Capítulo VIII

En su departamento del Ritz-Reggia tuvo Glennon un ataque. La carrera hacia Roma, la cruel visión de la sfumata, ya a las puertas del conclave, y la fracasada entrevista con Giacobbi habían sometido a una terrible prueba su corazón. Los síntomas más visibles, un agudo dolor precordial y un terrible dolor de cabeza, alarmaron a Stephen. Metió este a Glennon en el lecho, puso una compresa fría sobre la palpitante frente y preguntó luego al gerente del hotel si conocía algún buen médico.

El signor Renato Mirfoglia, gerente del Ritz-Reggia, era un perfecto espécimen de mayordomo. Muchos años al servicio de una acaudalada clientela, compuesta, sobre todo, de ingleses y americanos, permitíanle percibir en seguida las necesidades de aquellos en tierra extraña.

Con todo, antes de recomendar doctor alguno a Stephen el signor Mirfoglia, verdadero purista cuando se trataba de aconsejar a alguien, quiso saber qué clase de médico se necesitaba.

—¿Padece Su Eminencia algún ataque en la región digestiva? —preguntó discretamente.

—No. Se trata del aparato circulatorio.

—¡Ah! —el signor Mirfoglia se acarició el bigote y adoptó un aire de entendido—. Para los desórdenes del aparato circulatorio no hay mejor especialista que el doctor Velletria. En verdad, no hay quien lo supere en Roma.

Lucía el doctor Velletria unos lentes con cintas negras y unas patillas blancas que, semejando mechones, dábanle esa apariencia tan preciada para los médicos italianos que han estudiado con maestros vieneses. Aun cuando diagnosticaba dando golpecitos en el pecho y meditando sobre ello, como los antiguos médicos, era lo suficientemente moderno para confirmar tales diagnósticos con métodos científicos. Luego de golpear la caja torácica de Glennon por delante y por detrás, envolvió el brazo del Cardenal en una manga para medir su tensión arterial y bombeó con un bulbo de goma hasta que la columna mercurial registró el número 220. Ante tan improbable cifra rechazó el doctor Velletria aquella innovación. Aplicó entonces su oído al corazón de Glennon, escuchó atentamente y sentenció por último:

—Su Eminencia muestra un exceso de sangre arterial que busca salir por el sistema vascular.

Aun cuando su lenguaje fuera anticuado, su diagnóstico fue certero.

—Absoluto reposo en la cama. Mucha tranquilidad. Ninguna excitación. Por otra parte, no debe recibir a nadie —prosiguió el doctor Velletria, desarrollando su terapéutica—. Le recetaré una suave dieta de té y obleas de arroz.

Escribió entonces dos recetas, una de las cuales consistía en una tisana de cabalística fama. En seguida anunció que enviaría una monja de una orden de enfermeras.

—Nada de monjas —dijo Glennon, aterrorizado—. No quiero mujeres molestas a mi alrededor.

El doctor Velletria levantó las palmas de sus manos como para significar que los pacientes de su condición solían ser excéntricos.

—Su Eminencia deberá ser atendido día y noche.

Stephen se introdujo por la brecha.

—Yo cuidaré de él, doctor.

—¿.Podré levantarme el próximo domingo, día de la coronación? —preguntó el Cardenal.

—No lo considero prudente. Los músculos de su corazón se hallan en un estado de preagitación. A una naturaleza como la suya la ceremonia de la coronación pontificia puede provocarle una crisis vascular.

—Basta ya de esa palabra… Vascular… —estalló Glennon, volviendo su purpúreo rostro hacia el muro.

Ya en la puerta, cuchicheó el doctor Velletria al oído de Stephen:

—Un caso notable. Dejo al enfermo en sus manos.

No sólo estaba el cardenal enfermo, sino también muy quejicoso. Todo le desagradaba. Le irritaba la dieta, enfurecíanle los ruidos de la calle, y tan impertinente y molesto se mostró con su secretario-enfermero que tuvo que recurrir Stephen a las últimas reservas de su paciencia. Como el rosario constituía un sedante para él, obligaba a Stephen a arrodillarse junto a su lecho y a decir las respuestas durante varias horas seguidas cada vez. Los ruegos eran sólo interrumpidos para hacerle frotaciones con alcohol y darle de beber infusiones de hierbas. Aquella agotadora y monótona rutina concluyó por normalizar la tensión arterial de Glennon.

El sábado anterior a la coronación había mejorado lo suficiente para recibir visitas.

—¿Dónele se han metido? —preguntó con tono impertinente—. ¿No saben que estoy enfermo? ¿Por qué no viene a verme nadie?

Stephen sabía que toda la ciudad se preparaba para la coronación y que los más altos dignatarios del Vaticano disponían de muy poco tiempo para efectuar visitas. Con mucho tacto explicó a Glennon tal circunstancia:

—Aguarde usted hasta que haya terminado la coronación. Entonces, su cuarto se llenará de visitantes. Tendrá que protegerse con alguna barricada…, como el obispo de Bingen, en su diminuta torre, sobre el Rin…

Glennon miró al techo y gimió:

—¿Quiere tener la amabilidad. Padre Fermoyle, de olvidar a Longfellow y procurarme algo para comer? No podré sobrevivir tan sólo sorbiendo hierbas y comiendo obleas de arroz. Soy muy sanguíneo… Así afirma, por lo menos, ese charlatán italiano… Pues bien, necesito entonces una alimentación vascular. Una costilla, una chuleta o un trozo de bistec. ¿No hay en esta bendita ciudad pontificia algún trozo de carne que vigorice la sangre?

Esa noche dio Stephen de beber jugo de lomo al cardenal. Esta comida produjo un mágico y sedante efecto en el paciente. Glennon se echó hacia atrás, sobre las almohadas, y dirigió una mirada rebosante de alegría a su guardián.

—Quizá desee usted asistir a las ceremonias que se efectuarán mañana en San Pedro —expresó—. Mi postración —persistía en su voz el tono de mártir— no debe impedirle asistir a la coronación.

Stephen declinó el permiso.

—Ya he visto una coronación. Además, no quisiera dejarlo solo. ¿Quien le serviría su refrescante taza de hierbas?

Una oblicua mueca burlona surcó el rostro del Cardenal.

—Si alguna vez llegan a tener escudo los Fermoyle, deberá exhibir un gran corazón rojo, rampante, inflamado de amor y bondad. Arrodíllate junto a mi lecho, hijo mío. Ofreceremos ¡os Cinco Misterios Gloriosos al nuevo Papa.

Al día siguiente al de la coronación de Pío XI una nube de visitas comenzó a invadir el cuarto de Glennon. Los dignatarios del Vaticano, libres ya de sus deberes para el Sumo Pontífice, dispusieron de tiempo para presentarle sus respetos.

El médico particular del Padre Santo, un calco refinado del doctor Velletria, entró para tomarle el pulso. Luego de una o dos sabias preguntas, confirmó el diagnóstico sobre la dolencia vascular y anunció que el paciente se hallaba fuera de peligro. Glennon comenzó a sentarse en la cama, y luego, cuando su tensión arterial bajó, en un canapé, como todos los convalecientes, en la soleada sala de recibo de su departamento. Gracias a la dieta de hierbas y obleas había rebajado diez libras de peso y podía observar el mundo con ojos más tranquilos y límpidos.

Una mañana, mientras ayudaba Stephen a Su Eminencia a ponerse su camisón y sus chinelas, prodújose una conmoción en el zaguán. Cuando abrió la puerta, vio Stephen al signor Mirfoglia y a un grupo de asistentes que despejaban el lugar para que pasara algún importante personaje. Por el corredor avanzaba un alto prelado, uno de los más hermosos que viera Stephen hasta entonces. Haciendo una reverencia a la manera de un chambelán, el superintendente presentó a Stephen a Su Señoría el cardenal Rafael Merry del Val.

Stephen se hincó ante el zafiro de aquel hombre que dos veces había sido candidato a ostentar la tiara papal. A los sesenta y cinco años de edad estaba tan erguido y flexible Merry del Val como una espada de Toledo. Sobre su noble frente descansaba una birreta de color escarlata, distintivo de su cargo, y una gran esclavina de vellorí a la manera de un almirante de la Ilota de San Pedro.

—¿Ha mejorado mi amigo el cardenal Glennon lo suficiente para recibirme? —preguntó con litúrgica voz de barítono.

—Le aseguro que sí. ¿Quiere entrar. Eminencia?

El superintendente se retiró hacia atrás.

Stephen tomó la esclavina del visitante y abrió la puerta del cuarto de Glennon.

—Eminencia, aquí está el cardenal Merry del Val.

—¿Rafael?

Una semana de reposo en su lecho habían impregnado de alegría la voz y el andar de Glennon. Como impulsado por un resorte, abandonó el Cardenal su cuarto, a la manera del novio bíblico, y se aproximó a su viejo amigo con los brazos extendidos.

—¡Lorenzo!

La escena era demasiado tierna e íntima para ser observada por ojos extraños. Mientras los dos viejos camaradas se abrazaban, colgó Stephen la esclavina de vellorí de Merry del Val en un armario y desapareció en seguida en su cuarto.

Tendido en su lecho y exhausto por una larga semana de actividad, alegróse Stephen de que hubiese tenido tiempo Merry del Val para hacer una visita a Glennon. De porte majestuoso, mirada magnética y un dulce carácter, que demostró en ese momento al sonreír, divertido, ante las atenciones de Mirfoglia, era Merry del Val un perfecto príncipe de la Iglesia.

Mientras pensaba Stephen en los inescrutables designios de Dios respecto de sus predilectos, adormilóse. La voz de Glennon lo volvió a la realidad.

—El cardenal Merry del Val me ha traído un dono —dijo Glennon—. Está en su esclavina. ¿Quiere tener la bondad, Stephen, de buscar el regalo en el bolsillo interior?

Stephen metió la mano en el bolsillo de forro de seda de la esclavina de vellorí y extrajo un bolso de papel.

—Es ese —dijo Merry del Val. Tomó este el bolso de manos de Stephen y lo colocó ante los ansiosos ojos de Glennon—. Adivina lo que te he traído, Lorenzo.

—¿Animal, vegetal o mineral?

—¿Crees posible que traiga diamantes o… conejos en un bolso de papel?

—¿Cerezas? —tanto alegró a Glennon el juego, que pareció tener veinte años menos.

—Tibio. Prueba de nuevo.

—¿Melocotones?

—¿En febrero? ¡Sibarita! Prueba otra vez.

No… Mandarini?

La risa de Merry del Val llenó el cuarto en tanto sacaba varias pequeñas naranjas del bolso de papel y las arrojaba al aire a la manera de un malabarista.

—Pensé que te agradaría volver a jugar a nuestro viejo juego. ¿Recuerdas las reglas?

—Bastante bien. Pero he olvidado casi completamente a Horacio —los avellanados ojos de Glennon brillaron de malicia—. Quizá Stephen pueda reemplazarme.

Merry del Val aceptó, complacido.

—¿Quiere usted, Padre, probar con un fragmento clásico?

Siendo un buen jugador de béisbol, no dudó Stephen que no tendría dificultades con las naranjas. Sólo le preocupaba su olvidado Horacio. Sin embargo, pensó que no debía avergonzarse sí era derrotado en aquel clásico juego por tan distinguido cardenal.

—Si me deja escoger la oda, probaré —dijo.

—Perfectamente… Por otra parte, sí nadie se opone, pasaremos por alto el juego de manos con las naranjas. A decir verdad —y volvióse Merry del Val hacia Glennon—, no he vuelto a practicar el juego… durante mucho tiempo.

—De modo que elude el lance, ¿eh? Ataca, Stephen. Yo haré de árbitro.

El poema latino preferido de Stephen era aquel en que Horacio describe el retorno de la primavera sobre el mundo helado, luego el melancólico contraste entre las siempre repetidas estaciones de la naturaleza, y, por último, el irrevocable destino del hombre, predestinado a trocarse en cenizas y a perderse en las sombras. Parecióle a Stephen apropiado para aquella oportunidad. Se respiraba la primavera en todas partes, los ríos rebosaban luego del deshielo y aquellos dos viejos camaradas renovaban antiguos recuerdos. Stephen se alejó un poco, se puso a observar a Merry del Val desde diez pies de distancia y comenzó:

Diffugere nives, redeunt iam gramina campis

arborisbuque comae…

Con una sonrisa de aprobación por el texto y su vocalización, lanzó Merry del Val la próxima estrofa al rostro de su oponente:

mutuat terra vices, et decrescentia ripas

flumina praetereunt…

Glennon se puso de pie, alegre como un niño.

—Conozco ese poema —exclamó—. Di lo que sigue, Rafael. Stephen me ayudará si (laquea mi memoria.

De una y otra boca fueron surgiendo los magníficos versos. Al aproximarse los dos venerables cardenales al final del poema, conmoviólos este, sobre todo la línea: Quizá Júpiter, que lleva la cuenta de nuestros días, nos brindará una mañana más. Pero cuando Glennon, luego de vacilar un rato, ingenióselas para dar término al poema, precipitáronse el uno sobre el otro, riendo.

—¡Si nos viera Giacobbi ahora! —exclamó Glennon—. ¡Cómo se retorcería el siciliano!

Lo alegre del tono del Cardenal anuncióle a Stephen que Su Eminencia estaba otra vez bien. Había Glennon sobrellevado los huracanes del Atlántico, soportado los embates de la mala fortuna en su profesión y los dardos de la negligente Curia. Nada de eso había logrado, sin embargo, aplastarlo. La sobrecarga de sangre arterial que, según el doctor Velletria, hallaba salida en los vasos sanguíneos, volvía a latir con renovada vitalidad en el elástico y perdurable corazón de Glennon.

Poco después del día en que ambos cardenales jugaron al mandarino, entró Stephen en contacto con Alfeo Quarenghi.

En respuesta a la nota que enviara al despacho del secretario papal de Estado recibió las siguientes palabras manuscritas:

Querido Stefano: ¿Podrá venir a verme mañana a la noche? Entre en la Ciudad del Vaticano por el Pasaje de las Campanas. El centinela lo guiará desde allí. Saludos al enfermo cardenal. Anticipándome alegremente a nuestro encuentro, me despido pronto pero afectuosamente, Alfeo.

Mientras Glennon y Merry del Val se divertían, luego de comer dirigióse Stephen al departamento de Quarenghi, en la Ciudad del Vaticano. Al llegar al Pasaje de las Campanas el guardián diole los datos necesarios para llegar, luego de trasponer un laberinto de patios y pasajes, a una estructura de mampostería situada tras de una abertura, en la parte occidental del Muro Leonino. En una especie de garita estaba sentado un viejo portero que contemplaba, a la manera de Quasimodo, la silueta de la cúpula de San Pedro que se recortaba en el cielo iluminado por la joven y fresca luna de la primavera romana. Cuando Stephen preguntó por Quarenghi, deslizóse el portero fuera de la casilla, indicó una puerta de roble que se hallaba en mitad de una escalinata de piedra y dijo:

—Golpee allí. Monseñor Quarenghi lo está esperando.

Al llamar Stephen abrióse la puerta de roble y apareció en el vano Alfeo Quarenghi con las manos extendidas a manera de afectuosa bienvenida destinada a confirmar la constante amistad entre profesor y discípulo. Condujo Monseñor a Stephen a una cámara blanca tan grande y desnuda como court de tenis. Sólo un crucifijo de plata y una angosta faja de tapicería bizantina veíanse en dos de las paredes. En las restantes alineábanse los libros en los anaqueles desde el suelo al techo. En medio de la habitación un deslumbrante brasero templaba la atmósfera. En un rincón, iluminado por una lámpara de pie de hierro, estaba el escritorio de Quarenghi y dos sillas de alto respaldo. De no ser por sus vastas dimensiones, habría parecido la habitación una perfecta celda monástica.

—Siéntate, Stefano. Déjame mirarte —e inclinó Quarenghi la pantalla de la lámpara para ver mejor el rostro de su amigo—. ¿Cuántos años han pasado? ¿Siete?… Sí… Por lo que veo, el Tiempo, magnífico topógrafo, ha perfeccionado las líneas de tus labios y tu frente… Mejor así… De lo contrario, qué inexpresiva salmodia resultaría nuestro rostro… —y bajó la pantalla de la lámpara—. No leas tan atentamente mi Libro de las Horas, Stefano.

Quarenghi había, en verdad, envejecido. Su cabello, antes negro como el azabache, mostraba partes grises. Su ascético régimen había hecho desaparecer de su cuerpo y de su rostro toda carne superflua. Luego de conocer la infernal diplomacia de la guerra mundial y hallarse al frente de las terribles nunciaturas de Belgrado y Sofía, parecía su cuerpo una exacta reproducción de su espíritu: la corporización de una dolorosa tensión situada entre el mundo físico y el de las ideas.

El mundo físico tomaba sobre su escritorio la forma de innumerables comunicaciones e informes remitidos por las cancillerías de tres continentes. Y el de las ideas elevábase a sus espaldas y estaba constituido por los anaqueles llenos de volúmenes de filosofía, literatura y derecho. Tomó Quarenghi un libro encuadernado en becerro y con adornos de oro, y lo entregó a Stephen para que lo examinase.

—He aquí la encuadernación especial de tu Scala d’amore… Has dado un mentís al proverbio italiano que dice: Traduttore, traditore. Nunca creí que una obra pudiera ser trasladada de una lengua a otra con tanta fidelidad y elegancia.

Stephen abrió el hermoso volumen y vio en la guarda del libro, escrito de su puño y letra: Para Alfeo, que trabaja en otra parte de la viña, afectuosamente, Stephen.

En tanto hojeaba el libro, recordó los párrafos y parágrafos que más dificultosa hicieron su labor.

—Ni un pésimo traductor podría estropear sus ideas, Alfeo. Son indestructibles y eternas. Cuando mi trabajo se tornaba difícil, solía recordar, para estimularme a mí mismo, la paradoja de Chesterton: Lo que es digno de ser hecho, es digno de ser hecho mal. Entonces proseguía mi labor.

Los castaños ojos de Quarenghi brillaron de placer.

—He ahí la summa de la sabiduría, Stefano. Lo has comprendido temprano. Todo anhelo de perfección es como un coro a dos voces: El superior címbalo del espíritu batiendo el despótico metal de los hechos. Tenemos que aceptar esta verdad como el auténtico sonido de la vida. Un eco tal vez —los ojos de Quarenghi buscaron, momentáneamente, en las sombras el crucifijo— del gemido que escapó de Sus labios al final.

En siete años no había cambiado Quarenghi. Aun cuando ocupara otro cargo y nuevas responsabilidades recayeran sobre él, seguía siendo el profesor del Logos, el divulgador de una verdad consagrada. Su pureza hizo pensar a Stephen en una indestructible sustancia, capaz de disolver a otras pero inmune a la disolución.

Como dos corredores de larga distancia que adoptaran un trote cómodo, los dos amigos acordaron el paso en su carrera verbal. Fascinó Stephen a Quarenghi con su relato de los innumerables y oscuros deberes de un cura de parroquia. Parecía estar oyendo música Quarenghi mientras describía sus actividades de pastor en L’Enclume. Sobre todo, interesó a Monseñor la tala de los pinos y la distribución de los beneficios, según el método cooperativo. Y se conmovió cuando le dijo Stephen que Paul Ireton salió dispuesto a crear una nueva parroquia, con una sola moneda en el bolsillo.

—¿Cuánto vale un níquel? —preguntó Quarenghi.

—Alrededor de una lira.

—¡Y con una lira salió en busca de una iglesia! ¡Qué coraje y qué vitalidad deben de tener los católicos americanos!

—Me alegro de que lo reconozca usted, Alfeo —habló Stephen con la franqueza empleada entre intelectuales de la misma categoría—. A veces, los americanos pensamos que Roma nos considera, no como a hijos, sino como a hijastros.

—¿Hijastros? —se esforzó Quarenghi por rectificar con elegancia aquella opinión—. La Iglesia prodiga su amor y solicitud a todos sus hijos por igual.

Stephen se atrevió a mostrarse acriminador:

—No fue muy solícita durante el último conclave…, ni tampoco en el anterior.

Quarenghi sintió la leve estocada.

—No puedo culparte por tales ideas, Stefano —levantóse y echó a andar. Detrás veíanse los anaqueles atestados de libros—. No violo ningún secreto si te digo que Su Santidad está muy afligido por la cláusula de la Constitución Apostólica que hace imposible que los cardenales americanos lleguen a tiempo a Roma para intervenir en la elección del Papa. Por otra parte, está ansioso por reparar tal injusticia. ¿Se ha entrevistado ya el Cardenal con el Padre Santo?

—No. La entrevista ha sido fijada para mañana a las once.

—¡Magnífico! Recomiéndale que mencione el asunto de los diez días cuando hable con el Padre Santo in camera —el resplandor de cinabrio que despedía el brasero alargaba la sombra de Quarenghi en los muros, en tanto recorría este de arriba abajo la monástica habitación—. Te agradezco, Stefano, que me hayas hecho reparar en este asunto. Nunca apareció tan claramente ante mis ojos tal situación. Quizá su excesiva preocupación por Europa ha hecho olvidar a la Santa Sede el Nuevo Mundo. Por otra parte, el espíritu hasta cierto punto provinciano de los prelados americanos ha hecho olvidar a estos el carácter universal de la Iglesia.

Sopló Quarenghi las moribundas brasas, que brillaron entonces con más fuerza.

—Nuestra principal preocupación futura deberá basarse en esta pregunta: ¿Qué hacer para que Roma y América se aproximen y comprendan sus respectivos problemas? Necesario será efectuar un reajuste y reconciliar nuestros puntos de vista. La energía americana, instruida y guiada por Roma, puede ser un factor decisivo para afrontar las dificultades de los años venideros.

Poniendo a tono su visión del futuro con el ritmo de los hechos reales, prosiguió Quarenghi:

—Pero esta obra de reestructuración no se cumplirá de la noche a la mañana. Décadas, generaciones…, centurias tal vez deberán pasar antes que culmine dicha labor —se detuvo junto a la silla de Stephen, como para medir el alcance de la respuesta a sus palabras—. ¿Te agradaría dedicar tu vida a una tarea que, ciertamente, no concluirá mientras vivamos?

—Lo que es digno de ser hecho, es digno de ser hecho lentamente —respondió Stephen.

—Posees un gran temperamento. Stefano. Universal como el de un romano y franco como el de un americano. ¡Qué hermoso sería trabajar a tu lado!

Corrían las nubes plateadas por la luna sobre la imponente cúpula de Miguel Ángel cuando abandonó Stephen a medianoche las habitaciones de Quarenghi. A través de los desiertos patios y las columnas en tinieblas dirigióse hacia el Pasaje de las Campanas. En su corazón surgió un coral, que era como un eco de las palabras de Quarenghi: el címbalo superior del anhelo golpeaba el metal realista de los hechos… Aquel batir de la vida en su apogeo saturó el cuerpo de Stephen. Reverberaba el sonido triunfal, lenta y generosamente…

Mediante la feliz combinación de la fe y la arquitectura las innumerables habitaciones del Palacio Apostólico conducían inevitablemente, a una espaciosa habitación del segundo piso con vistas al patio de San Pedro. Esa especie de biblioteca y taller del Sumo Pontífice es el cuarto más próximo a la tumba del Apóstol Fundador. Por su umbral fluye durante todo el día una verdadera ola de personajes, legos y eclesiásticos: gobernantes y enviados de potencias extranjeras, el prefecto de los cardenales y los asistentes palatinos, altos magistrados judiciales y jefes de congregaciones, camarlengos de la casa papal y canónigos del capítulo episcopal…, todos en busca de una audiencia con la máxima autoridad a cargo de los destinos de la Iglesia Católica Romana. Allí exponen sus asuntos y presentan sus demandas a un hombre que luce una blanca sotana y rojas chinelas, el cual ejerce las funciones de juez, legislador y sacerdote. Aun cuando el ceremonial es estricto y emplea siempre el Pontífice en sus locuciones la real palabra nos, dirige el Papa las conversaciones con todo el tacto que Dios y su experiencia le permiten emplear. Infalible tan sólo en la definición de asuntos que atañen a la fe y a la moral, ex cathedra, el Sumo Pontífice no está exento de cometer errores en sus juicios temporales. Enteramente consciente de ello, el ser que ostenta la triple corona siente que su diadema constituye una difícil carga.

En la mañana del 22 de febrero de 1922, Su Santidad el

Papa Pio XI. obispo de Roma, vicario de Jesucristo. Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, patriarca del Oeste y primado de Italia, estaba sentado tras una larga mesa, en su despacho privado. El erudito Papa, que usaba lentes, pensaba entre audiencia y audiencia, en los múltiples problemas que aguardaban solución. Apenas diez días después de comenzar su pontificado y de acallados los ecos del solemne cántico de la coronación: Tu es Petrus, comenzaron a llegar a sus humanos oídos los lamentos de un mundo enloquecido. Desde todos los puntos del globo llegaban hasta él los crecientes clamores del dolor. Europa, ya en la posguerra, hundíase en un abismo de agotamiento físico y económico. Austria, viejo bastión de la fe católica, vacía agotada y hambrienta. Irlanda estaba empeñada en una guerra civil con Inglaterra. En el norte, el Soviet encendía las antorchas del Anticristo. En el palacio del Quirinal, ex propiedad de la Santa Sede, un desacreditado monarca hacia torpes esfuerzos por rescatar al pueblo italiano del caos de la anarquía… Y sobre el estrépito de las pasiones partidistas, un demagogo de camisa negra declamaba a todos los vientos su violenta receta para curar los males que consumían a Italia.

En cuanto al Vaticano, seguía siendo una prisión, y su ocupante un prisionero. Pensó el Pontífice que los años de su vida coincidían casi exactamente con los transcurridos desde la negativa de la Santa Sede a reconocer la anexión a la Casa de Saboya, en 1870, de sus dominios temporales. Su prisión voluntaria tras los muros del Vaticano constituía la única arma del Papado. Moralmente había sido esta muy efectiva. Nunca había gozado el Vaticano de tan alta estima colectiva. Pero jamás había sido tan mala su situación financiera. No sorprendieron, por eso al Sumo Pontífice las palabras del tesorero apostólico cuando a una pregunta suya respondió este que las arcas papales estaban casi exhaustas.

Billones de liras adeudaba el Gobierno italiano al Papado por los bienes que arrebatara a este. Pero ni un solo centésimo de soborno había aceptado la Santa Sede. Tarde o temprano, la molesta cuestión romana, que había perturbado las relaciones del Vaticano con el Quirinal durante cincuenta años, tendría que ser resuelta. Mientras tanto. Pio XI seguía considerándose un recluso voluntario tras el Muro Leonino, más que un pensionista de la Casa de Saboya.

Negro se presentaba el horizonte. Sólo en cierto sector del mundo percibíase un resplandor de esperanza: ¡América! La estrella del Oeste, enrojecida de fe, elevábase en el firmamento. A decir verdad, poca atención había prestado Roma hasta entonces a dicha estrella. Hasta los oídos del Pontífice llegó el rumor de que la indiferencia del Vaticano hacia América comenzaba a ser considerada como un imperdonable desprecio hacia los veinte millones de católicos de habla inglesa del Nuevo Mundo.

Uno de los principales asuntos que figuraban en la orden del día para ser tratados por el Padre Santo en aquella fragante mañana de primavera era el del estrechamiento de los vínculos entre Roma y sus prósperas provincias del Oeste. Dentro de breves instantes se realizaría la audiencia concedida al cardenal Glennon, de Boston, príncipe reinante de uno de aquellos lugares. Pío XI leía con atención las páginas de cada memorándum, las cuales refrescaban su memoria respecto de los Estados Unidos en general y la Archidiócesis de Boston en particular. Un memorándum, que contenía una vasta y útil información sintética, estaba firmado por Quarenghi. El otro, que se refería más concretamente a la historia personal de Lawrence Glennon, lo suscribía Merry del Val.

A la puerta del despacho papal apareció el maestro di camera, luciendo la gorguera y el traje de terciopelo tradicionales.

—Su Eminencia el cardenal Lawrence Glennon, arzobispo de Boston, se halla en la antecámara secreta, Santidad.

—Nos estamos listos para recibir a Su Eminencia.

El Sumo Pontífice, al igual que otros jefes de Estado, tuvo necesidad de aflojar su tensión muscular antes de la importante entrevista: arregló varios chirimbolos que se hallaban próximos a él, sobre su escritorio. Desplazó Pío XI una dorada estatuita de San Ambrosio, patrono de los hombres de letras, dos pulgadas más hacia la izquierda, y deslizó una medalla de oro que le fuera conferida por la Societá Alpinista —Su Santidad habíase distinguido en su juventud como alpinista— un poco más hacia la derecha. Luego inclinóse hacia delante, hundió su rostro en un ramo de blancas flores de cereza y otras color de rosa y buscó luego algo que mucho amaba, pero ya innecesario para él, en la faltriquera de su blanca vestidura.

Cuando se abrió la puerta para dar paso al cardenal americano, se puso de pie Pío XI para recibir el homenaje de su huésped. Desde el lado infalible de la mesa vio el Papa la corpulenta figura de un hombre que parecía ser de su misma edad, el cual cayó enteramente de hinojos, según lo prescribe la etiqueta papal. A través de sus lentes de miope avanzado, observó Su Santidad que el cardenal Glennon se ponía dificultosamente de pie y se dirigía hacia el centro de la habitación. Antes de que hiciera el americano la segunda genuflexión, deslizóse el Sumo Pontífice en torno de la mesa con las manos extendidas y sus miopes ojos húmedos de piedad.

—Renunciemos a las genuflexiones, querido hermano. Nuestras articulaciones están ya muy gastadas para ello. Siéntate en ese sillón… Yo lo haré en el sofá.

Pío XI sabía mostrarse afable y conocía el valor táctico del encanto personal. Al comprobar que las cortas piernas de Glennon columpiábanse una o dos pulgadas sobre el suelo, deslizó el Papa un cojín recamado de oro bajo los pies de su huésped.

—Mucho nos preocupa, caro Glennon, vuestra alta tensión arterial —comenzó—. ¿Han tenido éxito nuestros médicos en su intento de hacer bajar la columna mercurial en su terrible instrumento?

Aquella preocupación del Papa calmó a Glennon. El cojín situado bajo sus pies infundióle la doble seguridad de tocar fondo y de merecer la atención del Sumo Pontífice… Algo muy distinto de lo que sintiera frente a Giacobbi. Sintiéndose cómodo, plegó Glennon sus regordetas manos. En verdad, Pío XI era un hombre con el que cualquiera podía conversar.

—Vuestros médicos italianos son maravillosos, Padre Santo. Las infusiones de hierbas del doctor Velletria comenzaron a curarme, pero vuestra bondadosa actitud al enviarme al doctor Marchiafava, completó mi cura. Estoy muy agradecido por ello a Su Santidad.

A través del golfo de su autoridad levantó el Papa una mano, aquella en que lucía el anillo de Pedro, e hizo un ademán negativo y de desaprobación en el aire.

—Nosotros los viejos debemos ayudarnos mutuamente. ¿Imagina usted el sufrimiento de Moisés cuando uno de sus bienamados auxiliares cayó enfermo?

La bíblica referencia del Padre Santo situó la conversación en el plano en que Glennon deseaba desarrollarla. El Sacro Colegio de Cardenales constituía una especie de imagen católica romana de los setenta ancianos nombrados por Moisés para ayudarlo a gobernar las tribus de Israel. Pero los ancianos hebreos aventajaban a Glennon: ¡no necesitaban efectuar una peligrosa carrera a través del océano para asistir a un concilio!

Echando mano del delicado instrumento que el propio Pontífice acababa de poner, consciente o inconscientemente, en sus manos, procedió Glennon a exponer su problema.

—Mucho me halaga que el Padre Santo me haya comparado con un anciano hebreo. Evidentemente, mucho se afligía Moisés cuando por enfermedad…, o algún otro motivo, no podían asistir sus consejeros a algún concilio —dijo Glennon, adoptando una táctica oblicua. Una atractiva sinceridad henchida de sequedad traslució la sonrisa de Glennon—. Pero ¿imagina Su Santidad la desilusión del anciano ausente? ¡Cuán infortunado y dolorido debió de sentirse al enterarse de que el concilio había concluido cuando él llegó!

—¡Sutileza talmúdica, querido hermano! —opuso el Papa—. Nos reconocemos y admiramos vuestro sutil argumento. En rigor, imposible exponer más hábilmente el problema que desde hace tanto tiempo nos preocupa. La Santa Sede lamenta la injusticia que ha impedido intervenir en el conclave a los sacerdotes americanos —luego de tan amplio reconocimiento, hizo el Papa una pausa para consolidar su posición con una pregunta—: ¿Cómo remediaría usted dicha injusticia?

La respuesta fue tan franca como la pregunta:

—Ya que Su santidad me invita a exponer mi opinión, me atrevo a sugerir que la cláusula de diez días de la Constitución Apostólica es la clave de la situación. ¿No podría extenderse dicho lapso de modo que los cardenales americanos puedan gozar en los futuros conclaves del privilegio de intervenir en la elección papal?

Pío XI admitió la justicia de la petición.

—Tenemos poder suficiente para alargar el período que media entre la muerte del Papa y la elección del sucesor —dijo—. Lo emplearemos, pues, y modificaremos la Constitución Apostólica. Desde ahora en adelante, quince días, dieciocho, si es necesario, deberán transcurrir antes que comience la elección.

Conmovido por la generosa concesión papal, asintió Glennon con la cabeza. Su doloroso y humillante viaje no había sido efectuado en vano.

—Muchas gracias, Padre Santo. En mi nombre y en el de los veinte millones de leales católicos americanos laicos y clericales, muchas gracias.

Con su dedo índice golpeó Pío XI ligeramente el casquete de Glennon.

—Por nuestra parte, respondemos, querido hermano, muchas gracias por vuestro franco planteamiento del problema. De no haber hablado tan francamente —dijo un tanto molesto el Pontífice—, no seríais digno de celebrar el natalicio de vuestro gran compatriota George Washington.

Sonrió el Pontífice romano al ver la expresión de asombro de Glennon.

—¿Creíais que ignorábamos totalmente la historia americana? Con todo, no podemos condenaros. Nuestro conocimiento de los Estados Unidos es superficial…, tal vez demasiado superficial… No obstante, ello nos sirve a veces de compensación… —Pío XI quitóse los lentes y limpió, con aire reflexivo, los cristales—. Mientras decíamos misa esta mañana descubrimos una desusada coincidencia. Como bien sabéis, hoy es la Fiesta de la Silla de San Pedro…, el día en que nuestro Señor fundó Su Iglesia en la roca llamada Pedro.

—¡Gloriosa fiesta, Santidad! ¡Ojalá sea celebrada en todo el orbe hasta el fin de los siglos!

El Pontífice romano deslizó sus gafas con aros de oro nariz abajo y observó atentamente a Glennon.

—¿No os parece un buen augurio que esta entrevista, efectuada el veintidós de febrero, coincida con el aniversario de vuestro padre, el fundador George Washington?

—Augurio casi profético, Santidad. Lo extraño es que nadie anteriormente, en Roma ni en América, haya hablado de esto.

Pío XI echó mano de su férula de maestro.

—Muchas cosas merecen ser señaladas. De aquí en adelante, Roma y América deberán rivalizar en la faena de descubrir los comunes elementos de su fuerza. Por algo, desde muy antiguo, se nos dispensa, entre otros, el título de patriarca del Oeste. En estos tiempos, señor cardenal, mejor será hablar de medios y arbitrios que permitan conocerse más profundamente a dos grandes instituciones occidentales.

Durante una hora conversaron el Pontífice italiano, que procuraba el apoyo americano durante los próximos años de su reinado, y el pletórico Cardenal, que renovaba su adhesión a Roma mediante aquel intercambio de puntos de vista con el Sumo Pontífice. El Papa se refirió, entusiasmado, a la obra que cumplió la Universidad Norteamericana de Roma y convino con Glennon en que era necesario reformar sus dependencias. Aprobó también Su Santidad la espléndida organización de la archidiócesis de Glennon, basada en la de la Curia Romana.

—Un modelo para el Nuevo Mundo —expresó el Padre Santo.

Y en seguida alabó sinceramente Su Eminencia el nuevo Codex Juris Canonici, que calificó, acertadamente, de obra asombrosamente clara y comprensiva. Luego se refirió Glennon a la generosa actitud de Orselli al aguardarle frente al cabo Cod, y anotó Pío XI en un papel el nombre del capitán.

Después discutió, francamente, el Pontífice la situación financiera de la Santa Sede.

—Jamás estuviéron tan exhaustas nuestras arcas —dijo y suspiró.

Glennon infundió entonces valor a Su Santidad.

—América se hará cargo de una gran parte de vuestra carga —prometió.

Su Santidad, sin comprometerse, sondeó a Glennon sobre el posible aumento del número de cardenales americanos.

—¿No creéis que el arzobispado de Chicago debería ser elevado a cardenalato? —preguntó Pío.

—Merecida me parece dicha elevación, la cual sería calurosamente aplaudida por todo el pueblo de los Estados Unidos —replicó Glennon.

Había transcurrido casi una hora. Su Santidad volvió entonces su atención al terreno personal.

—Sabemos, no importa de qué fuente ni por qué medio, que vuestro viaje a Roma, querido hermano, os costó un anillo con un zafiro.

—Sí, Santidad. Lo di—

Pío XI levantó la mano para indicar que no era necesario entrar en detalles.

—Sólo me interesa saber que os desprendisteis de él para asistir al conclave —y como un padre que recompensara a un hijo respetuoso deslizó el Pontífice dos dedos en su faltriquera y extrajo un zafiro labrado—. Ya no necesitamos esta sortija —con ademán imperioso colocó el anillo en la regordeta mano de Glennon—. Es para Nos un gran placer brindar este presente a nuestro bienamado hermano en Cristo.

Glennon apenas pudo hablar.

—Vuestra generosidad me torna más humilde —pudo, al fin murmurar.

—El que se humille será exaltado —y para indicar que la audiencia había concluido, levantóse Su Santidad y escoltó a Glennon hasta la puerta de la biblioteca.

La mano izquierda del Pontífice descendió sobre el hombro del americano, en tanto la derecha volvía el cincelado picaporte de bronce. De pronto recordó algo Su Santidad:

—Tenemos entendido que tenéis a vuestro servicio, como secretario, a un bien dotado y joven sacerdote llamado Fermoyle.

—Así es. Padre Santo. El Padre Fermoyle es para mí un valioso colaborador, según lo ha demostrado en muchas ocasiones.

—Muy buena es la opinión que de él tienen varios de mis más próximos auxiliares. Monseñor Quarenghi aprecia en sumo grado sus dotes lingüísticas y el cardenal Merry del Val suele referirse encomiásticamente a su atracción personal —y acto seguido hizo Su Santidad una curiosa observación—: También sabemos que lo distingue una singular ausencia de temor cuando se halla en presencia de sus superiores.

Glennon recordó su primer encuentro con Stephen.

—Una singular ausencia de temor… —convino.

—No obstante…, ¿se debe ello a su arrogancia o presuntuosidad?

Innumerables recuerdos demostrativos de la docilidad y dulzura de Stephen impulsaron a Glennon a responder:

—F.1 Padre Fermoyle es una extraña mezcla de contradicciones. Santidad. Posee un dulce corazón y una recia inteligencia. Es capaz de inclinar la cabeza y la rodilla en señal de sumisión, y también de mostrarse tan rígido como nadie podría hacerlo.

Su Santidad pesó aquellas palabras.

—Rene, bene, mi querido hermano. Se nos ocurre que el Padre Fermoyle podría prestar valiosos servicios de enlace en la Secretaría de Estado del Vaticano. ¿Tenéis algo que objetar?…

Glennon observó el anillo que tenía en la palma de la mano: Gané esta jora y perdí la otra, pensó.

—Vuestra sugerencia tiene la fuerza de una orden. Padre Santo —dijo en voz alta—. Aun cuando lamento perder a mi secretario, me alegro del más amplio horizonte que se le ofrece al entrar al servicio de la Santa Sede.

Una semana más tarde, casi siete años después de su ordenación sacerdotal, recibió Stephen un breve papal en el que se le designaba prelado doméstico, con el título de Monseñor. Su nuevo puesto le permitiría usar sotana color de violeta y manteleta y actuar como oficial de la Congregación para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios.

Como regalo de despedida, Glennon envió a Stephen al mejor sastre de Roma.

—Encarga dos piezas de cada prenda, confeccionadas con el mejor material disponible —ordenóle el Cardenal—. No quiero que los clérigos americanos en Roma vistan andrajos.

Cuando le fueron entregadas, luego de muchos arreglos, las esclavinas color violeta y las sotanas a Stephen, el propio Glennon deslizó sus dedos por el moaré para comprobar su calidad y enseñó a Stephen cómo debía usar aquellas prendas.

Citado mediante telegrama, Richard Clarahan tuvo el honor de escoltar al Cardenal en su viaje de regreso a Boston, durante el cual pasaron por el famoso santuario de Lourdes. Como era la primera vez que Clarahan visitaba Roma, ofrecióse Stephen para actuar como guía en sus paseos. Para no atormentar a su condiscípulo, no se puso sus nuevas prendas sacerdotales. Los dos prometedores clérigos, que evidentemente estaban destinados a alcanzar altas posiciones en la Iglesia, establecieron una especie de tregua de caballeros. Ambos podían permitirse el lujo de mostrarse generosos respecto de sus mutuos éxitos. Solo una vez traspuso Clarahan los límites del buen gusto. Después de una visita de cortesía a Alfeo Quarenghi, el jefe inmediato superior a Stephen en la Secretaría de Estado, una arruga apareció en la frente de Clarahan, quien preguntó con su fina voz:

—Quarenghi es el autor del libro que tradujiste al inglés, ¿no?

—Sí.

Clarahan parecía empeñado en ordenar los nuevos hechos que se hallaban a su disposición:

—Sin duda, la traducción te habrá ayudado…

—En rigor, no me perjudicó —dijo Stephen, y cambió de tema.

Al acompañar a Glennon al tren que lo conduciría a Lourdes, ejecutó Stephen su último servicio como secretario de Su Eminencia. La despedida del Cardenal constituyó una mezcolanza de etcéteras: Trata de no hacerte de enemigos… Únete a tus amigos con vínculos de acero… Oye a todo el mundo, pero habla muy poco.

Eso fue, en sustancia, lo que le aconsejó Glennon. Al final, un áspero llanto mojó sus ojos y su laringe.

—Sé un buen sacerdote, Stephen. No permitas que el color de tu sotana tiña la blancura de tu corazón —y tirando cariñosamente de la cinta de la esclavina de Stephen—: Adiós, hijo mío.

—Adiós, Eminencia.

Stephen tuvo ganas de deslizar sus brazos en torno del voluminoso torso del anciano, pero, conteniéndose, se puso de hinojos para recibir su bendición.