PREFACIO
Un novelista puede negar, si se le ocurre, cualquier semejanza a entre los personajes de su historia y ciertas personas vivientes o ya desaparecidas. Por mi parte, mientras estoy dispuesto a proceder así respecto de muchos personajes de «El Cardenal», no afirmaré que Stephen Fermoyle sea enteramente un producto de mi imaginación. Me acercaré a lo cierto si digo que es una combinación de todos los sacerdotes he conocido. Especialmente de aquellos que dejaron impresas en mi juventud las misteriosas huellas de su sagrado ministerio.
A esos rastros indelebles, más profundos y frescos ahora que en aquel tiempo, hay que atribuir mi posible comprensión de la vida sacerdotal. Sobre tales cimientos, al parecer tan frágiles, y apoyado en un examen concienzudo y una madura observación, he tratado de levantar el templo de mil naves que es el carácter de Stephen Fermoyle.
Quizá la empresa parezca temeraria. Tal vez alguien inquiera: ¿cómo se atreve un profano a oficiar de celebrante, a introducirse en el confesonario para absolver a pecadores, luciendo el báculo episcopal y el rojo capelo reservado a los príncipes de la Iglesia?
Admito que el alma de un sacerdote es un lugar vedado. Con todo, la vida eclesiástica tienta al novelista como un desafío lanzado desde un campo casi virgen.
Es posible que interese al lector saber que soy y he sido siempre católico romano. En cuanto a si soy o no un buen católico, es ello algo que tan sólo nos concierne al Creador y a mí. Jamás aspiraré a ser sacerdote. Como escritor hace mucho tiempo que nació en mí un temor respetuoso por la función sacerdotal y el deseo de indagar. En El Cardenal he intentado expresar tales sentimientos a través del retrato de un talentoso aunque muy humano sacerdote que cumple su sagrado destino de mediador entre Dios y el hombre.
Algunos lectores considerarán, tal vez, a mi héroe increíblemente virtuoso. Otros se quejarán, quizá, de que en ciertos instantes olvida su divino ministerio. No deseo adelantarme a refutar tales apreciaciones. Sólo pido que se juzgue a Stephen Fermoyle como debe ser juzgado todo hombre, esto es, a través de la totalidad manifiesta de su vida y no de algunos episodios aislados.
No constituye El Cardenal ni un alegato ni una condena de la Iglesia. Categóricamente afirmo que no es un tratado teológico ni un manual de historia, sino una obra de imaginación, un relato urdido por un observador de la realidad que cree, a pesar de tanta maldad aparente, que la fe, la esperanza y la compasión animan a muchos hombres de buena voluntad en todas partes.
Henry Morton Robínson
Woodstok, New York, 19 de enero de 1950.