27
Cogió el camino de las landas. Seguro que eso suponía unas horas más de viaje, pero hoy quería disponer de ese tiempo.
Solo al volante con Julian Bream y Tárrega en los oídos, y el austero paisaje como un escudo y un filtro de realidades demasiado acuciantes; más o menos así era como lo había pensado. Eligió el coche con cierto detenimiento. Un Toyota rojo, casi nuevo, con ventanillas opacas y buenos altavoces delante y detrás.
A las ocho ya estaba en camino; era una mañana oscura y brumosa que, ciertamente, iría aligerándose conforme avanzase, pero en la que las húmedas nubes grises no levantarían del todo. Cuando se paró a comer en el hostal de Moines, aún estaba todo el pueblo envuelto en densos velos de niebla que parecían precipitarse de las landas. Comprendió que era uno de esos días en los que la luz nunca penetraría. Nunca lo rescataría de la oscuridad.
Comió un guiso de pescado cocinado con mucha cebolla y vino blanco y dejó que sus pensamientos vagasen por el día anterior y sus magros resultados. Más de ocho horas había dedicado a entrevistar a empleados de diferentes tiendas de pelucas, una empresa desesperante y monótona que, desde luego, en virtud de su posición, podía habérsela dejado a otro, pero de la que sin embargo se había encargado él. Cuando terminó y, sentado a su mesa escritorio, se puso a hacer balance, pudo en todo caso constatar que durante la semana pasada ninguno de los once establecimientos había vendido, alquilado o perdido un postizo que pudiera parecerse al que llevaba el asesino en Majorna la noche del crimen.
Tampoco se lo había esperado. ¿Por qué una persona tan inteligente y calculadora, a juzgar por lo visto hasta ahora, como ésa iba a actuar con tan poca cabeza? Pero había que controlarlo y ya estaba hecho.
El encuentro con el forense y los técnicos tampoco había supuesto ninguna revelación. Las observaciones de Meusse se confirmaron hasta en el menor detalle y el llamado análisis de aspiradora resultó tan carente de resultado como si el lugar del crimen hubiera sido, en realidad, un servicio clínico de cirugía en lugar de una planta de un centro de atención psiquiátrica.
Por la noche, sin embargo, había recibido una buena noticia aunque no se refería a la investigación. Justo cuando estaba a punto de irse a la cama, telefoneó Renate para decir que no parecía una idea especialmente buena la de que volvieran a reanudar su relación. En todo caso no era una cosa urgente.
Todo tiene su tiempo, dijo ella, y por una vez él estuvo completamente de acuerdo. Habían terminado la conversación en muy buenos términos y ella incluso le arrancó la promesa de ir a visitar a la cárcel al hijo perdido en cuanto tuviera tiempo.
El viaje después de comer fue por las estrechas y sinuosas carreteras de las landas y junto al río mientras la oscuridad y la niebla se hacían más profundas y espesas, y entonces apareció la ilusoria apertura que había estado esperando. La esencia misma del desplazamiento… cuando el movimiento a través del paisaje y del tiempo contagia y crea la apariencia de movimiento también en otros aspectos. Ideas y pautas y deducciones fluían en su mente con ligereza y facilidad acompañadas por el espacio deshabitado de la guitarra clásica.
Pero la orientación de esos movimientos crecientes seguía también la cada vez más profunda oscuridad. Había algo en este caso, en estos dos asesinatos, que tiraba continuamente hacia abajo y que le producía repugnancia. Un sentimiento de aversión y de impotencia que tal vez se pareciera a lo que en tiempos solía experimentar ante cada caso de muerte violenta con el que se enfrentaba… cuando todavía era un joven inspector de la brigada criminal que creía posible realizar cambios; antes de que el roce diario con cierto tipo de actos le curtiera lo suficiente como para poder realizar su trabajo.
De la mano de esas sensaciones iba también el sentimiento de que sabía más de lo que entendía. De que había una cuestión, un indicio, que debería sacar a flote y examinar más detenidamente, un detalle o una conexión que se le habían pasado por alto y que, expuestos a la luz, se mostrarían como la clave de todo el misterio.
Pero era sólo una leve sensación, acaso no más que una falsa esperanza a falta de otras cosas; y fuera lo que fuera no se hizo en absoluto ni más clara ni más nítida esa tarde. El viaje era y siguió siendo un viaje en la oscuridad. Lo que aumentaba, lo que crecía en él era la inquietud… la inquietud de que todo llevara demasiado tiempo, de que volviera a equivocarse, de que la maldad demostrase ser mucho más poderosa de lo que él quería reconocer.
¿La maldad?
No era éste un concepto al que le complaciera tener que enfrentarse.
La mujer que le abrió tenía una enorme cantidad de pelo rojo y parecía que iba a dar a luz de un momento a otro.
- Soy Van Veeteren. Llamé por teléfono ayer. ¿Es usted la señora Berger?
- Bienvenido -sonrió ella y, como si hubiese leído sus pensamientos, añadió-: No se preocupe, todavía falta un mes. Yo siempre me pongo así.
Recogió el abrigo y le indicó que pasara. Presentó a dos niños, un chico de cuatro o cinco años y una niña de dos o tres; hacía tiempo que no era capaz de calcular con exactitud esos años.
Ella gritó algo en el hueco de la escalera y una voz contestó que ya bajaba. La señora Berger le señaló a Van Veeteren una butaca de mimbre frente a una chimenea y se disculpó diciendo que la cocina exigía su presencia. El niño y la niña le observaron a través de sus flequillos y decidieron seguir los pasos de su madre.
Se quedó solo durante unos minutos. Pudo constatar que el hogar de los Berger no parecía sufrir de falta de dinero. La casa estaba situada en un lugar un poco retirado de la ciudad, con la naturaleza detrás y vecinos a una distancia prudencial. Del exterior no había podido formarse una idea muy precisa, pero el interior daba testimonio de buen gusto y de medios para satisfacerlo.
Tal vez durante unos segundos se arrepintió de haber aceptado la invitación. No era la situación ideal interrogar a su anfitrión. Difícil morder la mano que te da de comer, pensó, mucho más fácil clavar los ojos en una persona al otro lado de una mesa coja de masonita en un local de arresto polvoriento y sucio.
Pero funcionaría bien de todos modos. La idea no era hacer un interrogatorio inquisitorial a Andreas Berger, aunque podía resultar difícil negarse el placer. Había venido para hacerse una idea solamente… más razones no había, ¿no? Porque aunque tenía el mayor de los respetos por el buen criterio de Münster, bastante más de lo que Münster podía figurarse, siempre había una pequeña probabilidad, una posibilidad de que él mismo descubriera algo. Algo que tal vez exigiera un sentido absolutamente especial para notarlo, una cierta intuición o un tipo especial de imaginación perversa…
Si no otra cosa, cuatro ojos deben de poder ver mejor que dos.
Ese muchacho, por ejemplo… ¿No era demasiado mayor? Una buena idea sería controlar los tiempos cuando tuviera ocasión… porque si fuera así, si la nueva señora Berger hubiera estado embarazada antes de que la vieja señora Berger estuviera debidamente divorciada… pues algo tendría que significar eso.
Andreas Berger era más o menos como se lo había imaginado. Bien entrenado, desenvuelto, alrededor de los cuarenta; un polo, americana y pantalones de pana. Con un aire ligeramente intelectual.
El prototipo del éxito, pensó Van Veeteren. Serviría para hacer un anuncio publicitario de cualquier cosa. Desde after shave y desodorantes hasta comida para perros y seguros de pensiones. Un tío cojonudo.
La cena duró alrededor de hora y media. La conversación se desarrolló con facilidad y asepsia y, después del postre, los niños y la esposa se retiraron. Los señores volvieron a las butacas de mimbre. Berger ofreció una cosa y otra, pero Van Veeteren se contentó con un poco de whisky y un pitillo.
- Es que tengo que encontrar el hotel -se disculpó.
- ¿Por qué no se queda en casa esta noche? Tenemos todo el sitio del mundo.
- No lo dudo -dijo Van Veeteren-. Pero ya he cogido la habitación y prefiero dormir donde tengo el cepillo de dientes.
Berger se encogió de hombros.
- Además tengo que levantarme muy pronto mañana -siguió diciendo Van Veeteren-. ¿Le importa que vayamos al grano?
- Por supuesto que no. No tenga miedo de preguntar, comisario. Si hay alguna manera de que yo pueda ayudar a esclarecer estos horribles hechos, está claro que quiero hacerlo.
No, pensó Van Veeteren. Miedo de hacer preguntas es algo que no suele reprochárseme. Veamos si tú tienes miedo de contestar.
- ¿Cómo descubrió que Eva era infiel? -empezó.
Era un palo de ciego, pero notó inmediatamente que había dado en el clavo. Berger se sobresaltó de modo que el cubito de hielo que iba a poner en el vaso acabó en el suelo.
Lanzó una exclamación y rebuscó en la peluda alfombra.
Van Veeteren esperó tranquilamente.
- ¿Qué diablos quiere usted decir?
Resultaba tan poco convincente que Van Veeteren se sonrió.
- ¿Lo descubrió usted mismo o se lo contó ella?
- No sé de qué me habla, comisario.
- ¿O le puso sobre aviso otra persona?
Berger dudó.
- ¿Quién le ha dicho eso, comisario?
- Creo que debemos atenernos a las normas, señor Berger, aunque me haya invitado usted a una cena exquisita.
- ¿Qué normas?
- Yo pregunto. Usted contesta.
Berger guardó silencio. Tomó un pequeño sorbo de su vaso.
- Ha sido usted verdaderamente complaciente -dijo Van Veeteren haciendo un gesto indefinido con el brazo… que abarcaba la comida, el vino, el whisky, la hoguera en la chimenea y todo lo que Berger pudiera desear… pero el tiempo de reflexionar se había terminado.
- All right -dijo Berger-. Hubo otro hombre… sí. Eso parece.
- ¿No está usted seguro?
- Nunca conseguí… confirmarlo del todo.
- ¿Quiere decir que ella no lo reconoció?
Berger se echó a reír.
- ¿Reconocer? No, no por cierto. Ella lo negó como si le fuera la vida en ello.
Tal vez fuera así, pensó Van Veeteren.
- ¿Puede contarme?
Berger se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo. Dio dos profundas caladas antes de contestar. Era evidente que necesitaba unos segundos para pensar antes de empezar. Van Veeteren se los dejó.
- Los vi -empezó Berger-. Fue en la primavera de 1986, en marzo o abril. Dos veces los vi juntos, y tengo razones para pensar que se vieron de vez en cuando hasta mediados de mayo, por lo menos. Había algo… yo lo noté en ella, claro. No era una mujer que pudiera guardar secretos, en realidad, era como si llevase escrito en la cara que pasaba algo malo. ¿Comprende usted lo que quiero decir, comisario?
Van Veeteren asintió.
- ¿Puede decir exactamente cuándo empezó?
- En Semana Santa. Fue el Jueves Santo de 1986, no sé qué fecha sería. Fue una de esas raras casualidades en la que he pensado mucho después. Los vi en un coche a la hora del almuerzo. Yo tuve que cruzar la ciudad en coche para verme con un científico en Irgenau, ellos estaban delante de mí, a la derecha, en otro coche…
- ¿Está seguro de que era su mujer?
- Al cien por cien.
- ¿Y el hombre?
- ¿Quiere decir cómo era de aspecto?
- Sí.
- No lo sé. Él conducía. Eva iba a su lado; yo la veía de perfil cuando volvía la cabeza para hablar con él, pero de él sólo veía los hombros y la nuca. Ellos estaban en la fila de la derecha, yo tenía que seguir recto… cuando el semáforo se puso verde, ellos torcieron. No tuve la menor posibilidad de seguirlos, aunque lo hubiera querido. Creo que… creo que también fue un shock.
- ¿Un shock? ¿Cómo podía usted saber que era cuestión de… infidelidad? ¿No podía su esposa estar en aquel coche por una razón completamente inocente?
- Claro que sí, eso es lo que yo me decía también. Pero su reacción cuando le pregunté fue bastante… unívoca.
- ¿De qué manera?
- Se puso completamente fuera de sí. Aseguró que había estado en casa todo el día, que yo estaba equivocado o que mentía y quería destruir nuestra relación. Y un montón de cosas por el estilo.
- ¿Y no puede ser que tuviera razón?
- No… yo empecé a dudar de lo que había visto, como es natural…, pero al cabo de dos semanas volvió a ocurrir. Un colega mío los vio juntos en un café. Fue muy penoso… lo soltó así, como de pasada, como una broma, pero me temo que yo perdí la cabeza.
- ¿Qué dijo Eva esta vez?
- Lo mismo. Era eso lo que resultaba tan raro. Lo negó, volvió a alterarse completamente, dijo que mi colega era un mentiroso, que ella jamás había puesto los pies en ese café. Todo era tan flagrante; a mí me parecía como que… era indigno de ella mentir… varias veces, además. Le dije que era mucho peor tener que aguantar las mentiras que la infidelidad… Lo raro es que ella parecía estar de acuerdo conmigo.
- ¿Qué pasó luego?
- Nuestra relación se resintió, como es natural…, ella era como una extraña, se puede decir. Yo me rompía la cabeza haciéndome preguntas… haciéndoselas a ella también, pero se negaba a hablar de ello. En cuanto yo intentaba sacar a relucir algo, se cerraba como una almeja… sí, fueron unos meses horrorosos, sencillamente. Y las cosas iban a ser todavía peor. Yo nunca me hubiera esperado nada parecido. Habíamos estado casados cinco años, nos conocíamos desde hacía diez y jamás habíamos tenido problemas así. ¿Está usted casado, comisario?
- En cierto modo.
- ¡Ah!, ¿sí?… Bueno… Poco a poco empecé a pensar que a lo mejor yo podía haberme equivocado de todas maneras. Era como si todo hubiera empezado a volverse en su favor… como si yo fuera el causante de todo puesto que fui el que la acusó. Recuerdo que pensé que la situación tenía rasgos de una verdadera folie a deux, si usted me entiende…
- No me subestime.
- Disculpe…
- Dijo usted que la había sorprendido varias veces…
- Sí, pero nunca de la misma manera. Vislumbré algo…, oí algunas conversaciones telefónicas…
- ¿Oyó usted de qué hablaban?
- No. Pero estaba bastante claro, de todas formas.
- Entiendo.
- La sorprendí también mintiendo en un par de ocasiones…, aseguró que había estado en casa pese a que yo había ido a la hora del almuerzo y no había nadie… que había ido al cine con una amiga. A ver una película que habían dejado de echar la semana anterior…
- ¿Qué decía ella de eso?
- No la confronté nunca con esas mentiras, no sabía qué hacer. Supongo que esperaba que ocurriera algo concluyente. La situación resultaba tan irreal que no sabía cómo actuar.
- ¿Habló usted con alguien?
- No… no, por desgracia. Pensé que era algo que pasaría… algo que seríamos capaces de resolver nosotros mismos poco a poco.
Van Veeteren asintió.
- ¿Es un Vrejsman ese cuadro? -dijo señalando una gran acuarela que colgaba encima de la chimenea.
- Sí, lo es -contestó Berger sorprendido-. ¿Es usted también conocedor de arte, comisario?
- Sí. Conozco a Rembrandt y a Vrejsman. Vrejsman es tío mío. ¿Está usted verdaderamente seguro, señor Berger?
- ¿Qué? No acabo de entender…
- Seguro de que era infiel. ¿No puede haber sido otra cosa?
- ¿Qué, por ejemplo?
Van Veeteren levantó las manos.
- Yo qué sé. Pero lo que usted descubrió no era muy comprometedor. Nunca los encontró en la cama, que digamos.
- No creí que hiciera falta.
- Y ¿por qué no habló usted de esto la otra vez con el intendente Münster?
Berger vaciló.
- No… no salió a relucir. Pensaría que no tenía ninguna importancia. Me lo sigue pareciendo, además.
Van Veeteren guardó silencio. Berger estaba ahora un poco irritado, se notaba claramente. Van Veeteren casi deseaba haber tenido la posibilidad de encerrarle en un calabozo esa noche y emprender la siguiente cuestión por la mañana; eso hubiera facilitado el paso de una cosa a otra. Mientras pensaba en cómo seguir, apareció la señora Berger diciendo que llamaban a su esposo por teléfono.
El demonio protege a los suyos, pensó Van Veeteren. Berger desapareció y los diez minutos que siguieron se dedicó a mirar las brasas y las lánguidas llamas azules mientras pensaba en sus propias infidelidades.
Eran dos en total, la última hacía dieciocho años y había sido tan catastrófica como la primera. Su matrimonio también había sido una catástrofe, desde luego, pero al menos había tenido la ventaja de no perjudicar a ningún inocente.
Quizá no fuera mala idea tocar ese asunto respecto al matrimonio de Andreas Berger y Eva Ringmar. Decidió permitirse otro whisky en espera de la próxima ronda… tenía que llevarla a cabo un poco más rápidamente que la primera. El reloj de la repisa marcaba las nueve y media y, aunque no solía plegarse a las exigencias de lo decente, había límites.
Encendió un cigarrillo y se metió otros cuatro en el bolsillo.