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Münster contempló sus listas. Luego contempló a Jung, que estaba sentado medio dormido debajo del retrato del ministro de Justicia.
El señor y el esclavo, pensó Münster. El ministro de mirada de halcón estaba rígido y estirado de cuerpo entero contra un fondo azul pálido flanqueado por la bandera y el león a un lado y por la mesa escritorio con el código y el mazo al otro.
Jung, por su parte, recordaba a un profesional del crimen… encogido, con los pantalones de pana sucios y la camisa manchada de café, sin afeitar y con un par de días de trabajo acumulados en bolsas oscuras debajo de los ojos.
- Pues… -dijo Münster carraspeando-. Por lo que veo, ya está.
- ¿Hum? -dijo Jung.
- Queda uno. Así que es él.
- ¿Qué cojones dices? -dijo Jung frotándose los ojos con los puños-. ¿Hay más café?
Münster llenó dos tazas.
- Siéntate aquí y controla, lo repaso todo otra vez.
Jung dejó al ministro y se sentó junto a la mesa escritorio.
- Aquí tenemos los nombres de los que no tienen coartada para el asesinato de Eva -dijo Münster, y le acercó un papel-. Son bastantes…
- ¿Te refieres a toda la población mundial o sólo a la de Europa? -preguntó Jung.
- Me refiero a gente del Bunge y a otros conocidos -contestó Münster.
Jung hizo un gesto con la cabeza y tomó un sorbo de café.
- Aquí están los que han vivido en la ciudad dos años o menos -continuó Münster, y le dio otro papel.
- Y aquí están los que tienen… coartada parcial para el asesinato de Mitter.
- Los que han podido entrar y salir un rato -dijo Jung.
- Y han podido volver -dijo Münster-, y matarle.
- Clavarle el cuchillo -dijo Jung.
- Apuñalarle -dijo Münster-. Por cierto, hace un momento recibí un informe de deBries. Parece bastante verosímil…, él lo dijo así, bastante verosímil que alguien haya trepado por el canalón más de una vez.
- ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
Münster sonrió.
- Él y Moss han trepado. Bueno, Moss trepó y deBries levantó acta… probaron ocho cañerías distintas entre el suelo y el tercer piso. En todas pudo realizarse el primer descenso sin problemas… sólo tres aguantaron el cuarto intento…
- ¿Cuánto pesa Moss? -preguntó Jung.
- Alrededor de noventa, diría yo -contestó Münster-. Parece que piensa en dejar el cuerpo, según deBries, pero tanto los pacientes como los médicos han debido de pasar una tarde entretenida… Anda, mira bien los nombres y compara. ¿A cuántos encuentras en los tres papeles?
Jung estudió los papeles un rato.
- Uno -dijo.
- Exactamente -dijo Münster-. Si es él, la teoría de la carta es cierta también. ¿Nos vamos?
Jung miró el reloj.
- ¿Adónde?
- A casa -dijo Münster-. Yo llamaré a Van Veeteren mañana por la mañana.
- Oye, Münster -dijo Jung cuando bajaban en el ascensor-. ¿Qué es lo que hay detrás de todo esto? El móvil, quiero decir…
- No tengo ni puta idea -contestó Münster.
- Aquí Reinhart -dijo Reinhart.
- Pero ¡qué cojones…! -dijo Van Veeteren-. ¿Sabes qué hora es?
- Las cuatro y media -dijo Reinhart-. ¿Dormías?
- Vete a la mierda. ¿Qué quieres?
- ¿Te has enterado de lo de la mujer del parque Leisner?
- Sí… algo oí. ¿Qué pasa con ella? ¿Ha vuelto en sí?
- Yo creo que hay una conexión.
- ¿Una conexión?
- Sí, una relación.
- ¿Con qué?
- Con tu asesino, claro está. ¿No es el sagaz comisario Van Veeteren con quien tengo el gusto de hablar?
- No, éstos son sus herederos -dijo Van Veeteren-. Explica qué coño quieres decir porque si no habrá otra investigación.
- He interrogado a unas cuantas personas…
- Eso espero.
- Entre ellas a una amiga… Johanna Goertz se llama. Resulta que Liz Hennan le ha confiado ciertas cosas.
- ¿Hennan? ¿Es la víctima?
- Sí, Liz Hennan… el jueves le contó a Johanna Goertz que había conocido a un tío. Que iba a volver a verle el sábado…, este sábado, y que tenía miedo. Habló un poco de él también, no mucho, porque no sabía mucho. Ni siquiera cómo se llamaba. Se hacía llamar John, pero ella no creía que fuera su verdadero nombre… ¿me sigues?
- Sí -dijo Van Veeteren-. Al grano, Reinhart.
- De un momento a otro -dijo Reinhart-. Parece que el hombre le había contado una cosa extraña a Liz Hennan, así como de paso, es de suponer… le había dicho que en una ocasión había sorprendido al asistente social con una alumna.
- ¿Cómo?
- Sí. In fraganti, vaya. El asistente social con una alumna…, ¿qué crees tú que indica eso?
Van Veeteren permaneció en silencio unos segundos.
- Escuela -dijo luego.
- Lo mismo pienso yo -dijo Reinhart-. Pero ahora estoy un poco cansado… me parece que voy a ir a acostarme con el teléfono desconectado. Puedes llamarme a eso de las nueve.
- Espera un momento -dijo Van Veeteren, pero fue demasiado tarde.
En la última página del cuaderno escribió el sexto nombre.
Contempló la lista un rato. Tres mujeres y tres hombres. Había un equilibrio aunque uno de los hombres sólo era un niño.
Escribió también las fechas. Intentó encontrar una especie de armonía también en ellas, pero resultó más difícil… los tiempos estaban repartidos a lo largo de años y de meses; la única tendencia era que los intervalos se reducían… ocho años… seis años… seis años de nuevo… siete semanas… diez días…
Cerró el cuaderno y lo metió en el compartimento exterior. Miró el reloj. Las cinco y unos minutos. Fuera, la oscuridad seguía siendo total. Las maletas estaban ya hechas encima de la cama. No había ninguna razón para esperar. Largarse y ya.
Dejar todo tras de sí una vez más.
El cansancio le punzaba como si fueran clavos y se prometió a sí mismo no conducir demasiado rato. Doscientos o trescientos kilómetros, quizás. Luego un motel y una cama.
Lo importante era alejarse de aquí. Irse.
Sólo con poder dormir estaría en condiciones de asumir la vida mañana mismo. Y esta vez desde el principio.
Sin lo viejo. Eso ya había pasado. Supo que, por fin, estaba listo.
Mañana. En un lugar nuevo.