CAPÍTULO XVI
ANTE LA ESTATUA
ERA de noche y el silencio yacía sobre la ciudad amenazadora como una nube.
Secretamente, como malhechores, emprendimos nuestro camino Sir Enrique Curtis, Pico Duro y yo, al través de los pasillos, hacia la entrada de la gran cámara del trono. Nos encontramos con un centinela. Di la contraseña y dejando caer su lanza nos permitió pasar. Éramos oficiales del cuerpo de guardias de las reinas y con tal carácter podíamos entrar y salir sin ser interrogados.
Llegamos al salón sin contratiempos. Tan solitario estaba que nuestros pasos resonaban en las paredes, vibrando débilmente en el techo, como pisadas de muertos que frecuentasen el lugar donde una vez anduvieron.
Era un paraje que inspiraba terror y me impresionó mucho. La luna llena arrojaba líneas de luz al través de las aberturas sin ventanas de las paredes, que hacían resaltar lo negro del pavimento de mármol, como flores blancas sobre un ataúd. Una de estas flechas plateadas caía sobre la estatua de Rademas dormido y de la figura del ángel inclinada sobre él, iluminándola con una luz suave que me recordó aquella con la que los católicos iluminan los altares de sus catedrales.
Nos detuvimos junto a la estatua y esperamos. Sir Enrique y yo juntos y Pico Duro a algunos pasos entre las tinieblas, de suerte que sólo podía ver su contorno apoyándose el de su Lacha.
Tanto tiempo esperamos que me dormí, descansando sobre el frío mármol, basta que desperté al oír a Curtis dar un suspiro. Entonces llegó a nosotros un sonido lejano, como si las estatuas alineadas en las paredes se diesen una a la otra un mensaje de pasadas edades.
Era el débil roce del vestido de una dama. Se acercaba cada vez más. Pudimos ver a la luz de la luna una figura que avanzaba y aún oír el ruido de sus pies calzados con sandalias. Después vi la negra silueta del Zulú que levantaba su brazo en señal de saludo y Nilepta llegó junto a nosotros.
¡Qué hermosa parecía cuando se detuvo un momento dentro del círculo iluminado por la luz de la luna! Su mano oprimía su corazón y su blanco pecho se agitaba. Una banda bordada puesta alrededor de la cabeza sombreaba en parte el perfecto rostro, haciéndolo aun más hermoso; porque como la belleza, depende hasta cierto punto de la imaginación, nunca es tan hermosa como cuando está medio oculta. Allí estaba de pie radiante, pero medio dudosa, majestuosa y sin embargo tan dulce. Duró esto un momento; pero desde entonces me enamoré de ella y lo estoy hasta ahora, porque parecía un ángel del cielo más bien que una mujer amante, apasionada, mortal. Nos inclinamos ante ella y dijo:
“He venido; pero con gran riesgo. No sabéis cuánto me vigilan. Los sacerdotes me observan. Sorais con sus grandes ojos me observa. Mis mismos guardias me espían. Nasta también me vigila. ¡Oh, que tenga mucho cuidado!” Y golpeó el suelo con el pie. “¡Que tenga mucho cuidado! soy mujer y por lo mismo no fácil de someter. Soy además reina y puedo vengarme. ¡Que tenga cuidado, repito, ó en vez de darle mi mano tomaré su cabeza!” Terminó con un suspiro y nos sonrió halagüeñamente.
“Me mandaste que viniese, mi señor Incubu” (Curtis le había dicho que le llamase así). “Sin duda es para tratar algún asunto de Estado, porque sé que estás lleno de grandes ideas y planes para mi felicidad y la de mi pueblo. Así aun siendo reina debí venir sola, no obstante que temo mucho la oscuridad,” y riéndose otra vez fijó en él sus garzos ojos.
Yo creí prudente separarme un poco, supuesto que los asuntos de Estado no debían hacerse públicos; pero ella no me dejó alejarme, deteniéndome a unas cinco yardas, pretextando que temía una sorpresa. De suerte que involuntariamente oí todo lo que pasó.
“Tú sabes, Nilepta,” dijo Sir Enrique, “que no es para este objeto por lo que te he suplicado me vieses en este lugar solitario. Nilepta, no malgastemos el tiempo en bromas, escúchame, porque yo te amo.”
Al decir él estas palabras la vi abatirse y muy cambiada. La coquetería desapareció y en su lugar brilló la luz del amor que parecía glorificarla y hacerla como aquel ángel de mármol inclinado sobre Rademas. No pude dejar de pensar que debió haber sido un rasgo de instinto profético el que hizo dibujar a Rademas, en las facciones del ángel de su inspirada visión un parecido tan extraño de una de sus descendientes. Sir Enrique también lo notó y le sorprendió esta semejanza, porque su mirada pasó de Nilepta a la estatua iluminada por la luz de la luna, y de ésta otra vez a su amada.
“Dices que me amas,” le dijo en voz baja, “y tu voz tiene el acento de la verdad; ¿pero cómo sabré que me dices la verdad?”
“Aunque,” continuó con orgullosa humildad, empleando la tercera persona que es muy usada por los Zu-Vendis, “yo nada soy a los ojos de mi señor,” y se inclinó hacia él, “que viene de una nación maravillosa comparada con la cual la mía es como un niño, soy aquí reina y si quisiese combatir, cien mil lanzas brillarían en mi marcha, como las estrellas brillan en el camino de la luna que se pone. Aunque mi belleza no sea gran cosa a los ojos de mi señor,” y se inclinó otra vez, “aquí, en mi pueblo soy tenida por hermosa y como soy mujer los grandes señores de mi reino me han disputado,” añadió con mucha pasión, “como si fuese un venado que debiera ser presa del lobo más hambriento ó un caballo que se vendiese al mejor postor. Perdóneme mi señor si le fatigo; pero mi señor se ha servido decir que me ama, a mí, a Nilepta, la reina de los Zu-Vendis y debo manifestarle que aunque mi mano y mi amor no sean mucho para él, para mí lo son todo.”
“Oh,” dijo, cambiando repentinamente el tono de su voz, “¿cómo podre saber que me amas sólo a mí? ¿Cómo podré saber que no te cansarás de mí y te volverás a tu país, dejándome desconsolada? ¿Quién podrá decirme que no amas a otra mujer hermosa, desconocida para mí; pero que alienta bajo esta misma luna que brilla sobre nosotros esta noche? Dime, ¿cómo lo sabré?” Y apretándose las manos y extendiéndolas hacia él, lo miraba en actitud suplicante.
“Nilepta,” le respondió Sir Enrique, adoptando la manera de hablar de los Zu-Vendis, “te he dicho que te amo, ¿cómo podré decirte cuánto te amo? ¿Hay alguna medida para el amor? Trataré de hacértelo comprender. No diré que no haya visto con interés a otra mujer; pero diré que te amo con toda mi vida y con todas mis fuerzas, que te amo ahora y te amaré hasta que muera, y creo que aun después de muerto por siempre y para siempre: diré que tu voz es música para mi oído y tu presencia como el agua para una tierra seca, que cuando estás a mi lado el mundo es hermoso y cuando no te veo parece que ha muerto la luz. Oh, Nilepta, jamás te dejaré, por tu amor olvidaré a mi patria, la casa de mi padre: yo renuncio a todo. A tu lado viviré, Nilepta, y a tu lado moriré.”
Se detuvo y la miró con pasión. Ella inclinó la cabeza como un lirio y no respondió.
“Mira,” prosiguió señalando la estatua iluminada por la luz de la luna. “¿Yes ese ángel que tiene colocada la mano sobre la frente del hombre que duerme, y ves cómo a su contacto el alma se enciende y brilla al través de la carne, como una lámpara al contacto del fuego? Lo mismo me pasa a mí contigo, Nilepta. Tú has despertado mi alma y la has atraído, y ahora no es mía, no; sino tuya, únicamente tuya. Nada más tengo que decir; en tus manos está mi vida.” Y se apoyó en el pedestal de la estatua, muy pálido, sus ojos brillantes, orgulloso y bello como un lucero.
Poco a poco levantó ella la cabeza, fijando sus ojos, llenos de pasión, sobre su rostro, como para leer en lo más recóndito de su alma. Después habló en voz baja, pero clara como una campana de plata.
“En verdad, soy mujer débil y te creo. Malo será para tú, y también para mí, el día en que por mi desgracia sepa que he creído una mentira. Ahora escúchame tú que has venido aquí, desde lejanos países, a robar mi corazón y hacerme tuya. Pongo mi mano sobre tu mano, así, y yo, cuyos labios antes jamás habían besado, beso tu frente; y ahora por mi mano, por este primero y santo beso, por el bien de mi pueblo, por el trono que tal vez pierda por tú, por el nombre de mi poderosa casa, por la piedra sagrada y por la eterna majestad del Sol, juro que para tú viviré y moriré. Juro que te amaré a tú solamente hasta la muerte y aun más allá, si como dices hay un más allá, y que tu deseo será mi deseo y tu vida mi vida.”
“Mira, mi señor, no sabes cuán humilde es la que ama; yo, que soy reina, me arrodillo ante tú y rindo mi homenaje a tus pies;” y la apasionada joven dejóse caer de rodillas ante él sobre el frío mármol. Después no supe lo que sucedió, porque no pude permanecer allí más tiempo y me retiré para distraerme un poco con el viejo Pico Duro, dejándolos a sus anchas hablando de amor todo el tiempo que quisieron.
Encontré al guerrero, apoyándose sobre Inkosi-kaas come de costumbre, observando muy divertido lo que pasaba y sonriéndose maliciosamente.
“Ah, Macumazahn,” dijo, “supongo que jamás comprenderé las costumbres de vosotros los blancos, tal vez porque estoy envejeciendo. Mira, te suplico, aquel par de hermosos palomos, ¿y a qué viene todo lo que hacen y dicen, Macumazahn? Él necesita mujer y ella necesita marido, ¿por qué no paga él sus vacas[19] como debe hacerlo un hombre? Con esto se evitarían muchas molestias y nosotros podríamos haber dormido esta noche. Pero allí están habla y habla y beso y beso como locos. ¡Uf!
Tres cuartos de hora después el par de palomos se aproximó a nosotros, Curtis mirando cándidamente y Nilepta haciendo notar con mucha calma que la luz de la luna brillaba admirablemente sobre el mármol. Entonces, con muy buen humor, cogió mi mano y dijo que “yo era el querido amigo de su señor y por esto muy querido para ella,” todo por él, nada por mí, según se ve. Después tomó el hacha de Pico Duro, la examinó con curiosidad, diciendo al hacerlo, que pronto tendría que usarse para su defensa.
Enseguida nos hizo una graciosa caravana, miró tiernamente a su amado y desapareció en las tinieblas como una hermosa visión.
Cuando volvimos sin novedad a nuestros cuartos, Curtis me preguntó jocosamente qué pensaba acerca de lo que había sucedido.
“Estoy discurriendo,” le respondí, “porqué razón algunos hombres encuentran reinas hermosas que se enamoren de ellos, mientras que otros no encuentran a nadie absolutamente ó menos que a nadie; estoy pensando también a cuántos hombres valientes costará la vida, lo que ha pasado esta noche.” Esto era algo duro; pero como con la edad no se pierden todos los sentimientos, estaba un poco envidioso de la suerte de mi viejo amigo. Vanidad, hijos míos; vanidad de vanidades.
Al día siguiente informamos a Good de la feliz ocurrencia, y la recibió con sonrisas que, naciendo en la boca, se extendían en todo su rostro, como los círculos en un estanque, basta la orilla de su monóculo. Lo cierto es que Good se alegraba de lo que había sucedido, no por el hecho mismo, sino por razones personales. Adoraba a Sorais tanto como Sir Enrique adoraba a Nilepta, y su adoración no había sido muy correspondida que digamos. Él y yo suponíamos que aquella Cleopatra amaba más a Sir Enrique que a Good. Por consiguiente para él fué un consuelo saber que su inconsciente rival se había comprometido con otra. Su alegría disminuyó cuando se le dijo que todo debía quedar en secreto, sobre todo para Sorais, por razón de que se temía que tuviera lugar una convulsión política que de pronto no podría sofocarse y concluiría por arrojar del trono a Nilepta, si prematuramente se hacía público.
Esa mañana asistimos también a la Corte, y me sonreí al compararla con nuestra última visita, reflexionando que si las paredes pudiesen hablar referirían cuentos muy extraños. ¡Qué buenas actrices son las mujeres! En el alto trono, vestida con su bordado “kaf” ó toga de ceremonia, estaba sentada la bella Nilepta, y cuando entró Sir Enrique, vestido con el uniforme de oficial de la guardia y se inclinó humildemente ante ella, correspondió a su saludo con una simple inclinación de cabeza y se volvió fríamente hacia otro lado. La ceremonia fué muy concurrida, porque no solamente se trataba de firmar las leyes, sino que se había hecho público el rumor de que Nasta iba a pedir en matrimonio a Nilepta y el salón se había llenado completamente. Allí estaban nuestros amigos los sacerdotes, presididos por Agón que nos veía con ojos vengativos; y parecían más imponentes aún por sus blancas túnicas bordadas, ceñidas con una cadena de oro de la que colgaban delgadas láminas. Había también un gran número de poderosos señores, cada uno con su acompañamiento de criados, brillantemente ataviados y entre ellos se distinguía Nasta, acariciándose la negra barba con aire meditabundo y displicente. Era una escena espléndida y conmovedora, especialmente cuando el oficial, habiendo leído cada una de las leyes las pasaba a las reinas para que las firmasen, entre el sonido de las trompetas y el estruendoso ruido que producían las lanzas de los soldados al caer sobre el pavimento. La lectura y el acto de firmar las leyes duraron mucho tiempo; pero al fin concluyó, siendo una de las últimas la de que, en virtud de que ciertos distinguidos extranjeros, etc., confiriéndonos a nosotros tres el rango de “señores” con ciertos mandos militares y grandes dominios que nos regalaban las reinas. Luego que se leyó esto las trompetas sonaron y dejáronse caer las lanzas según costumbre; pero vi que algunos de los señores murmuraban entre sí y que Nasta apretaba los dientes. No era de su agrado el favor que se nos dispensaba, el que no parecía muy natural.
Hubo un momento de silencio y Nasta avanzó algunos pasos, inclinándose humildemente e implorando una merced de la reina Nilepta. Ella se puso un poco pálida; pero se inclinó graciosamente y suplicó “a su amado señor” que hablase, por lo que él con rudas palabras pidió su mano para casarse.
Antes de que ella encontrase una respuesta, el gran sacerdote Agón tomó la palabra y en un discurso muy elocuente hizo notar las grandes ventajas de la alianza propuesta; cómo se consolidaría el reino con los dominios de Nasta, de los que era virtualmente rey (siendo para los Zu-Vendis lo que Escocia es para Inglaterra), cuán contentos quedarían con esto los montañeses y cuán popular sería en el ejército por ser Nasta un general afamado; cuánto se afirmaría la dinastía reinante en el trono, y cuán digna sería de las bendiciones del Sol, del gran sacerdote y de todos sus súbditos. Muchos de sus argumentos eran de una fuerza incontestable y había además una razón de política en favor de este matrimonio. Pero desgraciadamente es difícil que reinas jóvenes y hermosas se sacrifiquen por la política como si fuesen las piezas de un juego de ajedrez. El rostro de Nilepta, mientras Agón declamaba, era digno de estudiarse: sonreía; pero bajo su sonrisa había algo terrible y sus ojos empezaban a despedir relámpagos siniestros.
Cuando Agón concluyó, ella se preparó para responder. Antes de que lo hiciese, Sorais se aproximó a ella y en voz bastante fuerte para que yo pudiese oírlo, le dijo: “Medita bien antes de hablar, hermana mía, porque nuestro reinado puede depender de tus palabras.”
Nada respondió Nilepta, y Sorais con un movimiento de hombros y una sonrisa volvió a sentarse y escuchó.
“En verdad se me hace un grande honor,” dijo, “no sólo por solicitar mi mano, sino porque Agón haya sido tan amable que me prometa las bendiciones del Sol en caso de verificarse esta unión. Me parece que si un minuto más hubiese trascurrido, Agón nos habría casado aun antes de que yo diese mi consentimiento. Nasta, te vivo reconocida y meditaré tus palabras; pero no tengo deseos de casarme, esa es una copa de la que nadie conoce el gusto hasta que empieza a bebería. Lo repito, Nasta, siempre viviré reconocida” y procuró levantarse.
El rostro del gran señor se puso negro como su barba por la ira, porque comprendió que estas palabras equivalían a una rotunda negativa.
“Mucho agradezco a la reina sus benévolas frases,” dijo haciendo esfuerzos para contenerse y sin parecer muy agradecido; “mi memoria las conservará siempre. Ahora tengo que implorar otra merced, y es el real permiso para retirarme a mis posesiones del Norte, entretanto la reina puede contestar categóricamente a mi solicitud. Puede suceder,” añadió con aire de desprecio, “que la reina deseé visitarme allí y llevar con ella a estos señores extranjeros,” viéndonos con ceño. “El país es pobre y escabroso; pero somos una fuerte raza de montañeses y treinta mil guerreros se reunirán para dar a la reina la bienvenida.”
Este discurso, que era una declaración de guerra, fué escuchado en medio de un profundo silencio; pero Nilepta enrojeciéndose respondió con valor.
“¡Oh! Nasta, iré allá, los señores extranjeros me acompañarán y por cada uno de los montañeses que te llaman príncipe, llevaré dos guerreros de los que me llaman reina y veremos quién es el más fuerte. Entretanto, adiós.”
Las trompetas sonaron, las reinas se levantaron y la gran asamblea se disolvió, yéndome a mi cuarto con el corazón adolorido porque preveía una guerra civil.
Después de esto trascurrieron algunas semanas sin que aconteciese algo que merezca ser referido. Curtis y la reina se encontraban raras veces, procurando siempre que sus relaciones no se trasluciesen. Pero sea lo que fuere, sucedió que un rumor débil como el zumbido de una mosca en un cuarto oscuro, pero perceptible, comenzó a extenderse poco a poco hasta que al fin llegó hasta el trono.