Capítulo IV

La tensión de una tormenta demorada impregnaba la atmósfera cuando descendió Stephen a la terraza. Las llamas de las velas colocadas sobre el cristal que recubría la mesa, apuntaban directamente hacia el inmóvil firmamento. La tierra clamaba por el agua. Era aquella una noche ideal para un baile de fantasía. Los músicos instalados en el escenario se hallaban listos para iniciar la velada. Como de costumbre, las presentaciones efectuadas por la princesa hicieron que cada cual se sintiese mimado y favorecido por ella. Con tono acariciador presentó a Stephen a todo el mundo, y, por último, lo exhibió como un trofeo ante Ghislana Falerni.

Desde su silla de sauce saludó la contessa a Stephen con su habitual parquedad de palabras y movimientos: extendió su mano desnuda con la palma hacia abajo y pareció más dispuesta a sonreír que a hablar. Luego expresó la alegría que le causaba el verlo tan inesperadamente y recalcó la feliz circunstancia que hacía que los hombres pudieran prestarse unos a otros sus pantalones de franela.

—Una mujer, en cambio, no puede fiarse de algo que no ha sido cosido para ella —agregó.

Stephen tuvo ganas de decir que cada puntada del traje de espumilla color de limón que en ese instante lucía, había sido dada en su nombre. Pero reprimió aquella frase galante y resolvió no ir más allá de lo que exigían las reglas sociales.

Habíase enredado ya en la chismografía circundante cuando la princesa invitó a sus huéspedes a la mesa. Stephen se halló, de pronto, entre ella y las mellizas Alessandro. Ello lo liberó del riesgo de conversar con Ghislana, aunque lo expuso al peligro aún mayor, de mirarla por encima de la mesa alumbrada por bujías. Imponiéndose una férrea disciplina, trató de no mirarla. Pero fue en vano. La imagen de ella surgió en su memoria como en una sensible película.

La princesa batió palmas.

—Como todo el mundo habla aquí italiano —dijo—, no habrá traducciones esta noche.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó Roberto.

—Ello me obligará a representar tan sólo dos papeles —prosiguió la princesa—, que son: el de la dueña de casa, sorda, que ha perdido su trompetilla acústica, o el del croupier maligno que instiga a hacer una ruidosa apuesta.

—La dueña sorda…

—El croupier maligno…

—Representaré los dos —de entre los objetos que decoraban la mesa extrajo la princesa una calabaza en forma de trompeta y la aplicó a su oído—: Que dis-tu…? Más fuerte, por favor —mientras sus huéspedes reían de su mímica, atrajo hacia sí, como un croupier, cucharas, saleros, cuanto se hallaba a su alcance—: Faites vos jeux, messieurs, mesdames. La rueda es traicionera, pero muchos son también los que han ganado. ¡La uva, Umberto! Trae las botellas de dos litros.

A través de la mesa, los ojos de Ghislana Falerni parecían decir a Stephen:

—No os asustéis. Es un juego inocente e inofensivo. Disfrute confiado.

Stephen bebió un solo vaso de champaña. Apenas contribuyó al derroche de ingenio y de risas que se produjo alrededor. Roberto, en cambio, fue el verdadero animador de la reunión, a pesar de su talón inflamado. Comenzó con el relato pintoresco de su viaje a pie con Stephen. A pesar de la dudosa veracidad de los detalles, pintados con todos los colores de su paleta en el breve lapso de tres minutos, resultó el boceto muy divertido. Lord Chatscombe respondió con el relato, que duró media hora, de un viaje similar efectuado por él a los Bajos Pirineos veinte años atrás.

—Seguímos el camino recorrido por Wellington durante su campaña contra Bonaparte —comenzó Su Señoría. Y luego, a la manera de un dragón, prosiguió con su descripción completa de la guerra peninsular. Cada barranca convertíase en un reducto formidablemente fortificado, según las aburridas palabras de Su Señoría.

Para salvar a sus huéspedes de las garras de la victoria final de Wellington, agitó la princesa, desesperadamente, sus pestañas, como apelando a Roberto: Contened al inglés antes que tome a Italia, pareció decir.

Ante aquella señal, Roberto se levantó como un aeróstato. Sin útiles ni preparación alguna, convirtió la terraza en una encantada cubierta de barco llena de personajes surgidos de su imaginación. Empezó con la imitación de un mercader libanés que se esforzaba por vender un cargamento de gusarapientos higos al archimandrita de Atenas, a quien sobraban los higos y faltaba un tapete para orar en su capilla. Tomó Roberto una servilleta de la mesa y trocóse al instante en un sirio vendedor de tapices, quien, por un extraño capricho de la suerte, podía ofrecer el artículo necesitado. Inventó dialectos y vocabularios para describir su tapete. Las dimensiones de este aumentaron hasta que toda la terraza quedó cubierta por una alfombra de insuperable belleza: obra de un artista ermitaño que hubiera consagrado su vida a aquella conjunción de flores y frutas, sobre todo de higos, que formaban una compleja alegoría de la vida de Mahoma. Lo malo era que al archimandrita resultábale intolerable la idea de extender un tapete mahometano sobre el suelo de una iglesia católica ortodoxa. Cortésmente, Roberto exhibió un nuevo tapiz en el que se hallaban representados los nueve más famosos milagros de San Atanasio. También este motivo era inconveniente para el archimandrita. ¿Cómo es posible que pies creyentes pisen la sagrada imagen de un gran santo?, inquirió.

Roberto no supo qué contestar a aquel vanidoso. Aturdido y apesadumbrado, abandonó el tema y se tornó en un bufón que defendía a un establero enamorado sin esperanza de la dama de un castillo situado en una alta cumbre, en la región más remota de Aquitania.

Stephen y los restantes huéspedes se sintieron transportados por aquella interpretación henchida de imaginación y energía. En tanto se aproximaba la lluvia, se intensificaba la presión atmosférica y adquiría la reunión el aspecto de una fête champétre, olvidó que no debía mirar a Ghislana Falerni. Al principio regodeóse en el placer visual de pintar su retrato con rápidas ojeadas. Luego, mientras la luna, semejante a un florín, trepaba en el cielo, quedó fascinado por los detalles de aquel retrato: su cabeza de medallón, tan semejante a la de Roberto, su garganta y hombros color de gardenia y los opulentos contornos de su cuerpo, que parecían sumidos en una penumbra en parte mítica y profundamente misteriosa.

Mientras se reprochaba a sí mismo sus miradas, los ojos de la contessa lo observaron sobre la mesa. La mirada mantúvose durante un momento sobre él, vaciló, y, por último, lo dominó de nuevo. Él dejó de reír y no volvió a levantar los ojos hasta que cesó de fluir la cómica palabra de Roberto.

Después de la cena todos variaron de sitio. Algunos siguieron a Roberto a la huerta de perales para jugar a un complicado juego que se basaba principalmente en la caza y provocaba muchas risas. Varias parejas se perdieron entre los árboles. En la casa, alguien jugueteaba líricamente en el piano. Stephen se puso a charlar en el prado y esforzábase por vencer el deseo que lo instaba a aproximarse a Ghislana Falerni. La luna parecía navegar en un mar de nubes semejantes a transparentes cendales, cuando dejó, por último, de reprimirse y se decidió a afrontar la situación.

La mirada de la contessa fue una especie de repetición, con sordina, de la que le dirigiera un momento antes a través de la mesa: una sencilla frase. Luego, modulándola hasta convertirla en una segura melodía, dio ella con el tono exacto para excitar la mente de Stephen sin perturbar sus sentidos.

—¿Será un espejismo de mi imaginación, Monseñor, o de veras me ha estado usted eludiendo?

—Su imaginación es tan viva como la de Roberto. Lo cierto es que toda la tarde he ardido en deseos de dirigirle la palabra.

—Hablemos entonces…, simplemente al principio y verazmente luego —parecía la contessa una jugadora de croquet que ofreciese a su huésped un juego de mazos—. Puede usted comenzar, Monseñor.

Stephen incluyó al cielo, la contessa y a sí mismo en el irónico movimiento de su mano.

—¿Por dónde empezaré?

—No importa por dónde sea. Las tres primeras frases nunca cuentan. Luego, si algo tenemos que decir, lo diremos.

Su tono cínico y cordial mantuvo el juego en el plano en que ella quería que estuviese. Stephen rio.

—Bien —dijo—. ¿Dónde pasó usted el verano?

—En Capri, preferentemente. Tengo allí una casa. El baño y el remo me encantan —¿Ve usted cuán fácil es?—. ¿Y usted por dónde ha andado?

—Oh… He estado tirando de un remo mecánico.

—¿No le ha parecido Roma insoportable durante el verano?

A la tercera frase descubrió Stephen que hasta el hablar del tiempo resultaba peligroso con aquella mujer. El recuerdo de su lucha de todo el verano contra la imagen de ella lo traicionó en ese instante.

—De un modo u otro…, he sobrevivido —dijo.

—¿De un modo u otro? Estas palabras tienen. Monseñor, un tono melancólico. Sin embargo —el pañuelo de encaje de la contessa cubrió sus dedos y ojos—, admito que no hay otros vocablos para describir la forma de vida de muchas personas.

Los primeros movimientos habían sido hechos. Ahora podía comenzar la verdadera historia. Pero ni la contessa ni Stephen estaban dispuestos a sondear sus profundidades. En silencio, Ghislana Falerni desplegó su pañuelo de encaje, a manera de tambor, sobre sus rodillas y fijó en él la mirada como una reina cautiva contemplaría un rico e inútil bordado hecho con sus propias y perezosas manos. Aquella actitud transmitió, más claramente que palabra alguna, cuanto deseaba decir al hombre que se hallaba a su lado. No me tome por una hechicera a la que hay que aproximarse con cautela, decía aquella mirada, sino como a una mujer cansada ya de ser una cosa decorativa en un jardín. No me considere como una amenaza a su alma de sacerdote, sino como una compañera condenada a arrojar guijarros, día tras día, en una urna solitaria.

Aquel ruego perturbó la mente y la conciencia de Stephen. Dos veces habíase equivocado al juzgar a Ghislana Falerni. En sus sueños juveniles habíala trocado en una inaccesible madona, en una especie de Beatriz asomada a un místico balcón. Y en una época más reciente había llegado a creerla una mezcla de diosa terrestre de altas caderas y una mujer de mundo adornada con exquisitas guirnaldas. ¿La veía ahora a través de un nuevo velo de ilusión, o estaba juzgando, cara a cara, a una mujer melindrosa y solitaria que se esforzaba por respirar en un estuche de cristal?

No habría podido Stephen precisarlo. Por otra parte, no se atrevió a confiar en sus propias impresiones sobre la contessa. Sólo sabía que, cuanto más la observaba, más enigmática y complicada tornábase aquella mujer, que parecía una profunda clave femenina ansiosa por ser descifrada en diversos sentidos.

Comprendió Stephen que su situación en la terraza y en la vida de la contessa era insostenible y totalmente falsa. La experiencia y el instinto aconsejáronle alejarse… Pero no pudieron arrancarle de la magnética influencia que ejercía sobre él Ghislana Falerni. Pensó entonces, a manera de pobre solución, en dar a la conversación un giro impersonal, para que su temor se diluyera en lugares comunes.

—¿No le parece que Roberto estuvo hecho un payaso esta noche? —sus palabras sonaron pastosamente, como el puño de un niño que golpeara en el flojo parche de un tambor—. ¿Vio usted jamás algo más cómico que su imitación del traficante de tapices?

La contessa retornó de su sueño del tambor.

—¡Si lo viera usted en el agua!… Se halla en la gloria cuando está en ella. En Capri, este verano, fue todo un delfín azul durante una semana. Hasta el Cardenal Giacobbi rio de sus cabriolas.

Sinceramente perplejo inquirió Stephen:

—¿La visitó el Cardenal secretario en Capri?

—Todo el mundo me visita allí —el reproche osciló como un pétalo en los labios dé la contessa—. Si me hubiera hecho usted una visita de cortesía en Roma la primavera última habríalo yo invitado a visitarme un día de fiesta.

Stephen guardó silencio.

—Sin duda —prosiguió ella—, usted la habría rechazado.

—¿Qué otra cosa podría yo hacer? No es usted mi prima…, ni soy yo un anciano Cardenal.

La noche giró sobre un eje silencioso.

—¿Quiere usted decir que no puede ser mi amigo?

La pregunta de Ghislana Falerni entrañaba una sincera y respetuosa propuesta. En el timbre de su voz reconoció Stephen a una emocional camarada que le proponía compartir, sinceramente, una parte de su aislada y triste existencia. Como hombre, no podía Stephen rechazar aquel ofrecimiento, pero como sacerdote érale imposible aceptarlo. Grabadas estaban en su mente las palabras de Crisóstomo y Jerónimo, los dos santos consejeros: Huye de las mujeres libres. Por otra parte, sabía que sus sentimientos hacia Ghislana Falerni no se basaban en la amistad. Con todo, la ilusión atraíale y la esperanza elevábale en sus alas rosadas. ¿Por qué aquello no iba a ser posible? Auxiliado por la llama pura de la disciplina y un tacto proveniente de la gracia, podría él transformar la arcilla prohibida en una santa vasija.

—Me agradaría ser amigo suyo…

La ligera brisa, salpicada de lluvia, levantó los bordes de la banda de gasa de la contessa por encima de sus hombros. Sus manos aprisionaron la huidiza prenda. Pero ya era tarde. Uno de los extremos de la banda rozó la mejilla de Stephen. La descarga hizo temblar los nervios faciales de este.

Vaharadas de perfumado aire campestre llegaron a la terraza. La atmósfera de la medianoche parecía próxima a diluirse en la lluvia. Sobre un brazo de Stephen reposaba el extremo de la trena de la contessa, como testimonio de una verdad demasiado evidente para ser negada e imborrable para desaparecer aunque aquella fuese retirada.

Desde la terraza veía Stephen un huerto de perales bañados por la luna y cargados de frutos.

Muy dichoso se habría sentido de haber dicho: Vayamos al huerto…, a recordar… Y al oír cuchichear a Ghislana Falerni: Sí…, para recordar siempre. Pero no pudo pronunciar tales palabras. Lo único que pudo decir para desahogarse fue su nombre:

—Ghislana.

—Stephen… Mucho tiempo he deseado llamarle por su nombre.

—Yo la he nombrado miles de veces.

A lo largo de la hierba, pequeñas corrientes de aire remolineaban anunciando la lluvia.

—¿Y yo, cómo le respondí?

La respuesta de Stephen fue apenas audible:

—Con palabras que sólo deben decirse sobre la hierba, bajo un peral.

La primera gota de lluvia fue el punto final de la conversación.

La tierra permanecía sumisa bajo la penetrante lluvia en tanto vadeaba Stephen un campo de heno. A sus espaldas rondaba su Adversario con cuernos. El lobo de la medianoche hablase lanzado fuera para destruir almas. Bajo la lluvia arribó Stephen a un otero ligeramente arbolado y trepó por su zarzosa cuesta. Las ramas le daban en el rostro y las espinas desgarraron su piel y sus ropas. Ya en la cumbre, miró las iluminadas ventanas superiores de la casa de campo. Su desprecio por las mórbidas flagelaciones’ le impidió darse el lujo de lanzarse boca abajo para confesar a la tierra cubierta de espinas la naturaleza del deseo que en él despertara Ghislana Falerni. No le era ya posible engañarse respecto del peligro que aquel implicaba. Por más poético que fuera su ropaje. Ghislana Falerni constituía, sin lugar a dudas, una incitación al pecado. Aun cuando era una sensitiva mujer solitaria, capaz de una gran amistad…, era también una verdadera amenaza para su alma inmortal.

Bajo una adelfa de la que escurrían gotas de lluvia, sentóse Stephen, pensativo. Con la barbilla entre las manos meditó sobre lo que convenía hacer. Obvio era que un ángel estableciera en un libro de oro que a él incumbía la grave responsabilidad de evitar toda nueva visita a la Eva de la casa de campo. La experiencia demostraba que podía ella sugestionarlo y atraerlo hasta matar en él al sacerdote. Dos veces había fracasado en su intento de resistir a sus encantos. Debía, pues, evitar una tercera caída. Mientras seguía goteando la adelfa y se iban apagando, una a una, las luces de la casa de campo, halló él la solución. Partiría al día siguiente, sin ruido, antes del alba. Nada de exclamaciones ni adioses. Antes del desayuno regresaría a Roma: se retiraría muy espiritualmente…, para no volver a ver jamás a Ghislana Falerni.

Tomada esta resolución, regresó Stephen a la casa en tinieblas. Ya en su habitación quitóse sus mojados pantalones de franela y escribió una breve nota a Braggiotti: Querido Beño: Debo retomar a Roma inmediatamente. Saluda en mi nombre a la princesa Lontana y a la «contessa». Nos veremos bajo la cúpula cuando regreses de tus vacaciones. Afectuosamente. Stephen.

Había doblado ya la hoja, y se disponía a deslizaría bajo la puerta del cuarto de Braggiotti, cuando entró Roberto, cojeando. No era ya este el mago que exhibiera tapices y laúdes, sino un rugoso hombre vencido por el sueño que arrastraba sus doloridos e inflamados pies.

—¿Quieres echar un vistazo a esta maldita ampolla. Stephen? Se ha agravado. Los saltos que di esta noche la han empeorado.

Stephen examinó la irritada ampolla.

—Viejo, esto está infectado. Debes consultar a un médico. Escucha: mañana a primera hora regresaré a Roma. Alquilemos un auto y volvamos allá juntos.

—No pienso volver a aquel horno —y miró Roberto hacia lo alto con ojos inquisitivos—. ¿A qué se debe tan súbita partida? ¿No te agrada esta gente?

—Basta de preguntas. He resuelto volver.

Braggiotti se mostró disgustado:

—No puedes dejarme en la estacada, Stefano. Iniciamos la excursión juntos, ¿no es así? No puedes abandonar de esta manera al Padre Aguila, ahora que está inválido.

—Estarás en buenas manos.

—¿En qué manos?… ¿En las de la baronesa Sigismunda, que parecen dos bollos de pasas? ¿Te imaginas a los inverosímiles mitones de Chatscombe arrollando mi venda? —adoptó Roberto un tono zalamero—. Te necesito, Stefano. Llamaremos a un médico mañana por la mañana. Por favor, aguarda hasta que venga.

Stephen meditó sobre los riesgos.

—Está bien —gruñó.

Mientras la lluvia batía el tejado de su dormitorio comprendió Stephen, a través del perfume de aceite esencial de trébol que llegaba hasta allí, proveniente de la tierra anegada, que se había equivocado.

El único facultativo de las inmediaciones era un jorobado con apariencia de reliquia, mitad médico y mitad albéitar, que practicaba también, de vez en cuando, la cirugía.

El doctor Manescalco, para nombrarlo según su título honorario, abrió con una lanceta al día siguiente, y dejando de lado la antisepsia, el talón de Roberto. Luego aplicó sobre este una cataplasma de hierbas calientes para que saliera el pus. Breves fueron las instrucciones que dio a Stephen:

—No debe apoyarse en los pies. Cambie la cataplasma cada cuatro horas. Fácil le será a este joven de sangre fuerte vencer la infección.

—¿Y si se extiende? —preguntó Stephen.

—Le colocaremos una cataplasma sobre toda la pierna —dijo el doctor, mientras exploraba en su arsenal médico.

Stephen comprendió que le convendría no herir la susceptibilidad profesional del médico:

—¿Qué le parece si regresamos a Roma?

—¿A Roma? ¡Ja, ja! Quizás más adelante. Todavía no está el paciente en trance de recibir los últimos sacramentos. Diez liras, por favor.

Stephen pasó la mañana cuidando a Roberto. Hacia el mediodía la princesa y sus huéspedes comenzaron a entrar en la habitación. Observáronse entonces las convenciones corrientes en un cuarto de enfermo. Los hombres mostráronse fanfarrones y fingidamente cordiales y las mujeres llamaron tímidamente a la puerta y entraron de puntillas con peras, uvas y ramilletes de flores. La baronesa Huntzdorf, muy posesionada, frotó con su pañuelo la húmeda frente de Roberto. Y en tanto Ghislana Falerni, vaporosa en su traje de lino color orquídea, se inclinaba para aplicar su beso de prima en la frente de Braggiotti, abandonó Stephen la habitación.

—No vuelvas la cabeza. Fermoyle —exclamó Roberto—. Mira cómo disfruto de los cuidados de la Compasión encarnada. Más compasión. Ghislana… Estoy muy enfermo.

Todos rieron, menos Stephen.

—¡Fuera las visitas! —ordenó—. Voy a cambiar la cataplasma.

A media tarde se permitió Stephen salir para aspirar un poco de aire fresco. Breviario en mano, dirigióse hacia la terraza bañada por el sol para leer el oficio del día…, cosa que debía haber hecho antes del mediodía. Era la fiesta de la Natividad de María. Las oraciones que a ella correspondían eran singularmente bellas y apropiadas. Mientras trataba de concentrarse en su sagrado oficio, oyó gritos y aplausos provenientes del court de tenis, donde se jugaba un partido de dobles mixtos. Ghislana Falerni actuaba en pareja con lord Chatscombe, contra la baronesa Huntzdorf y su compañero. Stephen había considerado siempre a la contessa una belleza estática. Ahora, al verla agacharse y correr en busca de la pelota, pensó que en movimiento resultaba fascinante y graciosa. Al jugar parecía una cinta de seda que no terminaba de salir de su carrete. Olvidó él su breviario en tanto se precipitaba ella, toda de blanco, sobre la red para dar un sorprendente golpe de gracia ante una larga hilera de espectadores.

De nada me sentirá, pensó Stephen mientras se volvía hacia la sombra del huerto. Mientras descendía por un sendero flanqueado por perales concentróse en la lección en que San Agustín compara a Eva y María, las dos mujeres que influyen en la vida de los hombres:

Eva era triste. María, alegre. Eva tenía el corazón bañado en llanto; María, inundado de gozo. Eva fue madre de pecadores y María dio a luz al Inocente. Eva hería, María curaba. Reverberen panderos bajo los ágiles dedos de esta joven madre. El cántico de María ha vencido a los elementos de Eva.

Confortado y repuesto, volvió Stephen a sus deberes de enfermero. Se alarmó al ver el pie de Roberto. Rojas estrías subían por su muslo. Movíase Braggiotti febrilmente y se quejaba de dolor de espalda y de un terrible dolor de cabeza. Desesperado, preparó Stephen una cataplasma más grande y cubrió la pierna del enfermo desde la rodilla hasta el pie, remedio este inocuo y rústico, en su opinión, para contener la infección, que avanzaba rápidamente.

A la hora del cóctel dirigióse Stephen, muy abatido, a la terraza.

Nuevos huéspedes acababan de llegar, entre ellos una celebridad: Louis Duhamel, uno de los más grandes intérpretes de Debussy. Afanosamente disponía la princesa el decorado para un concierto tres intime después de la cena. En el momento oportuno sería invitado Duhamel a sentarse ante el piano y pasarían la noche escuchando sus exquisitas interpretaciones.

Stephen no se atrevía a decirle a la princesa que Roberto había empeorado, para no estropearle la fiesta. ¿A quién le diría que la ardiente cabeza de Roberto y su delirio eran síntomas inequívocos de una intoxicación general de su sangre? Ghislana Falerni era la única persona que se interesaría por el enfermo. En voz baja la puso al tanto del estado de Roberto.

—No quiero alarmar a la gente… Pero creo que debe ser trasladado a un hospital.

—Eso quiere decir que debe ser transportado a Roma, ¿no es así?

—Sí. Supongo que podremos alquilar algún automóvil.

—La princesa tiene varios —Ghislana meditó en busca de la mejor solución—. Escuche: guardaré unas cosas en mi bolso y me encontraré con usted en la cochera dentro de veinte minutos. Nos escurriremos de aquí sin hacer ruido, para no estropear el concierto de Duhamel.

Stephen opuso una torpe objeción:

—¿Es necesario… que venga usted… con nosotros?

La contessa respondió con agudo realismo:

—No será indispensable si puede usted guiar un coche europeo con la dirección a la izquierda a través de caminos montañosos en tinieblas…, y cuidar, a la vez, a un paciente que delira. ¿Será usted capaz de ello?

—Me parece que no… Mejor será que nos acompañe.

Ayudado por Umberto, preparó Stephen al paciente para el viaje a Roma. Hacia el crepúsculo descendieron con Roberto por la escalera trasera y lo introdujeron luego en un roadster Fiat que Ghislana confiscó para el caso. Furtivamente se deslizó el automóvil por la calzada de grava para vehículos sumida en la oscuridad. Sólo cuando quedaron ocultos tras los robles apretó ella el acelerador.

—¡Hecho consumado! —exclamó Ghislana. Habíanse convertido en dos conspiradores.

Bajo la misma luna semejante a un florín que alumbrara el día anterior aquel lugar, alejáronse en dirección a Roma. Jamás había visto Stephen a una mujer tan diestra en el volante. Por sinuosos y miserables caminos condujo Ghislana el Fiat abierto. Sólo una vez extravióse en aquel enmarañado laberinto. Al descender de la fría atmósfera montañosa atravesaron una aldea situada al pie de la colina Sabina. Se hallaron entonces ante una carretera bifurcada. La única luz visible en la aldea provenía del holliniento farol que pendía ante la puerta de la taberna.

—Por favor, averigüe qué camino conduce a Vicovaro —dijo Ghislana—. Creo que el de la izquierda, pero no estoy segura.

Stephen abrió de golpe la puerta de la taberna. Un grupo de contadini, con los ojos nublados por el humo y el vino, seguían jugando a una interminable briscóla.

—¿Cuál es el camino de Vicovaro? —preguntó Stephen.

Los jugadores levantaron la vista, asombrados por aquellas palabras ajenas al juego.

—Vuelva hacia la izquierda —dijo uno de los hombres. Los otros asintieron con la cabeza, como diciendo: Vaya, por supuesto. «Siempre» se vuelve hacia la izquierda para dirigirse a Vicovaro.

Stephen dio las gracias al hombre y trepó de un salto al automóvil.

—Por la izquierda —dijo. Al deslizar nuevamente su brazo en torno de Roberto rozó, sin quererlo, el hombro de la contessa.

Mientras atravesaban Vicovaro recordó Stephen la noche que él y Roberto pasaran en la posada que se cernía sobre una catarata. Alegres y ágiles habían reído y luchado juntos Américus y Pluma de Águila en aquel inocente día festivo. Ahora, tres días después, y padeciendo ambos una grave infección: en su cuerpo gravemente enfermo uno y en su alma moralmente en peligro el otro, volvían a Roma.

Sólo en ciertos momentos recobraba Roberto la lucidez. En general, movíase de un lado a otro, decía cosas sin sentido y mencionaba nombres y lugares desconocidos para Stephen.

—¿Entiende usted lo que dice? —inquirió a Ghislana.

—Cree que somos otra vez niños —sollozó ella—. Sujételo, Stephen. Está golpeando el volante con el codo.

Era ya cerca de medianoche cuando se detuvo el Fiat ante el Hospital Franciscano, sobre la Vía Reggio.

Un soñoliento portero ayudó a Stephen a sacar a Roberto del coche.

—Aguardaré aquí —dijo Ghislana.

Media hora después seguía esperando junto a la acera. De pronto vio que Stephen bajaba la escalinata.

—¿Qué dicen los médicos? —preguntó.

—Han diagnosticado septicemia fulminante, la peor clase de intoxicación de la sangre —Stephen dejóse caer en el asiento, junto a ella, y se culpó a sí mismo—: Debí traerlo ayer.

Como toda mujer, ella restó importancia a la situación y dijo, para consolarle:

—No se culpe a sí mismo. Stephen. Aquí lo cuidarán bien —Ghislana trató de dar un tono impersonal a su voz—: Debe de estar usted hambriento. ¿Le agradaría venir a comer algo a mi departamento?

Stephen no tenía ganas de comer ni de beber. Sólo deseaba gozar de la sedante compañía de Ghislana Falerni… Pero eso era imposible, porque constituiría una tentación.

—Es muy tarde. Mejor será que me lleve a mi alojamiento.

A través de la ciudad, envuelta en vapores, se desplazó lentamente el coche, como si deseara ella prolongar el lapso que permanecerían juntos. Las compartidas experiencias de los últimos dos días y su común cariño por Roberto Braggiotti dábales la ilusión de que vivían próximos desde hacía muchos años y que así continuarían mediante algún milagro. Pero el milagro no se produjo. Ante el portón de la casa en que se alojaba, abrió Stephen la portezuela del automóvil y se alejó de Ghislana Falerni, después de aquel viaje de toda la vida.

Eran las dos de la mañana cuando, exhausto, cayó dormido Stephen. A las nueve lo despertó una llamada telefónica del Hospital Franciscano, desde donde le comunicaron que Roberto se extinguía rápidamente. Bañado en lágrimas y orando cayó de hinojos ante el lecho de Roberto, mientras le eran administrados a este los últimos sacramentos de la religión católica.

Hacia el mediodía entró en coma el diplomático más joven y de más brillante porvenir del Vaticano. Dos horas después se extinguía aquel ser alegre y atractivo, víctima de una aguda septicemia de carácter general.

Aquella semana señaló el fin de la juventud de Stephen. Una etapa de su vida concluyó cuando la puerta de la bóveda giró, rechinando, para ocultar la arcilla mortal de Roberto Braggiotti.