Capítulo III
Como todos los años, marzo hacía ostentación de falsas galas primaverales. Bajo el raído manto de la nieve solían verse a trechos verdes fragmentos en el parque de Hartfield. El viento volvía los paraguas, los zapatos de goma goteaban y resultaban demasiado pesados… Innumerables poetas aficionados se apresuraban a cantar encendidas loas al olivo, al primer pechirrojo y a otros precursores de la primavera.
Entre los poemas que merecieron los honores de la publicación, el más original y tierno era el de Jake Mabbott, que, bajo el titulo de Esponsales de Marzo, apareció al tope de la columna Sal y Pimienta. Así rezaba el soneto:
Marzo, acre moza, retozona y caprichosa,
Con un pie en el invierno y otro en la primavera,
Más amantes subyugas entre tus plumas de nieve
Que el propio verano atrapa entre sus esmeraldas.
Lleva a este admirador de tu belleza otoñal
(Si… Me he desposado con una reina atezada).
Al fondo de tus lagos y valles y muéstrame
Tu intimidad, hoy plateada, verde en primavera.
Si pudiera, Marzo, amar sin sombra de traición,
A una más joven amante o a una más osada novia,
Preferiría tu retozona alegría a mi otoñal
Tranquilidad. Por la ladera marcada
Por los deshielos, y pensando en capullos,
Nos juraríamos mutua fidelidad, aun mintiendo.
Estaba aún apreciando Stephen la habilidad del poeta cuando sonó el teléfono colocado sobre su escritorio.
—Desde Nueva York llaman al obispo Fermoyle —dijo el telefonista. Luego, una voz familiar dijo—: ¡Hola, viejo! Soy yo, George.
—Sólo tú me llamas viejo. ¿Cómo va la campaña, Gug?
George se mostró preocupado.
—Deseamos que nos aconsejes respecto de un artículo que aparecerá el mes próximo en The North American Monthly. El gobernador acaba de recibir las pruebas de imprenta correspondientes a una Carta abierta a Al Smith, escrita por un individuo llamado Hubbell K. Whiteman. ¿Has oído hablar de él?
Stephen recordó a su compañero de mesa, en ocasión del Congreso Interino de la Fe; al individuo de la pera erguida, quien, muy seriamente, había sugerido que los católicos americanos rompieran con Roma.
—¿Hubbell K. Whiteman? Se ha hecho famoso en el protestantismo. ¿Qué dice en su artículo?
—¡Vaya! A través de su frondosa verba se pregunta qué haría Al si su fidelidad a la Iglesia entrara en conflicto con su juramento de presidente.
—¡Absurda suposición! Imposible es que se produzca tal conflicto.
—Muchos votantes lo ignoran…, al igual, probablemente, que la propia Convención Demócrata. Por eso te he llamado, viejo. ¿Dispondrás de un día libre para venir a ofrecernos tu consejo? Si alguien puede responder a esa pregunta, ese hombre eres tú.
Stephen vaciló.
—Oye. Gug: como obispo católico no debo entremezclarme en asuntos de política.
—¿Te impide tu investidura conversar con tu hermano?
—Escucha: envíame las pruebas de imprenta en seguida. Quiero echar una ojeada al artículo antes de comprometerme.
La Corla abierta a Al Smith, de Whiteman, resultó ser una simple muestra de propaganda anticatólica, hábilmente urdida con palabras estudiadamente simples y sinceras. El párrafo inicial era, sobre todo, muy contundente:
El pueblo americano se enorgullece siempre se lodo ciudadano que desde una modesta posición se eleva hasta el más alto cargo que puede ofrecerle la República. Por eso, vuestra candidatura a la presidencia de la Nación ha despertado el entusiasmo de grandes sectores de la ciudadanía. Esta se regodea en el recuerdo de los obstáculos y luchas que os han convertido en un conductor de hombres. Sabe el pueblo cuan fiel sois a la moral por la que siempre habéis abogado en público y en privado, r a la religión que profesáis; no ignora con cuánto éxito y honestidad habéis cumplido las tareas que os encomendó en diversas oportunidades y cuan limpia y justamente procedéis siempre, aun con vuestros adversarios. Todo parece indicar que el fanatismo partidario cederá ante vuestra personalidad y que muchos de los que habitualmente votan contra vuestro partido están considerando seriamente vuestra candidatura.
A partir de aquí abandonaba el doctor Whiteman su amable tono:
Un irreparable y fundamental conflicto existe —proseguía— entre la doctrina católica y los principios de la libertad civil y religiosa en que se asientan las instituciones americanas. Y apuntalaba Whiteman su argumento con una cita extraída de la encíclica de León XIII sobre la constitución cristiana del Estado: El Todopoderoso ha repartido el gobierno de la especie humana entre dos poderes: el eclesiástico y el civil. Al primero corresponde el plano divino y al segundo los negocios humanos.
Aquella cita parecióle a Stephen muy familiar…, pero Incompleta. Al observar el texto de referencia advirtió el obispo que Whiteman había omitido la siguiente frase de León XIII: Cada uno de los dos poderes es supremo en su esfera y cada cual tiene límites fijados para obrar…, límites sugeridos por la propia naturaleza de los asuntos que incumben a cada uno de ellos.
Según Whiteman, la Iglesia Católica Romana reclamaba plenos poderes sobre el poder civil de los Estados Unidos. Aún más: afirmaba que en todo conflicto surgido entre la Iglesia y el Estado debía prevalecer la opinión de aquella. El
Papa era para él una especie de soberano extranjero a quien correspondía decir la última palabra en los asuntos americanos.
A través de estas falacias, desembocaba Whiteman en una detonante explosión patriótica: ¿Cómo evitaría Al Smith el fatal conflicto entre los dos poderes? Si se producía tal conflicto, ¿podría Smith seguir siendo fiel a su juramento de gobernante? Lo más probable sería que se considerase más obligado a obedecer al Papa y a la doctrina católica que a cumplir su juramento de respeto a la Constitución.
Apenas pudo contener Stephen la cólera que despertaron en él tales afirmaciones. Su primer impulso fue refutar de inmediato y violentamente las insinuaciones de Whiteman. El destino de Al Smith dejó de preocuparle en absoluto. Que impusiera o no este su candidatura en la Convención Demócrata, o fuese o no elegido presidente, poco le interesaba. Lo que más le dolió fue la flagrante injusticia que acababa de cometerse contra la Iglesia.
Provenía, en parte, su ira de los estúpidos argumentos de sus adversarios, que insistían en esgrimir viejas frases hechas para combatir al catolicismo, tales como la terrible amenaza del Papado, la doble fidelidad a la Iglesia y al Estado… extraídas de entre los residuos del pasado. ¿Hasta cuándo insistirían aquellos individuos en considerar a la Iglesia como a una banda de conspiradores empeñados en conspirar contra la Constitución? ¿Cuándo comprenderían que el catolicismo constituía en los Estados Unidos una verdadera piedra angular de orden civil y un baluarte destinado a contener la corrupción, la anarquía y la decadencia? Ganas tuvo Stephen de gritar a quienes acusaban a la Iglesia de socavar las libertades americanas: Sólo nos empeñamos en inculcar un patriotismo basado en ¡a ley de Dios. Nuestro principal objetivo es el de ayudar a los hombres a mantener viva la llama del alma, a estimular su confianza en el Cielo y el amor a Dios.
Afuera, la cellisca lanzaba sus dardos contra los cristales del estudio de Stephen. Dentro, el dolor y la ira destrozaban su corazón. Inútil parecióle esforzarse en combatir tanto prejuicio, e inoportuno en aquella época del año. A grandes trancos retornó Stephen a su despacho, hojeó su agenda, cuyo espacio consagrado a los próximos dos meses rebosaba de fechas concernientes a conferencias, inspecciones diocesanas y confirmaciones a realizarse en las más remotas regiones del Estado. No valía, en verdad, la pena recargar con inútil polémica su plan de acción, ya bastante copioso. Para acumular argumentos contra Whiteman tendría que encerrarse varios días en la biblioteca… Quizá alguien se enfrascara en la fatigosa tarea de hurgar en los libros para defender a Al Smith.
A punto se hallaba Stephen de telegrafiar a George: Lo siento, pero no puedo colaborar, cuando tropezaron sus indecisos ojos con una frase estampada en su bloc de papel, una de esas agendas de citas que suelen regalar las casas de artículos religiosos. El texto, correspondiente al 20 de marzo, era la exhortación de San Pablo a Timoteo, escrita casi dos mil años antes, cuando luchaba la Iglesia por consolidarse en medio de innumerables enemigos:
Difunde la Palabra: actúa siempre instantáneamente, y reprueba, implora y censura con paciencia según la más pura doctrina.
¿Palabras de Pablo a Timoteo, obispo de Éfeso?… No. Palabras del apóstol a todos los obispos de todos los tiempos y lugares, en las que les enseñaba la suprema táctica de la Palabra.
Pacientemente, sin ira ni arrogancia, debía ser predicada la doctrina católica en todas las circunstancias, aun cuando no le pareciese a uno conveniente tal cosa. Con severidad y amor debía ser condenado el error e increpados una y otra vez los enemigos de la Iglesia, hasta que prevaleciera la Palabra.
Por último, envió Stephen a George el siguiente telegrama:
Artículo plagado de graves errores en los hechos e interpretación. Refutación impostergable. Pasaré dos días biblioteca para documentarme. Nos encontraremos miércoles tarde en cuartel general demócrata Nueva York. Afectuosamente,
STEVE.
George Fermoyle se hallaba bajo el gran reloj del Biltmore cuando entró Stephen en la sala de espera. Como vio a su hermano antes que este a él, tuvo el placer de observarlo a sus anchas.
Con su hábito de trabajo no necesitaba el obispo de Hartfield insignia alguna que lo trocara en un todopoderoso varón. Por su contextura aproximábase al tipo ideal de las compañías de seguros de vida, según el cual un hombre de seis pies de estatura debía pesar, a los cuarenta y un años, exactamente lo que él pesaba. Aun cuando en su cabellera negroazulada veíanse prematuros hilos grises y resultaba un poco pálido para quien gustara de los rostros curtidos por la intemperie, al moverse parecía más joven y más elástico que lo que se estimaba adecuado a un prelado maduro. Mediante singular movimiento de su cabeza y de sus miembros, parecía caminar por un plano inclinado: por la cubierta en declive de un clíper o por los amplios peldaños de un estrado o tabernáculo… George no habría podido precisarlo. En tanto atravesaba la sala de espera para ir a saludar a su hermano, parecía el obispo de Hartfield una extraña mezcla de asceta y filósofo, de príncipe renacentista y de coronel.
—Gracias por haber venido —dijo George en tanto abría la marcha en dirección de la hilera de ascensores—. He reservado un departamento para ti en el decimoséptimo piso. ¿Cuánto tiempo permanecerás aquí?
—Temo que sólo podré quedarme esta noche. Mi licencia expirará por la mañana… Pero puede ser renovada cada veinticuatro horas.
George tomó la cartera de su hermano y calculó su peso:
—¿Qué has metido aquí dentro?
—Pijamas, cepillo de dientes… y una biblioteca portátil. Tendremos que recurrir a los libros. De lo contrario, nos aplastará.
—¿Domina Whiteman, realmente, el asunto?
—Lo ha enfocado teológicamente —ya en el departamento, abrió Stephen su cartera y extrajo de ella un sobre de papel de Manila atestado de notas—. Aquí traigo mi archivo. Échale un vistazo mientras me lavo.
Como un fiscal ansioso por reunir antecedentes, devoró George las notas.
—¡Qué magnífico abogado habrías sido!… —díjole a Stephen, mientras salía este del cuarto de baño y se restregaba el rostro con una toalla—. El gobernador dejará de masticar tabaco en cuanto vea este resumen. ¿Listo ya para partir?
Mientras avanzaban por el corredor en dirección al cuartel general de Al Smith, planteó George un pequeño problema protocolar:
—Aunque el detalle carece de importancia, Steve, lo cierto es que a ambos corresponde el tratamiento de Excelencia. ¿Cómo se las arregla un maestro de ceremonias para presentar a dos Excelencias? ¿Quién debe ser presentado a quién?
—El viejo problema de la Iglesia y el Estado —dijo Stephen—. En tales casos conviene recordar que al equipo visitante le corresponde la salida en el béisbol.
Ningún problema surgió cuando puso George a ambas Excelencias frente a frente.
—Gobernador Smith, ¿me permite presentarle a mi hermano Stephe, obispo de Hartfield? —dijo, simplemente.
Al Smith, que se adelantó a recibirlos en el centro del cuarto, extendió sus dos manos.
—Nos honra usted con su visita, obispo Fermoyle.
La reverencia que hizo al obispo no afectó en absoluto su dignidad de gobernante ni enfrió su cordial saludo.
Stephen dio a entender que apreciaba al legendario Brown Derby, el ex pescador de la Fulton Street, que, desde las tinieblas del Puente de Brooklyn, habíase convertido en el primer ciudadano elegido cuatro veces para ocupar el cargo de gobernador de Nueva York.
El rasgo más notable de aquel pasaje de la entrevista sin protocolos, fue la voz de Al Smith. Era brusca, poco elegante, y a veces, parecía traslucir desprecio por quienes hablaban pulcramente. La tez demasiado roja y la nariz un tanto bulbosa de Brown Derby, hallábanse compensadas por su espaciosa frente y sus ojos verdemar, tan honestos como un nivel de carpintero. De cerca, el descalzo muchacho de Biltmore parecióle a Stephen de mejor figura de lo que aparentaba en los carteles.
Extendió su mano el gobernador para indicar una butaca y no la dejó caer hasta que Stephen se sentó en ella.
—¿Un cigarro, señor obispo…? ¿Le molestaré si fumo?
Bajo su deferencia exterior percibíase la tensión en que le mantenía la grave pregunta que estaba a punto de hacer.
—Y bien, Excelencia —dijo—, ¿qué opina usted del pequeño ensayo del doctor Whiteman?
—Si juzgamos su intención por los resultados, podríamos afirmar que se ha propuesto hundirle a usted. Su artículo es muy hábil y siniestro.
—Comparto su opinión —Brown Derby fue directamente al grano—: ¿Puede ser contestado?
—Sí.
La ceniza que Al Smith hizo caer de la punta de su cigarro pareció adquirir la densidad de sus hombros. Su voz se suavizó cuando explicó el problema a Stephen:
—Como usted comprenderá, obispo Fermoyle, no soy teólogo. Mi fe católica no procede de los libros. Por eso me hallo en desventaja cuando un rival como Whiteman salta desde detrás de un seto para juzgarme desde un punto de vista doctrinario ajeno a mi inteligencia. ¿Será usted tan amable como para responder a una o dos preguntas que puedan ayudarme a aclarar el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado?
—Con mucho gusto, señor gobernador.
La primera pregunta de Al Smith fue tan franca como su mirada verdemar:
—¿Es posible que, mediante un esfuerzo de la imaginación un funcionario público católico pueda verse envuelto en un conflicto con la Constitución de los Estados Unidos?
—A esa pregunta respondo que no… —dijo Stephen—, rotundamente y firmemente: no. La doctrina católica sostiene que el poder civil y el poder eclesiástico, que actúan en planos completamente distintos e independientes, proceden de una misma fuente divina. Dios no desea que esos poderes choquen. Cuando son legítimamente ejercidos no chocan jamás. Quien declare o insinúe lo contrario es un ignorante o un malintencionado.
—¡Magnífico! Ahora otra pregunta: Si el Papa emitiera una orden de índole puramente civil, ¿qué debería yo hacer, como ciudadano y funcionario público americano?
—Ante todo, el Papa no dará jamás una orden de esa índole —dijo Stephen—. Pero si la diera, debería usted desobedecerla. El cardenal Gibbons habla de ello en su ensayo La Iglesia y la República —consultó el obispo una nota que había escrito en las pruebas de imprenta—. He aquí sus palabras: Si el Papa diera una orden puramente civil, no solamente ofendería a la sociedad, sino también a Dios, y violaría una autoridad que, como la suya, procede de Dios. Todo católico consciente de ello no se sentiría obligado a obedecer al Papa. Más bien se sentiría inclinado a «desobedecerle», puesto que, para todo católico, su conciencia es la suprema ley, a la que en todo momento se mantiene fiel.
Al Smith descargó la parte inferior de su mano sobre el escritorio.
—Así es. Aplastaremos a Whiteman con hechos. ¿Cómo cree usted que debemos comenzar?
—¿Qué le parece si ponemos en práctica su frase favorita: Echemos un vistazo a los antecedentes? —sugirió Stephen—. Comencemos por rechazar las imputaciones de Whiteman. Luego destruiremos sus falacias.
—Fácil me será rechazar sus acusaciones —dijo Brown Derby—, Pero muy engorroso me resultará destruir sus falacias, una por una.
A George se le ocurrió entonces una idea práctica.
—¿Qué le parece si el gobernador dicta el primero y segundo párrafos…, para dar el tono del artículo? Luego, tú, Stephen, podrías tomar el hilo a partir de allí. Concluida la refutación, el gobernador podría retocarla para adaptarla a su estilo personal —George recurría a su viejo ardid de razonar en lugar de argüir—. Sería una gran ayuda para ti, Steve.
Al Smith no consideró conveniente secundar la urgente proposición de George. En medio de un profundo silencio, observó el gobernador a Stephen, este al gobernador y se miraron los tres entre sí.
De pronto, el obispo de Hartfield quebró el silencio. Un genuino pesar trascendió de su voz cuando se dirigió a Brown Derby:
—Lo siento, Excelencia, pero no comparto la opinión de George. En primer lugar, si hiciera lo que él propone rebasaría yo los límites de mi jurisdicción eclesiástica. En segundo término, soy incapaz de dar forma popular a un asunto teológico. Mi única ayuda consistiría en mi opinión extraoficial respecto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Al Smith respondió a las francas palabras de Stephen con su característica sinceridad:
—Comprendo perfectamente, obispo Fermoyle. Mi réplica a Whiteman, adopte la forma que adopte, deberá ser un producto de mi propia conciencia. No aceptaría su ayuda, y usted, por su parte, no me la prestaría, en otros términos.
Seis semanas después, la réplica de Al Smith al doctor Whiteman puso al tanto al pueblo americano de lo que un gran funcionario católico opinaba respecto de su religión, su país y sus deberes de servidor público.
En lenguaje directo, familiar y muy personal refutó Brown Derby, en una Carta abierta, punto por punto a Whiteman. La lógica y digna respuesta de Al Smith enorgulleció a Stephen. Sobre todo, los tres últimos párrafos pareciéronle la perfecta exposición de un hombre que había sabido conservar su fe junto con su idea de la libertad de cultos en un Estado democrático:
En síntesis, he aquí mi credo de católico americano. Creo en el culto de Dios, de acuerdo con la fe y las prácticas de la Iglesia Católica Romana. No reconozco a las instituciones de mi Iglesia atribución alguna que les permita inmiscuirse en la aplicación de la Constitución de los Estados Unidos. Creo en la absoluta libertad de conciencia de todos los hombres y en la igualdad de todas las iglesias, sectas y creencias ante la ley, cosa que considero un derecho y no un favor. Creo en la absoluta separación de la Iglesia y el Estado y en el cumplimiento de las cláusulas de la Constitución que establecen que el Congreso no puede dictar leyes que amparen determinada religión ni que traben la libertad religiosa.
Creo que ningún tribunal eclesiástico tiene poder para dictar ley alguna fuera de las encaminadas a fijar la situación de sus feligreses respecto a su propia Iglesia. Creo que la necesidad de estimular a las escuelas públicas constituye una de las piedras angulares de las libertades americanas. Creo en el derecho de todo padre a determinar si sus hijos se educarán en la escuela pública o en alguna escuela religiosa sostenida por quienes comparten su fe particular. Creo en él principio de la no ingerencia de este país en los asuntos internos de las otras naciones, y que debemos enfrentar con firmeza a quien sostenga lo contrario. Por último, creo en la común hermandad de los hombres bajo la común paternidad de Dios.
Por todo ello, uno mi voz a la de mis hermanos americanos de todos los credos para rogar fervientemente porque nunca en este país sea molestado servidor público alguno a causa de la fe que ha escogido para acercarse humildemente a Dios.
La clara respuesta de Al Smith a Whiteman constituyó uno de los factores decisivos de su triunfo dentro del Partido Demócrata. Más arriba no podía ya ir. En la posterior campaña presidencial fue terriblemente vilipendiado. Una ola de prejuicios y sectarismos cubrió todo el país. Los protestantes sacaron a relucir el viejo infundio según el cual la elección de Al Smith convertiría a Washington en un satélite del Vaticano. Los republicanos anunciaron que establecerían un comité político en los jardines de la Casa Blanca. Los prohibicionistas pusieron el grito en el cielo y presentaron a Al Smith como a un representante de la camarilla de bebedores de whisky. Y los tres: protestantes, republicanos y prohibicionistas…, dijeron que era un borracho.
Mientras tanto, en el otro campo no crecían más que bellas llores sin espinas, largos tallos y deliciosa fragancia. Herbert Hoover se concretaba a cortar las más hermosas para ofrecerlas a manos llenas a los votantes. Sus discursos eran verdaderos ramilletes de deslumbradoras profecías: Los asilos de pobres están desapareciendo entre nosotros, dijo en su discurso de aceptación de su candidatura. Si me brindáis la oportunidad de proseguir la política de los últimos ocho años, nos acercaremos al día en que la pobreza desaparecerá de este país.
Hoover creía en tal profecía. El pueblo también creyó en ella. El 6 de noviembre de 1928; los votantes, seducidos por la promesa de una casa con doble cochera para cada habitante y de un pollo para cada olla, autorizó al partido republicano a continuar la política de los últimos ocho años.
Once meses después, el pueblo, aterrado, vio cómo sus dorados sueños de prosperidad se diluían en la ácida y corrosiva atmósfera del pánico. La campana que el 24 de octubre de 1929 anunció la paralización de las actividades comerciales, dobló, a la vez, por una era ya ida para siempre. La circense filosofía según la cual era posible alcanzar la felicidad nacional saltando a través de aros de papel tuvo un fin abrupto, y los clowns que en ella creyeron permanecían atontados y sangrantes sobre el suelo de casca.