Capítulo III

Mona Fermoyle arrojó su toca sobre la cómoda del dormitorio, lanzó a gran distancia sus escarpines y dobló su delgado e inquieto cuerpo en el lecho. De regreso de su trabajo había entrado por la puerta principal sin saludar a sus padres… En ese instante, Celia, a los pies de la cama, comenzó a hacerle una serie de cariñosas preguntas maternales: ¿Te agradaría cenar ligeramente en la cama? ¿Te duele la cabeza, querida? ¿Sabes que vendrá Emmett esta noche?

Las réplicas de Mona fueron muy frías: No…, no quería cenar en la cama. Sí, sabía vendría Emmett Burke… No, no le dolía la cabeza… Le dolería dentro de una semana… Sí, No. No. Sí.

—Por favor, mamá, déjame tranquila. Estoy deshecha. Tal vez por el trabajo…, o por el tiempo… No lo sé… Algo me ocurre. Cierra la puerta.

En tanto se sentaba Mona para aflojar sus ligas, aquello extraño que le ocurría la obligó a tenderse nuevamente en el lecho.

¿Algo?… Muchas cosas la molestaban… El Trabajo, la iglesia, la familia, Emmett Burke, la respetabilidad, en fin, la vida, en general: la oficina de la empresa de instalación de cañerías, el cuenco esmaltado sobre la ventana y junto a su máquina de escribir, sus reyertas con Florrie, los solícitos cloqueos de Celia, las reuniones de los jueves por la noche en la Hermandad de Mujeres Solteras… y, por último, Emmett. Como así también el resuello de él y sus corbatas con lunares, su corte de cabello semanal, sus monótonos monólogos sobre la política de los Caballeros de Colombus y las agujas de percusión.

Si vuelve a hablar esta noche de las agujas de percusión, pensó Mona, arrojaré su diamante de cuarenta y cinco quilates al suelo y lo pisotearé. Mona habíase comprometido con Emmett. En la Navidad habíale regalado el muchacho el más pequeño diamante amarillo existente y recibido por ello el más ligero beso brindado a un novio. En ciertos círculos considerábanlo una presa valiosa. Lucy Curtin, la muchacha con rostro de caramelo, palidecía al verlo. Celia Fermoyle juzgaba que su rolliza persona era un dechado de piedad y regularidad, y la Hermana Bernadine, que enseñara geografía comercial a Emmett en la Escuela Superior, aseguraba que era el joven más distinguido de la parroquia y que habría sido un noble sacerdote si hubiera estudiado un poco de latín… Pero no había logrado Emmett aprender aquella pizca indispensable de latín, de mdoo que a su regreso de la guerra fué arrojado como un recio pilar laico sobre el mundo y comenzó a trabajar en la tienda de comestibles de su padre por 19,50 dólares por semana.

De tan principesco salario separaba doce dólares apra depositarlos los viernes por la noche en el Banco Cooperativo de Medford. Cuando ahorrara quinientos dólares pensaba casarse con Mona Fermoyle. Emmett tenía ya todo planeado. Amueblaremos un piso con $ 298,89, aprovechando la oferta especial de la Mueblería Caldwell, donde por ese precio ofrecen muebles para un nido de cuatro habitaciones… Los comestibles no nos costarán nada… El viejo le aumentará cinco dólares en el sueldo cuando nos casemos y nos iremos a pasar la luna de miel a Providence, con un centenar de bizcochos en la mochila.

La inscripción en el hotel y todo lo demás…

Alarmada por la proximidad de la fuga nupcial enroscóse Mona en el lecho y dio un puñetazo a la almohada. Esa noche exigiría Emmett el pequeño anticipo de un beso al despedirse e impregnaría sus labios con el olor del sen-sen. Por extraño que parezca cuando se ama, no interesa el sabor de los besos del amado, pensó. Tampoco se pone una rígida, simplemente echa la cabeza hacia atrás y aguarda, inmóvil, que los labios de él cubran los nuestros… Luego se abisma una en un insondable sueño y murmura o sólo piensa: Mi querido Benny… ¡Cuánto hemos aguardado…! A las siete sorbió Mona la taza de sacocho de pescado con maíz que Celia le sirvió, y respondió: sí, no; sí, no, a las preguntas de su madre. Luego comenzó a vestirse con aire indiferente. Como la cita de mediados de semana no era en absoluto festiva, puesto que irían al cinematógrafo y comerían sundaes, lo mismo daba llevar uno u otro vestido. Consideró que para el caso bastaríale su traje naval de gabardina y su blusa de batista. A las siete y veintinueve minutos oyó el timbre familiar: tres toques, uno prolongado y dos breves. Lo hizo aguardar alrededor de seis minutos y bajó luego dando golpes secos con sus tacones en la escalera.

Allí estaba Emmett, en la sala de recibo, perfectamente rasurado y luciendo su traje color castaño. El de sarga azul resevábalo para los domingos. Ostentaba una corbata 3en la que se veían higos estampados, zapatos de reluciente cuero rojo y un nuevo sombrero redondo en las manos. Bajo el brazo llevaba una caja de bombones.

—¡Eh, Mona! —dijo con el tono en exceso vehemente de un jugador de ruleta que duda de su buena racha. Con simulada indiferencia entrególe la caja de bombones.

—Marca Cavalier. De crema —anunció—. Especiales de Morgan.

—Oh… Bombones… Muchas gracias, Emmett —sin mirar la caja la colocó Mona sobre la tapa del piano.

—¿Adónde iremos esta noche?

La pregunta de Emmnett implicaba una infinita variedad de entretenimientos: baile en la terraza del Westminster…, comida en el restaurante Siroco… Pero estos entretenimientos hallábanse fuera del alcance del bolsillo de Emmett. Tenía este un solo dólar para gastar. Bien lo sabía Mona.

—Qué dan en el Alhambra? —preguntó ella sin doble intención.

—Canyon Love, con Vilma Vale.

—Me han dicho que es muy buena —dijo Celia, quien, luego de abrir la caja de bombones, estaba comiendo uno de crema.

—Veremos, entonces, Canyon Love. Buenas noches, mamá.

Luego de expresar varios consejos tan non sequitur como: Que se diviertan, vuelve temprano y Pórtate bien, hizo Celia el signo de la Cruz en las espaldas de ambos, en tanto bajaban los jóvenes la escalera.

—Jesús, María y José, protegedlos… —jadeó mientras los miraba a través de la encortinada ventana—. Emmett es un buen muchacho… Sí, un buen muchacho… Y merece una buena y amante esposa. Me sentiré feliz el día en que esté Mona a salvo y casada con él.

Mona, consciente de los piadosos murmullos de su madre y de los millares de ojos clavados en ellos desde detrás de otras cortinas similares en la Woodlawn Avennue, tuvo ganas de encasquetar el redondo sombrero hasta las orejas a su novio y de echar a correr chillando por la calle. Le hubiera gustado ir a bailar con alguien a quien amaba; pero, no siendo ello posible, avanzaba con aire circunspecto por la Medford Square junto a Emmett que la había tomado del brazo como un sheriff que le contara cuanto es posible decir acerca de las agujas de percusión de los rifles de Springfield: cuán largas y fuertes, elegantes, excelentes y perfectas eran. Cuando decreció su entusiasta descripción de las pequeñas armas, prometióle llevarla a la sala de Rappaciutti luego de la función cinematográfica y comprarle una banana.

Canyon Love no era una obra maestra. No obstante, arrancaba lágrimas. Y las lágrimas son saludables. Las que brotaron en los azules ojos de Emmett disolvieron deliciosamente sus preocupaciones de conductor de camión de correspondencia y su angustia de amante menospreciado. En la cálida lasitud del teatro en penumbra su mano estrechó ansiosamente los dedos de Mona. Ella no se opuso. Emmett permaneció jadeante y henchido de lacrimosa felicidad hasta el momento en que el organista, luego de dar el capirotazo inicial, atacó El Sheik de Arabia. Las luces, implacables, encendiéronse y destruyeron su sueño.

—Buena pelÁ-cula, hijita —dijo Emmett, cuyo único vicio consistía en aquella interjección relacionada con la Segunda Persona de la Trinidad—. Siempre dan buenas peliculas en elAlhambra… Mejor que en el Plaza, aunque la ventilación no es tan buena. Sin embargo, su órgano es el mejor de todos… ¡Qué órgano!… Me han dicho que costó diez mil dólares… —descansó en su asiento porque, aun cuando las luces habíanlo obligado a soltar la mano de Mona, seguía gozando del maravilloso calor proveniente de Canyon Love.

La gente comenzó a abandonar rápidamente el teatro. Mona instó a su acompañante: Salgamos… ¿O quieres pasar la noche aquí?

—No estaría mal… ¿no te parece? —fué la frase más sugerente pronunciada por Emmett hasta entonces. Como Mona no respondió, pensó que lo rechazaba por fresco. A punto estaba de excusarse cuando recordó que aún no había ocu rrido lo mejor: la fruta que ofreciera a la muchacha. Sintióse dueño de sí y más satisfecho.

—¡Vaya!… Marchemos al Salón Rappaciutti para comer la banana que te prometí. Nuevamente fracasó Mona en su intento de devolver el alfilerazo. Y otra vez desconcertóse Emmett. Fácilmente, mediante la palabra o sin hablar siquiera, lograba ella trastornarlo. Cuando todo marchaba perfectamente y sin que mediara cambio notorio alguno, la ilusión de su compañerismo crujía y hacíase añicos de improviso.

Y siempre, luego del asombro del primer momento, cometía Emmett el fatal error de preguntar:

—¿Qué te ocurre, Mona?

Mona no podía responder porque, a decir verdad, lo ignoraba. Sólo sabía que la música del órgano y la película poníanla tensa como una cuerda de instrumento, ansiosa por las novedades y los espectáculos excitantes. Deseaba que la llevaran a alguna parte…, pero no al Salón Rappaciutti…, en una rauda limosina. Anhelaba hundirse en un asiento tapizado o, quizá, en los brazos de…; bueno, no de Emmett Burke, precisamente…; y que la llevaran a algún café que luciera un dosel desde la puerta principal hasta el borde de la acera. Habríale agradado que Benny Rampell, a quien lo lograba olvidar, la invitase a avanzar, a través de un salón lleno de hermosas y brillantes criaturas nocturnas hasta el borde de una amplia pista de baile. Sólo dijo:

—Me sacas de quicio con tus continuas preguantas: ¿Qué te ocurre?… No me pasa nada… Todo me molesta… Vayamos a Rappaciutti…

—Si… Vamos allá… Sirven mejor que en el Palace… ¿No es eso lo que quieres: rajas de banana? La casa Rapaciutti era una especie de frutería y heladería a la vez. En su parte trasera había varias dependencias se mejantes a casilla. A la izquierda veíase el Monte Vesubio en erupción. A la derecha iban y venían las góndolas a la manera tradicional. Cuando entraron, un piano, acompañado por un violín, estaban sumidos en el raudo remolino de Dardanella. Las casillas estaban todas ocupadas. De modo que se sentaron a una mesa junto al mecánico violín. Reservado… Inténtalo… y consíguelo pensó Mona… Pero, después… ¿qué? Mientras tanto, Emmett, regodeándose en su papel de manirroto, ordenaba al mozo:

—Tráiganos las dos más grandes bananas que tengan. Un helado de vainilla y frutilla para mí, con bastante crema. ¿De qué lo quieres tú, Mona? —También de vainilla y frutilla, pero sin crema.

Inquieto por el silencio de Mona, miró Emmett a su alrededor y comenzó a señalar a sus conocidos, sentados ante otras dos mesas. Un joven calavera pelirrojo que se hallaba en la casilla más lejana, gritó:

—¿Te agradó el beso final?

—¡Vaya!, ¡arden mis zapatos! —respondió en el acto Emmett.

La risa general confirmó su opinión privada de que sería un éxito cómico el día que se lo propusiera.

Sólo la rígida boca de Mona lo perturbó. Cuando les sirvieron los pegajosos sundaescomió el suyo rápidamente y raspó el platillo después.

Sintiéndose muy mano abierta y espléndido dijo:

—Creo que pediré otro. ¿Y tú, Mona?

—No quiero más. Salgamos de aquí.

El regreso no fué muy alegre. Todos los esfuerzos de Emmett fracasaron.

Mucho habríale costado a un hombre hábil, ingenioso y cabal habérselas con Mona… Y Emmett no poseía ninguna de esas cualidades. Bajo los árboles de la Maple Street habló él de la nueva tabla de juego que acababan de instalar los Caballeros de Colomnus. Mientras pasaban junto a varias plantas de lirios en flor describió Emmett la reunión efectuada el sábado anterior en Cleveland por el equipo de béisbol de la Liga Americana de Boston. El azul destello de la luz de arco que brillaba en la esquina de la HighlandAvenue parpadeó, implacable, sobre aquel rechoncho joven que se esmeraba en la explicación de la fulmínea acción de un rifle Springfield ante una delgada joven que pensaba en otro. Mientras avanzaba ruidosamente por el camino de grava que conducía a la puerta trasera de la casa de los Fermoyle, metióse Emmett, furtivamente, en la boca un grano de Sen-Sen, listo ya para el beso de despedida. Aun cuando temía su rígido abrazo, deseaba Mona ser besada…, pero no por Emmett ni mozo alguno de Medford, excepto por un magnífico amante y sobre una vasta cama con ropas de seda…, por un amante que no jadeara o hablara eternamente de agujas de percusión ni de la política de los Caballeros de Colombus… Por un hombre que se aproximara a ella al conversar, al amable centro de sus visiones románticas, y cuyas palabras revolotearan en torno de ella como suaves alas que la rozarn y acariciaran, como suelen hacer las palabras de los amantes novelescos. Deseaba un hombre que fuese un creador de ilusiones, una ilusión él mismo. Pero había renunciado a aquel hombre, lo había perdido para siempre, luego de la promesa que hiciera a Stephen.

Ya en el oscuro porche trasero dióse ánimos Emmett a sí mismo para afrontar el momento culminante de la noche. Expectante y cansado de aguardar, estaba ya listo para darle el beso de despedida. En tanto Mona se inclinaba para extraer la llave colocada bajo el felpudo de la puerta, su aliento perfumado de espliego dio de lleno en la boca de la joven. Ella lo aceptó pasivamente. Algo merecía él por el dinero gastado y el esfuerzo realizado pra divertirla. Desde allí sintió la asmática respiración de Celia proveniente de la ventana situada sobre ellos. ¿Era aquello un juvenil sueño de amor?… Difícilmente… Con voz forzada dio Mona las buenas noches, abrió la puerta trasera y se deslizó en la cocina… Luego oyó el rumor de las pisadas de Emmett en la grava, quien se alejaba abatido y perplejo. No tiene la culpa…, por cierto, pensó Mona mientras subía la escalera, pero no puedo remediarlo. No puedo soportar esto más tiempo. No puedo casarme con él.

Tiró su sombrero y sentóse en el borde de su estrecha cama. ¡Cuánto le había costado seguir el consejo de stephen! Escoge un buen muchacho católico y síguelo fielmente, habíale dicho Stephen. Durante más de un año, Mona había seguido fielmente a Emmett Burke. Ahora estaba segura de que odiaba a Emmett y a Medford entera: su trabajo, la iglesia, la familia, la vida en general. Tengo que huir de aquí, díjole a su pequeño rostro ovalado reflejado en el espejo. Buscó en el primer cajón de su buró un trozo de lápiz y otro de papel. La literatura no era muy accesible a Mona Fermoyle. Muy pobre era su vocabulario. Dos líneas garabateó en la tira de papel: Queridos padres: Me voy. Por favor, no me busquen. Mona.

Preparó luego su maleta, y cuando todo el mundo dormía en la casa, deslizóse por la escalinata y alcanzó a tomar el último tranvía que se dirigía a Boston.

La desaparición de Mona fué un golpe mortal para Din y Celia. Al principio, publicaron, esperanzados, varios anuncios en los periódicos: Mona, vuelve a casa. Estamos muy afligidos. Al cabo de tres meses Din cargó con la vergonzosa responsabilidad de informar a la policía. Varias novenas fueron dichas robgando por su retorno. Pero ni la policía ni los amorosos ruegos surtieron efecto. Celia aguardaba siempre una carta que nunca llegó. Cada vez que oía pasos en el vestíbulo principal, se ponía en seguida de pie o se volvía rápiamente si estaba ocupada en algo. Por las noches la voz y los movimientos de Din, dominados por la pena, impelíanlo a clavar su vista en silencio, luego de la cena, en el Globe. Hasta los gorjeos de Bernie tornáronse melancólicos. Noche tras noche efecutaba muy suavemente en el piano la canción del hogar:

Las sillas de la sala te echan de menos,

La gente me pregunta por qué no vienes,

Toda la casa está triste,

Todos te necesitan, todos…

Pero nadie tanto como yo.

—Por Dios, Bernie, toca algo más alegre. ¿Es esto, acaso, una morgue? —solía decir Florrie, más regañona, malhumorada y agria que nunca. Íntimamente culpábase de la huída de Mona, pero como le era imposible admitir públicamente su pecado, azotaba a los demás, sobre todo a Al McManus, con el látigo de su remordimiento.

Aun cuando dormían ambos en el mismo lecho, hacía tres meses que no hablaba con su esposo. Un repentino impulso de magia financiera había hecho retirar a Al ochocientos dólares que juntamente ahorraran, para entregárselos a Ponzi, quien los haría multiplicar rápidamente. Una semana después habíase derrumbado el castillo financiero de Ponzi… Pero el mayor cataclismo se produjo cuando Florrie cayó física y verbalmente sobre su esposo. Luego de encerrarlo bajo llave en su dormitorio la emprendió con su aterrado cuerpo, usando uñas y pies. Después su lengua hizo añicos lo que restaba de su hombría. Todas las noches se enfurecía y por la mañana amanecía fría, callada y desdeñosa. Stephen, que iba todas sus noches libres a la casa, como a cumplir una filial faena, encontrábala siempre poco accesible a las visitas. Sólo en el tranquilo refugio que era el caurto de Ellen descansaba de la sombría tensión reinante en la planta baja. Allí, como en un santuario, habíase atrincherado la joven contra la enfermedad y las asechanzas aún más peligrosas del infortunio familiar. Lentamente iba recobrándose. Durante una o dos horas podía ya permanecer sentada junto a la ventana, desde donde comtemplaba las verjas y los grupos de ruibarbos que crecían en los patios traseros de las casas de la Woodlawn Avennue. Pero sus visiones eran interiores. Rezo y contemplación tornaban su existencia en una sucesión de escesan extáticas y tranquilas. Cuando conversaba con Stephen mostrábase alegre y aun optimista, como acostumbrar mostrarse los tuberculosos. Solía trazar osados planes para el futuro: visitas a las iglesias de los alrededores, cuando estuviese un poco mejor, y quizá lavado de la ropa de lino de las sacristías. Ningún trabajo era insignificante cuando estaba dedicado a él. Amaba Ellen la poesía. A veces leía a su hermano sacerdote versos de una pequeña colección de volúmenes que se hallaba junto a su lecho. Donne, Chashaw y Francis Thompson eran sus predilectos.

Su innato sentido crítico le impedía caer en el sentimental error de leer versos devotos

Una noche extendió su mano por sobre el cobertor y asió un volumen de George Herbert.

—¿Conoces El Elixir de Herbert? —preguntó a Stephen.

—Creo que sí… Pero lee…

Ellen leyó un simple y exquisito poema, hasta que llegó a estas estrofas:

Que todos participen:

Nadie es tan miserable

Que no se purifique y brille

al decir: Por Ti.

Esta frase tornará

Divina la labor de un ganapán;

Y hasta quien barre un cuarto

Según Tu ley ejecuta

Una primorosa faena.

Ellen bajó el libro. Sus ojos, que miraron a Stephen desde abajo, semejaron dos charcos con hojas castañas, que reflejaban un cielo sin nubes.

—Nada más cierto que esto —dijo.

—Nada, en verdad —añadió Stephen.

Mientras se alejaba esa noche del cuarto de Ellen no pudo evitar el paralelo con Lalage Menton. Ambas rebosaban de amor y abnegación; pero, en tanto su vigor permitía a Lalage verter sin miedo su amor sobre el género humano, el frágil cuerpo de Ellen semejaba un espejo ustorio que absorbía los rayos de la divina energía con intensa fuerza interior. Lalage recordábale una brillante custodia y Ellen un vaso de alabastro iluminado por una llama inextinguible.

Durante la misa de la mañana siguiente rogó Stephen por que el amor de Ellen, hendiendo los muros de su cuarto, vertiera algún día su luz particular sobre el mundo de los hombres.

El regreso del frente de George Fermoyle alegró un poco la sombría atmósfera de la casa de 47 Woodlawn Avenue. Volvió convertido en el apuesto capitán que ostentaba una medalla al valor ganada en Chateau-Thierry, una herida de granada en su clavícula derecha y alrededor de mil setecientos dólares ahorrados de su sueldo. Su punto de vista respecto del mundo de postguerra era un tanto cínico. Según dijo a Stephen, la hermanandad de los hombres y la común paternidad de Dios eran dos conceptos demasiado exagerados para nuestra época. Sin preocuparse en absoluto por el futuro del mundo, siguió George sus interrumpidos estudios de abogacía. No pensaba seguir afanándose en e Muelle de los Pescadores. Consideraba que sus ahorros bastaríanle para costearse sus estudios. Dedicó doscientos dólares para amueblar sus dormitorios de la bohardilla, compró un magnífico sillón y enfrascóse en sus volúmenes jurídicos para aplacar el hambre y la sed de la jurídica mentalidad. En el bohemio estudio de George sostuvo Stephen las mejores conversaciones de su vida. Luego del derecho, lo que más interesaba a George era la política. Al internacional idealismo de Wilson añadía ideas económicas y sociales muy avanzadas para la época. Una ola de huelgas extendíase a través del país. George considerabalas el preludio de la larga lucha entre el capital y el trabajo.

—Nuestra riqueza nacional debe ser mejor distribuída, viejo. Los trabajadores tienen que participar cada vez más de las ganancias por medio de más altos salarios. Los obreros del acero, en Pittsburg, ganan sólo 20 dólares por cada semana de setenta horas. ¿Sabes lo que eso significa? No quiero que me tomes por socialista… Pero, ¿no crees que las riquezas de América son explotadas de manera egoísta para el exclusivo beneficio de unos cuantos privilegiados?

—Hablas como León XIII en sus encíclicas sociales —dijo Stephen—. Si deseas conocer el capítulo y versículos en que afirma lo que acabas de decir lee su Rerum Novarum, escrita de 1891. —¿Puedes conseguirme un ejemplar en inglés? —dijo George—. Lo malo, respecto de vuestras ostras eclesiásticas, es que las perlas se hallan siempre envueltas en pulido latín.

Luego echó una bocanada de humo de su pipa e instó a su hermano sacerdote a llevar a la práctica las teorías sociales de la Iglesia. La controversia proseguía hasta la medianoche. Pero siempre, en medio de tema tan fascinantes como las leyes, la religión y la reconstrucción social, caía la sombra de dolor que se cernía sobre el hogar de los Fermoyle. Invariablemente la conversación iba a parar al recuerdo de Mona.

—¿Crees que hemos hecho todo lo posible por dar con su paradero? —preguntó Stephen una noche.

—No lo sé, viejo —y renovó George la carga de tabaco Burley de su pipa—. A veces pienso que deberíamos obrar de manera más positiva. La policía se interesa, realmente, por el paradero de las personas perdidas. Quizás convendría recurrir a los servicios de algún detective privado. Aunque son unos tipos medio raros suelen acertar. —Deben de cobrar bastante…, ¿no?

—Por lo menos, veinte dólares por día, fuera de los gastos… Stephen hizo un ademán negativo con la cabeza. —Ninguno de nosotros dispone de tanto dinero.

George jugueteó con las tapas de bucarán de las Cuentas y Notas de Wharton.

—Yo sí, viejo. Durante tres años he ahorrado casi todo mi sueldo. Dispongo aún de casi mil quinientos dólares en efectivo.

—Pero ese dinero lo necesitas para costearte tus estudios de abogacía.

—Podría volver a trabajar en el Muelle de los Pescadores… Lo haría con mucho gusto, viejo, si ello sirviera para devolver su vivo andar a Celia y su rumor de trueno a la voz de Din. Todo por amor, pensó Stephen.

—No podemos pedirte que gastes así tu dinero, George, porque sería lo mismo que si lo arrojaras por la ventana.

—Tengo el presentimiento de que no sería inútil, viejo. Sea como fuere, pensaré en ello.

El día siguiente al mediodía contrató George Fermoyle los servicios confidenciales de Lloyd C

Brumbaugh, propietario de la Acme Detective Agency.

El pabellón auditivo del pesquisa era tan frío y duro como la más dura almeja extraída en las planicies del Cabo Cod, su tierra natal. Pero era, también, un experto operario que sabia, exactamente, qué debía preguntar en cada ocasión. Inquirió, pues respecto del peso, altura, color del cabello y de la piel y otros muchos detalles anatómicos relativos a Mona. También pidió que le informaran sobre sus amigos masculinos, sus diversiones predilectas fuera de la ciudad… Toda su historia quedó estampada en el bloc de papel de Mr. Brumbaugh.

—Nuestros investigadores, Mr. Fermoyle, comenzarán a buscar en seguida a su hermana. Desde luego, no puedo garantizare nada… Pero practicamos métodos propios. Los honorarios, seiscientos dólares por mes, deben ser pagados por adelantado.

De su cartera extrajo George seis billetes de cien dólares y los entregó a Mr. Brumbaugh. Pasó un mes. Ni el menor rastro de Mona.

George pagó otros seiscientos dólares. Trabajaba, de nuevo, en el Muelle de los Pescadores y asistía a la escuela por la noche. Hacia las postrimerías del segundo mes recibió una carta de la Acme Detective

Agency. En seguida telefoneó a Stephen.

—¡Novedades, viejo! Brumbaugh afirma que la ha localizado.

—¿Dónde?

—En Wilkes-Barre. Espérame esta noche a las diez frente a la Escuela de Abogacía. Te daré detalles… Poco antes de las diez estaba ya los hermanos Fermoyle sentados en un restaurante de la Boyslston Street. Stephen leyó el informe escrito a máquina de la Acme Agency:

Nuestro agente acaba de localizar a una joven que concuerda en todo, salvo en un detalle, con la descripción física de Mona Fermoyle: veintiún años de edad, poco más o menos; altura: cinco pies y seis pulgadas; peso aproximado: 118 libras; ojos azul oscuro y cutis blanco. La única diferencia estriba en el «color del cabello». Esta mujer tiene cabellos rubios…, que pueden, muy bien, ser teñidos.

Stephen recordó con que vehemencia habíale Mona expresado su deseo de ser rubia el día de su regreso de Roma. Sin duda, Brumbaugh tenía razón. Luego siguió leyendo:

La persona que acabamos de localizar viaja con el nombre de Margo La Varre y es acompañada por un individuo de tipo español conocido por Ramón Gongaro. Aun cuado este se hace pasar, a veces, por médico, lo cierto es que se gana la vida como bailarín profesional. Figurando en los programas como Gongaro y La Varre, este hombre y su hermana ejecutaron varias exhibiciones de bailes de salón en las pistas de «Diez Centavos la Pieza» de muchas pequeñas ciudades. Recientemente trabajaron en Newport News, Wilmington, Wheeling, Scraton y Altooma. La semana pasada presentáronse dos veces en Wlken-Barre. Su actual paradero en incierto. Probablemente se presentarán pronto en New Jersey o New York.

Ruégole me comuníque si debemos proseguir la investigación y nos remita un cheque por $600, para cubrir los próximos informes.

Sinceramente suyo,

P. K. Baumaugh

P. D. Si usted desea, podemos acusar a Gongaro de violación de la ley Mann.

¡Qué horrible asunto!

Stephen clavó la mirada sobre la mesa de George en tanto sorbía este su café. Sólo una cosa cabía decir y la dijo George:

—Justamente ahora que la hemos localizado nos quedamos sin fondos —y extendió su talonario de cheques sobre la mesa—. Sólo dispongo de doscientos dólares, Steve. ¿Crees que Florrie contribuiría con el resto?

Stephen revolvió, desalentado, su café.

—No me agrada, en absoluto, pedirle nada, George. Siempre ha estado disputando con Mona… Luego del caso Ponzi no creo que nos dé dinero.

—No creo que se atreva a rehusarse.

—No quiero obligar a nadie a que nos dé dinero.

George comprendió la benevolente actitud de Stephen.

—Corny Deegan podría ayudarnos —sugirió.

—Sin duda arrancaría una docena de cheques en blanco y nos diría: Vuelvan por más, si necesitan… Pero se trata de un asunto de familia, George. No podemos exigir que Corny ponga el hombro en los asuntos privados de los Fermoyle.

—¿Qué haremos? No podemos detenernos ahora que estamos sobre su pista.

Una serie de cálculos que hubieran cubierto una columna entera de un libro mayor brotó en la mente de Stephen.

—¿Y si aguardáramos? —Si aguardáramos qué?

El dedo de Stephen recorrió la lista de ciudades que figuraban en el informe escrito a máquina.

—Mira, George, es tan claro como un diagrama. Mona se dirige al Norte: Virginia, Delaware, Pennsylvania y New Jersey. Brumbaugh opina que se presentará luego en New York —excitado, agregó—: El instinto doméstico. Te aseguro que dentro de un mes regresará a Boston.

—No podemos ir todas las noches a los salones de baile a la espera de su presentación.

—Nosotros, no —dijo Stephen—, pero Bernie, sí. De ahora en adelante, Bernie será el Agente Número

Cincuenta y Cinco, adscrito al barrio de los salones de baile… Y con la ayuda de unos cuantos rezos bien dirigidos, te aseguro que dentro de pocas semanas daremos con Gongaro y la La Varre.

La predicción de Stephen cumplióse con la exactitud de un cálculo matemático.

Al volver una noche al despacho de la catedral, el teniente cura de servicio le dijo:

—Su hermano lo aguarda en la sala de recibo.

Allí estaba, en verdad, Bernie, embutido como una salchicha en un estrecho traje color verde, con una corbata Ascot, sus angostos pantalones de alta botamanga y sus zapatos de cabritilla. Aun cuando pareció un actor de variedades, había hundido Bernie su papada en su corbata Ascot.

—Acabo de ver a Mona-dijo.

—¡El ave mensajera! ¿Dónde?

—En el Metro Dance Pavilion, una sala de Diez Centavos la Pieza, de la Tremont Street.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Hablaste con ella?

Varias lágrimas deslizáronse por las gordas mejillas de Bernie.

—Tiene buen aspecto… Pero no habló conmigo.

—¿Estaba sola?

—No, con un tipo.

—¿Qué clase de tipo?

—El prototipo del bailarín español profesional… El individuo me rechazó. De modo que Mona había regresado a Boston con Gongaro.

—¿Dices que se hallan en el Metro Dance Pavilion? —preguntó Stephen—. Vamos allá inmediatamente. Veinte minutos después entraba Stephen, seguido por su hermano, en el vestíbulo sembrado de colillas de cigarrillos del Metro Dance Pavilion, que ocupaba el segundo piso de una casa de la parte baja de la Tremont Street.

Grupos de jóvenes, la mayor parte con pronunciadas hombreras y cabellos engomado, fumaban rápidamente entre danza y danza. Stephen habíale pedido prestado a Bernie un llamativo pañuelo y una corbata Ascot que colocó en torno de su cuello romano. Mientras subían la escalera pensó: ¡Ysi no está aquí Mona! ¡Si se hubiera ido ya!

En mitad de la escalera se detuvo Bernie ante una pequeña casilla.

—Diez billetes, por favor —dijo y entregó un dólar al taquillero.

La pista de baile estaba cercada por una baranda situada a la altura de la cintura, interrumpida por un torniquete. Las huéspedas permanecían recostadas en canapés, a la espera de clientes, en tanto alrededor de doscientas parejas bailaban el fox-trot Margie, ejecutado por Dinger Doane y su Jazz-bo Babies. La turbia luz color naranja apenas permitía ver los rostros. Stephen recorrió la pista con sus ojos en busca de Mona.

—¿La ves? —cuchicheó a Bernie.

—Viene hacia aquí con ese individuo de traje color canela.

Stephen vio a la pareja. Era él un arrogante individuo y un gran bailarín. Lucía una chaqueta color chocolate y una camisa color púrpura. Sus altos tacones aumentaban su estatura. Abrumado vio Stephen pasar a Mona bailando con aquel hombre, echaba la cabeza hacia atrás. Su delicado cuerpo flotaba como un pétalo en los brazos de su compañero. Era, sin duda, una deliciosa criatura. Su rubia cabellera, que al principio chocó a Stephen, dábale un aire teatral a su bella figura. Lucía un traje de baile color rosa en el que brillaban innumerables cequís y encaje de plata. Su ropa y su teñida cabellera recalcaban con doloroso énfasis su sueño de reina de taxi-dancers. Una profunda emoción dominaba a Stephen.

—Vamos allá a quitársela a ese hombre —dijo a Bernie.

—No podemos hacer tal cosa. Está lleno de guardianes… Nos arrojarán por la escalera. La música cesó, iluminóse el salón y salieron los bailarines de la pista por los torniquetes. Un solo hombre quedó allí, el cual levantó la mano para llamar la atención del público. Como no obtuvo el silencio que pedía hizo una seña al tambor, quien prorrumpió en una falsa alarma coronada por dos fuertes golpes de tambor. El maestro de ceremonias comenzó entonces a hablar con la falsa elegancia de los anunciadores de espectáculos boxísticos.

—¡Señoras y caballeros! Esta noche, con vuestro amable permiso, ofreceremos, para halago de los presentes, una refinada exhibición de bailes de salón como prueba final de la eliminatoria interestatal por una hermosa copa de plata. Vuestro aplauso indicará la pareja vencedora… Muchas gracias a todos —su dedo señalo, imperativo, al director de la banda—. Profesor Doane, en vuestras manos queda el espectáculo.

Las trompetas comenzaron a tocar la Dardanella. Dos parejas avanzaron hacia el centro de la pista…, pero Stephen sólo vio a la formada por Mona y Gongaro. Aun cuando poco entendía de baile advirtió que Mona y su pareja accionaban con el ostentoso aire de dos profesionales. A medida que pasaba el tiempo aumentaban los aplausos de los parciales de ambas parejas. Estas se esforzaban por superarse mutuamente mediante nuevos pasos y fantasías. Mona y Gongaro se inclinaron de manera vacilante para agradecer los aplausos y los gritos de¡Arriba, muchacho! La otra pareja contestó con un giro deslumbrante que mereció el premio de otros aplausos. De pronto, Gongaro apartóse de Mona, que giró sobre sí misma. La tomó luego en mitad de otra vuelta con gran precisión. Lo que más hirió a Stephen fué el evidente dominio que ejercía el español sobre su hermana Mona. Muy compuesto y satisfecho de sí mismo parecía decir Gongaro: Sola no vale nada… Pero miradla conmigo.

La música cesó. Las dos parejas permanecieron en medio del salón en tanto se aproximaba a ella el maestro de ceremonias acariciando una copa con sus manos. Una salva graneada de aplausos retumbó en el salón cuando levantó la copa junto a Mona y Gongaro. Idéntica ovación oyóse cuando colocó el trofeo sobre la cabezas de la otra pareja. Una y otra vez repitió el hombre tales demostraciones, hasta que, por último, al colocar la copa sobre la cabeza de Mona pareció que volaba el techo al impulso de los aplausos.

Gongaro aceptó el premio y ditigióse, contoneándose y seguido de Mona, hacia una puerta lateral.

—Sígueme, Berie —indicó Stephen.

Luego de avanzar en torno de círculo central abrieron de golpe la puerta por la que habían desaparecido Mona y Gongaro. En un desnudo cuarto color verde estaba el maestro estaba el maestro de ceremonias pagando a las parejas de bailarines. En el instante en que entregaba a Gongaro veinticinco dólares vio este a Stephen y Bernie.

—¿Qué quieren estos individuos? —preguntó con aire desafiante.

—Queremos hablar con nuestra hermana —replicó Stephen.

Mona levantó la vista aterrorizada y al ver a Stephen intentó correr fuera del cuarto. Pero dando tres rápidos pasos la asió Stephen de la muñeca.

—Por favor…, Monny… querida.

Gongaro se adelantó:

—¿Qué pasa?

—Ocurre —dijo Stephen— que no vemos a nuestra hermana desde hace mucho tiempo y deseamos hablar con ella.

El bailarín encogió sus rellenos hombros:

—A mí me parece que ella no siente muchos deseos de hablar con ustedes…

Tenía razón. Mona bajó sus párpados, cuyas pestañas estaban teñidas de negro. Una máscara de expresión desafiante parecía su rostro.

—Sácame de aquí, Ramón. Estos dos hombres me están molestando. Gongaro no deseaba que le rompieran la crisma.

—Llamaré a El Mordedor —dijo, y salió rápidamente, para regresar en seguida con un rechoncho y musculoso individuo, un ex luchador, a juzgar por su cabeza incrustada entre sus hombros y sus brazos de gorila.

—¿Quién está molestando aquí? —gritó, imperioso—

—Este —dijo Gongaro indicando a Stephen—. No quiere dejar salir a mi pareja.

—¡Oh…! La dejará salir —dijo El Mordedor—. Suelte el brazo de la dama, señor.

Y adelantando velozmente su pesada garra asió a Stephen, al parecer, de la corbata, ademán predilecto de los matones de café a sueldo, y tiró hacia sí. Al arrancar el pañuelo de seda quedó al descubierto el cuello romano de Stephen.

—¡Hola…! Es un sacerdote —luego de violar el tabú que implica el pegar a un clérigo, el pobre cerebro de El Mordedor sufrió un colapso y el hombre pidió disculpas—: No quise molestarle, Padre… Le aseguro que no…

—No se preocupe por eso —dijo Stephen—. Todo terminará bien si me deja solo con mi hermana un momento para conversar brevemente con ella.

—Por supuesto que sí… Por supuesto, Padre. Afuera todo el mundo. ¿Quién es?

—Mi hermano —y dirigiéndose a su hermano dijo Stephen—: Ve a buscar, en seguida, a George.

Ansioso por evitar aquella escena desapareció Bernie rápidamente.

Ya solo con Mona en el cuarto desnudo aflojó Stephen su mano.

—Perdóname, Monny, por esta persecución. Dime, querida, ¿dónde has estado?

Testaruda y caprichosa, guardó Mona silencio.

—Por favor, querida —e intentó Stephen deslizar sus brazos en torno de su hermana. Pero ella impulso fuertemente los brazos de él hacia abajo. Las ventanas de su nariz habíanse dilatado.

—No insistas en proceder como hermano mayor… La última vez te dio resultado… Pero eso no volverá a suceder. ¿Me oyes? No volverá a suceder jamás…, jamás.

—Te oigo, Mona

—Oh… Sí… Oyes… Pero no comprendes… No puedes comprender —el desdén y la ira temblaban en su garganta—. Tú no sabes qué es el amor.

La idea de que no podría convencer a Mona de su conocimiento del poder del amor abrumó a Stephen.

—No digas eso, Mona —rogó.

—Digo lo que me da la gana. Ya estoy harta de ti y de tus melosas palabras… Déjame que me vaya al infierno a mi manera, ¿entiendes?

—Pero no es esa tu manera…, Mona. Al observarte mientras bailabas esta noche comprendí cuán feliz eras y cuán bien dotada te hallas… No debes malgastar tus brillantes dotes en estos vulgares espectñaculos. La danza es un arte y tú podrías hacer carrera en ese terreno.

—No deseo hacer carrera.

—¿Qué deseas, entonces?

—Sólo quiero a Benny Rampell —dijo Mona, obstinada.

—Vuelve conmigo a casa esta noche —propuso Steve—. Te ayudaré a recobrarlo.

—Nadie puede ayudarme ya. Es demasiado tarde —el dolor producido por aquella irrevocable pérdida la hizo estremecerse—. Se ha casado con otra.

Tronando contra los muros de aquel desnudo cuarto verde y elevándose tristemente por sobre el vulgar ritmo de la banda de Dinger, oyó Stephen el eco de la más poderosa frase de Job: Ningún hombre puede conducir a un hermano hacia Dios. Tan estúpida parecióle la idea de inmiscuirse en la vida del prójimo y la terrible vanidad de querer poner su dedo en la válvula de un corazón ajeno, que cayó de hinojos junto a su hermana. ¿Qué podría hacer él para reparar el mal que un día infligiera a Mona? Pobre remedio era el de ofrecerle el consuelo de la religión o explicarle que había obrado de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Habló, pues, humildemente, con la cabeza apoyada en el hombro de ella:

—Nadie puede anular el pasado, Monny, ni borrar los errores cometidos. He cometido una terrible equivocación, un error, que persistirá dolorosamente en nuestras vidas —sus labios rozaron las mejillas de ella—. Próximo a tu dolor y, tal vez, al de Benny, estará el mío, mayor aún, Celia, tan valerosa, cede cada vez más y Din sufre por ti… ¿Seguirás haciéndolos sufrir, Mona?

Una ola de amor filial y de renunciamiento baño el corazón de la muchacha. Stephen guardó silencio en tanto aquella se elevaba. Luego concretóse a exteriorizar el ruego más insignificante:

—Ven conmigo a casa esta noche, Monny, como huésped. Luego podrás irte. Diremos a nuestros padres que conseguiste un buen empleo en Nueva York.

Los contradictorios fermentos del alma de Mona neutralizáronse, casi, mutuamente. Por último, triunfó en ella la idea de autodestrucción.

—Mejor será que te pongas de pie —dijo. No iré contigo a casa. Fui una tonta al volver a Boston. Ahora me iré de aquí para no volver jamás.

Y se dirigió hacia la puerta, que luego abrió. Fuera la esperaba Ramón Gongaro.

—Vamos, paloma mía —dijo él con tono imperioso—. Bailemos.