Capítulo II

San Pedro era mucho más pobre de lo que imaginara Stephen. Los habitantes de L’Enclume, que apenas podían sobrevivir, era imposible que ayudaran a su pastor. Ninguno alquilaba un banco en la iglesia. Por regla general contribuían en la misa con un penique, y cuando llovía los domingos, apenas si aparecían en el cesto noventa y dos centavos. Ni el propio Dios hubiera podido administrar semejante parroquia. Cuando el Padre Halley apelaba especialmente a la generosidad de sus feligreses para el Penique de Pedro, anual colecta dedicada al Sumo Pontífice de Roma, respondían aquellos con $1.85. A esta suma agregaba el pastor con aire digno cuanta moneda tuviera a mano a y pedía a su teniente cura que enviara un giro postal al tesorero arquidiocesano por $2.50.

Al Padre Fermoyle agradábale extender aquella orden.

Imaginaba al cardenal subrayando con su dedo la lista de las contribuciones pastorales y leyendo: San Pedro, Stonebury, Massachussets: $2.50. Probablemente sufriría Su Eminencia alguna hemorragia cerebral…

Stephen se asombró de la habilidad del pastor para administrar su parroquia sin dinero. De un modo y otro arreglábaselas para sobrevivir mediante las migajas que le llevaban los feligreses: un huevo donado por Berthe Crevecoeur; una perca ahumada o u trozo de pan habitant regalado por Agathe d’Eon. Un cuenco de sopa de guisantes colocado por Mesdames Bouchard y Leblanc discretamente en uno de los anaqueles de la despensa constituía el plata principal del día. El viejo párroco podía subsistir con tan magra dieta, pero no Stephen, que atormentado por el hambre, solía dirigirse a la abacería de Stonebury, donde gastaba sus últimos veinticinco dólares en la adquisición de valiosos comestibles: café, arroz, artículos envasados, patatas y leche condensada. Mientras tanto, prefería no pensar en lo que haría cuando agotara aquellas provisiones.

Desesperadamente ideaba mil maneras de obtener contribuciones de sus feligreses. Pero debía desechar los métodos habituales: partidas de whist o ferias parroquiales. Nadie en L’Enclume sabía jugar al whist ni disponía de dinero para comprar pasteles garrapiñados, billetes de rifa o chucherías de segunda mano, como las que se suelen vender en las ferias.

Durante un momento pensó Stephen en enviar un humorístico SOS a Corny Deegan: Salve usted nuestras almas…, con contribución en dinero. Pero recordó, de pronto, que el caballero-contratista estaba entonces viajando por Dublín y Roma…; restaurando deterioradas abadías en Irlanda y reparando las líneas de la autoridad eclesiástica en la capital de Italia. Sin duda debía Stephen recurrir a una fuente más humilde.

Bill Monaghan, a quien pidió por carta ropas de altar usadas y vestiduras envióle por expreso un paquete y un cheque por veinte dólares para retribuir las especiales atenciones del Padre Halley. Cuando había ya casi persuadido Stephen al pastor a emplear el dinero en la reparación del tejado de la iglesia, pasó por la parroquia un monje mendicante calzado con sandalias: el mismo fraile Ambrosio que había visto Stephen en la antecámara del cardenal.

Ned Halley endosó el cheque a nombre del fraile Ambrosio, para ayudar al buen hombre, como explicó tímidamente a Stephen, á proseguir su misión en la Alta Nigeria.

Sus protestas estrelláronse contra la inocencia del párroco.

Por otra parte, imposible habría sido solucionar el problema económico de San Pedro con aquellos veinte dólares. Necesitaba el pastor una renta regular, por pequeña que fuese. Pero ante era indispensable asegurar ocupación permanente a los pobladores de L’Enclume. En tal sentido dio vueltas e su cabeza a una decena de proyectos. De pronto pensó que los enormes montones de piedra que se levantaban en aquellos campos podían ser labrados y empleados en la construcción de casas. Pero su primeras averiguaciones demostráronle que no había en Stonebury suficiente dinero para comprar un triturador de roca ni verdadera necesidad de piedras labradas. Todo quedó reducido a cero.

En cierta ocasión en que paseaba por una rocosa ladera vio un laurel de montaña. De brillante follaje. Y lo identificó en seguida como el usado por los floristas para confeccionar coronas y guirnaldas. Asió un puñado de ramas y lo llevó a casa de un florista al por mayor de Litchburg. Este dijole que el laurel era excelente y muy codiciado, pero que una reciente ley estatal prohibía explotarlo comercialmente.

Todos los esfuerzos realizados por Stephen para descubrir nuevas fuentes de recursos para la parroquia fracasaron. Entretanto, como hasta las contribuciones dominicales mermaron, enteróse de que hasta que no comenzara la cosecha de fresas la población de L’Enclume estaría sometida a una más pobre ración. De pronto, cuando más bajo era el nivel de esperanza, dinero y vituallas, dio con una pepita de lo que parecía ser oro puro.

Durante su regreso de un largo e infructuoso paseo por la parroquia, descendió a la profunda garganta situada entre L’Enclume y San Pedro, avanzó luego a través del pantano de turba y dio con el bosque de pinos negros. En el límite del monte oyó el metálico sonido de las hachas cayendo, de a dos, sobre algo. Entró a aquel ámbito verde y lóbrego y, desde Debajo de un majestuoso pino, vio a dos hombres blandiendo sus hachas como tan sólo saben hacerlo los francocanadienses.

Trabajaban arduamente junto a un gran árbol. Otros dos árboles se hallaban tumbados en un pequeño claro, próximos a u aserradero portátil.

Mientras entraba Stephen al claro, uno de los individuos profirió un grito y se zambulló como un ciervo en la verde espesura. Su compañero miró hacia arriba, sorprendido, y al ver a un sacerdote, cayó de hinojos y comenzó a golpearse el pecho en un estremecido mea culpa.

El hombre arrodillado era Hércules Menton

—Pardonn’ un pauvr’ leñador —imploró Hércules, en tanto Stephen se aproximaba—. Sólo hemos talado tres árboles. Perdón, señor.

—¿Por qué me pide que lo perdone? —preguntó Stephen perplejo—. Levántese hombre. No se arrodille en mi presencia.

Con el bigote caído y aire culpable se puso Hércules de pie.

—¿Son suyos estos árboles? —inquirió Stephen. Hércules sacudió vigorosamente la cabeza y dijo:

—No.

—¿De quién son? —De l’eglise …

—Quiere usted decir que este bosque pertenece a la parroquia de San Pedro? Hércules asintió con la cabeza.

—Hace veinte años Vince Trudeau legó estos árboles a la parroquia —y adoptó Hércules un aire que parecía implorar simpatía—. El año pasado le dije al Padre Halley que una tabla de pino vale en Litchburg a razón de trece centavos el pie.

—Sin duda se proponía usted aserrar árboles, vender la madera y entregar luego el producto de la venta al Padre Halley, ¿no es así?

Ante aquella opuesta interpretación de sus intenciones rio Hércules alegremene. Oui, eso es, precisamente, lo que me proponía hacer.

—Bien… Contenga, por ahora, su filantrópico impulso —aconsejó Steve—. Tendré, antes, que preparar al Padre Halley para que no se impresione demasiado —mostrase tolerante con el dinamitero, fabricante de violines y leñador clandestino, al pensar que cien mil pis de tablas de pino, a razón de treinta centavos el pie, producirían una respetable suma—. No le cuente a nadie lo ocurrido, Hércules. Creo que, por primera vez desde los tiempos de Merlín, podremos dar ocupación a todos los hombres aptos de L’Enclume.

Esa misma noche comunicó Stephen su proyecto a Ned Halley, luego de ingerir la habitual cena, compuesta de pan, té y pescado ahumado.

—Me dijeron hoy en la aldea —comenzó— que la parroquia posee un verdadero bosque de pinos.

—¿Bosque de pinos? —pareció el pastor un inválido que intentaba recordar cuándo había tomado la última dosis de medicamento.

—Sí… Allá, en la garganta …

—Creo recordar aquel lugar. En la Navidad vamos a buscar allá siemprevivas. Hay allí unos árboles muy bellos.

—Bellos y vaiosos. ¿No se le ha ocurrido nunca pensar, Padre, que hay allí alrededor de diez mil dólares en madera?

—¡Vaya…, vaya, nunca pensé en ello!

Tendrá usted que pensar, aunque no quiera, comprometiese ante sí mismo Stephen.

—Me he atrevido, Padre —prosiguió—, a hablar de ese asunto con nuestro feligrés Hércules Menton.

—Ah…, Hércules. Un amigo muy caritativo. Cuando ha sido necesario ha llenado nuestro cepillo.

—Hércules me ha asegurado —improvisó Stephen— que con la ayuda de… unos pocos e íntimos amigos suyos podría talar árboles por valor de varios cientos de dólares, el mes que viene.

Ned Halley deseaba complacer a su nuevo teniente cura…, pero no le interesaba en absoluto la tala de pinos.

—¿Para qué hemos de meternos a negociar en maderas? —dijo dulcemente.

—¿Para qué? Stephen estaba a punto de estallar—. ¿Para qué?

Y hubiera querido añadir: Para reunir dinero y convertir a nuestro templo en una morada digna del Santísimo Sacramento. Para poder llevar adelante nuestra obra de amparo a los pobres y enfermos de esta parroquia. Para tener pan en la despensa y carne en la mesa …

Así hubiera podido responder al recio Monaghan, pero los desvaídos ojos de Ned Halley, que reflejaban una tranquila modestia, enfriaron su entusiasmo por el negocio de las maderas.

—Simplemente le he sugerido una nueva fuente de recursos para la parroquia, Padre —dijo.

No quiso continuar para no rozar su susceptibilidad de administrador.

—Gracias por el consejo, Padre.

Ni una palabra más, ni tampoco le sarcástica frase: Yo soy el administrador de la parroquia. Tampoco teorizó sobre las virtudes de la pobreza, ni se disculpó por el miserable pasado ni por la estrechez del presente. Habiase concretado simplemente, a poner punto final a una imposible proposición.

Aquella dulce manera de proceder enseñó a Stephen una más profunda verdad espiritual que cuanto aprendiera en San Francisco y en Alfeo Quarenghi. Advirtió que aquel oscuro sacerdote tenía un sentido tan sereno y literal de la verdad, que era como un tesoro que nadie podría robarle ni el tiempo herrumbrar. Ned Halley no citaba a Mateo para recalcar que no debía uno poseer dinero. Era, simplemente, un hombre pobre que no se asustaba de negarse a perturbar su alma con bienes perecederos.

Su coraje contagiósele a Stephen. Luego de aquella cena de pan y pescado dejó el joven de preocuparse por el dinero. Descubrió entonces qué se podía vivir sin él o, sea como fuere, sin inquietarse mucho por su posesión. Comprobó, también, que muchas de las energías empleadas en la obtención de fondos habían constituido una mera pérdida espiritual. Desde ese día tuvo fe en que conseguiría de alguna manera dinero o que, de lo contrario, lo mismo se arreglaría sin él. Olvidó las preguntas que sobre los pinos hiciérale a Hércules Menton y se dedicó seriamente a su labor en la parroquia.

Lo primero que hizo Stephen fue tornar más severa la enseñanza y práctica de la religión entre los habitantes de L’Enclume. Formó un grupo de muchachos de ambos sexos a los que preparó para la primera comunión enseñándoles la elemental teoría del catecismo verdiazul y, de vez en cuando, dióles lecciones de inglés, por medio de lecturas y ejemplos de lenguaje. También enseñó a los más capaces a servir en la misa, acompañando sus enseñanzas con homilías sobre el uso del jabón y el agua, el cepillo y el peine. Los viernes por la noche, durante la Cuaresma, consagróse a la solemne y bella procesión llamada Las Estaciones de la Cruz, que simboliza la Pasión de Cristo. Como el órgano estaba irreparablemente deteriorado, enseñó Stephen a los acólitos las palabras y, por audición, la música del doloroso Stabat Mater. Al principio las finas voces resonaron en un templo vació, pero paulatinamente comenzaron a entrar en él los mayores para observar la, simbólica procesión y responder en su francés chapurreado a los Cinco Dolorosos Misterios del Rosario. Stephen cuidóse de efectuar la acostumbrada colecta luego de tales servicios.

Al preparar su sermón dominical se esforzó Stephen por imitar en lo posible al Padre Ned Halley. Escasas condiciones de predicador tenía, al parecer, el pastor. No exhortaba, ni amonestaba, ni juzgaba sobre la embriaguez, la incontinencia o la no concurrencia a la misa. Tampoco lloraba frente a sus feligreses, ni les atribuía sentimientos que no poseía. Pronto comprobó Stephen que aquella aparente tolerancia era una especie de sabiduría perfectamente de acuerdo con el espíritu y la inteligencia de su pueblo. Evitando las frases retóricas, hablaba Stephen simple y concisamente a sus sencillos oyentes, sin transponer jamás los límites de su mundo emocional.

Paulatinamente acercóse a aquella gente y comprobó que se parecía, salvo en su cruda pobreza, a las familias de ascendencia irlandesa e italiana que conociera en Santa Margarita.

No eran los francocanadienses tan alegres ni andariegos como los irlandeses, ni tan perspicaces como los italiano, sino imperfectos, supersticiosos, temerosos de los desconocidos y evasivos como pequeños animales cuando se aproximaba alguien inesperadamente. Pero demostraban, en cambio, una alegría infantil y una predisposición a exagerar dramáticamente las cosas que los impelía a fanfarronear y mentir sin ambages. Hércules Menton constituía un perfecto ejemplo de ello. Su aparente holgazanería no era más que filosófica aceptación de su irremediable impotencia. Cada vez que veía a un grupo de hombres holgando y fumando sus pipas junto a un muro de piedra, recordaba Stephen a los pescadores con sus botes planos encallados y aguardando el reflujo para poder iniciar la pesca.

Todo el mundo sabía talar árboles en L’Enclume. Stephen resolvió aprovechar aquella habilidad de los nativos para la ensambladura y talla de la madera: persuadió a Alphose Boisvert a reparar la deteriorada cruz que coronaba la iglesia.

Boisvert realizó su trabajo concienzudamente y arregló y barnizó, luego, los desvencijados bancos del templo que tanto preocuparan a Stephen. Y para que Hércules Menton no se sintiera menospreciado, encargo a este la limpieza de las descuidadas Estaciones de la Cruz. Cuando terminó su trabajo vanaglorióse Hércules frente a la puerta de la iglesia, luego de la misa dominical, diciendo: Mejores que las malditas Estaciones que venden en las tiendas, os lo aseguro. A lo que respondía Stephen sinceramente: Tiene usted razón, Hércules…, excepto en lo de malditas…

Varias semanas transcurrieron sin que traspusiera Stephen el umbral de un solo feligrés de L’Enclume. Pacientemente aguardó que alguien lo invitara a visitarle en su miserable choza, pero nadie lo invitó. Ned Halley efectuaba las visitas a los enfermos y regresaba con paso vacilante y cubierto de polvo o lodo, luego de recorrer afanosamente la parroquia. Stephen le pidió concediera el privilegio de relevarlo, pero siempre le respondía el párroco humildemente: Esta gente está acostumbrada a mí. Ya tendrá usted ocasión de hacerlo más adelante Padre.

La oportunidad presentósele a Stephen cierto viernes por la mañana, a mediados de mayo. Hallábase recostado sobre una verja de piedra, en L’Enclume, discutiendo con Roy Boisvert sobre la reparación de una ventana del templo, cuando advirtió que la esposa de Hércules Menton ascendía por la colina. A los quince años había sido Adele Menton una robusta beldad de Nueva Escocia, pero veinte años de pobreza y numerosos partos habíanla convertido e un espárrago. Vestía un descolorido peinador de indiana, no muy limpio, y había en sus labios el desesperado rictus de una fatiga crónica. El único rasgo sobreviviente de su belleza era su abultada cabellera, peinada en trenzas, todavía negra y sostenida por una barata peineta.

Stephen quitóse el sombrero y dióle los buenos días, sonriendo; pero ninguna chispa de simpatía brotó de los ojos color ágata de Adele Menton. Stephen pensó que aquella mujer no necesitaba el saludo de un joven cura sino unos dólares para comprar jabón, comida y un nuevo peine para su cabello, y algunas ropas de algodón para sus hijos. Adele desapareció por el vano de la puerta sin cortina de su cabaña, como una agotada mujer que se afanaba junto a un hombre junto a un hombre desocupado.

Apenas concluyó Stephen de hablar con Boissvert salió Adele como una flecha de la casa.

—Hércules se ha cortado los pies —chilló—. Vengan, pronto.

Stephen atravesó a los saltos la carrretera y entró a la cabaña. Zumbaban dentro las moscas. Un bebé sin pañales jugaba en el suelo y sobre una desnuda mesa veíanse los vestigios de innumerables comidas. El negro sumidero dy hierro estaba atestado de sucias cacerolas y platos y una marmita con agua que silbaba en un hornillo recubierto con una plancha de estaño. En un rincón del cuarto veíase una cama dy hierro y sobre su desnudo colchón jadeaba Hércules Menton. De su tobillo brotaba un negro chorro de sangre.

Poco sabía Stephen de primeros auxilios. Con todo, atinó a cubrir fuertemente la herida de la pierna de Hércules. Vio entonces la palpitante arteria que semejaba notablemente un trozo de spaghetti cortado y oprimió más fuertemente aún con sus pulgares la pierna. El líquido rojo seguía saliendo. La pérdida de sangre provocó en Hércules una crisis nerviosa.

—Deme algo para cubrirle la herida —dijo Stephen—. Un pedazo de sábana, de funda, de almohada…, cualquier cosa.

Adele Menton no disponía de sábanas ni de fundas de almohadas. Su peinador de indiana era el género que tenía más a mano. A punto estaba de desgarrar aquella prenda que cubría su enjuto cuerpo cuando comprendió que quedaría desnuda delante de un cura. Su ancestral instinto femenino le sugirió, entonces, una idea. Quitosé la peineta que sostenía su caballera, asió un par de tijeras de hierro y cortó una trenza de su negra cabellera.

—¿Servirá?

Stephen asió el cordel de cabello y lo enroscó en torno de la arteria herida. Usando la tijera a manera de palanca torció la trenza de Adele Menton hasta que agarrotó el pie de Hércules. No había aún terminado la operación cuando se precipitó en la habitación Barbe Leblanc, el veterinario local.

Buen trabajo de emergencia, Padre —dijo Barbe, aprobando el procedimiento. Y observó atentamente la herida—. Una pulgada más y la herida habría sido realmente peligrosa… Pero podremos ponerlo fuera de peligro con unas pocas puntadas.

Y, luego de extraer aguja e hilo de su bolso de instrumentos, unió concienzudamente los bordes de la arteria y preguntó con el tono de quien aguarda una negativa.

Una desdentada bruja avanzó hacia él con un cesto lleno de musgo de pantano, blanco y húmedo.

—Mejor que las vendas —dijo la mujer extendiendo un puñado de musgo a Barbe, con la misma seguridad de una partera que ofreciera un remedio infalible.

—Por ahora, servirá —murmuró Barbe, cubriendo la herida con un puñado del absorbente musgo. Luego de aflojar el torniquete de pelo ordenó a Adele Menton preparar una marmita de té cargado para su esposo.

—Vivirá —dijo el veterinario.

Para demostrar la veracidad de la profecía abrió Hércules los ojos.

Al ver a Stephen, Barbe y numeroso vecinos suyos allí reunidos recordó lo ocurrido.

—La maldita hacha se desvió —murmuró excusándose—. Virgen Santa, me ocurrió eso porque comí conejo el viernes.

—No se inquiete por eso —lo consoló Stephen—. Ahora sólo debe descansar y reponerse.

Un verdadero problema constituía para Stephen el procedimiento a seguir en aquella sucia y atestada habitación.

Evidentemente, Hércules conocía la solución.

—Llama a Lalage —dijole a su mujer, como si la instara a citar a un sublime personaje.

—Mi hija mayor. Es enfermera en Lichburg. Cuando algo marcha mal —y trazó Hércules una imaginaria línea en zigzag con su dedo—. Lalage lo hace marchar derecho.

—Tiene talento —observó Stephen. Y deslizó su mirada en torno de la miserable habitación. Si Lalage fuera capaz de ordenar tanta confusión sería una notable muchacha. Por último, palmeó el hombro de Hércules para infundirle confianza y se volvió hacia Adele Menton que estaba de pie junto al desordenado lecho.

—Dicen los poetas que la cabellera es en la mujer una magnífica corona. Hoy lo ha probado usted con la suya.

Como hombre y como sacerdote atreviese a pensar Stephen que Adele comprendía, por lo menos en parte, sus palabras.

Cuando volvió al día siguiente a ver a Hércules, chez Menton había sufrido un gran cambio. No vio platos sucios en el sumidero. El piso había sido lavado y los niños brillaban como ángeles recién jabonados. Hércules estaba sentado en dos sillas. Una limpia gasa había sido diestramente colocada entre su rodilla y el tobillo.

—¿Quién realizó el milagro? —preguntó Steve.

Hércules sonrióse de la sorpresa del cura.

—Lalage vino en cuanto la llamé. Se pasó la noche ordenando las cosas… —y elevando la voz—: ¡Lalage! Ven a saludar al Padre Fermoyle.

Stephen volvió la cabeza y vio que una joven entraba en la habitación. Era una doncella color avellana que parecía haber surgido de una balada. Vestía su uniforme de enfermera, blanco y almidonado como un fresco clavel doble.

Stephen respondió a su sonriente y vivaz presencia con un merecido elogio.

—Su paciente ha mejorado mucho. Ha hecho usted un milagro. Aquel cumplimiento hizo sonrojar de alegría las mejillas de Lalage.

—Muchas gracias, Padre.

Y, como para evitar un peligro, veló la expresión de sus ojos y contuvo la gracia de su voz. Sus laboriosas manos moviéronse en fundas y mantas y pusieron en orden cuanto tocaron.

—¿Llamarán al doctor Jennings, de Stonebury?

—No… A menos que se produzca una infección. Aquel repugnante musgo estaba lleno de cosas peligrosas para una herida. Pero la lavé anoche —para nada se refirió Lalage a cuanto hiciera en la casa—. Creo que todo marchará bien…, si papá reposa durante una semana, más o menos.

—No me moveré si tú no te mueves —convino Hércules. Su melancolía recordó a Stephen el triste acento de Dennis Fermoyle cuando se refería a Ellen.

—Me quedaré aquí una semana —dijo ella— si me prometes que me harás un violín, mientras descansas. Rafe podrá ayudarte —y volviéndose hacia Stephen—: ¿No le parece que dos hombres pueden hacerlo en un instante?

—Efectivamente. Sin lugar a dudas.

La promesa de Lalage y la aprobación de Stephen acicatearon el orgullo profesional de Hércules.

—Dile a Rafe que me traiga el trozo de arte que está sobre el anaquel superior y el escoplo y la piedra de amolar aussi. Os demostraré que soy capaz de fabricar los mejores violines de Boston.

Lalage se alejó haciendo crujir sus almidonadas ropas. Volvió luego con su hermano Rafael, un joven de dieciséis años, que parecía una juvenil versión de Hércules. Ensortijadas virutas, insignias de su oficio de ebanista, estaban adheridas a su blusa asargada y su negro cabello. Con una mano sostenía el muchacho una tabla de arce y con la otra escoplos y gubias de diferentes medidas.

—Aquí está papá, la madera de arce de hace tres años.

Hercules asió la tabla y la agitó ante Stephen.

—Tres años ha aguardado esta madera —e indicó con el dedo la sinuosa veta—. Voyez la flamme. La mejor flamme de los Estados Unidos.

—Llama flamme a la veta —aclaró Lalage—. Le explicaré…

Un mechón del brillante y cepillado cabello de Lalage rozó la mejilla de Stephen, en tanto se inclinaba la muchacha sobre el trozo de madera para indicar con el dedo el curso de la sinuosa veta, tan apreciada por los fabricantes de violín.

—Esto hace cantar al violín —dijo—. Papá y Rafael descubrieron el arce, lo talaron y lo dejaron sazonar… Y ahora —y devolvió la tabla a Hércules— se disponen a fabricar el violín.

Con la ayuda de Rafe y el frecuente empleo del compás calibrador y otros instrumentos comenzó Hércules la delicada tarea de dar forma a su violín. Durante casi una hora observó Stephen cómo los diminutos escoplos arrancaban pequeños anillos dorados a la madera. Mientras padre e hijo estaban enfrascados sobre la tabla en su trabajo, Lalage llevó un dedo a su boca y sonrió a Stephen.

Este le respondió con otra sonrisa, y dispuesto a reconocer, por cuanto acababa de comprobar, que era Lalage Menton, sin lugar a dudas, la más hábil, valiente y encantadora de las hijas de Adán.

Mientras regresaba a la iglesia por la garganta, ocurriósele que, salvo otra mujer, era, también, la más bella mujer de la tierra. Entonces recordó la emoción que experimentara al verla por primera vez.

—¿Por qué —preguntóse— lamento que Lalage Menton hayha venido a su casa?

Perplejo ante sus propias sensaciones, resolvió no volver a ver a tan encantadora criatura. Durante casi una semana no fue a la cabaña de los Menton. Cuando los visitó de nuevo, Hércules cojeaba de un lado a otro con sus muletas, Adele lucía un nuevo peinador de indiana y Lalage había ya partido.

El verano siguió su curso. Por una carta de Paul Ireton enteróse de la victoria americana de Belleau Wood.

Nuestras bayonetas están listas para entrar en acción, decíale Paul. En los primeros días de agosto recibió una carta de Quarenghi:

«Carissimo». Stefano: El fin se aproxima… Berlín está realizando sondeos de paz: Envíame pormenores de tu nueva parroquia… Afectuosamente «in Cristo», Alfeo.

Posdata: No te aflijas, querido amigo, por el destino de tu traducción. Nuestras obras, al igual que nuestras vidas, se hallan en Sus manos.

Stephen echó las contestaciones en el buzón de Stonebury como si arrojara guijarros en un pozo. Desde la parroquia de San Pedro parecíale el mundo exterior tan remoto como un escenario visto con un anteojo de larga vista invertido. El rumor de aquel mundo no llegaba a sus oídos. Ciertas noches tomaba El Monitor y leía las noticias referentes a la Diócesis, que le interesaban tanto como hechos acaecidos en otro planeta: Treinta carmelitas profesan en el Árbol Santo… El cardenal coloca la piedra fundamental del Orfanatorio de San Buenaventura…, Monseñor James MacWilley celebra su jubileo de oro como sacerdote… Los gastos en aumento, las colectas cada vez más pobres… Toses en toda la iglesia… Como fue en el principio es ahora y siempre será. Amén…

Una bochornosa noche de verano en que vibraba el aire con la música de los insectos tomó Stephen su traducción de La Scala d’amore. No había posado sus ojos en ella desde su llegada a Stonebury. Lo leyó nuevamente, como quien lee un manuscrito hallado en una botella. Las ideas y el estilo de aquel libro pertenecían a un hombre sensitivo, educado y familiarizado con la exaltada disciplina de la vida mística. No se atrevió Stephen a modificar una sola frase de su versión del libro de Quarenghi. Aunque de estilo elevado, no era Escala de Amor una obra retórica ni presuntuosa… Sin embargo, una visión más amplia permitióle a Stephen reconocer que su alcance era muy limitado. En sus oídos volvió a resonar la áspera acusación de Glennon: Los escogidos… No los Basureros, los desyerbadores ni otras alimañas por el estilo… ¿no es así?

No me atrevería a compartir tales palabras, murmuró Stephen. No obstante, por primera vez comprendió el sentido de la exasperación del cardenal.

Guardó el manuscrito en el fondo del cajón de la desvencijada cómoda en que tenía sus efectos personales. Cuando se disponía a cerrarlo vio un pequeño y olvidado estuche oblongo. Lo abrió y, sobre un fondo de arrugado terciopelo blanco, vio brillar un anillo a la luz de la lámpara: una amatista tallada enmarcada por un conjunto de aljófares. Era el anillo de Orselli. Un anillo episcopal. Irá usted muy lejos, habíale predicho el florentino. Pero en tanto volvía a guardar la joya pensó que no tenía esperanza ya ni deseos de que se trocara en realidad la profecía de Gaetano Orselli.

De pronto, Ned Halley cayó enfermo. Había decaído visiblemente durante el verano. Grises huellas de agotamiento percibíanse en sus labios y en sus párpados. El suave temblor de su cabeza y de sus manos habíase tornado más evidente. Su pulgar y su índice parecían los de un antiguo boticario que se pasara el día haciendo girar píldoras entre sus yemas. Cada día le costaba más arrastrar su pierna izquierda. Su porte y equilibrio tornáronse tan inestables que parecían enteramente irregulares. Una noche, al levantarse después de cenar su pan y su té, vaciló el viejo pastor y tuvo que asirse al respaldo de la silla para no caer.

—Un breve mareo —dijo, en tanto lo conducía Stephen al sofá de la tela de crin de su estudio, donde se sentó.

El breve mareo repitióse al día siguiente.

—Veo doble —murmuró el pastor, mientras deslizaba su mano por sus ojos.

—Debemos llamar a un médic —dijo alarmado Stephen.

—No, no. Ya me pasará. Mañana estaré completamente bien.

Pero al día siguiente no había mejorado. No pudo abandonar el lecho. El médico de la localidad, un clínico que veía un enfermo en cada persona, no logró identificar la enfermedad del pastor.

—Algo anda mal en su sistema nervioso. En mi opinión debe usted llamar a algún neurólogo de Litchburg.

—El doctor Silvestre, que es un buen hombre, le cobrará veinticinco dólares.

—Conozco a otro buen hombre que no cobraría nada, —dijo Steve.

Esa noche llamó por teléfono al doctor John Byrne y le describió los síntomas de la enfermedad del párroco.

—¿Dice usted que vacila y ve doble? —dijo el doctor John Byrne, mientras meditaba sobre los síntomas para diagnosticar—. ¿Qué edad tiene?

—Alrededor de sesenta y cinco años…, pero parece que tuviera ochenta.

—Hum… Según los síntomas puede tener una u otra enfermedad… Tengo que verlo. Usted dirá, Steve. Podría ir allí el sábado por la tarde. Si es lo que yo creo, el caso es grave, aunque no de extrema urgencia. No lo deje levantarse hasta que yo vaya.

—Lamento obligarlo a tan largo viaje, John… Pero estamos sin un centavo. —No faltaba más, Steve… Iré allí en las últimas horas de la noche del sábado.

A las cinco de la tarde del día sábado comenzó el doctor Johon a revisar cuidadosamente al enfermo. Examinó los ojos del anciano con su oftalmolscopio, puso a prueba sus nervios y músculos. Hízole tomar una cuchara y llevarla a la boca. Por último, golpeteó con la suya la mano del párroco:

—Lo curaremos, Padre, si nos ayuda usted.

—Los ayudaré en la medida que me ayude Dios —dijo Ned Halley.

Ya fuera del cuarto del enfermo dijo el doctor gravemente:

—Me asombra un poco este caso, Steve. Ante un enfermo de la avanzada edad y los síntomas de su pastor, solemos decir los médicos; endurecimiento de las arterias… y nada más. Tal diagnóstico explica los mareos y la dificultad en el andar. Pero su párroco tiene, también, otra cosa. ¿Advirtió usted cómo tembló su mano cuando le dije que tomara la cuchara?

—Tiembla siempre que quiere tomar algo.

El doctor John asintió con la cabeza.

—Nosotros llamamos a eso temblor internacional. Tiembla la mano antes de asir los objetos, sea este una taza o una cuchara, y se mantiene firme cuando lleva el objeto a la boca.

Creo que su párroco, Steve, se halla en la última etapa de una esclerosis múltiple.

—Qué quiere usted decir?

—Degeneración de ciertos centros de la médula espinal. En una palabra: su párroco perderá cada vez más el control de sus actos corporales. Por fortuna…, o más bien, por desgracia, su mente seguirá lúcida —y colocó John Byrne su estetoscopio en su bolso—. ¿Desde cuándo lo conoce usted?

—Lo vi por primera vez hace seis meses, aunque había oído hablar de él hace ya muchos años.

—¿Qué oyó decir de él?

—Todo el mundo habló siempre de él como de un santo. —¿Se refirió alguien a su falta de energía?

—Siempre me dio la impresión de un ser frágil y, aunque no enfermo, carente de vigor físico.

—Eso corrobora mi opinión —dijo el doctor Byrne—. Difícil es diagnosticar la esclerosis múltiple en sus primeras y más sutiles manifestacines. Aparece muy temprano y desaparece, a veces, pero robando siempre energía física y debilitando los nervios de su víctima.

—¿Quiere usted decir que quizá hace muchos años que está enfermo? —preguntó Stephen.

—Así es.

Una oleada de piedad y alivio conmovió el alma de Stephen. Su dolencia física explicaba en gran parte la inactividad de Ned Halley.

El doctor John escribía en ese momento la receta.

—Nada podemos hacer por él, como no sea administrarle drogas estimulantes y atenderlo lo mejor posible —y dirigió una mirada inquisitiva a Steve—. ¿Puede usted conseguir una enfermera?

—No si hay que pagarle.

—Entonces, escuche, Steve: La Diócesis debe hacerse cargo de él. Envié a su párroco a algún hospital, donde lo cuidarán bien. Siga usted mi consejo: informe al deán.

Testarudo como buen Fermoyle que era, endureció Stephen el cuello.

—No puedo hacer tal cosa, John. Ned Halley ha sido echado de todas partes durante su vida. Ha sido un fracasado, un paria de la Iglesia. No puedo sacarlo de San Pedro. Si ha de morir, debe morir en su propio lecho de pastor de esta su parroquia.

—Admiro su lealtad pero no puedo convenir con usted —y extendió el médico dos recetas—. Déselas según mis instrucciones. Por fortuna, sufrirá poco. Más padecerá usted.

En el porche de la casa parroquial permanecieron durante un momento Stephen y el médico juntos. Eran dos hombres pensativos de más o menos la misma edad, de parecido temperamento y contextura física: uno administraba medicamentos de orden físico y el otro de índole espiritual. Identificáronse allí de tal manera que sintieron un verdadero afecto entre sí.

—Adiós, John. Saludos para Rita y el niño.

Se estrecharon las manos.

Llámame si empeora. Creo que se ha echado usted una carga sobre los hombros.

A sus deberes de sacerdote añadió Stephen los de cuidar al enfermo. Cuando la enfermedad atacó el sistema nervioso del anciano, hubo de lavarlo y alimentarlo. Hubiera necesitado ayuda de una enfermera profesional, pero como el tesoro parroquial estaba exhausto, la mecánica faena de atender continuamente al pastor recayó sobre Stephen. A veces lo relevaban Bethr Crevecocur o Agathe d’Eon. Pero la pesada responsabilidad de atender a aquel incurable anciano recayó enteramente sobre los hombros de Stephen. Al principio, el mero contacto físico revolvíale el estómago. La chata u el orinal, el paño de lavarse la cara y la toalla producíanle náuseas. Cerraba los ojos cuando frotaba las viejas carnes de Ned Hallye con alcohol y contenía la respiración cuando los olores del cuarto del enfermo llegaban a las ventanas de su nariz. Pero aquella etapa fue superada. A la nausea sucedió la piedad y a esta el asombro que despertaron en él la paciente dignidad del carnal tabernáculo en que moraba la esplendente alma de Ned Halley.

Cierto día del mes de agosto, muy húmedo, recibió Stephen una visita. Al responder al llamado hecho en la herrumbrada puerta verde, vio a un delgado y pecoso muchacho en el porche. Stephen habría reconocido aquellas pecas en cualquier parte.

—¡Jeremías! —exclamó—. Jemmy Splaine… ¿Cómo pudiste llegar hasta aquí? —Poco a poco, Padre.

—Entra, que aquí hace mucho calor. Te vas a derretir sino entras y nada podremos hablar, entonces. Ven a beber un poco de agua.

Y llenó Stephen un alto vaso con agua de la bomba.

—¿Cómo andan las cosas en Santa Margarita?

—Perfectamente, Padre.

—¿Recuerdas la primera vez que me ayudaste a decir misa? Parecíamos dos jugadores de manos por los movimientos que hicimos con el Libro —ambos rieron—. ¿Qué es de El Lácteo…, es decir, del Padre Lyons?

—Está allá todavía. Ahora enseña al coro parroquial en la escuela únicamente canto llano. ¡Vaya si nos enseña!: Los muchachos lo echamos mucho de menos, Padre.

—Yo también os recuerdo, Jemmy. Fuisteis mis primeros alumnos.

—¿Qué tal los muchachos de aquí? ¿Practican deporte?

—No… No hay deportes aquí, Jemmy. Casi todos son francocanadienses y prefieren la pesca y la caza con trampas al béisbol. No obstante, podrían ser buenos jugadores dehockey. ¿Te gustaría un almuerzo de fresas azules y leche?

—¡Claro que sí, Padre!

Jemmy comió dos cuencos llenos de fresas azules y dejó luego la cuchara sobre la desnuda mesa. Si consideró magra la comida, no lo demostró. Otra cosa parecía preocuparle…, algo más importante que la añoranza de los felices días vividos en Santa Margarita. Stephen, previendo sus palabras, aguardó que el muchacho hablara.

—Padre —dijo Jeremías—, quiero ser sacerdote.

Tímida exteriorización de su vocación… Orgulloso reconocimiento de sus dotes sacerdotales.

Stephen recordó sus propias palabras, tímidas y orgullosas, expresadas en otro cuarto, mucho tiempo atrás, al responder a la pregunta del Padre O’Connor: ¿Qué edad tienes, Stephen?

Catorce y estoy por cumplir quince, Padre.

Luego de una breve transición, volvió al presente.

—¿Qué edad tienes, Jeremías?

—Casi quince años, Padre.

—¿Y desde cuándo sientes deseos de ser sacerdote? —Desde el día en que estropeé su primera misa.

Stephen reconstruyó mentalmente el proceso: un niño, hambriento de heroísmo, asiste al desfile de la caballería, montada en briosos corceles, y suspira por las charreteras del mando… Otro cambia el libro de Misa del lado de la Epístola al del Evangelio, en el altar, mientras el celebrante, ricamente vestido, recita el Gradual…, y anhela ser sacerdote: la más vieja historia del mundo. La juventud imagina siempre las más bellas aventuras… Con todo, resolvió profundizar su examen.

Salgamos a dar un paseo, Jemmy. Te mostraré la iglesia.

Por un sendero sombrero por arces, cuya verde y fresca atmósfera le daba un aire casi submarino, dirigiéronse hacia San Pedro. Un manto de hiedra cubría su armazón granítico dándole una apacible apariencia pastoral.

—¿Qué crees tú que es un sacerdote, Jemmy?

Con su juvenil pincel comenzó Jemmy Splaine a trazar un bosquejo de su héroe. Vaya… Un sacerdote es un ser… sagrado.

—¿Por qué?

—Porque sus manos tocan el Cuerpo de nuestro Señor todos los días en el Santísimo Sacramento y eso le hace desear parecerse a Él…, por lo menos lo más posible.

—De modo que un sacerdote es una imitación de Cristi, ¿no es así?

—No me agrada la palabra imitación —dijo Jemmy.—

Me gusta más: parecido.

—Sutil diferencia… ¿Y en qué consiste tal parecido?

—En el amor al prójimo, en el perdón.

—¿En el perdón de qué?

La pasión teológica de Jemmy surgió atemperada por la verdad.

—De las ofensas hechas a Dios y del sufrimiento que se le causa al pecar.

—Pero, ¿no sufrió Su Hijo? Cuando encarnó en la tierra sufrió terriblemente.

Acababa de rozar Jemmy el fundamental misterio de la Encarnación, el acto mediante el cual el Ser Puro se manifestó singularmente en la carne. Conmovió a Stephen la idea de la divinidad y corporeidad de Cristo que tenía aquel pecoso aspirante al sacerdocio. El muchacho tenía razón.

Habían llegado a la puerta de la sacristía. Se internaron en su penumbra. Frente al altar se arrodillaron. Jeremías expresó un secreto deseo y se puso a contemplar la iglesia. Acostumbrado a los mil accesorios del templo de Santa Margarita, asombróse ante tanta pobreza.

—¡Qué pobre! —dijo en tanto abandonaban la iglesia.

—¿Te avergonzaría el servir a Dios en una parroquia pobre?

Jemmy meditó.

—No. Creo que no.

Stephen tenía interés en comprobar la capacidad de resistencia del muchacho.

—¿Abandonarías a tu familia y tus amigos para ir adonde te envíen tus superiores? Debes pensar en ello…

—Ya hhe pensado…; Padre.

Faltaba la última prueba, cruel, pero indispensable.

—Quiero que conozcas a nuestro párroco, el Padre Halley —dijo Stephen—. Es un hombre magnífico. Y llamó a la puerta del párroco.

—Un visitante de Malden, donde estuvo usted hace años, Padre. ¿Puede entrar?

Jemmy entró, entonces, en la miserable habitación del enfermo que olía a senectud y enfermedad. Vio el pobre moblaje, la voluminosa cama de bronce y al desdentado viejecillo sostenido por un montón de almohadas.

—Padre Halley, he aquí a Jemmy Splaine, uno de mis primeros acólitos.

El viejo sacerdote murmuró una frase de circunstancias. De su boca se deslizó un hilo de saliva.

Stephen la enjugó con una toalla y observó cómo Jemmy controlaba sus nervios ante la triple impresión que le produjeron la voz, la apariencia y el olor de aquel hombre.

Tembló el muchacho y sus pecas se tornaron color azafrán.

¿Era injusto o un error enfrentar el fin con el comienzo? Si una horrible clarividencia permitiera a un joven prever la final etapa de decadencia física de su bienamada, ¿se atrevería a seguir amándola? ¿O vería surgir en la ya casi espectral arcilla humana un dedo fantasmal que desde el espíritu del ser decadente lo estimularía y afirmaría en su amor?

Ned Halley respondió a la cuestión elevando su marchita mano.

—Tiene usted una vocación… —su tono fue el de un clarividente y tan alegre como el de un centinela que reconoce a un camarada—. Una brillante vocación. Dios lo bendiga.

E hizo el viejo sacerdote el signo de la Cruz.

In nomine Patris, et Filli, et Spiritus Sancti —agregó.

Constituyó esta frase su bendición y su contraseña.

Adelante, amigo, pareció decir; adelante con confianza, loando a Dios en tanto avanza