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¿Por qué precisamente la madre?
No lo sabía. Tal vez era sólo una cuestión geográfica. La señora Ringmar vivía en Leuwen, uno de los viejos puertos pesqueros junto a la costa. Eso significaba una hora de viaje en coche por un paisaje dominado por canales y tal vez fuera eso precisamente lo que le hacía falta. Mucho cielo, poca tierra.
Llegó en el preciso momento en que el reloj del pequeño ayuntamiento daba las tres. Aparcó en la plaza y empezó a preguntar.
El aire estaba lleno de mar.
Mar y viento y sal. Si quería podía recordar los veranos de su propia infancia, pero no había ninguna razón para ello.
La casa era pequeña y blanca. Encajada en el conglomerado de casas, tiendas, vallas y redes. Se preguntó si sería posible encontrar sitio para proteger la integridad personal en un pueblo como aquél. La gente vivía en las cocinas de los otros y cada dormitorio tenía que estar rodeado de oídos a la escucha.
Cuanto más alto el cielo, más bajas las personas, pensó mientras llamaba al timbre. ¿Por qué tenía que haber gente en todos los paisajes?
La mujer que le miraba por la abertura de la puerta era pequeña y delgada. Tenía el pelo corto, liso y completamente blanco y su rostro parecía cerrado de alguna manera. Van Veeteren reconocía la expresión de otras muchas personas mayores. Quizá sólo tuviera que ver con la dentadura postiza… como si hubieran mordido algo treinta años antes y se negaran obstinadamente a soltarlo, pensó.
¿O había también otra cosa en esta mujer?
- ¿Sí?
- ¿La señora Ringmar?
- Sí.
- Mi nombre es Van Veeteren. Fui yo quien la llamó por teléfono.
- Pase, por favor.
Abrió la puerta, pero sólo lo justo para que él pudiera cruzarla.
Le pasó a la sala. Señaló el sofá en el rincón. Van Veeteren tomó asiento.
- He puesto a hacer café. ¿Tomará usted café?
Van Veeteren hizo gesto de que sí.
- Con mucho gusto, si no le causa molestia.
Ella desapareció. Van Veeteren miró a su alrededor. Una habitación cuidada. Baja de techo y con cierto aire de intemporalidad. Le gustó. A excepción del aparato de televisión no había mucho que se hubiera añadido desde los años cincuenta. Sofá, mesa y butacas de teca, una vitrina, una pequeña librería. Muchas macetas en las ventanas… para protegerse de las miradas de fuera, probablemente. Unos cuantos cuadros con motivos marinos… y las fotos de familia. La de boda. Dos niños en diferentes épocas. Un chico y una chica. Parecían casi de la misma edad, la chica tenía que ser Eva…
Ella regresó con la bandeja del café en las manos.
- La acompaño en el sentimiento, señora Ringmar.
Ella asintió y apretó aún más las mandíbulas. Van Veeteren pensó en un pino encogido y mucoso.
- Ya ha estado aquí un policía.
- Lo sé. Mi colega Münster. No deseo molestarla, pero hay algunas preguntas que quisiera hacerle para completar, simplemente.
- Pregunte. Estoy acostumbrada.
Sirvió el café y le acercó un plato con las pastas a Van Veeteren.
- ¿Qué es lo que quiere saber?
- Algo de… los antecedentes, por así decir.
- ¿Y eso por qué?
- Nunca se sabe, señora Ringmar.
Por alguna razón, pareció conforme con esa respuesta y, sin que él tuviera que decirle nada, se puso a hablar.
- Yo estoy sola ahora, ¿sabe usted?… ¿es usted comisario?
Van Veeteren asintió.
- No sé si usted puede entenderlo, pero es como si lo hubiera presentido. Es como si supiera que iba a quedarme la última…
- ¿Su esposo?
- Murió en 1969… fue lo mejor que pudo pasar. Los últimos años… no era el mismo. Bebía, pero se lo llevó un cáncer.
Van Veeteren se metió una pasta pálida en la boca.
- Los niños no le echaron en falta, pero no había nada de malo en él. Era sólo que no tenía fuerzas. Eso pasa con algunas personas, ¿no le parece, comisario?
- ¿Cuántos años tenían sus hijos… Eva y un hijo, si no me equivoco?
- Quince. Son gemelos… eran gemelos, no sé cómo decir…
Sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se sonó.
- Rolf y Eva… sí, suerte que se tuvieron el uno al otro.
- ¿Por qué?
Ella dudó un poco.
- Walter tenía… una idea bastante anticuada de la educación de los hijos.
- Entiendo. ¿Les pegaba?
Ella asintió con la cabeza. Van Veeteren miró por la ventana. No necesitaba hacer más preguntas. Sabía lo que significaba, bastaba con pensar en su propia niñez.
Encerrado en la buhardilla. Pesados pasos por la escalera. Aquella tos seca…
- ¿Qué fue de su hijo… Rolf?
- Emigró. Se enroló en un barco cuando tenía sólo diecinueve años. Debe de haber sido por una chica, pero nunca contó nada. Era muy cerrado… un poco como su padre. Espero que haya cambiado con los años.
Había un tono en su voz que daba testimonio de… ¿de qué?, pensó Van Veeteren. ¿De que había perdido toda esperanza pero estaba, sin embargo, firmemente decidida a vivir hasta el final?
- ¿Va usted a la iglesia, señora Ringmar?
- Nunca. ¿Por qué lo pregunta?
- No importa. ¿Qué fue de Rolf?
- Se estableció en Canadá. No he… vuelto a verle desde la tarde en que se fue.
Aunque lo había pensado durante mucho tiempo, le resultaba difícil pronunciar las palabras, se notaba con facilidad.
- Pero escribiría…
- Dos cartas. Una llegó en 1973, el mismo año que se fue. La otra, dos años más tarde. Pienso que…
- ¿Sí?
- Pienso que le daba vergüenza. Es posible que le escribiera a Eva, eso decía ella en todo caso, pero nunca me enseñó nada. A lo mejor lo inventaba para alegrarme.
Se quedaron callados un rato. Van Veeteren tomó un poco de café y ella le acercó más el plato de las pastas.
- ¿Cuándo se fue Eva de casa?
- Medio año después que Rolf. Había hecho la reválida y obtuvo plaza en la Universidad de Karpatz. Ella era la que tenía una buena cabeza, no sé de dónde la había sacado. Estudió idiomas, se hizo profesora de francés e inglés, bueno, todo eso ya lo sabe usted…
Van Veeteren afirmó.
- Luego se casó con ese Berger. Pudo haber salido bien a pesar de todo. Al cabo de unos años tuvieron un hijo… Willie… fueron unos años felices, creo yo, pero luego ocurrió la desgracia… se ahogó. Nosotros… nosotros somos una familia desgraciada, comisario, creo que lo he sabido toda mi vida. Las cosas son así para algunas personas… es imposible… ¿no le parece que es así?
Van Veeteren se tomó el último sorbo de café. Pensó un momento en su hijo.
- Pues sí, señora Ringmar -dijo-. Creo que es exactamente como usted dice.
Ella sonrió levemente. Van Veeteren se dio cuenta de que ella era de esa clase de personas que, pese a todo, habían aprendido a encontrar cierta satisfacción amarga en medio de la desgracia.
Una especie de: «¿No te lo decía yo, Dios? ¡Ya sabía que me engañabas desde el principio!».
- Tengo entendido que se separaron después de la desgracia…
- Sí, Eva se puso mal de los nervios con aquello… y Andreas no tuvo fuerza para cargar con todo.
- ¿Qué quiere decir?
- Pues… perder a Willie y Eva que empezó a beber y a hacer locuras… estuvo internada medio año… ¿lo sabía?
Van Veeteren asintió.
- Pues eso es lo que pasó.
Suspiró. Pero, de nuevo, no se trataba de una rendición total. Resignación solamente, una serenidad estoica ante las atrocidades de la vida. Van Veeteren sintió de repente algo que tenía que ser simpatía por esta mujercita atormentada… una simpatía cálida; no era un sentimiento al que tuviera la costumbre de entregarse y nada que hubiera esperado. Permaneció un rato callado antes de continuar:
- Pero se recuperó, su hija, me refiero.
- Sí, sí. Hay que reconocerlo. A mí me pareció que su marido podía haberla ayudado más, pero ella se recuperó, desde luego.
- ¿Tenía usted mucho contacto con su hija, señora Ringmar?
- No, la verdad es que nunca tuvimos mucha intimidad… yo no sé por qué, pero ella tenía su vida. No buscaba ayuda en mí, ni siquiera entonces… yo creo…
Se calló. Masticó una pasta y pareció buscar entre sus recuerdos.
- ¿Qué es lo que cree usted, señora Ringmar?
- Yo creo que ella pensaba que yo la había traicionado… a ella y a Rolf.
- ¿De qué manera?
- Pues… que debería haberlos defendido de Walter.
- ¿No lo hizo usted?
- Claro que lo intenté, pero quizá no fue suficiente. No sé, comisario… es difícil saber esas cosas.
Se hizo una pequeña pausa. Van Veeteren sacudió cuidadosamente unas migas de pasta al suelo. Sólo tenía dos preguntas más, las que en realidad le habían hecho venir hasta aquí para hacerlas.
- ¿Sabe usted si Eva tuvo relación con algún otro hombre… quiero decir antes que con Janek Mitter?
La señora Ringmar sacudió la cabeza.
- No lo sé… en realidad no lo creo. En todo caso, ella no dijo nada…, pero en realidad no solía decirlo. Vivió en Gimsen unos años, tuvo un puesto en un instituto femenino católico. Yo solía llamarla una vez a la semana, pero no nos vimos nunca.
- ¿Por qué se fue a vivir a Maardam?
- No lo sé. Por el trabajo, quizá; me parece que no le gustaba mucho enseñar sólo a chicas. Le resultaba un poco conventual, me figuro.
- Entiendo. Y respecto a Janek Mitter, ¿qué tiene que decir usted de él?
- Nada. No le conozco… mi hija me mandó una tarjeta de Grecia y me dijo que se había vuelto a casar.
- ¿Se sorprendió usted?
- Sí… yo creo que sí. Me alegré también… pero luego pasó lo que pasó.
Y de nuevo se encogió de hombros.
Como si la vida, en realidad, no tuviese nada que ver con ella, pensó Van Veeteren. Tal vez no fuera un mal método.
- Así que usted no sabe nada de su relación. Eva no le contó nada.
- No. Creo que hablé por teléfono con ella dos veces desde que regresó de Grecia. Aunque, sí, una vez contestó Mitter… me pareció simpático.
Cuando llegó a la plaza había empezado a llover de nuevo. Un par de comerciantes estaban cubriendo con plásticos los embalajes de los productos, verduras, un vivero de pescado en miniatura, unos tarros de confitura, casera probablemente. Le hicieron un gesto, pero eso fue todo.
Se subió el cuello y se metió las manos en los bolsillos. Se quedó un rato de pie junto al coche, dudando. La lluvia era suave, no caía, flotaba alrededor como un velo húmedo al viento. Acariciaba como una mano suave y sensible los bajos tejados de las casas, el discreto y encalado ayuntamiento, la solitaria aguja de la iglesia… lo único que se atrevía a salir y desafiar al enorme cielo.
El encuentro con la señora Ringmar no había salido exactamente como él había imaginado. Pensándolo bien, era difícil decir lo que se esperaba, pero había algo…
Soltó las llaves del coche. Echó una mirada al reloj y empezó a andar en dirección al mar. Siguió por uno de los rompeolas y se quedó en la punta observando las picadas olas que perezosamente se colocaban en la base de cemento. El aire era una trinidad de humedad, sal y gritos de gaviotas. De pronto sintió frío.
Algo hay, pensó…, algo que todo el tiempo me retiene.
Se metió las manos aún más adentro en los bolsillos y emprendió el regreso a la tierra.