, y una tarde me estaba paseando en mi cuarto y pensando, cuando llamaron a la puerta. Bajé la escalera, abrí yo mismo y entraron mis antiguos amigos, Sir Enrique Curtis y el Capitán Juan Good. Pasaron al vestíbulo y se sentaron delante del ancho hogar, donde recuerdo que ardía un buen fuego. “Sois muy bondadosos en haber venido,” dije por decir algo; “debe haberos molestado mucho andar sobre la nieve.”
Nada contestaron; pero Sir Enrique llenó pausadamente su pipa y la encendió con una brasa. Hecho esto, alimenté el fuego con una brazada de leña, iluminando la llama toda la escena; mientras tanto yo consideraba qué hombre tan gallardo era él. Postro calmado, lleno de energía, facciones bien acentuadas, grandes ojos garzos, barba y cabello rubios, en suma, una magnífica muestra del más altivo tipo de la humanidad. Su forma no desdecía de su cara. Jamás he visto hombros más anchos ó un pecho más profundo. La gordura de Sir Enrique es tan proporcionada que aunque su estatura es de seis pies dos pulgadas, no parece un hombre alto. Al mirarlo no pude dejar de pensar qué curioso contraste presentaba mi seco cuerpo con su hermosa presencia. Imaginaos un hombre pequeño, desecado, de sesenta y tres años de edad, con rostro amarillo, manos delgadas, grandes ojos negros, pelo entrecano muy corto, y que se sostiene como un arbusto despreciable medio consumido; pesando, junto con el vestido, seis arrobas, y os formaréis una idea exacta de Allan Quatermain, ó como le llaman los indígenas: Macumazahan, que significa el que ve durante la noche, ó en lenguaje vulgar un compañero listo, que no se descuida.
Good no se parecía a ninguno de nosotros; es pequeño, moreno, corpulento, muy corpulento, con ojos negros, brillantes, teniendo fijo perpetuamente sobre ellos un monóculo. He dicho que es corpulento, pero este epíteto es aún suave. Siento manifestar que de algunos años a esta parte el estómago de Good ha aumentado tan considerablemente, que le da una apariencia ridícula. Sir Enrique le dice que esto proviene de la pereza en que vive y de lo mucho que come; a Good no le gusta aunque no puede negarlo.
Estuvimos sentados un rato, después cogí un fósforo y encendí la lámpara que estaba lista sobre la mesa, porque la media luz que había en la habitación, como sucede cuando uno ha perdido una de las esperanzas de la vida y no ha pasado aún una semana, era ya insuficiente. Luego abrí un armario, saqué una botella de aguardiente, grandes vasos y agua. Me gusta hacer siempre estas cosas yo mismo, pues me irrita tener continuamente a mi lado a alguno, como si fuese un nene de diez y ocho meses. Todo este rato Curtis y Good habían estado en silencio, pensando supongo, que nada tenían que decirme que me fuese de provecho, y contentándose con darme el consuelo de su presencia y silenciosa simpatía; porque ésta era tan sólo su segunda visita después de los funerales de mi hijo. Y en verdad que la presencia de otros es la que nos consuela en nuestras horas de dolor, y no su conversación, que con frecuencia sólo sirve para irritarnos. Antes de una fuerte tempestad los gamos se reúnen, pero dejan de llamarse uno a otro.
Fumaban y bebían aguardiente y agua sentados, y yo parado al lado del fuego fumaba también y los veía.
Al fin rompí el silencio. “Amigos míos,” les dije, “¿cuánto tiempo hace que volvimos de Kukuanaland?”
“Tres años,” contestó Good. “¿Por qué lo preguntáis?”
“Porque creo que ya he gozado bastante tiempo del encanto de la civilización. Vuelvo al desierto.”
Sir Enrique apoyó su cabeza en el respaldo del sillón y riéndose con una de sus estridentes carcajadas dijo: ¿Qué extraño, eh, Good?”
Good me miró misteriosamente al través de su monóculo y murmuró. “Sí, extraño, muy extraño.”
“Nada comprendo absolutamente de lo que queréis decir, dije yo, viendo alternativamente a ambos, porque me disgustan los misterios.”
“¿No comprendéis, viejo camarada?” dijo Sir Enrique, “entonces yo os lo explicaré. Al venir aquí Good y yo tuvimos una conversación.”
“Si vinisteis juntos probablemente la habéis tenido, contesté yo sarcásticamente, porque Good es muy platicados ¿Y sobre qué habéis conversado?”
“¿A que no lo adivináis?” me preguntó Sir Enrique.
Yo moví la cabeza. No era probable que adivinase lo que Good había dicho. El habla de tantas cosas.
“Era acerca de un plan que he formado, a saber, que si queréis empacaremos nuestros efectos y emprenderemos otra expedición al Africa.”
Al oír estas palabras no pude contener mi alegría. “¿Iréis?” les dije.
“Sí, y también Good. ¿No es verdad, Good?”
“Indudablemente.” Contestó éste.
“Escuchad, camaradas,” continuó Sir Enrique con mucha animación. “Yo estoy también cansado, muy cansado, de no hacer más que representar el papel de caballero en un país donde son tan abundantes. Durante un año ó más he estado intranquilo como viejo elefante que presiente el peligro. He soñado en Kukuanaland, Gagool y en ‘Las Minas del Rey Salomón.’ Puedo asegurar que he llegado a ser la víctima de innumerables pretendientes. Estoy fastidiado de cazar perdices y faisanes, y necesito correr otra vez tras del gamo salvaje. Vosotros sabéis perfectamente que cuando se ha probado el aguardiente con agua, la leche parece insípida al paladar y por lo mismo comprenderéis mis sentimientos. El año que pasamos juntos en Kukuanaland vale por todos los otros de mi vida. Me parece que soy un necio al sentir estas penas, pero no puedo evitarlo; deseo ardientemente ir allá y, lo que es más, intento ir.” Se detuvo un poco y después prosiguió.
“¿Por qué no había de ir? No tengo mujer, padre, ni hijos que me detengan aquí. Si alguna cosa me sucede, la baronía pasará a mi hermano Jorge y a su hijo, como sucedería en último resultado en cualquier caso. Para nadie soy yo de importancia.”
“Ah,” le dije. “Ya sabía yo que más temprano ó más tarde tomaríais esta resolución. Y ahora, Good, ¿qué razón tenéis vos para querer hacer lo mismo? ¿Tenéis alguna?”
“Yo nunca hago las cosas sin razón,” contestó Good solemnemente; “la razón es que no hay una mujer en el asunto, si no que son varias.”
Yo lo miré asombrado. Good es muy frívolo. “¿Qué es?” ¡Le dije!
Si deseáis saberlo, aunque yo no hablaría de una cosa delicada y estrictamente personal, os lo diré. Estoy engordando demasiado.”
“Silencio, Good,” dijo Sir Enrique. “Y ahora Quatermain, decid, ¿a dónde os proponéis ir?”
Antes de responder encendí mi pipa que había ya sacado.
“¿Habéis oído hablar alguna vez del monte Kenia?” les pregunté.
“No conozco tal lugar,” dijo Good.
“¿Y de la isla de Lamu?” Les pregunté otra vez.
“No… Pero… esperad, ¿no es un lugar que está cerca de 300 millas al norte de Zanzíbar?”
“Sí. Ahora escuchad. Lo que propongo es esto. Que vayamos a Lamu, de allí, haremos un viaje de 250 millas al monte Kenia; del monte Kenia al monte Lekakisera, come otras 200 millas; más allá de este punto, según creo, ningún hombre blanco ha entrado; y si llegamos hasta allí bien, penetraremos en el interior que es desconocido. ¿Qué decís, amigos míos?”
“Es una empresa atrevida,” dijo Sir Enrique reflexivamente.
“Tenéis razón,” le contesté. “Lo es; pero la prefiero, porque nosotros tres debemos buscar empresas de esta clase. Necesitamos un cambio de escena, y probablemente lo conseguiremos; un cambio completo. Toda mi vida he deseado visitar aquellos países, e intento hacerlo antes de morir. La muerte de mi pobre hijo ha roto el último eslabón que me unía a la civilización. La dejo para vivir con los salvajes. También os diré otra cosa, y es que hace muchos años he oído algunos rumores acerca de una gran raza blanca, que se supone existe por aquellas regiones y yo anhelo cerciorarme de si hay algo de verdad en esto. Si gustáis acompañarme, camaradas, bueno; si no, iré yo solo.”
“Yo os acompañaré, aunque no creo en vuestra raza blanca,” dijo Sir Enrique, levantándose y colocando su brazo sobre mi hombro.
“Corriente,” añadió Good. “Yo voy a prevenirme desde luego. Vayamos de todas maneras al monte Kenia, y a otros lugares con nombres impronunciables, y busquemos una raza blanca que no existe. Para mí todo es igual.”
“¿Cuándo pensáis partir?” preguntó Sir Enrique.
“Dentro de un mes,” le respondí, “por el vapor de la India Británica; y que no os acontezca asegurar que algunas cosas no existen sólo porque no habéis oído hablar de ellas. Recordad ‘Las Minas del Rey Salomón.’ ”
* * *
Catorce semanas habían pasado desde la fecha de esta conversación, por lo que esta historia continúa en otros lugares.
Después de muchas deliberaciones e inquisiciones, convenimos en que el mejor punto de nuestra partida para el monte Kenia, serían las cercanías de la desembocadura del río Tana, por estar 100 millas más cerca de Zanzíbar que Mombasa. Tomamos esta resolución por los informes que nos dio un comerciante Alemán, que nos encontramos a bordo del vapor, en Aden. Creo que era el Alemán más sucio que be conocido en mi vida; pero era un buen sujeto y nos dio muchos y preciosos informes. “Lamu,” dijo, “vais a Lamu, ¡oh! es un hermoso país,” y levantando su redonda cara que brillaba de gozo añadió. “Un año y medio viví allí y jamás me cambié de camisa, jamás.”
Al llegar a la isla desembarcamos con todas nuestras mercancías y equipajes, y no sabiendo a dónde ir nos dirigimos audazmente a la casa del cónsul de su Majestad, donde fuimos hospitalariamente recibidos.
Lamu es una población muy curiosa; pero lo que más se grabó en mi memoria con relación a ella son su poca limpieza y sus malos olores. Estos son verdaderamente horribles. Abajo del consulado está la playa ó más bien un banco de lodo que se llama playa. Queda completamente descubierto durante la marea baja y sirve de depósito a todas las inmundicias, porquerías y desechos de la ciudad. Aquí es donde las mujeres vienen también a enterrar cocos en el fango, hasta que la cáscara exterior se pudre completamente; entonces los sacan y emplean las libras para hacer esteras y para otros varios usos. Como este procedimiento se ha continuado durante algunas generaciones, la condición de la playa puede mejor imaginarse que describirse. He aspirado muchos malos olores en mi vida; pero la concentrada esencia de infección que se levantaba de aquella playa en Lamu, cuando nos sentábamos por la noche, a la luz de la luna, no bajo, sino sobre el hospitalario techo de nuestro amigo el cónsul, y la aspirábamos, hace el recuerdo de aquéllos muy débil. No debe extrañarse que la fiebre reine en Lamu. Sin embargo, el lugar no carece de ciertas hermosuras y encantos que le son propios, aunque probablemente este mal olor los debilita.
“¿A dónde os dirigís, caballeros?” preguntó nuestro amigo, el hospitalario cónsul, cuando fumábamos nuestras pipas después de comer.
“Nos proponemos ir al monte Kenia y de allí al monte Lekakisera,” contestó Sir Enrique. “Quatermain ha oído el cuento de que existe una raza blanca más allá, en territorios desconocidos.”
El cónsul pareció interesarse y respondió que él también había oído hablar algo de aquello.
“¿Qué habéis oído?” le pregunté.
“Oh, no mucho. Todo lo que sé es que hace como un año, recibí una carta de Mackenzie, el misionero Escocés, cuya estación está colocada en el punto más alto y navegable del río Tana, en la cual decía algo relativo a ese asunto.”
“¿Tenéis la carta?” le dije.
“No, la destruí; pero recuerdo decía que un hombre había llegado a su estación, el cual le refirió, que caminando dos meses más allá del monte Lekakisera, a donde ningún hombre blanco ha llegado aún, según mis informes, encontró un lago llamado Laga, que de allí se dirigió al Nordeste, caminando un mes al través del desierto, llanuras de espinas y grandes montañas, hasta que llegó a un país donde la gente es blanca y viven en casas de piedra. Aquí fue recibido hospitalariamente, hasta que los sacerdotes del país aseguraron que era un diablo y la gente lo arrojó de allí: caminó ocho meses hasta que llegó a la misión de Mackenzie, casi muerto, según he ido decir. Es todo lo que sé y mi opinión es que esto eso un embuste; pero si deseáis saber más sobre este asunto, lo mejor que debéis hacer es subir el Tana, hasta la misión de Mackenzie y pedirle informes.”
Sir Enrique y yo nos miramos. Aquí había algo realizable.
“Debemos dirigirnos a Mr. Mackenzie,” dije yo.
“Bien,” respondió el cónsul, “es lo mejor que podéis hacer; pero os advierto que vuestro viaje será muy peligroso, porque he oído decir que los Masai están cerca, y como sabéis, no son agradables parroquianos. Muestro plan mejor será escoger algunos hombres para sirvientes y cazadores, y alquilar conductores de un pueblo a otro. Esto os ocasionará muchas molestias; pero quizá experimentaréis que es más barato y más ventajoso que contratar una caravana, y estaréis menos expuestos a que se os deserten.”
Afortunadamente había allí una partida de Wakwafi Askari (soldados). Los "Wakwafi, que provienen de un cruzamiento entre los Masai y los Wataveta, son una hermosa raza varonil, que posee muchas cualidades del Zulú y mayor aptitud para la civilización. Son también grandes cazadores. Sucedió que estos hombres habían hecho un largo viaje con un Inglés, llamado Jutson, que había partido de Mombasa, puerto a 150 millas abajo de Lamu, dirigiéndose a Kilimanjairo, una de las más altas montañas conocidas en África. ¡Pobre hombre! murió de fiebre al volver de su viaje a poca distancia de Mombasa. Parece increíble que muriese después de haber sobrevivido a tantos peligros, estando ya cerca de una población; pero así fué. Sus cazadores lo enterraron y vinieron a Lamu a descansar. Nuestro amigo, el cónsul, nos sugirió que contratásemos estos hombres, y en consecuencia, la mañana siguiente, procuramos tener una entrevista con aquella partida, acompañados de un intérprete.
Los encontramos en una choza de lodo en los arrabales de la ciudad. Tres de ellos estaban sentados fuera de la choza, pareciéndonos francos y teniendo una apariencia más ó menos civilizada. Les dijimos prudentemente el objeto de nuestra visita, al principio con poco éxito. Declararon que no podían acceder a semejante pretensión, que estaban fatigados y débiles por un viaje tan largo, y que sus corazones estaban tristes por la pérdida de su amo. Intentaban volver a sus casas y descansar algún tiempo. Esto no prometía mucho, así es que, para efectuar una diversión, les pregunté dónde estaban los que faltaban. Se me había dicho que eran seis y yo sólo veía tres. Uno de ellos me dijo que estaban dormidos en la choza, y estaban también descansando de sus fatigas; “el sueño pesaba sobre sus párpados y el dolor hacia sus corazones como el plomo: era mejor dormir, porque con el sueño viene el olvido. Sin embargo, se les despertaría.”
Inmediatamente salieron de la cabaña bostezando. Los dos primeros eran indudablemente de la misma raza y estilo de los que ya habíamos visto; pero la apariencia del último casi me hizo saltar de gozo.
Era un hombre robusto, muy alto, de seis pies tres pulgadas de estatura, con miembros al parecer muy fuertes. A primera vista conocí que no era Wakwafi: era un Zulú de raza pura. Salió con su mano delgada y casi aristocrática colocada ante su rostro, para ocultar un bostezo, así es que de pronto sólo pude ver que era un “Keskla” u hombre con anillo,[1] y que tenía un gran agujero de tres esquinas en la frente. Poco después retiró la mano, dejando ver el poderoso rostro de un Zulú, con boca jovial, barba pequeña, lanuda, teñida de gris y un par de ojos oscuros, perspicaces como los del halcón. Inmediatamente conocí a mi hombre, aunque hacía doce años que no lo veía. “¿Cómo te va, Umslopogaas?” le dije tranquilamente en Zulú.
El hombre alto (que entre su pueblo era comúnmente conocido con el sobrenombre de Pico Duro ó Pájaro Carpintero[2] y también con el de Matador) se estremeció, y en su asombro casi dejó caer el hacha de batalla que tenía empuñada en su mano. Luego me reconoció y me saludó en su sonoro lenguaje, lo que hizo abrir grandes ojos a sus compañeros los Wakwaíi.
“Koos” jefe, comenzó, “Koos-y-Pagate. Koos-y-umcool,” antiguo jefe poderoso jefe, “Koos. Baba, (padre) Macumazahn, viejo cazador, matador de elefantes, destructor de leones, diestro, observador bravo, ágil, cuyo tiro jamás se desperdicia, que estrecha una mano que coge hasta la muerte (es un verdadero amigo). Koos, Baba. Sabia es la voz de nuestro pueblo que dice: “La montaña jamás se encuentra con la montaña; pero al alba ó después el hombre se encontrará con el hombre.” Mirad, un mensajero vino de Natal, “Macumazahn ha muerto,” gritó él: “La tierra no verá más a Macumazhan.” De esto hace ya años. Y ahora, mirad, en extraño y fétido lugar, encuentro a Macumazahn, mi amigo. No hay que dudar. Las cerdas del viejo chacal se han vuelto grises; pero ¿no es su vista tan penetrante y sus dientes tan agudos como antes? ¡Ha, ha! Macumazahn, ¿recuerdas cuándo plantaste una bala en el ojo de aquel búfalo que acometía? ¿Te acuerdas?”
Lo había dejado hablar así porque vi que su entusiasmo producía un marcado efecto en el ánimo de los cinco Wakwafi, que parecían comprender algo de su conversación; pero pensé que era ya tiempo de ponerle fin, porque nada aborrezco tanto como este sistema Zulú de extravagantes elogios, “bongering” como ellos le llaman. “Silencio,” le dije. “¿Qué haces aquí con estos hombres, tú a quien dejé come jefe en Zululand? ¿Cómo es que te encuentras lejos de tu nación y unido con estos extranjeros?”
Pico Duro se apoyó sobre la cabeza de su grande hacha de batalla (que no era otra cosa sino una hachuela con un hermoso mango de cuerno de rinoceronte), y su torva faz se puso triste.
“Padre mío,” respondió, “tengo que decirte una palabra, pero no delante de esta gente baja (umfagozana),” y dirigió una mirada a los Wakwafi Askari; “tú solo debes oírlo,” y su faz se puso aun más sombría, u una mujer me engañó alevosamente y cubrió mi nombre de infamia,; ay! mi misma esposa, una muchacha de faz redonda, me engañó; pero escapé de la muerte, ¡ay! huí de entre las manos de aquellos que venían a matarme. Yo sólo di tres golpes con mi hacha, ‘Inkosi-kaas,’ seguramente mi padre lo recordará, uno a la izquierda, otra a la derecha y el último enfrente, y dejé muertos tres hombres. Entonces huí y, como mi padre sabe, aun ahora que estoy viejo, mis pies son como los pies del Sasaby[3], y no existe un hombre que pueda vencerme en la carrera. Yo me apresuré, y detrás de mí venían los mensajeros de la muerte, y su voz era como el ladrido de los perros de caza. Huí de mi kraal y al salir, aquella que me había engañado estaba sacando agua de la fuente. Yo huía por su causa como la sombra de la muerte, al verla la herí con mi hacha y su cabeza cayó: cayó dentro de la olla del agua. Entonces me dirigí hacia el Norte. Continué viajando días y más días; viajé durante tres lunas, sin descansar, sin parar, corriendo en pos del olvido, hasta que encontré la partida del cazador blanco, que está ahora muerto, y vine aquí con sus sirvientes. Hada traje conmigo. Yo que soy de alta alcurnia, ay, de la sangre de Chaka, el gran rey, jefe y capitán del regimiento de "Nkomabakosi," soy un vagabundo en tierras extrañas, un hombre sin kraal. Nada traje, excepto mi hacha; es lo único que me queda de todo lo que poseía. Se han dividido mi ganado, han tomado mis mujeres, y mis hijos no verán ya mi rostro. Sin embargo, con esta hacha,” y agitó la formidable arma alrededor de su cabeza, haciendo silbar el aire, “abriré paso a la fortuna. He dicho.”
Moví la cabeza y le dije: “Pájaro Carpintero, te conozco desde hace mucho tiempo. Siempre ambicioso, siempre buscando los medios de ser grande, temo que al fin hayas labrado tu propia ruina. Hace años, cuando quisiste conspirar contra Cetiwayo, hijo de Panda, te aconsejé y me escuchaste. Pero ahora, cuando no estaba a tu lado para detener tu mano, has cavado un hoyo a tus pies para caer en él. ¿No es así? Pero a lo hecho pecho. ¿Quién puede hacer que reverdezca el árbol muerto, ó mirar otra vez un día del año pasado? ¿Quién puede recoger la palabra dicha, ó darle vida al que ha muerto? Lo que el tiempo absorbe no vuelve otra vez. Olvidemos. Ahora escucha, Pájaro Carpintero. Te conozco como gran guerrero, hombre de valor y fiel hasta la muerte. Aun en Zululand donde todos los hombres son valientes, te llamaban él matador y, y en la noche alrededor del fuego, se contaban historias de tu fuerza y hazañas. Óyeme bien. ¿Ves este hombre grande, mi amigo?” apuntando a Sir Enrique; “es también un guerrero, tan grande como tú, y fuerte como eres, podría llevarte sobre sus hombros. Se llama Incubu. ¿Yes también este otro de gran estómago, ojo brillante y agradable faz? Se llama Bowgwan (ojo de vidrio), es un hombre bueno y sincero; es de una curiosa tribu que pasa la vida sobre el agua, viviendo en kraales flotantes.
“Nosotros tres a quienes ves, queremos viajar por el continente, pasar Dongo Egere, la gran montaña blanca (el Kenia), y más allá hacia lo desconocido. No sabemos lo que encontraremos allí; vamos a cazar, a buscar aventuras y nuevos lugares, porque estamos cansados de reposar, viendo siempre las mismas cosas a nuestro alrededor. ¿Quieres venir con nosotros? Se te dará el mando de todos nuestros sirvientes; pero yo no sé lo que te acontecerá. Una vez antes hemos viajado así los tres, llevando con nosotros un hombre semejante a ti, un Umbopa; y mira, lo hicimos rey de un gran país, con veinte Impas (regimientos), cada uno de tres mil guerreros adornados con plumas, todos a sus órdenes. Lo que sucederá contigo no lo sé: puede ser que la muerte te espere a ti y también a nosotros. ¿Quieres ayudar a la fortuna y venir con nosotros ó tienes miedo?”
Pico Duro se sonrió y dijo: u Tú no tienes razón, Macumazahn, he conspirado en otro tiempo, pero no fué la ambición la que me condujo a mi ruina; sino, vergüenza me da decirlo, el rostro de una mujer hermosa. Olvidemos. ¿Así es que vamos a ver algo de aquellos tiempos en que cazábamos y combatíamos en Zululand? ¡Ay! iré con vosotros. Tenga la vida ó la muerte, ¿qué me importa con tal que los golpes se den pronto y corra sangre roja? Yo me voy haciendo viejo y no he combatido bastante. Sin embargo soy un guerrero entre los guerreros. Te mis cicatrices,” y apuntaba sus innumerables cicatrices, piquetes y cuchilladas, que marcaban la piel del pecho, de las piernas y de los brazos. “Mira este agujero en la cabeza; los sesos brotaban de allí, no obstante maté al que me había herido, y vivo. ¿Sabes tú cuántos he matado en combates cuerpo a cuerpo, Macumazahn? Aquí está la cuenta,” y señalaba largas hileras de muescas, cortadas en el mango de cuerno de rinoceronte de su hacha. “Cuéntalos, Macumazahn, ciento tres, y jamás he contado sino aquellos a quienes he abierto[4], no los que otro hombre había herido.”
“Silencio,” le dije, porque vi que la fiebre de la sangre se apoderaba de él; “silencio: con razón se te llama el matador. Recuérdalo, si vienes con nosotros, sólo combatiremos en defensa propia. Escucha: necesitamos sirvientes. Estos hombres, y señalé a los Wakwafi que se habían retirado un poco durante nuestra ‘indaba’ (conversación), dicen que no vendrán con nosotros.”
“¿No vendrán?” exclamó Pico Duro, “¿dónde está el perro que dice que no vendrá cuando mi padre lo ordena? Aquí tú,” y con un sólo brinco saltó sobre el Wakwafi con quien yo había hablado primero y asiéndolo de un brazo, lo arrastró hacia nosotros. “Tú, perro,” dijo dando un apretón al aterrorizado hombre: “¿dijiste que no irías con mi padre? Dilo otra vez y te ahogaré,” y sus dedos se apretaban alrededor de la garganta del infeliz al decirle, “a tú y también a aquéllos. ¿Has olvidado cómo serví a tu hermano?”
“No, suéltame e iremos con el hombre blanco,” murmuró.
“El hombre blanco,” prosiguió Pico Duro con simulada furia, “¿de quién hablas, perro insolente?”
“No, suéltame e iremos con el gran jefe.”
“Así se dice,” dijo Pico Duro con voz tranquila, soltando su presa tan repentinamente que el pobre hombre cayó al suelo. “Pensé que iríais.”
“Aquel Zulú parece tener cierta influencia moral sobre sus compañeros,” notó Good después de meditar algunos instantes.