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Cuando Lotte Kretschmer se despertó el domingo 17 de noviembre, decidió casi inmediatamente acabar con su novio, un electricista de Süsslingen que tenía veintiún años llamado Weigand. La decisión había ido germinando en ella durante varias semanas, pero ahora había llegado el momento. Weigand dormía a su lado con la boca abierta como de costumbre, y como ella no quería dejarle en la ignorancia de una cosa tan importante, le sacudió para despertarle y le explicó la situación.
Cierto es que habían estado juntos ocho meses, pero ella no había contado con que las riñas, el llanto y las acusaciones ocupasen el día entero.
Cuando a las siete de la tarde salió por fin para ir a su trabajo sentía que lo que más necesitaba eran doce horas de sueño. En lugar de ello tenía doce horas de guardia por delante.
Esto, a modo de explicación. No de disculpa.
En el reparto de medicinas de las nueve de la noche, Janek Mitter, al igual que otros pacientes, recibió sin embargo dos tabletas de multivitaminas con el añadido de diez minerales importantes y selenio, en lugar de los habituales antidepresivos suavemente sedativos.
Ambos tipos de tabletas eran de color amarillo pálido, redondas y cubiertas de azúcar, y se guardaban en el mismo armario.
Tampoco esto a modo de disculpa.
Las consecuencias no dejaron de producirse. En lugar de dormir profundamente y sin sueños, Mitter se pasó la noche sorprendido y completamente despierto en su cama de tubos de acero viendo por la ventana el cielo estrellado que estaba casi tan brillante como la noche aquella en Levkes. Se acordó de que noviembre era el mes preferido de los astrónomos y que su cumpleaños debía de haber pasado… porque fue justamente el día que cumplió catorce años cuando su padre le regaló el telescopio.
¿Dónde estaría ahora?
Le llevó un rato aclararlo. Pero lo hizo. Lo tenía Jürg, como es natural. Jürg lo tenía en su cuarto mientras vivió con él, y se lo llevó cuando se trasladó a Chadów.
Así fue, todavía podía acordarse de unas cosas y otras.
Muchas otras cosas aparecieron y desaparecieron mientras estuvo acostado; cosas de hace mucho tiempo… recuerdos de infancia y pecados de juventud; cosas más recientes… Irene y los chicos, historias del instituto y viajes hechos con Bendiksen, pero no fue hasta muy avanzada la mañana cuando aquella noche se le plantó delante de los ojos…
Él estaba sentado en el rincón del sofá. Se había vestido y había velas encendidas por varios sitios y un olor a incienso jugueteaba en los orificios nasales. Eva andaba por allí envuelta en su kimono cantando algo, le costaba seguirla todo el tiempo con la mirada… tenía un vaso en la mano y se dio cuenta de que… no debía… absolutamente no debía beber ni una gota más… cuando volvía la cabeza la habitación se balanceaba… ni una gota más.
Se tomó un sorbo. Era un buen vino, lo notaba a pesar de tantos cigarrillos… fuerte y con cuerpo. Y ahora llamaban a la puerta. ¿Quién diablos…?
Eva gritó algo y desapareció. Comprendió que había ido a abrir al visitante, pero el vestíbulo estaba en una parte que él no podía ver. Se rio tontamente.
Sí, se acordó de que se rio de estar tan borracho que no se atrevía a mirar por encima del hombro. Y luego volvió Eva con el visitante, y el visitante iba delante… no le vio la cara, estaba demasiado alta, sencillamente; un movimiento como ése tampoco era posible… y el visitante se quedó de pie un buen rato antes de sentarse y Eva estaba en otro lado, había gritado algo, pero ahora, en todo caso, él estaba allí sentado; veía su torso y sus antebrazos, sólo sus antebrazos, la camisa desabrochada… fumaba y Mitter cogió también un cigarrillo y la nicotina le hizo sentir vértigo durante un instante. Sentía humo caliente y repugnante en la garganta y no tardarían en empezar a hablar… y entonces el visitante se inclinó hacia delante y sacudió la ceniza en el cenicero y él vio quién era.
Abrió los ojos y miríadas de estrellas se le metieron dentro formando espirales y le marearon.
Voy a olvidar de nuevo, pensó. Ha estado en mí durante un momento, pero mañana habrá desaparecido.
Tanteó en busca de la pluma en la mesilla de noche. Oyó que caía al suelo… se inclinó con cuidado sobre el borde de la cama, arañó en la oscuridad las frías losas y finalmente la encontró.
¿Dónde?, pensó. ¿Dónde?
Cogió la Biblia que estaba en el cajón. Midió con el dedo pulgar hasta san Marcos, aproximadamente, y escribió el nombre del visitante.
Cerró la Biblia. La dejó en su sitio y cerró el cajón. Se dejó caer agotado sobre las almohadas y sintió… sintió que algo había empezado a temblar en su interior.
Era una llama. Una tenue llama que algo había encendido y que seguro que valía la pena preservar. Mantenerla viva.
Loco estaba, pero eso lo entendía.
Y, empujado por esa misma órbita de pálida luz, se puso tarea que realizar cuando amaneciera.
Escribirle una carta al visitante.
Sólo una línea.
Se adormeció. Pero se despertó.
Quizá también hacer una llamada telefónica.
Al antipático… cuyo nombre acababa de escapársele.
Con tal de que no fallase la llama.