Capítulo I

La catedral de la Santa Cruz, sede episcopal del cardenal Laurence Glennon, había sido antiguamente una maravilla arquitectónica. Cruciforme y construida con piedra de Rozbury, ocupaba una superficie casi tan grande como la de Notre Dame de París, y era considerada en 1875, año de su consagración, uno de los más bellos templos situados entre Baltimore y Montreal. Pero, por desgracia, habíanse equivocado los constructores al escoger aquel sitio. Apenas terminado tan magnífico edificio en los alrededores del South End, el barrio más importante de Boston en aquel entonces, se produjo uno de esos imprevistos desplazamientos de población que como una plaga trastornan a veces a propietarios y urbanistas. Grandes oleadas verdes de inmigrantes irlandeses comenzaron a inundar el puerto de Boston, y, dejando atrás la catedral, vertéronse tranquilamente en los descoloridos remolinos de la vecina Roxbury. Para satisfacer la necesidad de rápido traslado de los recién llegados, fueron tendidas las dobles e invisibles líneas de ferrocarril elevado a lo largo de la Washington Street. A principios de siglo una ruidosa sucesión de rugientes trenes elevados comenzaron a rugir ante el enorme rosetón de la catedral cada tres minutos. Aquel intolerable entrépito había ahogado la moribunda oratoria que descendía del púlpito, irrumpiendo en medio de las oraciones, e impedido la meditación. Aun más: había alejado a las personas más prósperas del vecindario. Y en las vacías y ruidosas viviendas, de alquiler más bajo ya, iban instalándose personas cada vez más pobres…, hasta que los nobles contrafuertes de la catedral viéronse rodeados por una gran cantidad de baratas casas de huéspedes, insignificantes comercios y sucias tabernas.

Aunque preocupado por ello, ocultaba en público el, cardenal su opinión al respecto mediante elocuentes y racionales discursos sobre el tema. Agradábale recalcar que muchas catedrales famosas elevábanse en los más pobres suburbios de ciertas ciudades. Hasta San Pedro, en Roma, alzábase en medio de las miserables viviendas del Borgo. Consideraba Glennon conveniente y apropiado que los pies de los más altos templos de Dios fueran bañados por la gran corriente humana de los indigentes. Estas altas especulaciones enunciadas en el púlpito no impedían a Su Eminencia dedicarse a la elección de posibles lugares y estudiar los costos para la erección de una nueva catedral. En sus archivos privados guardaba los planos de una estructura que dejaría muy atrás por sus dimensiones a las catedrales de Chartres y Estrasburgo…, para no mencionar al templo anglicano que Manning construía en las alturas de Morningside.

El edificio costaría varios millones de dólares… Pero los cálculos variaban: según el espíritu conservador de Cornelius Deegan, ascendería el gasto a quince millones, en tanto en opinión del cardenal, quien pensaba en los más finos mármoles de Rutlandia y dos agujas gemelas cincuenta pies más altas que el monumento de Bunker Hill, se remontaría a cerca de veinte millones. Pero costara lo que costase, podrían reunirse los fondos indispensables. Dos millones habían sido depositados ya en varios bancos de Boston y otros cuatro hallábanse registrados bajo la forma de títulos a nombre de la Arquidiócesis de Boston. Sin duda no era la falta de fondos lo que contenía la mano del constructor… No. Ciertas palancas ocultas, movíanse enérgicamente cada vez que fantaseaba el cardenal con demasiada libertad sobre cielorrasos con aristas, góticas azucenas y elevados chapiteles de mármol. Aquellas palancas entraron en acción una tarde del mes de marzo de 1920, mientras presidía Su Eminencia una reunión de la Congregación de Asuntos de la Arquidiócesis. En sesión secreta reunióse el alto concilio en el salón de los directores de la residencia del cardenal. A la cabecera de la larga mesa de caoba sentóse Lawrence Glennon vistiendo una vulgar sotana de sacerdote. A su derecha ubicóse el Reverendísimo Vincent Mulqueen, obispo auxiliar de Boston, a quien muchos indicaban como sucesor del cardenal. Era aquel un hombre de glacial expresión, cuya temperatura había descendido muchas veces hasta la virtual congelación, sobre todo durante acaloradas discusiones. A la izquierda del cardenal sentóse Monseñor Timothy Blake, vicario general de la Arquidiócesis, cordial y sanguíneo clérigo sobre cuyos hombros descargaba Glennon muchas faenas administrativas. Junto al vicario general tomó asiento el canciller Michael Speed, competente y expeditivo personaje, sin rival en el manejo de grandes negocios. Actuaban estos tres últimos como asesores arquidiocesanos de Glennon en asuntos de alta política. El derecho canónico otorgábales la antigua e inalienable prerrogativa de hacerse oír. El propio cardenal estaba obligado a escucharlos y pesar sus opiniones. Pero la decisión final quedaba siempre en manos del purpurado. De su persona y su divino ministerio obispal emanaba la suprema autoridad en todo lo relacionado con la Arquidiócesis de Boston.

Otros cuatro clérigos alineábanse a lo largo de la mesa por orden jerárquico. Y en el extremo opuesto a la cabecera leía el acta de la última reunión el Reverendo Stephen Fer moyle, secretario de Su Eminencia desde hacía algo más de diez meses.

—¿Tiene alguien que hacer alguna objeción a la última acta? —preguntó Glennon con elegante y cortés tono parlamentario. Como nadie respondió, agitó el cardenal su cabeza sobre el corto eje de su cuello y se dirigió a su vicario general—: ¿Tiene usted algo que decirnos sobre el asunto de la universidad, Tim? —Creo, Eminencia, que el Padre Gorman hablará de ello en su informe.

Hacia la mitad de la mesa un cura de asceticos pómulos desató un fajo de notas. David Gorman, presidente del Regis College, era, por temperamente, un intelectual que había estudiado filosofía con Mercier en Lovaina y a quien los acontecimientos habían llevado a la dirección de una escuela superior católica en una época de física expansión. La tarea de reunir una gran suma para la erección del templo pesaba como un molesto yugo sobre sus hombros, demasiado frágiles quizá para soportarla. Pero su implícito acatamiento a las órdenes de su superior impedíale insinuar, siquiera, la más leve oposición. Comenzó, pues, a hablar en largos periodos, como si estuviese traduciendo un pesado pasaje de Cicerón.

—Nuestros cálculos, basados en las licitaciones de los primeros contratistas y los probables costos que figuran en los presupuestos de los subcontratistas, indican que el programa previsto para la erección de dos nuevos edificios en el Regis College: una biblioteca y un laboratorio científico, exigirá una suma no menor de un millón novecientos mil dólares y no mayor de —y consultó el Padre Gorman un papel— dos millones cien mil dólares. El cardenal asintió con la cabeza.

—Los cálculos parecen bastante exactos, Padre Gorman —(y pensó el cardenal: Adiós las azucenas de mármol)—. ¿Cómo reunirá usted esa suma?

El Padre Gorman zambullóse en otra frase ciceroniana.

—Teniendo en cuenta que el público se muestra indiferente, por no decir insensible, a toda campaña destinada a reunir grandes sumas, nosotros, mejor dicho, esta comisión considera inevitable embarcarse en otra cruzada que llamaremos provisionalmente: Más fondos para un mayor Regis College —e hizo una pausa para recobrar el aliento—. Con el apoyo de los Caballeros de Columbus y de otras organizaciones católicas nos proponemos reunir la mitad de los fondos necesarios.

—¿Y la otra mitad? —preguntó Glennon.

El Padre Gorman abandonó su tono de traductor.

—A decir verdad, Eminencia, contamos con su interés personal en la obra, respecto de la otra mitad.

—No se equivoca usted, Padre, al contar con mi interés personal en el Regis College. Fue el sueño de mi vida de estudiante y me impulsó al sacerdocio… Pero lo que más importa es lo siguiente: desarrolla la escuela la más importante actividad humana: educa a la juventud en el catolicismo —hizo una pausa a la manera de un juez que rectificara a un respetado jurista sobre un punto legal—. Pero ello no justifica que el tesoro arquidiocesano deba cargar con una obligación de un millón de dólares. En mi opinión, debe usted, Padre, elevar su punto de mira. Hay numerosos graduados pudientes. Sólo se trata de saber dar con ellos.

El educador hizo un ademán negativo con la cabeza.

—El colmo del optimismo sería esperar que nuestros comités de ayuda alcancen a reunir más de un millón de dólares, Eminencia.

—Entonces, convoque a los profesionales. Debemos valernos de todos los medios posibles para reunir, por lo menos, las cuatro quintas partes de la suma requerida mediante una subscripción pública —habló Glenon con tono seguro—. Puede usted contar con cuatrocientos mil dolores de mi parte.

—Muchas gracias su Eminencia —dijo David Gorman con un suspiro que fue una expresión de alivio, gratitud y obediencia a la vez, «expresión» que no pudo Stephen trasladar al acta. El cardenal volvióse nuevamente hacía su vicario general.

—¿Cómo van las obras de la sección infantil del Hospital San José?

—Avanzan lenta, pero firmemente, Eminencia —la cordialidad del vicario casi se esfumó cuando pronunció la palabra: lenta—. Cuando miro hacia atrás ahora —concluyó—, pienso que fuimos demasiado optimistas respecto del apoyo local.

—¿Qué quiere significar al decir: apoyo local? —preguntó Glennon—. Supongo que no aguardaría ayuda de la China.

—Sin duda debí decir: apoyo de los no católicos, Eminencia. Como el San José recibe gente de todos los credos, habíamos confiado en que una parte de los fondos provendría de fuentes protestantes y hebreas.

—Ningún protestante contribuirá… Los judíos, por su parte, sólo se ocupan de su religión —dijo Glenon—. Pero, ¿qué opina de los párrocos del sur de Boston? ¿Por qué no organizan rifas y ferias de caridad?

Creo que dos florecientes parroquias alcanzarán a reunir sesenta mil dólares. El vicario general Blake habló francamente:

—Lo cierto es, Eminencia, que los dos párrocos del sur de Boston están en mala s relaciones. McConickey, el del viejo Sagrado Corazón, afirma que Melanson, el de la flamante Estrella del Mar, lo está dejando sin feligreses…

—Para eso designé a Melanson en aquella parroquia —rugió Su Eminencia—. Comuníquele a Mc Conickey en mi nombre, que si no se tranquiliza y… no cede habrá mucho ruido de papeles y un sumario…, y un gran rechinar de dientes en la oscuridad… ¿Cuánto dinero han reunido allá? —Veinticinco mil, poco más o menos.

—Eche leña a la hoguera, Tim, para que la caldera levante presión… Comunique a McCornickey y a Melanson que les doy treinta días de plazo para reunir el resto de la suma —y consultó Glenon un pequeño calendario que tenía a su lado—. Anúncieles también que el 15 de abril yo mismo colocaré la piedra fundamental.

Su Eminencia había reasumido su tono de administrador. Rápidamente, pero siguiendo el orden fijado, dio nuevo impulso al proyecto del Hogar de Niños Expósitos mediante su donación de diez mil dólares, destituyó al ineficaz supervisor del Instituto de Niños Trabajadores, accedió, contra la costumbre, a la publicación de fotografías en El Monitor y encomendó al obispo Mulqueen la inspección del nuevo convento de las Pobres Clarisas en West Newton.

—Registre desde los devanes hasta los sótanos, Vincent. Deseo conocer el verdadero estado del horno, la instalación de cañerías y de los utensilios culinarios. No basta con su piedad. Debemos estar seguros de que aquellas mojas cuidan también de su salud.

La agenda parecía ya lista cuando el canciller Michael Speed levantó un documento enrollado a la manera de un diploma.

—Otro petitorio de los Hijos de Asís —dijo.

—¿La cantilena de siempre? —preguntó Glennon.

El canciller Speed asintió con la cabeza.

—Con el agregado de dos nuevos versos…, muy insolentes.

—Léalo… No. No hace falta. Lo sé de memoria: Los que suscriben, un grupo de ítaloamericanos conocidos bajo el nombre de Hijos de Asís, protestamos por vigésimo quinta vez…, ¿o por trigésimaquinta?…, contra la arbitraria actitud del cardenal Lawrence Glennon, quien se niega a concedernos permiso para oír misa en el edificio de 25 Prince Street, adecuada propiedad recientemente adquirida por los arriba mencionados Hijos de Asís —la torcida boca del cardenal contrájose en una burlona mueca—. ¿No es ese el texto, Michael?

—Exactamente, Eminencia. Sólo que han añadido dos nuevas amenazas: se proponen exponer su caso directamente ante el ministro general de los franciscanos.

—Que lo expongan ante el Santo Padre, si quieren… —estalló Glennon—. Pero no les concederé permiso para oír ni celebrar misa en 25 Prince Street mientras no entreguen la propiedad con todo lo que contiene a la Arquidiócesis de Boston —su índice apuntó imperativamente a Stephen—: Envíe a su presidente, el disconforme y perturbador Bozzi, una enérgica advertencia. Recuérdele los términos de nuestra previa correspondencia y dígale que nuestra posición no ha variado en absoluto. Su Eminencia recorrió con ojos inquisitivos el círculo de personas reunidas en torno de la mesa. —¿Algún otro asunto para tratar? Nadie habló.

El Cardenal se puso de pie e inclinó la cabeza. Los miembros de la Congregación de Asuntos Arquidiocesanos se levantaron y lo saludaron con otra reverencia. Stephen abrió la puerta.

—No recibiré a nadie en la próxima media hora —dijo el cardenal—. Estaré en mi capilla.

En el arzobispal sitial del coro de su capilla privada arrodillóse, en acción de gracias, el cardenal Lawrence Glennon. No oraba ni meditaba. El mero acto de arrodillarse era un sedante para él y amortiguaba la gran presión producida en su sangre por sus actividades administrativas. Reconfortado por aquellos diez minutos que permaneció de hinojos, hundióse luego en los cojines del sitial, con sus regordetas manos enlazadas sobre su gran abdomen, y dióse a pensar en la futura Chartres americana construída sobre un importante promontorio, aún no escogido, y luciendo sus dos chapiteles gemelos, más altos que los del monumentos de Bunker Hill.

El día anterior había visto nítidamente las dos agujas. Ese día, en cambio, una nube neblinosa envolvía la parte superior del edificio…, que, por algún motivo, parecíale más lejano. Además, otros edificios habían surgido frente a la catedral: una biblioteca, un pabellón de hospital para niños, un laboratorio científico y un convento templado por calor de un moderno horno; estructuras menores, pero más necesarias en ese momento a la Arquidiócesis.

Tomó el cardenal su Biblia encuadernada en marroquí, versión de Douay, y volvió las páginas hasta dar con el Antiguo Testamento. Buscó, entonces, cierto pasaje del Libro de los Reyes en el que halló estas confortantes palabras:

Y ocurrió que Salomón… comenzó a construir la morada del Señor.

Y la morada que el rey Salomón levantó para el Señor tenía sesenta codos de largo por veinte de ancho y treinta de altura.

Y fué construido el templo con piedras tajadas y pulidas, sin que se oyera hacha ni martillo alguno en la casa, ni el rumor de ningún instrumento de hierro durante su construcción.

De modo que levantó el templo y lo concluyó y lo cubrió luego de tejados de cedro.

Y la voz del Señor llegó hasta él para decirle:

«Si vives en mis leyes y cumples mis fallos y guardas mis mandamientos y vives en ellos, cumpliré mi palabra contigo…».

En la quietud de la capilla pareciéronle muy reales a Su Eminencia las promesas de Señor. Vencido por el sueño inclinó la cabeza y soñó con un templo de cielorrasos de oro labrado y hermosas columnas de jaspe coronadas por azucenas de piedra. Comenzó a roncar suavemente. Roncando estaba todavía cuando una hora más tarde lo despertó Stephen.

Día a día acrecentaba Stephen su cultura. Su cargo de secretario del cardenal permitíale ahondar como pocos en el conocimiento de lo hombres: podía seguir de cerca las actividades intrínsecas de una gran arquidiócesis y las complejas elucubraciones de la mente de Lawrence Glennon. Comenzaba el cardenal su actividad cotidiana celebrado misa a las siete y treinta en su capilla privada. Ingería luego un substancioso desayunó, compuesto de frutas, huevos, tostadas, mermeladas y café, durante el cual hojeaba El Globo, de Boston, y L’Observatore Romano, diario oficial del Vaticano. A las nueve entregábale Stephen la correspondencia ya abierta y clasificada, de acuerdo con los deseos del cardenal. El primer lugar correspondía a las donaciones: nada mejor para hacerle abrir los ojos que un agradable cheque de cinco mil dólares. Una suma mayor constituía un placer que duraba todo el día. Luego leía las misivas de grandes personajes, legos o clericales. Stephen gustaba de coronar su actuación en tal sentido con la lectura de alguna nota excesivamente laudatoria firmada por algún senador o presidente de universidad que felicitaba a Su Eminencia por una feliz frase pronunciada en el curso de alguna disertación episcopal: Glennon, brillante orador sagrado, tenía la humana debilidad de sentirse halagado por los elogios.

En seguida pasaba a ocuparse de la correspondencia oficial intercambiada con párrocos y jefes de congregaciones. Para algunos dictaba Glennon detalladas réplicas, Pero, en general, concretábase a expresar sus ideas al respecto y era Stephen quien daba forma a la carta.

Había Glennon establecido la norma de acusar recibo de todas las comunicaciones el mismo día de su arribo. Ello obligaba a Stephen y dos dactilógrafos a permanecer ante sus escritorios hasta las últimas horas de la tarde.

Audiencias y conferencias comenzaban a las diez de la mañana y proseguían hasta las cuatro de la tarde, hora en que hacía un alto en su labor para tomar una taza de caldo y comer una galletita y una manzana. La antecámara de oscuros frisos estaba siempre llena de párrocos, arquitectos, contratistas, políticos, curas nómades y numerosos postulantes. A Stephen correspondía la delicada tarea de introducirlos en la Torre o en el estudio en que había dos pianos, según el humor del cardenal o la naturaleza de la entrevista.

Stephen descubrió que Su Eminencia se hallaba, por turno, en tres estados distintos de ánimo. Su tono habitual era tajante…, lo suficiente cortante como para despellejar a sus infortunadas víctimas. Cuando así ocurría, su gran presión sanguínea lo impulsaba a llamar a Stephen «Padre Fermoyle»…, y a aplicar un tono irónico al título. Me llaman boy la atención sus pulgares, Padre Fermoyle, decía, por ejemplo. El segundo estado de ánimo del cardenal era impersonal y ejecutivo: en tales ocasiones llamaba Padre, a secas, a Stephen. Busque en los archivos, Padre, cuanto se refiera al Sínodo Diocesano del año noventa y cinco, decía entonces. El tercero y mas profundo estado espiritual de Glennon era paternalmente afectuoso. En tales ocasiones llamaba a su secretario por su primer nombre: Cómpreme dos billetes, Stephen, para el concierto que dará Kreisler el lunes por la noche. Iremos juntos. A veces mostrase Su Eminencia muy alegre.

—Echa una ojeada al menú, Stephen —solía decir—. Esta noche cenaré con Lowell de Harvard. ¿Cree usted que los escargots a la marseillaise o el filete de lenguado amandine persuadirán al presidente de la universidad de que nuestra costumbre de ayunar los viernes tiene sus ventajas? Durante la cena y la sobremesa abandonó Glennon su personalidad oficial y dejó emerger al hombre de gusto, amante de las reuniones selectas y aficionado a las bellas artes. Esa noche no dio Glennon mucha satisfacción a su paladar de gastrónomo. A veces comía solo, en una larga mesa sobre la que relucían a la vajilla de plata y la mantelería. Dos o tres veces por semana invitaba a alguien a comer a algún obispo, gobernador o novelista que realizaba una jira para dar conferencias en Nueva Inglaterra, o bien al editor del Globo o del Herald, o algún solista que tocaba acompañado por la Sinfónica de Boston…, o, simplemente, un grupo de viejos amigos o colegas. Luego de los placeres de la mesa y la bodega, solía conducir Su Eminencia a sus huéspedes al salón de música donde, con poco o mucho estímulo por parte de la concurrencia, sentábase a uno de sus «Steinway» para interpretar a Bach o Beethoven con la destreza de un eximio aficionado.

Las notas, observaciones personales y copias de las cartas de Stephen habrían servido de fuente de información para la historia diocesana de ese período. Las actividades de Glennon extendíanse a la par de la expansión de Boston. Su gigantesco plan de construcciones constituía un solo aspecto de la eclesiástica provincia que gobernaba con la fidelidad de un virrey dependiente de Roma. Sí… Porque a despecho de sus discrepancias con el secretario de Estado papal, tenía un amplio sentido de la misión universal de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, gobernada por el Sumo Pontífice, vicario de Cristo en la Tierra. De acuerdo con el nuevo Código de Derecho Canónico promulgado por Benedicto IV, había establecido Glennon en Boston una Curia completa según el modelo romano. La Cancillería Arquidiocesana encargábase de los asuntos legales y disciplinarios. El Tribunal Matrimonial constituía un ejemplar tribunal doméstico. El Departamento de Caridad, la Auditoria y el Departamento para la Propagación de la Fe, aunque siguiendo los lineamientos romanos, adaptábanse a las necesidades y al ritmo de la vida americana. Poco a poco fue comprendiendo Stephen cuán vasta, intrincada y efi ciente era la maquinaria eclesiástica puesta en acción por Glennon.

Generalmente, dedicábase el cardenal a fragmentar las grandes parroquias de los alrededores de Boston. Uno tras otro debían comparecer ante Glennon los zalameros párrocos para enterarse de que la mitad o la tercera parte de sus dominios acababa de ser entregada a un párroco joven. La poda se efectuaba según un plan realizado con tacto y firmeza. Sentado en la Torre, con un mapa de la Arquidiócesis desplegado ante sus ojos, extendía la mano Su Eminencia a la visita.

—Siéntese a mi lado, Padre Tom (o John, o Bill) —solía decir cordialmente—. Y eche una ojeada a este mapa. Una breve exposición seguía a tales palabras

—La parte sombreada —acostumbraba decir el cardenal— indica la densidad de la población católica. Según usted mismo puede comprobar, Tom, su parroquia aparece aquí sólidamente sombreada, lo cual significa que su población excede de tres mil personas por milla cuadrada —dejaba entonces caer el cardenal la punta de su lápiz sobre la parroquia en cuestión—. Y, por otra parte, a lo largo de su frontera oriental la sección Melfield progresa rápidamente. El párroco, que sospechaba ya el desenlace, solía decir:

—Hasta ahora, Eminencia, el aumento de población de la parroquia no me ha creado trastorno alguno. Sin duda, la iglesia rebosa de fieles los domingos… Pero, ¿no es un estímulo ver todos los bancos llenos y a mucha gente de pie en el fondo del templo? Si despejamos el sótano para dar ubicación a más personas y nombar otro teniente cura, podremos hacer frente a la situación.

—Seguramente…, durante un año o dos… Pero, ¿no sabe usted que Henry Ford se dispone a construir una fábrica de repuestos en la frontera de su parroquia? Cuando aquella se inaugure no cabrá un alfiler en su templo, Ahora bien, he aquí mi plan —y, lápiz en mano señalaba Glennon una línea de puntos—. Con la cuarta parte oriental de su parroquia y la mitad occidental de la de San Vicente, crearé una nueva. A partir del mes próximo…

Durante un momento mostrábase el Padre Tom enfurruñado, abatido, molesto o explícito, como le permitía su coraje; pero, al final, no avanzaba más allá de la línea de puntos señalada por Glennon y salía resignado a la idea de la partición de su parroquia. Algunos demostraban su agradecimiento y su alivio al ser relevados de una carga ya demasiado pesada para sus viejos hombros. Somerville, Newton, Lynn y otra docena de superpobladas parroquias fueron subdivididas de esa manera. Nuevas iglesias surgían en los alrededores de Boston al conjuro del plan del cardenal.

Entre las parroquias aun intactas hallábase la del Reverendísimo Patrick Barley, en Medjord: la parroquia de la Inmaculada concepción, enorme y antigua baronía eclesiántica, excesivamente madura ya y lista para la poda. Muchas veces habíase deslizado el lápiz de Glennon a lo largo de sus pantanos orientales, haciendo una entrada aquí, merodeando por allá, pero sin osar nunca invadir la posesión del pastor Barley. Decían que Su Eminencia temía un poco a Pat… Rumor este a medias veraz. Pat Barley, el más viejo pastor de la Diócesis, era ya un poderoso señor cuando llegó Glennon a Boston en calidad de obispo, en 1905. El Padre Barley aferrábase al recuerdo de los días en que los Estados Unidos eran un país de misioneros donde gozaban los pastores de un poder ilimitado. Reacio a todo cambio, el Reverendísimo Patrick Barley no estaba dispuesto a delegar aquel poder. Cuando, por ejemplo, resolvió Glennon establecer un sistema uniforme de contabilidad en toda la Diócesis, el Padre Pat habíase rebelado abiertamente.

—Llevaré mis libros como hasta ahora los he llevado… en la copa de mi sombrero —anunció.

Cinco años necesitó Glennon para persuadir a Barley de la conveniencia de tener un juego de libros mayores y de enviar informes financieros como lo hacían sus colegas.

A los ochenta y dos años era Pat Barley un viejo tirano gruñón, terror por igual de tenientes curas y feligreses. Stephen le conocía muy bien. Era él quien le había bautizado, y en muchas mañanas heladas había corrido Sthepen desde la Woodlaun Avenue para ayudar al Padre Barley en la primera misa, impulsado más por el miedo que por el amor. La vejez no había ablandado al pastor. Cargado de años y de achaques, entre los que sobresalían la artritis y la doble catarata, manteíase reacio a toda innovación y a toda autoridad. Desafiante, sólo la muerte podría alejarlo de su sede pastoral. No era extraño, pues, que vacilara Glennon en cercenar los dominios de Barley.

No obstante, era necesaria la poda. En la última década casi habíase duplicado la población católica de Medford. La iglesia de la Inmaculada Concepción resultaba pequeña ya y Pat Barley no tenia la fuerza necesaria para velar por su rebaño de Medford. Imponíase una nueva delimitación de la parroquia. Stephen fue testigo, casualmente, de la escena en que Glennon trazó aquellos límites. Estaban el cardenal y el canciller Speed inclinados sobre un mapa, como dos oficiales de artillería, cuando entró Stephen con la correspondencia de la tarde. En ese instante trazaba el lápiz de Glennon un nuevo límite.

—Tomando como eje las cocheras de Medford —dijo a su canciller— describiremos un círculo a lo largo del actual límite oriental de Barley.

Al oír mencionar las cocheras de Medford, irguió Stephen las orejas.

—Pat puede retener el corazón de la parroquia de la Inmaculada Concepción, esto es, la parte residencial —prosiguió Glennon—. Los sectores más pobres constituirán la nueva parroquia —y completó el cardenal la línea de puntos—. ¿Qué opina usted, Mike?

—Creo que Pat ladrará como un sabueso cuando se entere.

—Que chille. Demasiado ha gritado y ladrado. Lo que me preocupa es dar con el hombre capaz de dirigir la nueva parroquia. Quienquiera vaya allá tendrá que toparse con la fidelidad de los antiguos pobladores, muchos por supuesto, bautizados y casados, confesados…, sí, como lo oye…, y tonsurados por Pat Barley. Todos recibirán mal al recién llegado, sea este quien sea. Y cuando piensen en el dinero que el viejo Pat Barley obligóles a extraer de sus bolsillos (terrible colector de dinero ha sido siempre), no se sentirán muy cómodos al tener que introducir nuevamente sus manos en sus bolsillos para la erección de un nuevo templo.

El canciller Speed percibió la complejidad del problema. Su prestigio ante el cardenal estibaba en su costumbre de no eludir las dificultades.

—Cada día escasean más los buenos administradores, Eminencia —previnole—. Seleccionaréis los mejores de la Arquidiócesis.

—Tiene usted razón, Mike —dijo Glennon pensativo, en tanto se alejaba Stephen de la Torre—. Nada haremos hasta que no encontremos el hombre indicado para el cargo.

Desde hacía un año, buques cargados de héroes con uniformes color caqui regresaban, rezagados, del frente de lucha. Al principio concurrieron a recibirlos comités de bienvenida con ramilletes de flores en los ojales, discursos y bandas de música. De regreso del Chemin des Dames y las manzanas del bosque de Belleau, había sido saludados los soldados como salvadores dela patria por innumerables oradores. Pero paulatinamente los comités de bienvenida extraviaron sus ramilletes y enmudecieron. Las bandas olvidaron el camino del muelle y de los remolcadores. En la primavera de 1920 los transportes que arribaban el exterior lo hacían como cualquier vapor de carga. Los viajeros, con las ropas arrugadas y mareados hacían amargos relatos de su espera de un año de Brest, en procura de sus pasajes para atravesar el Atlántico. Algunas relatos aparecieron en los diarios. El Congreso realizó una investigación. Pershing abogó por los soldados, y en El Globo de Boston apareció e siguiente título: TRAíGAMOS A NUESTROS MUCHACHOS. Pero el país estaba absorbido por otro problema. América, como el resto del mundo comenzaba a emerger en la luz de la postguerra.

Una mañana de junio de 1920, al salir Stephen Fermoyle de la Cancillería con su estuche lleno de documentos, listos para ser firmados por el cardenal, vio a Paul Ireton, vestido de militar, subiendo la escalinata. Aun con su uniforme de capellán, sobre cuyos hombros lucía la hoja de roble, distintivo de los comandantes, parecía tener mas de cuarenta y tres años, por su aire de viejo y sus grises cabellos. La hendidura de su negra barbilla parecía más profunda… Pero su severa mirada se suavizó en cuanto estrechó la mano de Stephen.

—¿Por qué has demorado tanto en volver, Paul? ¿Dónde has estado?

—En Brest…, donde los senderos de gloria concluyen en un tablón sobre el lodo. Dos millones de americanos aguardábamos para regresar —su voz tornóse inexpresiva, como la de un disco fonográfico que perdiera fuerza—. Algunos aguardan aún.

Stephen no supo qué decir sobre la tragedia de los que aguardaban. Eludió el tema mediante una pregunta muy difundida:

—¿Es tan malo el fango como dicen?

—Lo peor no es el fango…; sino le desesperanza y el ocio. Es algo inenarrable, Steve… No me atrevo, siquiera, a explicarlo. Sólo deseo ahora dar con una parroquia sin fango donde puedan hallar ocupación tres hombres… Dime ¿a quién debo recurrir para ello?

Escucha… —habían llegado a la puerta de la Chancillería cuando una osada idea inesperadamente en la mente de Stephen—. ¿Puedes aplazar la presentación a tus superiores para esta tarde?

—Creo que la Diócesis podrá seguir adelante hasta entonces sin mi ayuda… ¿Qué ocurre?

La idea de Stephen fue cobrando forma como un ser humano, hasta que terminó por hacerle sonreír satisfecho.

—No me interrogue ahora, comandante… Concrétese a presentarse a las dos de la tarde en la residencia del cardenal. Así dispondré de dos horas para hacer andar las dos ruedas mayores. En cuanto Paul se alejó, precipitóse Stephen en un cuarto situado frente al despacho del canciller y caminó a lo largo de un pasillo flanqueado por archivos de acero. Abrió luego uno de los muebles y deslizó su dedo de un índice, hasta que dio con la carpeta que contenía la hoja de servicios de Paul Ireton como sacerdote. Bajo la lamparilla de veinticinco vatios examinó Stephen el expediente. Contenía el relato de la vida de Paul y sus acciones más importantes, minuciosamente detalladas…, de manera impresionante.

—Si el cardenal no se convence con esto… es un mal juez de expedientes —murmuró Stephen.

A los dos de la tarde pasó Stephen por la antecámara llena de postulantes, entre los que se hallaba Paul. Entró en la Torre y sumergióse in medias res.

—Está aquí el comandante Paul Ireton, capellán del ejército que acaba de regresar del frente, Eminencia. Glennon miró desde abajo con escepticismo.

—Aguarda un destino en la parroquia —dijo Stephen, tratando de adoptar un tono de indiferencia. Pero fracasó en su intento, y olvidando que era secretario del cardenal, abogó ante este por su amigo—. Paul Ireton es el mejor sacerdote que conozco. Cuenta ahora cuarenta y tres años… Fue ayudante del párroco de Santa Margarita durante diez años y posee una brillante hoja de servicios en ultramar… —¿Qué objeto tiene tan inesperado panegírico, Padre Fermoyle? Stephen enrojeció.

—Respetuosamente sugiero a Su eminencia asigne a Paul Ireton una de las nuevas parroquias.

El tono sarcástico de Glennon cortó la atmósfera de pronto como un disco de carborundo:

—Muchas gracias por su consejo, Padre. ¿Ha escogido ya algún sitio para ese cura modelo?

—Sí. El más difícil y severo.

—Abundan en la Diócesis. ¿Tiene su legajo?

—Aquí está.

Y extendió Stephen sobre la mesa el informe confidencial acerca de Paul Ireton. Temiendo un fraude examinó el cardenal con desusada atención el legajo.

—Veamos… Ah, sí… Paul Ambrose Ireton, ordenado en el Seminario de Brighton, en el noventa y cinco… Décimo en la clase de veintiséis alumnos… Hum… No es, precisamente, un prodigio… Cuatro años como teniente cura en Wakefield… Moderado elogio del párroco… Ajá… Veamos lo que opina en él Dólar Bill —y leyó atentamente Su Eminencia la carta e Monaghan—: «Padre Paul Ireton, sacerdote de desusadas dotes… Muy espiritual… Extremadamente consagrado a sus deberes parroquiales. Digno de fe en asuntos financieros y administrativos… Criterio conservador, pero profundo… Lamento que se vaya».

—¿Por qué fue a la guerra?— preguntó súbitamente Glennon.

—Creo, Eminencia, que a él corresponde dar la respuesta.

—Hágalo pasar.

La presentación de Paul Ireton al cardenal fué uno de los instantes más dichosos de la vida de Stephen. Sintióso orgulloso de la perfecta genuflexión y del aire militar de su amigo, en tanto lo disecaba Glennon con ojo de cirujano.

—Siéntese, Padre Ireton —oyó Stephen decir a Glennon en tanto cerraba él la puerta de roble.

Media hora después salió Paul Ireton de la Torre. Una débil sonrisa temblaba sobre su hendida barbilla.

Al parecer, había perdido el habla.

—¿Y…? —preguntó Stephen mientras sacudía su brazo—. ¿Qué ocurrió? Paul Ireton habló con el tono de quien relata una alucinación. —Me envía a Medford.

—¿Para levantar tienda junto a los dominios de Barley? ¡Que hermoso destino! Paul seguía deslumbrado.

—Me ha dicho que debo levantar una iglesia allí… Me ha dado algo para empezar.

—¡De veras! Extraño en él… ¿Cuánto?

Paul Ireton abrió la mano: una gastada moneda de níquel con la cabeza de la Libertad apareció en su palma.

—Para el billete del viaje a mi nueva parroquia… ¡Oh, Steve!… Se ha realizado mi sueño.

Los músculos de la garganta de Paul Ireton contrajéronse en tanto enviaba hacia abajo un nudo en formación.

Cuando, un momento después, abrió Su Eminencia la puerta, sus bellos ojos color avellana asistieron a la extraordinaria escena de dos hombres, uno con un traje caqui y otro vestido de negro, que se daban alegres y mutuos golpecitos en hombros y cabeza. Pensó, entonces, Su Eminencia que el fraude habiase, después de todo, consumado. Pero al volver a examinar los papeles de la carpeta perteneciente a Paul Ireton no logró aclarar quién había engañado a quien.