24
Se despertó y no recordaba su nombre.
Seguramente había ocurrido antes. Tenía el recuerdo de otra mañana.
Pero ahora era de noche. Una pálida luz de luna caía sobre los pies de la cama y sobre una figura que estaba allí.
Era una mujer, seguro. Su silueta se dibujaba claramente contra la ventana, pero la cara estaba en la oscuridad.
- ¿Diotima? -susurró de repente, no sabía por qué.
Era un nombre que afloró del pozo del olvido, sencillamente. Alguien a quien había echado de menos.
Pero no era posible que fuera ella.
Ella se acercó. Fue despacio bordeando la cama, se puso a su lado derecho. Levantó el brazo y algo brilló en su mano…
Mitter… Janek Mattias Mitter… recordó en el mismo instante en que el dolor le partió en dos.
Y antes de que el grito llegara a su garganta, una almohada sofocante se había aplastado contra su cara. Tanteó con las manos, consiguió en vano agarrar las muñecas de la visita…, pero las fuerzas le traicionaron y el dolor bombeaba oleadas candentes de su vientre y su pecho.
Yo no soy nadie, pensó. Sólo un gran sufrimiento.
Lo último que le llegó fue un dibujo.
Un dibujo antiguo que quizás hubiera hecho él mismo un día. O quizá lo hubiera cogido de un libro.
Era un dibujo de la muerte, y era una verdad altamente personal.
Un buey.
Y un pantano.
Ésta era su vida. Un buey que se había hundido en un pantano. Que lentamente se hundía en el barro. Lentamente se hundía en la muerte.
Al llegar la noche, una noche tranquila y estrellada, sólo la cabeza estaba por encima del fango, y lo último… lo absolutamente último que desapareció fue el ojo asombrado del buey clavado en las miríadas de estrellas.
Así fue la última imagen.
Y cuando el agua se cerró sobre el ojo, todo se volvió nada.