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Münster no le hubiera reconocido.
Es verdad que no guardaba un recuerdo claro de él de los interrogatorios en el instituto Bunge, pero esta figura derrumbada casi no tenía ningún parecido con la imagen que se había difundido en la tele y en los periódicos.
En cierto modo parecía más joven. La cabeza redonda y completamente rapada producía una dudosa impresión de inocencia. De ingenuidad… o tal vez lo contrario: de avanzada senilidad.
¿O una combinación de ambas cosas?
Estaba sentado junto a la pared con las manos cruzadas sobre la inestable mesa. La mirada baja. Probablemente cerraba los ojos de vez en cuando.
Reinhart y Münster estaban sentados junto a la pared opuesta de la habitación, que era rectangular. Uno a cada lado de la puerta. La silla del comisario parecía minuciosamente colocada en el centro geométrico; Münster sólo veía su espalda; inmóvil como una esfinge a lo largo de todo el interrogatorio. Escupía las preguntas de la misma manera átona y despreciativa, como si en el fondo ya tuviese todas las respuestas y como si todo aquello no le interesara lo más mínimo.
- ¿Sabe usted por qué está aquí?
- No.
- No le he preguntado si era usted culpable. Le he preguntado si sabía por qué estaba usted aquí. Ha sido usted declarado en busca y captura en la radio, en la tele y en sesenta y ocho periódicos diferentes… con su nombre y su foto. A pesar de ello afirma usted no saber por qué está aquí. ¿Piensa usted aducir que es imbécil o que no sabe leer?
- No. Sé por qué estoy aquí.
La voz era débil, pero no temblorosa.
- Permítame aclarar desde el principio que siento por usted el mayor desprecio, señor Ferger. Tenerle a la vista no me produce otro sentimiento que puro asco. En otras circunstancias, en una sociedad menos civilizada que la nuestra, no dudaría un segundo en matarle aquí mismo…, ¿ha comprendido?
Ferger tragó saliva.
- Estoy convencido de que mis sentimientos los comparten no solamente mis colegas sino, en general, todas las personas que están al tanto de lo que usted ha hecho.
- Yo soy inocente.
- ¡Cállese, señor Ferger! Está usted donde está porque es usted un asesino. Será usted procesado por los asesinatos de Eva Ringmar el 5 de octubre, de Janek Mitter el 22 de noviembre y de Elizabeth Hennan el 30 de noviembre. También ha asesinado usted a un niño de cuatro años el i de junio de 1986, pero aún no hemos terminado de reunir las pruebas de ese asesinato…
- No es verdad.
Fue un susurro tan débil que Münster apenas pudo captarlo. Van Veeteren lo pasó por alto.
- Si piensa que importa lo que conteste, quiero sacarle del error. Será usted condenado y pasará el resto de su vida en la cárcel… desde ahora le advierto que corre el riesgo de ser ejecutado…
- ¿Qué demonios está diciendo?
Seguía hablando más para la mesa que para Van Veeteren.
- … no en nombre de la ley, claro está, pero ya se encargará algún otro preso. Hay un profundo desprecio por los que son como usted, también en las cárceles. No es inusual que se practiquen métodos muy muy dolorosos… quiero que lo sepa para que se ande con ojo.
Ferger se retorció.
- Nadie va a hacer una cruz con dos pajas para ayudarle. ¿Por qué rechaza un abogado?
- Eso es cosa mía.
- No hay nadie que quiera defenderle, desde luego, pero tiene usted derecho a tener un abogado si lo desea. La ley rige incluso para los tipos como usted. ¿Por qué mató usted a Liz Hennan?
- No la he visto jamás.
- ¿Fue porque no era usted capaz de satisfacerla?
- No la he visto jamás.
- ¿Fue porque ella se burló de usted por ser tan mal amante?
No hubo respuesta.
- ¿Tiene usted miedo de las mujeres?
- ¿Considera usted que Liz Hennan era una puta?
Ferger murmuró algo.
- ¿Ha contestado usted que sí?
- No la conozco.
- ¿Por qué tenía entonces una fotografía de usted?
- Yo nunca le he dado ninguna fotografía.
- Pero usted tenía una fotografía de ella.
- No… eso… usted miente.
- Perdone. Quiero decir que tenía usted una fotografía de Eva Ringmar… ¿Es cierto?
- Tal vez… no me acuerdo.
- Encontramos una en su casa. ¿Tenía usted una relación con Eva Ringmar?
No hubo respuesta.
- ¿Era Eva Ringmar también una puta?
- No. No tengo ganas de contestar más preguntas.
- Tampoco yo tengo ganas de preguntarle. ¿Por qué fue usted a casa de Janek Mitter y Eva Ringmar el 4 de octubre?
No hubo respuesta.
- Llegó usted por la noche, pero regresó de madrugada y asesinó a Eva Ringmar ahogándola en la bañera.
No hubo respuesta.
- ¿Cree usted que no sabemos quién es usted?
- Yo no sé de qué está hablando.
- ¿Qué coartada tiene usted para el asesinato de Janek Mitter?
- Estuve en una pizzería…
- Entre las once y las doce, sí. Mitter fue asesinado mucho más tarde. ¿No tiene una coartada mejor?
- Me fui a casa y me eché a dormir… creí que…
- ¿Qué creyó usted?
- Nada. No pienso contestar más preguntas.
- ¿Por qué piensa usted que Eva prefería a Mitter antes que a usted?
Ferger hundió aún más la cabeza y miró hacia la mesa.
- ¿Por qué prefirió a Andreas Berger?
Esperó unos segundos.
- Aunque sea usted un miserable, señor Ferger, no hay ninguna razón para que sea un miserable tan estúpido. Usted afirma que es inocente… que no tiene usted nada que ver con los asesinatos de Eva Ringmar, Janek Mitter y Liz Hennan. ¿Es así?
- Sí.
- ¿Por qué se afeita usted la cabeza, se maquilla y se esconde, si es usted inocente?
- Me escondí cuando me di cuenta de que me buscaban.
- La primera vez que se dio la orden de busca y captura fue ayer a las doce del mediodía. Usted había huido varias horas antes.
- No… se me estropeó el coche. Había estado de viaje el fin de semana… no pude llegar a casa.
- ¿Dónde estuvo usted?
- Hacia el norte.
- ¿Dónde pasó la noche?
- En un motel.
- Nombre y lugar.
- No me acuerdo.
- ¿Por qué no avisó al instituto?
- Traté de llamar…, pero no pude comunicarme.
- Propongo que cierre usted el pico si no es capaz de dar mejores respuestas… resulta usted ridículo, señor Ferger.
Van Veeteren hizo una breve pausa.
- ¿Quiere usted un cigarrillo?
- Sí, gracias.
Van Veeteren sacó un paquete del bolsillo y de él un cigarrillo. Se lo puso en la boca y lo encendió.
- Pues a joderse porque no voy a darle un cigarrillo. Estoy harto de usted.
Se levantó y le volvió la espalda a Ferger. Ferger levantó la mirada por primera vez. Fue sólo un segundo, pero Münster alcanzó a entender la expresión de sus ojos. Estaba asustado… clara y manifiestamente asustado.
- Otra cosa, por cierto -dijo Van Veeteren mirando a Ferger de nuevo-. ¿Qué se siente ahogando a un niño? Él tuvo que resistirse bastante… ¿Cuánto se tarda? ¿Qué cree usted que pensaba mientras tanto?
Ferger tenía las manos fuertemente cruzadas ahora y la cabeza le temblaba un poco. No dijo nada, pero Münster no se habría sorprendido si se hubiera venido abajo en ese momento. Si se hubiera tirado al suelo o derribado la mesa o simplemente hubiera lanzado un alarido…
- Ocupaos de él -dijo Van Veeteren-. Estaré fuera tres horas. Que no salga de esta habitación, no le deis de comer ni de beber. Que no fume. Hacedle preguntas si os apetece… tenéis manos libres.
Saludó con la cabeza a Reinhart y a Münster y salió de la habitación.
Cuanto más se acercaba, más despacio conducía.
Unos kilómetros antes de llegar se detuvo en un aparcamiento. Salió del coche. De pie, dando la espalda al cortante viento, se fumó un cigarrillo. Fumar se había vuelto casi una costumbre. No recordaba ningún caso en el que hubiera consumido tantos cigarrillos. No en los últimos años.
Había sus motivos. Pero ya había pasado todo prácticamente. Sólo esta pequeña confirmación final. La última pincelada negra de este cuadro repulsivo.
Se preguntó si era necesario. Lo había hecho durante todo el camino. Intentos de encontrar argumentos para evitarlo, para soslayar esto último.
Ahorrarse a sí mismo y a ella esta humillación final.
¿A él también quizás?
Sí, incluso a él.
Por supuesto que era en vano. Era el mismo deseo de librarse que siempre aparecía cuando estaba a punto de llamar a una puerta y decirle a la esposa que el marido desgraciadamente… que él tenía que informar de…
No había otra salida.
Ninguna alternativa menos mala.
Ningún analgésico.
Tiró el cigarrillo en un charco y montó en el coche de nuevo.
Abrió al cabo de unos segundos. Había estado esperándole.
- Buenos días -dijo él-. Aquí estoy.
Ella asintió.
- ¿Ha seguido usted las noticias estos últimos días?
- Sí.
Ella miró a su alrededor como si quisiera controlar que no olvidaba nada. Las plantas o la cocina.
- ¿Está usted dispuesta a venir conmigo?
- Sí. Estoy dispuesta.
Su voz era como él la recordaba. Firme y clara, pero átona.
- ¿Puedo preguntarle? -dijo él-. ¿Sabía usted lo que estaba pasando, en realidad? ¿Lo sabía usted ya entonces?
- ¿Nos vamos, comisario?
Cogió su abrigo de la percha y él la ayudó a ponérselo. Se envolvió la cabeza con un ligero chal, cogió el bolso y los guantes que estaban en el sillón de mimbre y se volvió hacia él.
- Yo estoy lista, comisario.
El viaje de vuelta fue bastante más rápido. Ella iba sentada a su lado muy derecha e inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el bolso. La mirada al frente, fija en la carretera.
No dijo ni una palabra. Él tampoco. Como todo estaba completamente claro, terminado, no había palabra de la que echar mano. Él lo entendió y el silencio no fue agobiante.
A él tal vez le hubiera gustado hacerle una pregunta, un reproche, pero comprendió que hubiera sido imposible.
¿Se da usted cuenta, hubiera querido decirle, se da usted cuenta de que si me lo hubiera dicho la vez pasada habríamos podido salvar una vida? ¿Quizá dos?
Pero no podía exigir eso.
Ni que le contestara ahora.
Y tampoco que se lo hubiera contado entonces.
Cuando entraron en la habitación estaba todo igual.
Reinhart y Münster estaban en sus sillas junto a la puerta. El asesino se aplastaba detrás de la mesa junto a la pared opuesta. El aire era pesado y un poco dulzón y Van Veeteren se preguntó si tampoco se habría dicho ninguna palabra allí dentro.
Ella dio tres pasos en su dirección. Se detuvo detrás de la silla del comisario y puso las manos en el respaldo.
Él levantó la mirada. La mandíbula inferior empezó a temblarle.
- ¿Rolf? -dijo ella.
Hubo una sombra de alegre sorpresa en su voz, pero fue destruida inmediata y brutalmente por la realidad.
Rolf Ringmar se derrumbó lentamente sobre la mesa.