CAPÍTULO XV
LA CANCIÓN DE SORAIS

DESPUÉS de habernos escapado de Agón y de su piadosa banda, volvimos a nuestros cuarteles en palacio y tuvimos un tiempo bonancible. Las dos reinas, los nobles y el pueblo rivalizaban entre sí para honrarnos y colmarnos de regalos. El penoso incidente de los hipopótamos cayó en el olvido, lo que nos llenaba de satisfacción. Todos los días nos visitaban diputaciones e individuos para examinar nuestros fusiles, vestidos, cotas de malla ó instrumentos, especialmente nuestros relojes que les agradaban mucho. En suma, llegamos a estar completamente de moda, tanto que algunos jóvenes elegantes entre los Zu-Vendis empezaron a copiar el corte de nuestros vestidos, particularmente de la chaqueta de caza de Sir Enrique. Un día nos visitó una diputación y como siempre, Good se puso de riguroso uniforme. Esta diputación parecía ser de clase diferente a las que generalmente nos visitaban, y su atención se detuvo observando los detalles del uniforme de Good, del cual tomaron muchas notas y medidas. Good se lisonjeó mucho de esto, sin sospechar que estaba tratando con los seis principales sastres de La Gran Milosis. Sin embargo, quince días después, cuando asistió a la corte y tuvo el placer de ver a siete u ocho

Zu-Vendis ataviados con una hermosa imitación de su uniforme, cambió de parecer. Jamás olvidaré la expresión de asombro y disgusto que vi en su rostro. Por esto y porque nuestros vestidos estaban ya muy deteriorados, resolvimos adoptar el traje de los pobladores, que era muy cómodo, aunque debo decir que, según Alfonso, yo parecía muy ridículo con él. Sólo Pico Duro no lo necesitaba; cuando se le acabó su “moocha” el fiero Zulú anduvo indiferente, tan horrible y desnudo como su hacha de batalla.

Mientras tanto proseguíamos con constancia nuestro estudio del idioma y hacíamos rápidos progresos. El día siguiente a nuestra aventura en el templo se nos presentaron tres graves y reverendos señores, armados con libros manuscritos, tinteros de cuerno y plumas de ave, y nos indicaron que habían sido enviados para enseñarnos. Con excepción de Pico Duro, los demás estuvimos anuentes y estudiamos cuatro horas cada día. El Zulú no quiso estudiar. No deseaba aprender “aquel lenguaje de mujeres,” y cuando uno de los preceptores avanzó hacia él con un libro y un tintero y se los puso delante con ademán persuasivo, como un sacristán que coloca el pan y el vino bajo la nariz de un rico parroquiano pero tacaño, saltó jurando y esgrimió a Inkosi-kaas ante los ojos de nuestro erudito amigo, que no volvió a intentar enseñarle el Zu-Vendi.

Empleábamos las mañanas en esta útil ocupación, que conforme adelantábamos se hacía más y más interesante, y las tardes las dedicábamos a otras cosas. Unas veces emprendíamos pequeños viajes, entre los que fueron notables, uno a las minas de oro y otro a las canteras de mármol, los que no describiré por falta de espacio; y otras veces salíamos a cazar el gamo con perros adiestrados para este objeto, siendo esta una diversión excitante, porque el país está lleno de cercas y nuestros caballos eran magníficos. Esto no debe extrañarse teniendo en cuenta que las caballerizas reales estaban a nuestra disposición y además teníamos cuatro excelentes caballos de silla que nos había regalado Nilepta.

Otras veces cazábamos con halcón, pasatiempo muy en boga entre los Zu-Vendis, que sueltan sus halcones a una especie de perdiz, notable por la rapidez y fuerza de su vuelo. Este pájaro parece perder la cabeza cuando es atacado por el halcón y en vez de ocultarse vuela muy alto, ofreciendo una caza muy divertida. He visto una de estas perdices volar hasta perderse de vista perseguida por el halcón. Ofrece aun mejor caza una variedad de agachadiza solitaria, del tamaño de un Pájaro Carpintero pequeño, la que abunda mucho en el país, y que es cazada con un halcón pequeño, ágil, bien adiestrado y con la cola casi roja. El zigzag de la agachadiza y la gran rapidez del vuelo y los movimientos de la cola roja del halcón, hacen este pasatiempo delicioso. Otra variedad de la misma diversión es la caza de una pequeña especie de antílope con águilas adiestradas; y ciertamente es un espectáculo maravilloso ver al gran pájaro elevarse y elevarse hasta que no parece más que una pequeña mancha negra en el espacio y repentinamente precipitarse como una bala de cañón sobre el gamo que está oculto entre la yerba. Aun es más hermoso el espectáculo cuando el águila coge al gamo corriendo.

Otros días visitábamos las habitaciones de algunos de los grandes señores del país, hermosas plazas fortificadas y aldeas cercadas por murallas. Aquí vimos algunos viñedos, campos de trigo y parques muy bien cuidados, y tanta madera de construcción en ellos que me deleitó; porque estimo mucho un buen árbol. Allí permanece de pie, fuerte y erguido, y tan hermoso como un hombre de la mejor raza. ¡Qué orgullosamente levanta su cabeza entre las tempestades del invierno y cuánto se regocija al volver la primavera! ¡Cuán grande es también su voz cuando conversa con el viento! mil arpas eólicas no podrían igualar la belleza de los suspiros de un gran árbol cubierto de follaje. Todo el día apunta al sol y toda la noche a las estrellas, y así, sin pasiones y lleno de vida, dura siglos enteros, haya tempestad ó haya calma, sacando su sustento del frío pecho de la madre tierra y conforme trascurren los años, aprendiendo los grandes misterios del crecimiento y de la decadencia. Y así continúa, durante muchas generaciones, sobreviviendo a individuos, costumbres y dinastías, a todo, excepto al país que adorna y a la naturaleza humana, hasta que llega el día señalado en que el viento gana la batalla y se regocija en el espacio reclamado, ó hasta que la consunción da el último golpe a su obra.

Se debía pensar mucho antes de cortar un árbol.

En las noches Sir Enrique, Good y yo teníamos la costumbre de comer ó más bien de cenar con sus Majestades, no todas las noches, sino tres ó cuatro veces a la semana, cuando no tenían muchos acompañantes ó los negocios de Estado lo permitían. Debo decir que estas cenas eran tan encantadoras como no he visto otras. ¡Con cuánta verdad se dice que las personas de alto rango son las más sencillas y bondadosas!

La prosperidad y vulgaridad son patrimonio de la clase media, y la diferencia entre las dos clases se nota mucho en Inglaterra donde se ve todos los días al arruinado conde y al orgulloso banquero que ha ocupado su lugar. Creo que uno de los mayores encantos de Nilepta es su dulce sencillez y el benévolo interés que presta aun a las cosas más pequeñas. Es la mujer más sencilla que he conocido y cuando una pasión no la agita una de las más dulces; pero cuando quiere puede mirar como reina y ser tan fiera como cualquier salvaje.

Jamás olvidaré una escena que sucedió, cuando estuve seguro de que estaba enamorada de Curtis. La causa fué la debilidad de Good que siempre anhelaba la sociedad de las señoras. Hacía tres meses que estábamos aprendiendo el Zu-Vendis cuando se le ocurrió a Good que estaba ya cansado de los ancianos caballeros que nos hacían el honor de guiarnos en nuestros estudios, así es que, sin decirnos una palabra, les manifestó que era un hecho extraño; pero que nosotros no podríamos aventajar en el conocimiento de un idioma extranjero a menos que fuésemos enseñados por señoras, teniendo cuidado de explicarles que debían ser jóvenes. Hijo que en nuestro país se acostumbraba elegir las muchachas más encantadoras que podían encontrarse para instruir a los extranjeros que lo necesitaban.

Los caballeros le escucharon sin hacer observación alguna. Admitieron que había razón en lo que él decía, supuesto que la contemplación de lo bello, según les enseñaba su filosofía, produce cierta porosidad en el ánimo, semejante a la que producen sobre el cuerpo físico las benignas influencias del sol y del aire. En consecuencia era probable que aprenderíamos más pronto el idioma si podían encontrarse preceptoras convenientes. Había otra razón, la de que siendo las mujeres naturalmente locuaces, se adquiriría más práctica en el estudio oyendo las frases de viva voz.

Good asintió gravemente a todo esto y los instruidos caballeros partieron, asegurándole que tenían orden de obsequiar nuestros deseos en todo lo que fuese posible.

Imaginaos mi sorpresa y disgusto, y creo que también el de Sir Enrique, cuando, al día siguiente, al entrar en el cuarto donde estudiábamos encontramos en vez de nuestros venerables maestros, tres de las más hermosas jóvenes de La Gran Milosis, que es mucho decir, las que se sonrojaron, se sonrieron y saludaron, dándonos a entender que habían venido a continuar nuestra enseñanza. Entonces Good, viendo nuestro asombro, creyó conveniente explicarse diciendo que había olvidado comunicarnos que la tarde anterior le habían manifestado nuestros profesores, que era indispensable que nuestra instrucción, en lo de adelante, fuese dirigida por personas de otro sexo. Yo estaba abatido y en semejante crisis pedí consejo a Sir Enrique.

“Bien,” dijo, “ya veis que las señoritas están aquí. ¿No creéis que el despedirlas pueda herir su delicadeza? Ya veis que uno no debe ser grosero; además son muy bellas.”

Good había comenzado ya su lección con la más hermosa de las tres, así es que cedí suspirando. Aquel día, todo fué bien: las jóvenes eran expertas y sólo se sonreían cuando disparatábamos. Antes jamás había visto a Good tan atento a su lección, y aun Sir Enrique parecía estudiar el Zu-Vendis con renovado celo. “Ah,” pensé, “¿seguirá esto siempre así?”

Al día siguiente estuvimos más animados; nuestro trabajo era agradablemente interrumpido con preguntas acerca de nuestro país, cómo eran las señoras de allá, etc., a todo lo cual respondíamos en Zu-Vendis como mejor podíamos; oí a Good asegurar a su maestra que su belleza era comparada a las hermosuras de Europa como el sol a la luna, a lo que contestó con un pequeño movimiento de cabeza como diciendo que ella era una preceptora y nada más, y que no era bueno engañar con tales cumplidos a una pobre muchacha. Después tuvimos un poco de canto que era realmente encantador, natural y sin afectación. Las canciones de amor Zu-Vendis son muy patéticas. Al tercer día todos estábamos ya en la más perfecta intimidad. Good le habló de amor a su bella maestra y tanto se conmovió que mezclaba sus suspiros a los suyos. Yo discurría con una alegre muchacha de ojos azules, sobre el arte Zu-Vendis, no sin advertir que estaba la muy traviesa esperando una oportunidad para soltar sobre mi espalda una especie de cucaracha, mientras que en un rincón, Sir Enrique y su maestra parecían, según pude juzgar, entretenidos en una conversación sobre los principios de educación sostenidos por Wackford Squeers, aunque en una forma muy modificada ó más bien espiritualizada por decirlo así. La joven repetía, por ejemplo, la palabra Zu-Vendis que significa “mano” y él la tomaba, “ojos” y él miraba sus negras pupilas, “labios” y… en aquel momento mi preceptora dejó caer la cucaracha sobre mi espalda y corrió riéndose. Tengo horror a las cucarachas y me levanté pronto, riéndome de su atrevimiento.

Levanté el cojín en que había estado sentada y se lo tiré. Imaginaos mi vergüenza, mi horror y mi desgracia cuando se abrió la puerta y entró Nilepta acompañada de dos guardias. El cojín pasó sobre la muchacha y pegó en la cabeza a uno de los guardias; pero yo disimulé que lo había tirado. Good cesó de suspirar y empezó a destrozar el Zu-Vendis con toda la fuerza de su voz, y Sir Enrique silbaba y miraba tontamente. En cuanto a las pobres muchachas quedaron completamente enmudecidas.

Nilepta se irguió tanto que parecía sobresalir de entre los altos guardias y su rostro se puso primero rojo y después pálido como la muerte.

“Guardias,” dijo con voz ahogada, señalando a la hermosa e inconsciente discípula de Wackford Squeers, “matad a esa mujer.”

Los guardias permanecieron inmóviles.

“¿Haréis lo que mando ó no?” dijo en el mismo tono.

Entonces avanzaron hacia la muchacha con las lanzas levantadas.

Sir Enrique se había recobrado ya y vio que la comedia probablemente se convertiría en tragedia.

“Quietos,” dijo con voz de trueno, colocándose enfrente de la aterrorizada muchacha. “Nilepta, tu no la matarás.”

“Sin duda tienes buenas razones para procurar defenderla. Tú no puedes hacer menos,” respondió la enojada reina, “pero ella morirá, morirá,” y golpeó el suelo con su pequeño pie.

“Entonces moriré con ella,” dijo Sir Enrique. “Soy tu siervo, oh reina, haz de mi lo que gustes.” Le hizo una reverencia y fijó sus claros ojos con desprecio sobre su rostro.

“Desearía matarte también a tú,” respondió, “porque te has burlado de mí;” y sintiendo que estaba vencida y no sabiendo qué hacer prorrumpió a llorar, apareciendo tan hermosa en su desconsuelo que, siendo yo viejo, envidiaba a Curtis que la sostenía. Era muy extraño, considerando lo que acaba de pasar, verlo estrecharla en sus brazos, y este pensamiento debió ocurrírsele también a ella, porque se desprendió de ellos y se retiró, dejándonos muy intranquilos.

Pronto volvió uno de los guardias con una orden para las muchachas que estaban allí, de abandonar la ciudad bajo pena de muerte y volver a sus casas en el campo, con lo que ningún mal les sobrevendría; en consecuencia se retiraron notando filosóficamente que esto no podía evitarse y que les era muy satisfactorio saber que nos habían enseñado algo del idioma Zu-Vendis. La mía era una muchacha preciosa y, olvidando lo de la cucaracha, le regalé al irse una moneda de seis peniques con un agujero. Después de esto nuestros primeros maestros siguieron su curso de instrucción, no necesito decirlo, con gran satisfacción mía.

Aquella noche cuando nos presentamos a cenar tímidos y temblorosos, nos encontramos con que Nilepta tenía un fuerte dolor de cabeza. Ese dolor de cabeza duró tres días completos; pero al cuarto se presentó a la cena, como de costumbre y con la más graciosa y dulce sonrisa dio a Sir Enrique su mano para que la condujese a la mesa. Ninguna alusión se hizo al incidente que he descrito, limitándose ella a decir con aire de encantadora inocencia que al ir a vernos en nuestros estudios, le había dado un vértigo del que hasta ahora se había recobrado. Suponía, añadió con un rasgo de buen humor, muy común en ella, que lo que la había afectado era la vista de gentes que trabajaban tanto.

Sir Enrique le dijo secamente que le parecía que no había estado bien aquel día, por lo que le dirigió una de aquellas miradas que si hubiese tenido los sentimientos de un hombre le habrían atravesado como un cuchillo, y no volvió a hablarse más de ello. Concluida la cena, Nilepta se dignó examinarnos para ver lo que habíamos aprendido y se mostró muy complacida del resultado. Después nos dio una lección que nos pareció muy interesante.

Todo el rato que conversamos ó más bien que procuramos conversar, y sonreímos, Sorais permaneció sentada en su pulida silla de marfil, viéndonos y leyéndonos como en un libro, diciendo de cuando en cuando algunas palabras, y sonriendo con aquella sonrisa que parecía la luz de un relámpago de otoño en una noche oscura. Good estaba sentado lo más cerca de ella que se atrevió, mirándola al través de su monóculo, porque realmente había llegado a enamorarse de aquella sombría belleza, a la que, hablando por lo que a mi toca, tenía miedo. La observé perspicazmente y pronto me convencí, por su aparente imposibilidad, que estaba celosa de Nilepta. También observé, y el descubrimiento me abatió, que ella estaba enamorada de Sir Enrique Curtis. Naturalmente no pude quedar muy seguro de esto, porque no era fácil leer en el corazón de aquella mujer tan fría como altiva; pero observé una ó dos minuciosidades, y, como saben los cazadores de elefantes, la yerba seca muestra el camino que el viento ha seguido.

Pasaron otros tres meses en los que todos nosotros hicimos grandes progresos en el idioma Zu-Vendis que es fácil de aprenderse. Con el tiempo llegamos a ser favoritos del pueblo y aun de los cortesanos, adquiriendo reputación de sabios, porque, como creo haberlo dicho ya, Sir Enrique pudo enseñarles a fabricar el vidrio, que era una necesidad nacional, y también con el auxilio de un almanaque viejo que teníamos, predecíamos varias combinaciones celestes, que eran completamente desconocidas para los astrónomos del país. Demostramos también el principio de las máquinas de vapor a una reunión de sabios que se llenaron de asombro, e hicimos otras muchas cosas. De suerte que el pueblo manifestó su deseo de que no se nos permitiese salir del país (lo que de hecho era imposible aunque lo hubiésemos deseado), alcanzamos grandes honores, fuimos nombrados oficiales del cuerpo de guardias de las reinas hermanas, señalándosenos cuartos permanentes en el palacio, y se consultó nuestra opinión en los asuntos de policía nacional.

El cielo parecía azul, pero había en el horizonte una nube y muy grande. No habíamos oído hablar ya de aquellos malhadados hipopótamos; pero no por esto se crea que nuestro sacrilegio se había olvidado ó que el grande y poderoso cuerpo de sacerdotes, encabezado por Agón, se hubiese apaciguado. Por el contrario, se agitaba más fieramente porque había sido vencido y lo que al principio fué tal vez fanatismo, había terminado en terrible odio nacido de la envidia. Hasta aquí los sacerdotes habían sido los sabios del país y eran mirados con peculiar veneración por esta causa. Pero nuestra llegada, con nuestra sabiduría, nuestras extrañas invenciones e ideas de cosas no imaginadas, dio un golpe serio al estado de sus negocios y entre los Zu-Vendis ilustrados contribuyó a destruir el prestigio de los sacerdotes. Lo que más les chocaba era el favor de que disfrutábamos y la confianza que en nosotros se tenía. Todas estas cosas nos hicieron muy peligrosos para Ja casta sacerdotal, la más poderosa del reino porque era la más unida.

Otra fuente de peligro permanente para nosotros era la envidia, que se desarrollaba poco a poco, de los grandes señores, encabezados por Nasta, cuyo antagonismo malamente oculto hasta entonces amenazaba mostrarse claramente. Nasta había sido durante algunos años candidato para esposo de Nilepta, y cuando llegamos, aunque había muchos obstáculos, podía lograr sus deseos. Pero ahora todo había cambiado, la modesta Nilepta no le sonreía ya, y él conocía la causa. Furioso y alarmado dirigió sus atenciones a Sorais, sólo para encontrar que era inútil cortejarla. Con una ó dos burlas amargas acerca de su inconstancia, aquella puerta se le cerró para siempre. Nasta se acordó entonces de los treinta mil hombres que se levantarían a su voz en los desfiladeros de las montañas del Norte, y sin duda juró adornar las puertas de La Gran Milosis con nuestras cabezas.

Pero primero determinó, según supimos, hacer otra prueba y pedir la mano de Nilepta en plena Corte, después de la ceremonia anual de firmar las leyes que habían sido dictadas por las reinas durante el año. Nilepta había oído hablar de este asombroso hecho con simulado enojo, y con voz trémula nos informó de esto, al sentarnos a cenar la noche que precedió a la ceremonia de firmar las leyes.

Sir Enrique se mordió los labios, hizo todo lo que pudo para impedirlo y mostraba claramente su agitación.

“¿Qué respuesta dará la reina al gran señor?” pregunté en tono de burla.

“¿Qué respuesta, Macumazahn?” (Habíamos preferido usar nuestros nombres Zulú entre los Zu-Vendis), contestó ella, alzando graciosamente sus hombros de marfil. “No lo sé: ¿qué debe hacer una pobre mujer cuando el pretendiente tiene treinta mil guerreros para hacer comprender su amor?” Y bajo sus largas pestañas miraba a Curtis.

Precisamente entonces nos levantamos de la mesa para pasar a otro cuarto. “Quatermain, una palabra, pronto,” me dijo Sir Enrique. “Escuchad. Jamás os he hablado de ello, pero seguramente lo habéis adivinado. Amo a Nilepta. ¿Qué debo hacer?”

Afortunadamente ya había meditado yo el asunto y pude darle la respuesta que me pareció más acertada.

“Debéis hablarle a Nilepta esta noche,” le dije. “Ahora ó nunca. Escuchad. En el otro cuarto sentaos cerca de ella y decidle que os espere a media noche junto a la estatua de Rademas, al extremo del gran salón. Yo os cuidaré allí. Ahora ó nunca, Curtis.”

Pasamos al otro cuarto. Nilepta estaba sentada y en su hermoso rostro se veía una mirada triste y ansiosa. Un poco más lejos estaba Sorais, conversando con Good en voz baja.

La ocasión había llegado: dentro de un cuarto de hora las reinas, según su costumbre, se retirarían. Sir Enrique no había tenido aún oportunidad de hablar a Nilepta; aunque nosotros veíamos mucho a las reinas, no era fácil verlas solas. Daba tormento a mi cerebro hasta que al fin se me ocurrió una idea.

“¿Se servirá la reina,” dije inclinándome ante Sorais, cantar alguna canción a sus siervos? Nuestros corazones están tristes esta noche: cantadnos, “Dama de la Noche” (nombre favorito de Sorais entre el pueblo).

“Mi canto, Macumazahn, no puede alegrar un corazón triste, sin embargo, si te agrada, cantaré,” me respondió y levantándose se dirigió a una mesa donde estaba un instrumento parecido a una cítara y comenzó a preludiar.

Repentinamente, como las notas de un pájaro de garganta profunda, entonó una canción tan dulce y con un estribillo tan triste y lúgubre, que contuvimos todos el aliento. Poco a poco se elevaron notas de oro que parecían fundirse a lo lejos y crecer después, cargadas con todo el dolor del mundo y toda la desesperación del bien perdido. Era un canto maravilloso; pero no pude escucharlo con la debida atención. Sin embargo, después conseguí la letra y aquí está una traducción tan exacta como ha sido posible hacerla.

CANCIÓN DE SORAIS.

“Cual ave que suspira, que vuela desolada

Y en medio de tinieblas su nido se perdió;

Cual mano sin auxilio, por lo alto levantada,

Cuando su hoz la muerte vibra como una espada,

Así es la triste vida que inspira mi canción.

 

“Como es el suave canto de sin igual dulzura

Que entona allá en las selvas alado ruiseñor;

Cual misterioso espíritu que abre cuando murmura

Las puertas de los cielos, en la infinita anchura,

Así al romper sus alas cayendo, es el amor.

 

Cual marchan las legiones hacia el combate cruento

Y llaman las trompetas a los que están en pie;

Cual dios de las tormentas con su rugir violento,

Que deja tras relámpagos más negro el firmamento,

Así al tornarse en polvo, será nuestro poder.

 

“Así es la vida breve, y espacio suficiente

Para olvidarlo todo sin duda se tendrá;

Es ilusión amarga; son sueños de la mente

Y nadie despertarnos, podrá por más que intente, Hasta que al fin la muerte nos lleve al más allá.”

 

ESTRIBILLO.

“Es hermoso el mundo

Cuando surge el alba;

Alba, Alba.

Más el sol rojizo

En sangre se baña;”

Baña, Baña.

Sólo desearía poder escribir al pie la música.

“Ahora, Curtis, ahora,” murmuré cuando ella comenzaba el segundo verso, y volví la espalda.

“Nilepta,” dijo él (mis nervios estaban tan excitados que pude oír todas las palabras, por quedo que hablasen, no obstante las divinas notas de Sorais), “Nilepta, debo hablar contigo esta noche. ~No me digas que no; no me lo digas.”

“¿Cómo podré hablar contigo?” le respondió ella fijando su mirada hacia adelante. “Las reinas no son como las otras gentes. Yo estoy continuamente vigilada.” “Escucha, Nilepta, así. Yo estaré junto a la estatua de diademas, en el gran salón a media noche. Tengo la contraseña y puedo pasar. Macumazahn estará allí para cuidarnos y con él el Zulú. Yen, reina mía, no me lo niegues.”

“No es probable,” murmuró ella, y mañana….”

Entonces la música comenzó a morir en el último sollozo del estribillo y Sorais se volvió poco a poco.

“Estaré allí,” dijo Nilepta apresuradamente, “por tu vida no me engañes.”