CAPÍTULO XIV
EL TEMPLO DEL SOL

ERAN las ocho y media en mi reloj, cuando desperté al día siguiente de nuestra llegada a La Gran Milosis, habiendo dormido casi doce horas, y en verdad debo decir que me sentí mejor. ¡Ah, qué cosa tan apreciable es el sueño, y cuán diferentes nos hacen doce horas de él, después de días y noches enteros de fatigas y de peligros! Es como si se acostase un hombre y se levantase otro diferente.

Salté de mi cama; antes jamás había dormido en una cama semejante, y lo primero que vi fué el monóculo de Good que se fijaba en mí desde su lecho de sedas. Nada se veía de él sino su monóculo; pero por su mirada conocí que estaba despierto y que esperaba que yo despertase para platicar.

“Quatermain,” comenzó, “¿habéis observado su cutis? Es tan terso como el dorso de un peine de marfil.”

“Mirad, Good,” le dije al oír que tocaban a la puerta, la que, al ser abierta dio paso a un funcionario que, por medio de señas nos dijo que estaba allí para conducirnos al baño. Consentimos alegremente y fuimos conducidos a una deliciosa cámara de mármol, con un estanque de agua cristalina en el centro, en el cual nos zambullimos.

Después de bañarnos volvimos a nuestro aposento, nos vestimos y fuimos al cuarto del centro, donde habíamos comido la noche anterior, a encontrar el almuerzo ya preparado, que era magnífico, aunque no me detendré a describir los platillos. Luego vagamos alrededor, admirando las tapicerías, alfombras y algunas estatuas colocadas allí, pensando todo este rato en lo que próximamente había de acontecer. Teníamos las cabezas en tal estado de confusión que estábamos dispuestos a todo lo que pudiese suceder. En cuanto a nuestro asombro había ya cesado. Mientras estábamos así, llegó nuestro amigo, el capitán de la guardia, y con muchas reverencias nos indicó que le siguiésemos, lo que hicimos no sin algún temor, porque comprendimos que había llegado la ocasión de saldar nuestras cuentas por aquellos malditos hipopótamos, con nuestro amigo Agón, el gran sacerdote de mirada impasible. No obstante, me consolaba la promesa de la protección de las reinas, sabiendo que si las mujeres se empeñan en algo, generalmente se salen con la suya; de suerte que partimos sin oponernos. Un minuto de andar por un pasillo y un corredor exterior, y llegamos a las grandes puertas dobles del palacio, que dan al ancho camino que sube a la colina, por el centro de La Gran Milosis al templo del Sol, y de allí baja por el lado más distante del templo al muro exterior de la ciudad.

Estas puertas son grandes, macizas y admirablemente trabajadas. Entre ellas, porque una está colocada en el lado de adentro y la otra en el de afuera del muro, hay un foso de cuarenta y cinco pies de ancho. Este foso está lleno de agua y se pasa por un puente levadizo, que cuando se levanta, sólo las balas de los cañones de sitio pueden penetrar al palacio. Cuando llegamos, las anchas puertas se abrieron, pasamos el puente levadizo y contemplamos una de las calzadas más imponentes del mundo. Mide cien pies de una acera a la otra y sobre cada lado hay una serie de espléndidas mansiones de un sólo piso, separadamente construidas a distancias iguales unas de otras, todas de granito y del mismo estilo y no apiñadas como acontece en Europa. Son estas casas las de los nobles de la Corte, y se extienden en una línea sin interrupción de más de una milla, hasta que la vista se detiene ante el hermoso templo del Sol, que corona la colina y cierra la calzada.

Estábamos contemplando este admirable cuadro, cuando se acercaron a nosotros cuatro carruajes, tirados cada uno por dos caballos blancos. Estos carruajes son de dos ruedas y están hechos de madera. Tienen una fuerte lanza cuyo peso está sostenido por tiras de cuero que forman parte de los arneses. Las ruedas tienen cuatro rayos, están en llantadas y no tienes muelles. Enfrente del carruaje, justamente encima de la lanza, hay un pequeño asiento para el cochero, bien asegurado para que no se bamboleé. Estos coches tienen tres asientos bajos, uno a cada lado y el otro con la espalda hacia el cochero; enfrente de este último asiento está la portezuela. El vehículo es muy ligero y fuerte, y no es tan feo como a primera vista pudiera creerse.

Si los carruajes dejan algo que desear no sucede lo mismo con los caballos. Son muy hermosos, no grandes; pero fuertes, con cabezas pequeñas y muy veloces. He procurado averiguar de dónde proviene esta casta que presenta muchos caracteres distintos; pero su historia es tan oscura como la de sus dueños. Lo mismo que los habitantes, los caballos han estado siempre allí. El primero y el último de los carruajes estaban ocupados por guardias; pero los dos del centro estaban vacíos y a ellos fuimos conducidos. Alfonso y yo entramos en el primero, y Sir Enrique, Good y Pico Duro en el otro, partiendo luego rápidamente. Entre los Zu-Vendis no se acostumbra andar al trote de los caballos, sea que uno vaya en coche ó a caballo, especialmente cuando el trayecto que hay que recorrer es pequeño; se anda siempre a galope. Tan pronto como nos sentamos, los caballos partieron con una velocidad tal, que nos impedía respirar bien, temiendo que nos volcásemos, hasta que me acostumbré a esta manera de andar. En cuanto al cobarde Alfonso se asía al lado de lo que él llamaba fiacre del diablo con desesperación, pensando que cada momento era el último de su vida. Luego se le ocurrió preguntarme a dónde íbamos, y le dije que suponía que a ser sacrificados, siendo quemados vivos. Su cara era entonces digna de verse, cuando él se asía al lado del vehículo y gritaba de terror.

Pero el cochero se inclinaba sobre los veloces corceles, apresurándolos, y el aire que pasaba silbando se llevaba los lamentos de Alfonso.

Ante nosotros brillaba el templo del Sol con su maravilloso esplendor y deslumbrante hermosura, orgullo de los Zu-Vendis para los que es, lo que el templo de Salomón, ó más bien de Herodes, era para los Judíos. Las riquezas, ingenio y trabajo de muchas generaciones se han dedicado a la construcción de este espléndido templo, que hace cincuenta años quedó completamente terminado.

Nada de lo que el país pudo producir se escatimó, y el resultado fue digno del esfuerzo empleado, no por su tamaño, porque hay templos mayores en el mundo, sino por sus perfectas proporciones, riqueza y hermosura de los materiales y por su asombroso trabajo. El edificio (que ocupa una extensión de ochenta cuadras en la cumbre de la colina, alrededor de la cual están las habitaciones de los sacerdotes), está construido en la forma de un girasol, con una cúpula que cubre el espacio central, de la que se desprenden como radios, doce naves que tienen la figura de los pétalos de una flor, cada una dedicada a uno de los doce meses, y que sirven como repositorios de las estatuas erigidas a la memoria de muertos ilustres. La anchura del círculo bajo la cúpula es de trescientos pies, su altura de cuatrocientos, la longitud de los rayos de ciento cincuenta, y la altura de sus techos de trescientos; así es que se desprenden de la cúpula exactamente lo mismo que los pétalos del girasol se desprenden de su dorado centro. La medida exacta del medio del altar central al extremo de los rayos, es de trescientos pies (radio del círculo), ó seiscientos pies desde la extremidad de un pétalo a la extremidad del opuesto[16].

El edificio es de mármol blanco pulimentado y forma maravilloso contraste con el granito rojo de que está construida la ciudad, sobre cuya frente brilla como una diadema sobre la frente de una triste reina. La superficie exterior de la cúpula y de las doce naves está enteramente cubierta con una delgada lámina de oro batido; y en el extremo de cada uno de los pétalos hay una figura de oro con una trompeta en la mano y las alas extendidas, como si fueran a remontar el vuelo. Dejo al lector que imagine el cuadro que presentan estos techos dorados, cuando el sol los hiere, brillando como un millar de hogueras encendidas sobre una montaña de mármol, tanto que el reflejo puede verse distintamente desde los grandes picos de la cordillera que está a cien millas de allí.

Es magnífica esa flor de oro, nacida sobre muros de mármol blanco, y dudo que en todo el mundo pueda verse otra semejante. Lo que hace el efecto aun más primoroso, es un cinturón de ciento cincuenta pies, alrededor de los muros de mármol del templo, sembrado de una especie indígena de girasol color de oro, que cuando nosotros lo vimos por primera vez, estaba florecido.

La entrada principal de este admirable templo está entre los pétalos que miran al Norte, y se halla protegida, primero por las usuales puertas de bronce y después por sólidas puertas de mármol primorosamente esculpidas con asuntos alegóricos, y cubiertas de oro. Pasadas estas puertas se atraviesa el espesor de las paredes, que es de veinticinco pies (porque los Zu-Vendis construyen para siempre), y una pequeña puerta también de mármol blanco, colocada allí para evitar un portillo muy visible en la superficie interior del muro, y se está ya en el espacio circular bajo la gran cúpula. Avanzando hacia el altar central se ve un cuadro que la imaginación de un hombre no puede concebir. Estáis en medio del lugar sagrado, encima está la gran cúpula de mármol blanco (porque la superficie interior, así como la exterior es de mármol blanco por todas partes); arcos de graciosas curvas como los de San Pablo en Londres, pero de un ángulo más agudo, y desde el cañón que se abre en la cima baja un rayo de luz sobre el altar de oro[17]. Al Este y al Oeste hay otros altares, y otros rayos de luz hieren su centro a la hora del sagrado crepúsculo. En todas direcciones las blancas, místicas y maravillosas naves dejan penetrar una línea de luz que sirve para iluminar su silencio sublime y revelar los monumentos de los grandes muertos.

Subyugado por la hermosura y grandeza de este lugar como por la mirada de unos ojos bellos, volved al altar central de oro, en medio del cual arde siempre, aunque no lo veáis, un vivo fuego coronado de humo azul. Es de mármol blanco cubierto de oro, de cuatro pies de altura y treinta y seis de circunferencia, siendo de la figura del sol. Aquí también hay doce pétalos de oro batido, engoznados en los cimientos del altar. Toda la noche y todo el día, excepto a una hora, los pétalos están recogidos sobre el altar, exactamente como un lirio del agua se cierra sobre su amarilla corona en los días tempestuosos; pero a mediodía, cuando el sol penetra por el cañón de la cúpula y brilla sobre la flor de oro, los pétalos se abren y revelan el oculto misterio, para cerrarse otra vez cuando el rayo ha pasado.

No es esto todo. Al Norte y Sur del lugar sagrado, están colocados de pie, en semicírculos, a iguales distancias unos de otros, diez ángeles de oro ó mujeres con alas, exquisitamente formadas y vestidas. Estas figuras, que son poco mayores que el tamaño natural, están de pie, con las cabezas inclinadas en actitud de adorar, sombreados sus rostros por las alas, y son de una belleza sorprendente.

Sólo me resta decir que el piso en frente del altar, al Este, no es de mármol blanco como el de todo el edificio, sino de latón sólido, y lo mismo sucede en los otros dos altares.

Los altares del Este y del Oeste son semicirculares, colocados junto al muro del edificio, menos imponentes y no están envueltos en pétalos de oro. Son también de oro; el fuego sagrado arde en ellos y una alada figura está de pie a cada uno de los lados. Dos rayos de oro bajan por la pared, detrás de ellos, pero donde debía estar el tercero, en medio, hay una abertura en la pared, ancha por fuera y estrecha por dentro, como una tronera al revés. Al través de la abertura del Este pasan los primeros rayos del sol que se levanta, hieren el círculo, tocando los doblados pétalos de la flor de oro al pasar, hasta que tropiezan con el altar del Oeste. De la misma manera en la tarde, los rayos del sol que se pone, descansan un rato sobre el altar del Oeste, antes de sumergirse en las tinieblas. Es la promesa que la aurora hace a la noche y la noche a la aurora.

Con excepción de estos tres altares y de las figuras aladas que están cerca de ellas, todo el espacio bajo la gran cúpula está completamente vacío y sin ornamentos, lo que, a mi modo de ver, aumenta mucho su grandeza.

Tal es la breve descripción de este maravilloso y bello edificio, cuya simplicidad me encantó tanto que sólo desearía poder hacerle justicia. Pero no puedo, así es, que es inútil seguir hablando de esto. Cuando comparo esta gran obra del genio con algunos edificios presuntuosos y ornamentaciones de oropel, producidos modernamente por los arquitectos eclesiásticos Europeos, presumo que el arte aun de las naciones más civilizadas podría aprender algo en las obras maestras de los Zu-Vendis. Diré únicamente que la exclamación que brotó de mis labios luego que mis ojos se acostumbraron a la opaca luz del edificio y a sus bellezas perfectas y pasmosas, como las de una imagen, fué: “qué, basta un perro se sentiría aquí un espíritu religioso.” La expresión es vulgar; pero manifiesta lo que quiero dar a entender mejor que otra más pulcra.

Fuimos recibidos a las puertas del templo por una guardia de soldados, que parecía estar bajo las órdenes de un sacerdote, y fuimos conducidos por ellos a una de las naves ó pétalos, como las llaman los sacerdotes, donde permanecimos una media hora. Aquí conferenciamos un poco, y siendo indudable que nuestras vidas estaban en gran peligro, determinamos, si se atentaba contra ellas, venderlas lo más caro que se pudiese, anunciándonos Pico Duro su firme resolución de cometer un sacrilegio en la persona de Agón, el gran sacerdote, cortándole la venerable cabeza con Inkosi-kaas. Desde donde estábamos, vimos que una gran multitud entraba en el templo, evidentemente en espera de algún acontecimiento extraordinario. Ahora debo manifestar que todos los días, cuando la luz del sol cae sobre el altar central y suenan las trompetas, se ofrece al sol un sacrificio que se quema, consistiendo generalmente en el cadáver de un carnero ó de un buey y algunas veces en frutas ó trigo. Este suceso tiene lugar cerca del mediodía; no siempre exactamente a aquella hora; pero como Zu-Vendis no está situado lejos del Ecuador, aunque su clima es muy templado por estar muy encima del nivel del mar, el mediodía y la caída de los rayos sobre el altar coinciden por lo común. El sacrificio debía tener lugar hoy a las doce y ocho minutos.

A las doce en punto se presentó un sacerdote, hizo una señal y el oficial de la guardia nos dio a entender que avanzásemos, lo que hicimos con la mayor gracia que podíamos mostrar, excepto Alfonso cuyos dientes comenzaron a castañetear. En pocos segundos salimos de la nave y vimos el vasto mar de caras humanas que extendiéndose hasta los límites más lejanos del gran círculo, se esforzaban por ver a los misteriosos extranjeros que habían cometido un sacrilegio; los primeros extranjeros que para la multitud habían puesto los pies en Zu-Vendis desde tiempo inmemorial. Al aparecer nosotros hubo un murmullo entre la gran multitud, el que formó eco en la gran cúpula, y vimos sonrojarse millares de rostros por la excitación, como la rosada luz se dilata sobre una blanca nube, siendo este efecto muy curioso. Pasamos por la calle formada en el centro de aquella masa humana, hasta que estuvimos sobre el piso de latón, al Oriente del altar central y justamente en frente de él. Un espacio de cerca de treinta pies alrededor de las figuras aladas estaba separado del resto, con cuerdas y la multitud estaba al otro lado de ellas. Dentro había un grupo de sacerdotes de blancas vestiduras y cinturones de oro, teniendo en la mano grandes trompetas y en frente de nosotros estaba nuestro amigo Agón, el gran sacerdote, cubierta la cabeza con su curioso gorro. Era el único que no tenía descubierta la cabeza en aquella gran asamblea. Nos colocamos sobre el espacio cubierto de latón sin sospechar lo que había debajo, porque aunque noté un sonido silbante que procedía del suelo, no pude darme cuenta de lo que era. Hubo una pausa y busqué a las reinas Nilepta y Sorais; pero no estaban allí. A nuestra derecha había un espacio libre que supuse estaba reservado para ellas.

Esperamos, y poco después se oyó un sonido de trompeta que aparentemente venía de lo alto de la cúpula. Se escuchó otro murmullo entre la multitud, y por una larga calle, que conducía al espacio libre a nuestra derecha, formada al través de ella, vimos a las dos reinas que venían una al lado de la otra. Detrás venían los nobles de la Corte, entre los que reconocí a Nasta y luego un cuerpo de cincuenta guardias. Mucho me alegré al ver a estos últimos. Luego que llegaron, las reinas se colocaron enfrente, los nobles a la derecha y a la izquierda y las guardias en un doble semicírculo detrás de ellos.

Hubo otra pausa y Nilepta me miro: parecióme que su mirada quería decirme algo y la observé con atención. Su mirada iba de mí al piso de latón en que estábamos. Luego hizo un ligero y casi imperceptible movimiento de cabeza hacia un lado. No comprendí y repitió. Entonces supuse que quería decir que saliésemos del piso de latón. Una mirada más y quedé seguro de ello; había peligro en permanecer sobre aquel piso. Yo estaba en medio de Sir Enrique y de Pico Duro. Les dije en voz muy baja, primero en Zulú y luego en Inglés, que retrocediesen muy poco a poco hasta que sus pies quedaron sobre el piso de mármol, donde terminaba el de latón. Sir Enrique dijo lo mismo a Good y a Alfonso, y retrocedimos tan poco a poco, que nadie, excepto Nilepta y Sorais, que todo lo veían, advirtió el movimiento. Entonces miré otra vez a Nilepta que me indicó su aprobación, inclinando ligeramente la cabeza. Los ojos de Agón estuvieron todo este rato fijos en el altar, como si estuviesen éxtasis y los míos se fijaban sobre su espalda en otra especie de éxtasis. Repentinamente elevó sus largos brazos y con voz solemne y robusta entonó un canto del que doy aquí una traducción, aunque entonces no comprendí lo que significaba. Era una invocación al Sol y dice así:

“Las aguas y la tierra se ostentan en silencio,

Y en las tinieblas duerme silencio sepulcral;

Cual pájaro que anida deslizase en las ondas

Y sólo las estrellas se suelen querellar.

La tierra languidece y en lágrimas bañada,

Los astros de la noche no calman su dolor;

Envuelta entre las brumas como cadáver yace

Con sus mortuorios paños, y busca con anhelo

Hacia el Oriente el Sol.

 

“En el lejano Oriente vivísimos reflejos

Envían a la tierra magnífica de luz;

Tus ángeles que vuelan esgrimen sus espadas

Y apartan las tinieblas en el espacio azul.

Al escalar los cielos, las pulidas estrellas

Arrojan de sus troncos y eclipsan su fulgor;

¡Mirad! las precipitan al seno de la noche;

La luna palidece cual rostro moribundo….

¡Tu gloria llega, oh Sol!

 

“De fuego tu hermosura se cubre, y son los cielos

Do corres cual calesa, tu espléndido pavés;

La tierra es prometida que abrazas y enamoras

Y que al engrandecerse sus hijos ve nacer.

Tú eres de todo padre y a todo das la vida;

Los tiernos niños crecen buscando tu calor;

Los míseros ancianos al verte cobran fuerzas,

Se arrastran hacia afuera…, Tan sólo los que han muerto

Te olvidarán, ¡oh Sol!

 

“Al estallar tu cólera tu rostro queda oculto

Y el manto de las sobras la tierra ve surgir;

Se enfría, y por los cielos retiembla con espanto

El trueno que rodando se agita en ondas mil.

Cuando los cielos lloran sus lágrimas son lluvias;

Suspiran, y los vientos que rugen son su voz;

Las flores se marchitan, los frutos caen del árbol,

Los viejos y los niños ocúltense medrosos

Al retirarte, ¡oh Sol!

 

“¿Quién eres tú, belleza, que moras en la altura?

Terror incomparable, ¿Cuál tu principio fué?

¿Cuándo Será tu término? Tú del viviente Espíritu[18]

Eres la viva forma, la esencia de su Ser.

Nadie te puso arriba, que tú eres el principio;

Tus hijos al olvido relegarás veloz;

Y eternas son tus horas, que en tu palacio de oro

Midiendo vas los siglos, ¡oh Padre de la vida!

¡Inextinguible Sol!”

Terminó el solemne canto, que, aunque en la traducción no lo parezca, es realmente hermoso y conmovedor en el original; luego, después de un momento de pausa, miró hacia el cañón abierto en la cúpula y añadió:

“Oh Sol, desciende a tu altar.”

Al hablar él aconteció una cosa asombrosa. Un espléndido rayo de luz viva descendió, atravesando la semioscuridad, como una espada de fuego. Cayó sobre los cerrados pétalos y bajó, haciendo brillar los costados de oro, abriéndose entonces la flor bajo la influencia de su benigna luz. Se abrió poco a poco y al extenderse sus grandes pétalos dejaron descubierto el altar de oro sobre el cual arde siempre el fuego, los sacerdotes hicieron sonar sus trompetas y todos se levantaron murmurando una plegaria, que elevándose hasta la cúpula bajó haciendo eco en los muros de mármol. El altar en forma de flor estaba descubierto y la luz del sol al caer sobre la llama del fuego sagrado la abatió y desvaneció, hundiéndola en los rincones del agujero de donde salía. Entonces las trompetas volvieron a sonar y el gran sacerdote levantó las manos, diciendo en alta voz:

“Nosotros te hacemos sacrificios, ¡oh Sol!”

Vi los ojos de Nilepta: estaban fijos sobre el piso de latón.

“Cuidado,” dije en voz alta, y al decirlo vi a Agón inclinarse y tocar algo sobre el altar. Al hacer esto todos los rostros blancos que nos rodeaban tornáronse rojos y después pálidos otra vez, oyéndose su respiración como un suspiro. Nilepta se inclinó hacia adelante e involuntariamente se cubrió los ojos con las manos. Sorais habló en voz baja al oficial de la guardia real, entonces con un sonido fuerte, todo el piso de latón se deslizó desde nuestros pies hacia adelante, y en su lugar quedó una profunda concavidad de mármol, terminando en un espantoso horno debajo del altar, muy amplio y bastante caliente para fundir un gran trozo de hierro.

Todos saltamos hacia atrás con un grito de terror, excepto el miserable Alfonso que quedó paralizado por el miedo y habría caído dentro del horrible horno preparado para nosotros si Sir Enrique con su fuerte mano no le hubiera arrastrado al tiempo de desvanecerse.

Inmediatamente se levantó un terrible murmullo y nosotros cuatro seguimos retrocediendo, procurando Alfonso encontrar refugio bajo nuestras piernas. Todos teníamos nuestros revólvers, porque aunque nos habían quitado políticamente los rifles al dejar el palacio, no nos quitaron los revólvers desconociendo su uso. Pico Duro también tenía su hacha de la que no se había tratado de privarle y haciéndola ahora dar rápidas vueltas sobre su cabeza, lanzó su penetrante grito de guerra que retumbó en las paredes de mármol. Los sacerdotes, burlados por su presa, habían sacado espadas de debajo de sus blancas vestiduras y se dirigían sobre nosotros, como galgos sobre un ciervo cercado. Vi aquello y por peligrosa que fuese la acción debíamos atacar ó estábamos perdidos, así es que al primer hombre que trató de acercarse que fué uno muy alto, le envié una bala de revólver que lo atravesó, cayendo en la orilla del hoyo, desde donde se resbaló, dando agudos gritos, al fuego que estaba preparado para nosotros.

Si fueron sus gritos ó el terrible sonido y el efecto del tiro de la pistola u otra cosa no lo sé; pero los otros sacerdotes se detuvieron, paralizados y desanimados, y antes de que nos acometiesen otra vez, Sorais dió algunas órdenes y fuimos rodeados por un muro de hombres armados. Todo esto pasó en un instante, los sacerdotes vacilaban aún y el pueblo como una manada de gamos espantados no se inclinaba a ninguno de los partidos.

Se había escuchado ya el último grito del sacerdote quemado; el fuego lo había consumido y un profundo silencio reinaba en el templo.

Entonces el gran sacerdote Agón con el rostro como el de un diablo se volvió. “Dejad que el sacrificio sea consumado,” gritó a las reinas. “¿No ha sido bastante punible el sacrilegio cometido por estos extranjeros, y queréis vosotras, oh reinas, arrojar el manto de vuestra majestad sobre los delincuentes? ¿No han sido matadas las criaturas consagradas al Sol? ¿Y no ha sido asesinado también un sacerdote del Sol por la magia de estos extranjeros que vienen como los vientos del cielo, de donde no sabemos, sin saber tampoco quiénes son? Guardaos, oh reinas, de atentar a la gran majestad del Dios, delante aún de su sagrado altar. Hay un Poder mayor que vuestro poder; hay una Justicia mayor que vuestra justicia. Guardaos de levantar una mano impía en contra de ella. Dejad, oh reinas, que el sacrificio sea consumado.”

Entonces Sorais le respondió con un tono tranquilo que me pareció entrañar algo de burla, no obstante lo serio de la cuestión. “Oh Agón, has hablado conforme a tu deseo y has dicho la verdad. Pero tú eres el que quieres levantar una mano impía contra la justicia de tu Dios. Recuerda que el sacrificio del mediodía está cumplido: el Sol ha recibido a su sacerdote como un sacrificio.”

Esta era una nueva idea y el pueblo la aplaudió.

“¿Recuerdas quiénes son estos hombres? Son extranjeros que se encontraron flotando en el centro del lago. ¿Quién los trajo? ¿Cómo llegaron allí? ¿Sabéis vosotros si ellos no son también adoradores del Sol? ¿Es esta la hospitalidad que dará nuestra nación a los que traiga aquí la casualidad, arrojarlos a las llamas? Vergüenza para vosotros, vergüenza. ¿Qué es la hospitalidad? Recibir al extranjero y colmarle de atenciones. Vendar sus heridas, darle una almohada para su cabeza y alimentos para que coma. Pero tu almohada es un horno encendido y tú alimento el fuego ardiente. Vergüenza para ti.” Se detuvo un momento para observar el efecto de su alocución sobre la multitud y viendo que era favorable, cambió el tono suplicante por el de mando.

“Hola,” dijo, u abrid paso a las reinas y a aquellos a quienes las reinas cubren con su “kaf” (manto).”

“¿Y si rehusó, oh reina?” dijo Agón entre dientes.

“Entonces mis guardias me abrirán paso,” respondió con orgullo, “aun delante del santuario y aun sobre los cuerpos de tus sacerdotes.”

Agón se puso pálido de rabia. Miró al pueblo, como si pensase apelar a él; pero vio claramente que sus simpatías estaban de la otra parte. Zu-Vendis son gente curiosa y sociable, y grande como era su sentimiento de la enormidad que habíamos cometido matando los hipopótamos sagrados, no les agradaba la idea de que los únicos extranjeros que habían visto ó de los que habían oído hablar, fuesen arrojados al horno, destruyendo así la casualidad de adquirir de ellos algunos conocimientos y noticias, y de charlar acerca de ellos. Agón comprendió esto y vaciló, y entonces habló Nilepta con dulce voz.

“Medita, Agón,” exclamó, “que como ha dicho la reina, mi hermana, estos hombres pueden ser también adoradores del Sol. Ellos no pueden hablar por sí mismos, porque sus lenguas están atadas. Difiérase esta cuestión hasta que aprendan nuestro idioma. ¿Quién puede ser condenado sin que se le oiga? Cuando estos hombres puedan defenderse entonces será tiempo de juzgarlos.”

Este era un medio de quedar bien y el vengativo sacerdote se asió a él por poco que le gustase.

“Sea, oh reinas,” dijo. “Vayan esos hombres en paz, y cuando hayan aprendido nuestro idioma dejémoslos hablar. Y yo, yo mismo, elevaré una humilde súplica ante el altar para que ninguna desgracia caiga sobre el país por el sacrilegio cometido.”

Estas palabras fueron recibidas con un murmullo de aprobación e inmediatamente salimos del templo, rodeados por la guardia real.

Hasta después fué cuando supimos lo que había pasado y cuánto riesgo habían corrido nuestras vidas entre las crueles garras de los sacerdotes Zu-Vendis, ante los cuales aun las reinas son impotentes. Si no hubiera sido por sus celosos esfuerzos para protegernos, habríamos sido matados aun antes de poner los pies en el templo del Sol. El intento de hacernos caer dentro del horno ardiente como una ofrenda, fué el último artificio para llegar a ese fin, después que otros muchos, que ni siquiera habíamos sospechado, habían resultado inútiles.