35
El viernes se quedó en casa.
Se despertó a eso de las nueve y conectó el teléfono.
Abrió el listín de teléfonos por las páginas de las agencias de viajes y antes de haber salido de la cama ya había reservado el billete. Salida con las Australian Airways el jueves 5 de diciembre a las 07:30. La vuelta, abierta.
Luego desconectó el teléfono y se levantó a desayunar.
Se sentó a la mesa de la cocina. Prestó oídos a la lluvia. Masticó una buena rebanada de pan integral con queso y pepino. El diario de la mañana extendido frente a él… y de pronto fue invadiéndole una sensación.
Una sensación de bienestar. Intentó reprimirla, pero allí estaba… cálida y obstinada y completamente inequívoca. Una noción de gratitud ante la insondable riqueza de la vida.
Ocurriera lo que ocurriera, dentro de… siete días estaría sentado tomando su desayuno en un balcón de un hotel en Sidney. Hojeando distraídamente la guía de la Gran Barrera de Arrecifes. Encendería un cigarrillo y volvería la cara hacia el sol.
Antes de ello, o bien habría dado caza a un asesino, o bien se habría despedido de su trabajo.
Era un juego en el que sólo había ganadores. Una mañana llena de libertad. Sin un perro tumbado vomitando delante de la nevera. Sin una esposa que tuviera intención de regresar a casa. La puerta cerrada. El teléfono desconectado.
Se acordó de Ferrati y las bragas. Vaya putada. La vida era, pese a todo, una sinfonía.
Y luego pensó en Mitter. Y en Eva Ringmar, a quien nunca había llegado a ver en vida. Era de ella de quien se trataba.
Y se dio cuenta de que la sinfonía era en tono menor.
A las once había terminado de leer el periódico. Preparó un baño de espuma, puso las suites de violoncelo de Bach a todo volumen, encendió una vela sobre la tapa del retrete y se metió en el agua.
A los veinte minutos no había movido un músculo, pero se le había ocurrido una idea.
Del calor del agua, de la llama de la vela, del áspero tono del violoncelo, había nacido una idea.
Era una idea terrible. Una posibilidad que preferiría alejar de sí. Ahogarla, apagarla de un soplo, cerrarla. Era la imagen de un asesino.
No, no lo tenía, pero había un camino.
Un camino posible que no tenía más que recorrer hasta su término. Seguir tan lejos como pudiera y ver qué se escondía al final.
Por la tarde se acostó en el sofá a oír más Bach. Se durmió un rato y despertó a oscuras.
Se levantó, apagó el magnetófono y conectó el teléfono.
Dos llamadas.
La primera a Beate Lingen. Ella le recordaba; lo dijo y él lo notó en su voz. Así y todo, consiguió invitarse a un té el sábado por la tarde. Ella disponía de una hora, ¿era suficiente?
Lo era, contestó él. Ella no era más que una parada en el camino.
La otra a Andreas Berger. Buena suerte con él también. Fue quien le contestó la llamada. Leila estaba fuera con los niños. Podía hablar sin problemas y ésa era la condición.
- Tengo una pregunta que es muy personal. Creo que puede ser la llave de toda esta tragedia. No me conteste si no quiere.
- Entiendo.
El comisario hizo una pausa. Buscó las palabras.
- ¿Era Eva una… buena amante?
Se hizo un silencio. Pero la contestación se oyó ya en el silencio.
- ¿Va usted a… va a utilizar usted lo que yo diga de alguna manera? Quiero decir…
- No -dijo Van Veeteren-. Le doy a usted mi palabra.
Berger carraspeó.
- Ella era… -empezó con prudencia-. Eva hacía el amor como ninguna otra mujer. No es que yo haya estado con muchas, pero creo que puedo afirmarlo de todos modos… Era… yo no sé, las palabras resultan tan pobres… era ángel y puta… mujer y madre… y amiga. Ella lo satisfacía todo… eso es, todo.
- Gracias, eso explica bastantes cosas. No haré mal uso de lo que usted ha dicho.
El sábado amaneció con un cielo pálido y ligeras nubes a la deriva.
El sol parecía frío y lejano y soplaba viento del mar. Salió por la mañana y dio un paseo por los canales y notó para su sorpresa que podía respirar. La atmósfera era seca, había en ella un perfume de invierno.
A las dos cogió el tranvía para ir a Leimaar. Beate Lingen vivía en una de las casas de reciente construcción en la cima de la colina. Su piso estaba muy alto, en la sexta planta, con vistas sobre toda la ciudad… sobre las llanuras y sobre el río que serpenteaba hacia la costa.
Tenía una terraza acristalada con calefacción de rayos infrarrojos y plantas de tomate, y allí estuvieron sentados todo el tiempo tomando té ruso y finas galletas Kremmen con mermelada.
- Casi todo mi tiempo libre lo paso aquí -dijo ella-. Si hubiera sitio seguramente pondría también la cama.
Van Veeteren asintió. Era un sitio raro. Como estar en una cálida jaula de cristal flotando libremente sobre el mundo. Viéndolo todo y, sin embargo, completamente aislados.
Así escribiré yo mis memorias, pensó.
- ¿Qué era lo que quería usted saber, comisario?
Él se dejó retrotraer a la realidad de mala gana.
- Señorita Lingen -empezó-, usted conoció a Eva Ringmar en la época del instituto, si no recuerdo mal. Esta vez lo que más me interesa es aquella época. Veamos, eso fue en…
- Mühlboden. En el instituto de bachillerato…
- ¿Eran del mismo curso?
- Sí. De 1970 a 1973. Hicimos la reválida en mayo…
- ¿Es usted de Mühlboden?
- De un pueblecito cercano…, iba a clase en autobús.
- ¿Y Eva Ringmar?
- Igual. Ella vivía en Leuwen, no sé si usted conoce ese pueblo.
- He estado allí -dijo Van Veeteren.
- Éramos muchos los que llegábamos de fuera, el instituto era bastante grande. Era el único en todo el distrito, me parece.
- ¿La conocía usted bien?
- Nada en realidad… no nos tratábamos. Nunca fuimos de la misma pandilla… ya sabe usted cómo son esas cosas. Uno va al mismo curso, está en la misma clase todos los días, pero de la mayoría uno no tiene la menor idea.
- ¿Sabe usted si… si Eva tenía algún chico por aquella época, alguien con quien saliera más a menudo?
Qué expresión más tonta, pensó al decirlo.
- He pensado acerca de ello -dijo Beate Lingen-. Recuerdo que hubo una historia en tercero… el último año, en el trimestre de otoño… fue un chico que sufrió un accidente. No iba a nuestro curso, creo que era un poco mayor, pero tengo la impresión de que Eva tuvo algo que ver con ello de alguna manera.
- ¿Cómo?
- Pues no lo sé… creo que fue en relación con una fiesta… unas cuantas chicas de nuestro curso asistieron y hubo un accidente.
- ¿Qué clase de accidente?
- El chico aquel murió. Se cayó por un precipicio… estaban en una casa de verano junto a Kerran… hay bastantes corrimientos allí… me parece que le encontraron por la mañana. Supongo que habrían bebido bastante también…
- Pero no está segura de que Eva estuviera allí o no.
- Sí, sí, seguro que estuvo allí… tengo la impresión de que trataron de silenciar toda la historia. Nadie quería hablar de lo ocurrido. Como si… como si fuera algo vergonzoso, casi.
- ¿Y fue un accidente?
- ¿Qué? Sí, sí, claro.
- ¿No hubo nunca ninguna… sospecha?
- ¿Sospecha? No, ¿por qué iba a haber sospecha?
- Da lo mismo -dijo Van Veeteren-. Señorita Lingen, ¿habló usted con Eva Ringmar en alguna ocasión de este suceso?… Más tarde, me refiero. En Karpatz o mientras tuvieron ustedes contacto aquí en la ciudad.
- No, nunca. En Karpatz nunca tuvimos contacto en realidad. Nos vimos un par de veces, solamente, ya que habíamos ido al mismo curso. Más como una obligación, casi, ella ya salía con alguien, creo, yo también…
- Y ahora en Maardam. ¿Solían hablar de la época del bachillerato?
- No, la verdad es que no. Tal vez mencionamos a algún profesor… pero nos habíamos movido… en diferentes ambientes, por así decir. No había mucho de qué hablar.
- ¿Tuvo usted la impresión de que Eva Ringmar evitaba hablar… del pasado?
Ella tuvo un momento de vacilación.
- Sí… -dijo lentamente-, puede que sí.
Van Veeteren se quedó callado un rato.
- Señorita Lingen, tengo el mayor interés en saber ciertas cosas de esa época… de la época del bachillerato en Mühlboden. ¿Cree usted que sería posible darme el nombre de alguien cercano a Eva Ringmar… alguien que sepa más que usted de ella? Y si son dos, mejor.
Beate Lingen se quedó pensando.
- Grete Wojdat -dijo al cabo de un rato-. Sí, Grete Wojdat y Ulrike deMaas. Eran amigas, lo sé. Ulrike era del mismo lugar además, me parece… de Leuwen. En todo caso cogían el mismo autobús para ir al instituto.
Van Veeteren anotó los nombres.
- ¿Tiene usted idea de dónde se encuentran ahora? -preguntó-. ¿De si se han casado y han cambiado de nombre, por ejemplo?
Beate Lingen volvió a reflexionar.
- De Grete Wojdat no tengo la menor idea. Pero Ulrike… a Ulrike deMaas me la encontré hace unos años. Vivía en Friesen… casada, pero creo que conservaba su nombre de soltera…
- Ulrike deMaas -dijo Van Veeteren, y subrayó con dos trazos el nombre-. Friesen…, ¿le parece a usted que puede valer la pena hacer un intento?
- ¿Cómo quiere que lo sepa, comisario? -Le miró asombrada-. Si no tengo la menor idea de lo que anda buscando…
Me parece que puede usted dar gracias a Dios por ello, señorita Lingen, pensó Van Veeteren.
Cuando salió se había hecho de noche y el viento soplaba más fuerte. En la parada del autobús vociferaba un grupo de hinchas de fútbol con bufandas y gorros rojiblancos. Van Veeteren decidió regresar paseando.
Pasó por el barrio de Deijkstraa y por las pampas, la zona llana que estaba debajo del bosque de la ciudad, donde hacía años había empezado su accidentada carrera como policía. En la esquina de Burgerlaan y Zwille se quedó parado un rato contemplando el deteriorado edificio que estaba junto a Ritmeeterska, la fábrica de cerveza.
Estaba exactamente igual que lo recordaba; la fachada maltrecha y cuarteada, el yeso desconchado. Hasta las obscenas pintadas a la altura de la calle parecían heredadas de otros tiempos.
En las dos ventanas aquellas del tercer piso, la luz estaba apagada, exactamente igual que una suave y perfumada noche de verano de hacía veintinueve años cuando Van Veeteren y el inspector Munck forzaron la entrada del piso, después de recibir una histérica llamada telefónica. Munck entró primero dando tumbos y recibió la ráfaga de disparos del señor Ocker en el vientre. Van Veeteren, sentado en el suelo del vestíbulo, le sostuvo la cabeza mientras se desangraba. El señor Ocker yacía tres metros más allá en el interior del piso, con el cuello atravesado por los disparos de Van Veeteren.
La señora Ocker y la hija de cuatro años de la pareja fueron encontradas más tarde por el personal de la ambulancia, estranguladas y escondidas en un armario ropero del dormitorio.
Van Veeteren intentó recordar cuándo había tenido noticias de Elisabeth Munck. Debía de hacer muchos años; a pesar de ello casi se había convertido en su amante en un intento desesperado de reparar y enderezar sus propios sentimientos de culpabilidad.
Continuó andando a paso lento por el puente de Alexander, mientras pensaba en qué era lo que le había hecho elegir precisamente ese camino. El recuerdo de la calle Burgerlaan número 35 no necesitaba ciertamente ser alimentado para mantenerse vivo.
Pasaban unos minutos de las cinco y media cuando entró en su despacho del cuarto piso y al cabo de un cuarto de hora había localizado a Ulrike deMaas. Había hablado con ella y tenía una cita para el día siguiente.
Luego telefoneó al garaje y encargó el mismo coche que el domingo anterior. Cuando terminó, apagó la luz y se quedó un rato sentado en la oscuridad con las manos enlazadas detrás de la nuca.
Era sorprendente cómo todo, de pronto, parecía encajar.
Igual que si alguien moviera los hilos, pensó.
No era un pensamiento nuevo y, como de costumbre, lo apartó de sí.