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Liz Hennan tenía miedo.
Sólo después de haberse duchado larga y minuciosamente y de haber estado despierta media hora en la oscuridad se dio cuenta de que eso era realmente lo que pasaba.
Porque no era algo que le sucediera con mucha frecuencia. Mientras yacía allí con los ojos clavados en el reloj digital que escupía los rojos minutos de la noche, trató de recordar la sensación.
¿Cuál había sido la última vez que había tenido miedo? ¿Tanto miedo como ahora?
Tenía que ser hacía mucho tiempo, eso seguro.
Quizás en la adolescencia. Ahora había alcanzado los treinta y seis años y sí que había habido ocasiones de tener miedo. Bastantes ocasiones, pero ¿no había sido precisamente esa diversidad lo que la había formado? ¿Lo que la había curtido y enseñado?
Que la vida no era tan peligrosa. Claro que no era lo que se dice un paseo, pero eso tampoco se lo había imaginado nunca. Si había algo que su madre había logrado grabar en ella, era seguramente eso.
Había tíos y tíos. Y a veces uno se equivocaba. Pero siempre había una salida, eso era lo bueno. Si uno se había ido abajo o había tropezado con un hijo de puta, no había más que sacudirse la mierda y arriba otra vez. Decirle que se fuera con viento fresco y empezar de nuevo.
Así era y así había sido toda su vida. Buenos ratos y malos ratos. That's life, como solía decir Ron.
El reloj marcaba las 00:24. Le costaba convencerse y tranquilizarse esa noche, lo sentía… lo sentía en el estómago y en los pechos… y en el sexo. Se pasó los dedos por él… seco. Seco como una postilla… eso no solía ocurrir estando tan cerca de un tío…
Miedo, pues.
No era de Ron de quien tenía miedo, aunque no querría estar cerca de él si se enteraba de este nuevo. Pero ¿por qué iba a enterarse de nada? Ella había tenido más cuidado que nunca, no le había dicho una palabra a nadie, ni siquiera a Johanna. No, a decir verdad, a quien echaba de menos en ese momento era a Ron. Deseaba que estuviera acostado detrás de ella, bien cerca, rodeándola con un fuerte brazo protector…
Así debía haber sido. Se había casado con Ron tres años antes y no habían sido años malos. Pero ahora no estaba en casa… durante dieciocho meses más ésta no sería su casa y era un tiempo de espera terriblemente largo. El próximo permiso lo tendría dentro de tres semanas y estaba empeñado en que tenía que ir a Hamburgo a ver a ese Heinz de los cojones. En lugar de estar con ella, el muy cabrón. ¿Qué derecho tenía a hacerle reproches si ella se iba con otro tío de vez en cuando?
Sí, claro que tenía miedo de lo que Ron hiciera si se enteraba, pero éste no era un miedo de ese tipo. Le daría una buena paliza, la echaría de casa una temporada, pero esto era otra cosa. Lo sentía…
Para decir la verdad no sabía cómo lo sentía; tenía que ser algo nuevo… ella que pensaba que ya no había nada nuevo, que ya había experimentado todas las cabronadas habidas y por haber… lo sentía… ¿horroroso?
¿Era impropia la palabra miedo?, se le ocurrió de pronto. ¿Demasiado débil? ¿No sería algo más fuerte?
¿Pánico?
Se estremeció. Se arrebujó bien en el edredón.
Sí, era eso. Era una viscosa sensación de pánico. Este nuevo hombre le inspiraba pánico.
Estiró la mano y encendió la lámpara. Se sentó contra la pared y encendió un cigarrillo. ¿Qué coño pasaba? Dio varias profundas caladas y trató de ordenar sus pensamientos.
Esta noche había sido la tercera vez que se encontraban y tampoco esta vez se habían acostado…, eso ya bastaba para entender. Algo había que funcionaba mal.
La primera vez, ella tenía la regla. Al recordarlo, se dio cuenta de que él se había sentido más bien aliviado.
La segunda vez habían ido al cine. No habían quedado en otra cosa.
Pero esta noche debía haber sido la decisiva. Habían tomado unas copas, habían visto un programa idiota en la tele, ella llevaba un vestido ligero y flojo y nada debajo, y estaban sentados en el sofá. Ella le había acariciado la nuca, pero lo único que él hizo fue quedarse petrificado… quedarse petrificado y poner una pesada mano en la rodilla de ella. Y dejarla allí posada como un pez muerto mientras bebía vino ávidamente.
Luego se disculpó diciendo que no se sentía bien y fue al cuarto de baño. Se marchó poco después de las once.
El sábado sería la cuarta vez. Él iba a recogerla directamente después del trabajo. Darían una vuelta en el coche si el tiempo no era demasiado malo y luego irían a casa de él…, estaba empeñado en que se quedara a pasar la noche. Media hora después de haberla dejado la llamó por teléfono para hacer los planes…, se disculpó de nuevo por no haber estado en forma. Y ella había aceptado, claro. Había dicho que sí.
Casi antes de colgar el auricular ya estaba arrepentida. ¿Por qué no le había dicho que estaba ocupada? ¿Por qué era tan estúpida que le decía que sí a un tío que no le gustaba?
¿Por qué no aprendía de una puta vez?
Aplastó la colilla irritada y notó que el miedo empezaba a ceder ante la rabia. A lo mejor era una señal.
Una señal de que sólo eran imaginaciones suyas. Tan peligroso no iba a ser. Había tenido tantos hombres en su vida que malo sería que no pudiera con uno más. Malo sería que no consiguiera llevar a ese John, que era como decía llamarse, al sitio donde quería tenerle.
Contenta con esas conclusiones, apagó la luz y se dio media vuelta. Eran horas de dormir. Tenía que levantarse a las siete, estar en su puesto en la tienda a las ocho y media… como de costumbre. Justo antes de dormirse alcanzó a tomar dos decisiones, que se prometió recordar en cuanto se despertara por la mañana.
Lo primero, hablaría con Johanna de todas formas. La obligaría a guardar el secreto bajo siete llaves, naturalmente, pero la pondría al corriente de la situación.
Lo segundo, vería a ese tío el sábado, pero como se torciera lo más mínimo, se daría media vuelta inmediatamente y se acabaría todo.
Así haría.
Una vez decidido todo esto, Liz Hennan logró por fin conciliar el sueño.
Ahora, con los pensamientos en cosas más pedestres.
Como, por ejemplo, lo caras que eran unas zapatillas de deporte que pensaba comprar para mejorar un poco la velocidad corriendo y quemando calorías.
Lo cual, naturalmente, debe haber significado tanto una mala inversión como una vanidad inútil ya que sólo le quedaban tres días de vida.