Capítulo III
La estrella Sirio brillante junto a la boca del Gran Can. Los habitantes de L’enclume volcáronse en el campo a recoger las maduras fresas azules e los altos arbustos abrasados por el ardiente sol de agosto. Como Berthe Crevecocur y Agathe d’Eon pasaban el día fuera, juntando fresas, la tarea de cuidar a Ned Halley recayó enteramente sobre Stephen. La limpieza de la casa y la atención del enfermo tornáronse agobiadoras. Amontonáronse los platos en el sumidero y la baraúnda doméstica llegó a escapar a su control. Entonces comprendió Stephen por qué Adele Menton, al igual que un sinnúmero de mujeres, parecía sufrir de una perpetua fatiga.
Para huir de la cruel rutina de la cocina y del cuarto del enfermo, descendió, cierto atardecer de mediados de agosto, a la garganta y echó a andar bajo el bosque de pinos.
¡Fresco Santuario!
Si… Pero también podía producir dinero. Aquellos pinos podían convertir en taladores a muchos desocupados de L’Enclume y brindar una buena renta a la parroquia. ¿Debía dejar de lado los consejos de Ned Halley y convertir aquel verde presbiterio en una empresa comercial?… La vieja cuestión del dinero… ¿Cómo la resolvería? Quizá nunca obtuviera una respuesta clara y confortante en las fuentes de la economía humana. Siempre una parcial solución y un clandestino y sucio compromiso. No obstante, en aquel breve instante crepuscular, el problema quedó resuelto para Stephen Fermoyle. Ascendió luego la colina, renovado, tranquilo y sin preocupaciones.
Una luz ardía en la cocina. Quizá Berthe Crevecocur estaría accionando con la escoba por la desordenada cada. Abrió Stephen la puerta trasera, y de pie, junto al sumidero, vio a Lalage, con los brazos hundidos hasta los codos en agua.
—¡Hola! —dijo la joven en tanto restregaba una cacerola con virutas de acero y jabón en polvo.
Stephen tuvo ganas de echarla. Bien estaba que una obesa matrona trabajase en la casa de un cura… Pero aquella joven criatura de cara de corazón, que parecía iba a hacer estallar las costuras de su vestido de algodón, era algo muy distinto… Con todo, en tanto seguía raspando y fregando la joven, sin mirarlo, el sentido del decoro cedió el paso a la curiosidad:
—¿Dónde consiguió esa viruta?
—La traje conmigo —su vivaz alegría procedía en línea directa de Hércules.
—Es usted muy previsora —no obstante avergonzarse Stephen de su afectado tono, no sabía con cuál reemplazarlo. Lalage le ayudó.
—No se preocupe usted por mi, Padre. He venido a casa para pasar dos semanas de vacaciones. Mi madre me dijo que usted tiene que hacerlo todo aquí —con una fuente bañada en agua jabonosa enfrentó sinceramente a Stephen—: ¿No es cierto que no le molesta mi ayuda?
—En absoluto. A decir verdad, le agradezco mucho.
—Entonces no hay nada más que decir. ¿Ha cenado ya?
—Sí, muchas gracias.
—¿Y él? —e indicó a Lalage con la barbilla al cuarto de Ned Halley.
—Le di de beber té alrededor de la seis. No necesita tomar nada más por esta noche. Lalage ordenó la cocina para poder efectuar sus faenas domésticas.
—Necesitaré una hora, más o menos, para arreglar esto.
Su natural aceptación del papel de Marta en aquella desaseada vivienda reconcilió a Setephen con su presencia.
Comprendió este que debía mostrarse a la altura de tan generosa muchacha. Cualquier otra actitud resultaría gasmoña, mezquina y demasiado amanerada. Todo ello trató de sugerirlo en su tranquilo:
—Buenas noches.
A la mañana siguiente invadió Lalage el cuarto del enfermo, luciendo su gorro de enfermera a manera de pasaporte.
Limpió concienzudamente la habitación y ordenó la cama. Luego frotó con una esponja bañada en alcohol al viejo pastor y varió su almuerzo, sirviéndole un cuenco de sopa. Stepehn casi se echo a reír al ver el asombro reflejado en el rostro de Ned Halley al verse llevado tiernamente, como un niño, de un lado a otro por su diligente madre.
—¿Quién es… ella? —preguntó, cuando Lalage salió de la habitación.
—Una enfermera profesional. La hija de Hércules Menton el fabricante de violines. ¿Le digo que se vaya?
No, no. No la eches. Parece muy… competente
—Quizá la mujer más competente del mundo —dijo Stephen.
Y alegróse de contar con la aprobación del pastor. Ello aclaró su situación ante sí mismo y desvaneció sus últimos escrúpulos y su excesivo sentido del decoro. En el plano de la realidad práctica la diligencia de Lalage lo reveló de innumerables faenas domésticas y le permitió pensar sobre la mejor manera de salir del profundo pantano financiero en que se hallaban los asuntos parroquiales… Pero, sobre todo, tornó ella más llevaderos los últimos días de Ned Halley.
Stephen pasaba muchas horas leyéndole algo al viejo sacerdote o conversando con él. El pastor solía guardar silencio, pero, de vez en cuando, emergía de las sombras en que yacía para hablar del pasado, a la manera de un viejo capitán de clíper que recordada sus viajes juveniles a China y Ceilán. Sin duda no ignoraba que había sido un infortunado viajero. En lugar de regresar a la patria con valiosos cargamentos, había retornado siempre con las manos vacías o con productos sin valor. Solía contar a Stephen sus fracaso en esta o aquella parroquia, sin preocuparse de embellecer la anécdota, pero lamentando, como un sensitivo teniente, no haber cumplido con éxito su misión.
—Siempre hubo algo que desbarató mis esfuerzos, que me traicionó —confiole a Stephen—. ¿Qué fue eso? —prosiguió, tratando de descubrir la causa de sus fracasos—. ¿Qué ha sido lo que me ha hecho fracasar cada vez que, apartándome de mi humilde oficio de sacerdote…, de la misa, de las confesiones, de las visitas a los enfermos, intenté hallar solución a los problemas financieros y de organización que se le presentan a todo párroco?
¿Correspondía decirle a aquel moribundo sacerdote que la causa del fracaso había sido la misteriosa enfermedad que minara su salud en los años de su madurez?
Stephen se aventuró con una pregunta:
—¿Se sintió usted alguna vez débil o sin fuerzas?
—A veces. Cuando debía afrontar alguna responsabilidad me sentía débil y sin energías —y sonrió suavemente—. Pero no debo acusara mi cuerpo. Quizá he tenido muy poca o ninguna inteligencia para administrar una parroquia —meditó sobre su fracaso—. Poco me importaría, personalmente… Pero cuando pienso en las muchas oportunidades que me brindó Su Eminencia… —tembló la voz de Ned Halley en su garganta—. ¡Ah! Muchas veces defraudé a Su Eminencia.
—¿Le conoció usted personalmente?
—¿Si le conocí? Larry Glennon y yo nos criamos juntos. Solía yo llamarlo Larribuck, y él a mi, Nedbody. Nos ordenamos el mismo día. Juntos nos postramos en esa ocasión en el piso. Temblando de miedo y alegría profesamos y recibimos la bendición del mismo obispo y nos pusimos de pie y abrazamos como hermanos de Cristo.
Los hundidos ojos del sacerdote parecieron emprender un viaje retrospectivo.
—Era Larry un distinguido e inteligente sacerdote. La cancillería reconoció su capacidad y lo hizo adelantar rápidamente. En tanto yo seguía siendo teniente cura, él ya era monseñor. Como obispo auxiliar, me nombró párroco en la parroquia de San Anselmo, en Stowe, una pequeña iglesia sobre la que pesaba, al igual que sobre tantas, una gran hipoteca.
Sus cansados hombros parecieron revivir la época cuando en Stowe intentara levantar la hipoteca. Tensos por el esfuerzo terminaron por ceder.
—No pude levantarla. Larry me envió entonces a Needham, una floreciente parroquia que contaba con fondos bancarios. Administré tan mal la parroquia que quedó endeudada. Su Eminencia me amonestó y me trasladó a Malden, luego a Taunton y a Ipsfield… Cada vez más abajo. Poco a poco fui perdiendo su favor, hasta que me dejó de lado. Sólo amarguras y desengaños produje… —y corrieron las lágrimas por sus mejillas como las gotas de lluvia por el cristal de una ventanilla—, produje con mis fracasos.
—No fueron fracasos —dijo Stephen suavemente en tanto enjugaba los ojos y la boca del anciano—. Muchos feligreses lo recuerdan con amor. Y en su fuero interno, el propio cardenal sabe que es usted un santo y justo sacerdote.
El párroco de San Pedro sonrió débilmente.
—Es usted muy bueno, Padre… Por eso trata de consolar a un anciano. No obstante, sé que Su Eminencia es sensible al éxito… Y yo he sido un fracaso —un anhelo tembló en sus labios—: Me agradaría ver a Larrybuck una vez más. Si viniera, me llamara Nedbody y perdonara mis fracasos, moriría tranquilo.
En medio de aquella expresión de deseos cayó la voz estridente e indecorosa de Victor Thenard: Viande de boucherie, bas prix…, gritó desde el asiento de su mugriento carro mientras pasaba ante la puerta principal de la casa parroquial. Hizo, entonces, sonar ruidosamente su campanilla. Su metálico tañido pareció anunciar lo efímero de la vida del hombre.
—Carne barata… Carne barata.
La voz del hombre y su campanilla alejábanse cada vez más.
El Padre Halley abrió los ojos y sonrió ligeramente a Stephen que se había inclinado sobre él. Un chispazo de ironía, de buen humor y de agradecimiento brilló en sus ojos. Ni el más leve rastro de condescendencia para consigo mismo advirtiese en ellos.
La situación financiera de San Pedro tornóse cada vez más desesperada. Necesitábase dinero para pagar los medicamentos a Ned Halley y para comprar jabón y alimentos especiales que estimularan sus menguantes energías. Como John Byrne, a veces, no podía ir desde Boston, llamaba Stephen en algunas ocasiones al doctor Sylvester. Este neurólogo de Litchburg redujo sus honorarios a quince dólares, pero deseaba cobrarlos en efectivo. Para hacer frente a dicho desembolso escribió Stephen a sus familiares y amigos en demanda de ayuda. Las respuestas llegaron muy pronto pero fueron muy pobres. Hacia las postrimerías de agosto sólo le quedaban a Stephen dos dólares. Le agradara o no, debía pedir auxilio a la propia Iglesia.
La fuente más próxima era Monseñor Andrew Sprinkle, párroco de San Jerónimo, en Litchburg, y jefe del decanato local.
Era Monseñor Sprinkle un clérigo provinciano que nada había olvidado ni aprendido desde su llegada a Litchburg, treinta años atrás. Cuando entró Stephen estaba sentado en su miserable y cómodo sillón de deán. Era el párroco una víctima de la fiebre de heno. Stephen lo puso al tanto de la enfermedad de Ned Halley y de la tremenda situación económica de San Pedro.
La última parte del relato sabíala Andy Sprinkle de memoria. Luego de descongestionar transitoriamente sus inflamadas membranas nasales, pronunció aquel una dolorosa homilía.
—Francamente, Padre, San Pedro ha constituido un eterno interrogante, durante muchos años, en este decanato. No sé por qué insiste el cardenal en mantener alli un párroco. En mi opinión convendría cerrar la iglesia y anotarla en la cuenta de ganancias y pérdidas.
—Pero hay todavía doscientos católicos en San Pedro —arguyó Stephen—. Por lo menos cuarenta de ellos son niños que necesitan recibir los sacramentos e instrucción religiosa. No puede usted cerrarles la puerta en la cara.
Monseñor Sprinkle permaneció impasible.
—Ese problema puede ser resuelto mediante el envio de un cura misionero de Litchburg, los domingos. Expondré…, ¡a… chís…, la idea al cardenal en mi próximo informe —y anotó algo en su block de papel de memorándum—. Mientras tanto… ¿Cómo está el Padre Halley? Según sus palabras muy pronto partirá de este mundo.
—Es cuestión de semanas…, quizá de días.
Andrew Sprinkle hizo un magnífico ofrecimiento:
—Puedo conseguirle una cama gratis en nuestro hospital, que se halla a cargo de los benedictinos. Lo cuidarán muy bien.
Stephen tuvo ganas de responder: ¿Le agradaría a usted que lo sacaran de su pastoral litera para llevarlo a morir en una cama del hospital?; pero su urgente necesidad de dinero le obligó a mostrarse prudente.
—Él y yo preferiríamos dejar las cosas como están —y estudió Stephen al sacerdote antes de expresar su petición—. He venido, Monseñor Sprinkle, especialmente, a solicitarle un anticipo de los fondos del Deanato.
Andy Sprinkle, que aguardaba la demanda, se desembarazó de él con una artificiosa excusa:
—El Deanato carece de facultades para anticipar fondos en tales casos, Padre. Debe usted saber —y volvió a adoptar un tono de sermoneador— que, en opinión del cardenal, cada parroquia debe bastarse a si misma. Cuando una parroquia no es ya capaz de sostenerse con sus propios recursos…, como la de San Pedro, ¡ah! Entonces ya no corresponde ni siquiera reorganizarla.
Monseñor Sprinkle llevó el pañuelo a la nariz.
—Tenga en cuenta, Padre, que no hago cargo alguno contra su párroco. Todos conocemos su piedad. Pero mucho me temo que su carencia de energías físicas le hayan impedido ser un buen administrador —y concluyó Monseñor su homilía sobre el manejo de una parroquia con fría determinación—: Oficialmente no puedo adelantarle un solo penique con tan pobre garantía como la de la iglesia de San Pedro.
Stephen se puso de pie, descorazonado. Había fracasado en su misión. ¿Qué esperaba? ¿Una lluvia de billetes de banco o una carta de crédito? Había ya puesto su mano en el picaporte cuando dijo Andy Sprinkle, con un tono más natural:
—Pero, partcularmente, Padre, y a manera de donación personal, ¿le serían de alguna utilidad veinte dólares?
—Constituirían una gran ayuda, Monseñor.
De una verde lata extrajo Andy Sprinke cuatro billetes de cinco dólares y los entregó a Stephen.
—De sacerdote a sacerdote —dijo con cierta cordialidad.
—Muchas gracias, Monseñor —Stephen mostrose sinceramente agradecido—. Y ahora le haré una petición especial: ¿Me hará usted el favor de postergar su informe al Cardenal… hasta…?
Andy Sprinkle asintió, sonriendo, con la cabeza.
—Muy bien, Padre. Pero tenga en cuenta, Padre, que tarde o temprano…. ¡Hum!…, algo hay que hacer para levantara San Pedro.
—Comprendido, dijo Stephen.
Quince valiosos dólares desvaneciéronse luego de la primera visita del doctor Sylvester. Cuarenta y ocho horas después habíha vuelto Stephen a su anterior situación. Insomne, acosado por la indigencia, permanecía extendido sobre su colchón de paja trazando mil proyectos para obtener dinero en seguida. ¿Qué hacían los demás en trances semejantes? Pedían, obtenían préstamos, robaban o vendían o hipotecaban sus muebles… Empeñaban sus joyas …
¿Joyas…?
¡El anillo de Orselli era una joya! Sin duda le darían algo por él
Saltó Stephen del lecho, encendió una lámpara de kerosén y registró el cajón de la cómoda donde viera por última vez el anillo episcopal. La fría y bella amatista lo tranquilizó. No tenía la más remota idea de su valor, pero estimó que la gema y su maravilloso engaste valdrían, por lo menos, cien dólares.
A las diez y treinta de la mañana resolvió Stephen tomar el tren que transportaba la leche a Boston. Exactamente ocho horas después entraba en la casa de empeños de Susskind y Tlatto, en 8 Scollay
Square. Aunque era la primera vez que hacía una operación semejane, acertó con la pregunta adecuada: ¿Cuánto me dan por esto?, y colocó el anillo sobre el mostrador, coronado por una tabla de mármol.
Moe Susskind fijó sus desconfiados ojos en la amatista. Luego asió su lupa de joyero para examinar las facetas de los alfójares que rodeaban la piedra de color violeta.
Hum… Talla florentina… Su lupa aumentó el tamaño de las letras: «Dolcettiano»: Firenze; extraña marca de orfebre.
Moe Susskind la había visto anteriormente sólo una vez, en Dresde, siendo aprendiz de joyero. Aunque quedara grabada en su mente no tenía interés ahora en aquella obra de Messer Dolcettiano. Tampoco estaba dispuesto a entregársela en pública subasta a ningún cliente, en caso de que no fuese rescatada.
—Cinco dólares —dijo Moe depositando el anillo en el mostrador.
—Esperaba más.
—Véndala, entonces. Obtendrá más dinero.
—Magnífico —dijo Stephen—. Se lo vendo.
—Según las normas policiales en vigencia los prestamistas no podemos comprar. Pero un medio, Padre.
—No nos apartemos de la ley —dijo Stephen.
—Ja, ja… La ley… Cuarenta años en Scollay Squeare… Immer legal… —y garabateó Moe Susskind un nombre en un pedazo de papel—. Karaghousian Hermanos… Dará usted con ellos en Marliave Court, número doce.
—Un millón de gracias —dijo Stephen.
En Marlieve Court, un barrio donde abundaban los comerciantes de antigüedades, halló Stephen la tienda de los cuatro Karaghousian. Tres estaban ausentes, pero Nicolaides hallábase sentado en medio de alfombrillas y encajes, relojes y objetos de cerámica, joyas y platería, listo para comprar, vender o cambiar. Su sangre de levantino, en la que había herencia armenia y griega, turca y siria, lo mantenía bajo una constante presión, obligándole a realizar negocios dentro de un porcentaje de ganancia que oscilaba entre cien y mil por ciento.
Habitualmente no compraba Mr. Karaghousian nada que de antemano no estuviese seguro de vender. Por lo tanto, agradóle sobremanera el anillo de Dolcettiano. Sabía cuándo podría deshacerse de él y a qué precio.
—Por este defectuoso espécimen —comenzó Mr. Karaghousian— le haré una sola y definitiva oferta: treinta dólares.
Stephen no habría regateado jamás…, pero la personalidad de Karaghousian parecía un vino cargado de posibilidades.
—Setenta y cinco dólares —dijo, esforzándose por convencer al otro de que hablaba en serio.
—Dejo pensar en mis hermanos… Cuarenta.
—Sesenta…, o iré a la tienda de al lado.
Aunque no tenía Stephen la más remota idea respecto de lo que había al lado, sus palabras constituyeron una amenaza para Mr. Karaghousian, quien volvió a examinar el anillo.
—Mi respeto por su investidura sacerdotal me impulsa a ofrecerle cuarenta y cinco… —y se santiguó Mr. Karaghousian como un peregrino en un santuario.
—Cincuenta y cierro trato —y extendió Stephen su mano.
El comerciante quitó una tira de goma que aprisionaba un abultado fajo de billetes, sacó dos de veinte de la parte exterior y nueve de uno del interior y volvió a meter el fajo en su bolsillo.
—Un dólar en concepto de honorario por la tasación —dijo, en tanto entregaba los cuarenta y nueve restantes a Stephen—. Y ahora debe escribir en la boleta de venta su nombre, apellido y dirección.
Stephen cumplió el requisito, apresuróse a salir de Marliave Court, engulló una taza de café en la Estación del Norte y arribó a Stonebury a la hora de cenar.
Tres días después efectuaron las damas de la Hermandad de Santa Isabel su anual garden —party en los vastos prados de Fenscross, la residencia rural de Cornelius Deegan. El caballero— contratista, que acababa de retornar de sus afortunadas misiones a Dublín y Roma, deslizabas de muy buen humor entre las mesas tendidas bajo las finas magnolias que ofrecieran antes su sombra a los protestantes Frothingham. Corny había comprado la finca por una bicoca: sesenta mil dólares, poniéndola a nombre de su esposa Annie…, por las dudas. Ese día llegaba Annie al pináculo de su carrera social, ya que Su Eminencia el cardenal Lawrence Glennon era esperado de un momento a otro con su séquito para testimoniar públicamente su agradecimiento a la Hermandad por su brillante obra de caridad entre los menesterosos de Boston y sus alrededores.
Ante las mesas sembradas de innumerables chucherías y adornos chillones, fruslerías y objetos llamativos, como así también de prendas de vestir tales como blusas de encaje, sweater tejidos a mano, pequeñas pieles desechadas por sus dueñas, anticuados gilets, chorreras de escarolado organdí, cuellos, también de encaje y sostenidos por ballenas, tiras de lechuguilla y trenas de segunda mano, estaban las damas de la Hermandad.
Cada presidenta competía con su vecina y, para asegurarse más compradores, pregonaba a voz en cuello sus mercancías.
Desde hacía tres años, quien más dinero recogía era Mrs. Daisy Lamping - Boland, una viuda conversa, que no escatimaba energías ni dinero para proveer a su mesa de articules de vertu. Poseía Mrs. Daisy Lamping - Boland la innata facultad de elegir los mejores objetos, para obtener los cuales tenía siempre listo su talonario de cheques. Especializábase Mrs. Daisy en muelles de dijes de oro y esmaltadas cajas de píldoras, impertinentes con pedrería y gemelos de teatro de nácar, peinetas incrustadas de diamantes y broches, alfileres, pendientes y collares con medallones. Tenía una reputación y estaba dispuesta a mantenerla.
Un murmullo de charlas, de personas que se llamaban por sus primeros nombres y exageradas exclamaciones de alegría ante las gangas obtenidas, elevabas por sobre la orquesta de cinco instrumentos de cuerdas que tocaba detrás de los arbustos. El zumbido acentuóse inesperadamente.
—El Cardenal.
Luego murió y se hizo un profundo silencio en tanto avanzaba el cardenal por el prado. Ataviado con una capa color escarlata y una birreta, asistido por una legión de ayudantes eclesiásticos y secretarios, todos purpurados, avanzó por el césped aquel príncipe de la Iglesia, listo para emplear, por decirlo así, media hora y medio millar de dólares en su limosna favorita.
Su sonrisa y sus gestos, su porte y su bolso trascendían una gran benevolencia en tanto se detenía ante varias mesas para efectuar las esperadas adquisiciones. En cuanto escogía el cardenal un objeto, hacía una seña a Monseñor Dave O’Brien, quien se adelantaba con su cartera particular y efectuaba el pago. Su Eminencia se detuvo, por último, ante la mesa de Daisy Lamping - Boland, donde fue acogido con una cortés reverencia, y observó los articles de vertu diseminados sobre pliegues de terciopelo negro. Las mercancías de Lamping - Boland interesaban siempre a Su Eminencia, quien era un perito en ese renglón. Sus grandes ojos color avellana recorrieron atentamente broches y hebillas y se detuvieron con particular deleite en el anillo con la amatista y los alfójares. Inclinándose hacia adelante tomó la sortija para examinarla.
—Un anillo episcopal —exclamó—. Una muestra verdaderamente soberbia del arte florentino. ¿Cómo llegó a sus manos?
Daisy Lamping - Boland rio con una risa de viuda pícara, conversa y acaudalada. No estaba dispuesta a revelar sus fuentes de abastecimientos a sus compañeras de Hermandad, como tampoco a reprender a un hombre tan distinguido como el cardenal.
—Alguno de vuestros obispos debe de haberse hallado en apuros —dijo—. Debería usted pagarles más, Eminencia.
A su Eminencia, que no le agradaban los regaños, ocurriósele pensar entonces que tampoco le gustaban a Daisy Camping - Boland. Observó el cardenal aquella chuchería, perplejos: ¡un autentico Dolcettiano; un anillo de obispo, según la más pura tradición florentina. ¿A quién habría pertenecido? Un solo obispo se hallaba bajo sus órdenes: Mulqueen, su auxiliar, a quien él mismo había entregado el anillo al consagrarlo…
Pero aquella joya florentina no era, ciertamente, la sortija de Mulqueen… ¿Quién traficaba en su Diócesis con anillos episcopales?
Disponía él de medios para saberlo. Resolvió, entonces proceder con tactos, pero inmediatamente.
—¿Me permite inquirir el precio de ese anillo. Mrs. Lamping-Boland?
—Doscientos cincuenta dólares, Eminencia.
El cardenal hizo una seña a O Brien, quien contó aquella cantidad de billetes.
Dos horas después Su Eminencia daba precisas instrucciones al inspector Hugh Shea, jefe del cuerpo de pesquisantes de Boston.
—Deseo, Hug, que reconstruya usted toda historia de este anillo. Quién lo vendió por primera vez, cuánto cobró… y todo lo demás. No creo que proceda de un crimen. Simplemente, deseo aclarar este asunto y saber quién se halla mezclado en él.
—Poco tiempo se necesita para almohazar a un pequeño caballo —dijo el inspector Shea—. Yo mismo haré la pesquisa.
Veinticuatro horas de rutinaria labor de investigación en las casas de empeño, bastaron para almohazar aquel caballo.
A final de aquel lapso informó Hug Shea en persona al cardenal.
—Un joven con hábito de sacerdote católico intentó empeñar el anillo en la tienda de Sussking & Flatto, e 8 Scollay Square —recitó Shea…, Susskind lo envió a la tienda de un greco-armenio llamado Karaghousian, quien le dio cuarenta y nueve dólares por la joya. Karaghousia la llevó en seguida a Mrs Daisy Lapming— Boland, a quien se la vendió por cierto cincuenta. He aquí la historia completa, Eminencia.
—¿Averiguó el nombre del sacerdote? Shea consulto si libreta.
—Dijo llamarse Stephen Fermoyle y vivir en Stonebury, Massachissets —el inspector mostróse muy discreto—. No me atreví a ir más lejos son su permiso. Eminencia.
—Muy bien, Hug. Muchas gracias. Ponga de guardia a uno de sus hombres cuando realice la colecta para la policía.
El inspector hizo una respetuosa reverencia y se retiró.
Glenon cerró sus puños sobre el anillo florentino a la manera de un muchacho que aprisiona un saltamontes. Muy bien podría haber murmurado también el infantil abracadabras:
Saltamonte, saltamonte, si me das un poco de melaza te dejaré libre.
Melaza había allí Pero ¿cómo asegurarse la mayor cantidad posible?
¿Ordenaría que preparasen su negro Daimler para volar a Stonebury y convocar a un tribunal en la sala de recibo de la casa parroquial? La dramática posibilidad de caer sobre el Padre Fermoyle como un halcón de roas alas sobre un aterrorizado conejo, tentó a Su Eminencia. Divertíale la idea del desbande que se produciría en la miserable sala de recibo…
Otras consideraciones impulsábanle también… Intangibles consideraciones impregnadas en la culpable y nostálgica reminiscencia de una afeitada y blanca cabeza sobre la que brillaba una tenue y dorada aureola de santidad. ¡Qué agradable sería sentarse a conversar con Ned Halley en un pie de igualdad sobre la más bella manera de morir en vida, de aquellas época que no volvería jamás!
¡Qué hermoso…, y cuán imposible!
Bajo el peso de innúmeros fracasos se inclinaría, sin duda, la cabeza de Ned Halley. Las excusas trabarían su lengua. Su vieja y alegre camaradería de seminaristas había ya muerto.
Estúpido era soñar en revivir aquello.
Su Eminencia tiró del cordón de brocado de la campanilla. Al momento apareció Monseñor O’Brien.
—Le dictaré u telegrama —y dictó Glennon:
Reverendo Stephen Fermoyle.
Iglesia de San Pedro, Stonebury, Massachussets.
Sin falta, preséntese mañana dos y treinta P. M. Residencia cardenal.
—Fírmelo y despáchelo inmediatamente, Dave. Deseo aclarar esto.
El telegrama llegó en su momento crítico. Ned Halley que decaía cada vez más, estaba a punto ya de naufragar como un buque averiado. Stephen no se atrevía a dejarle solo ni siquiera dos horas. Su primer impulso fue el de telegrafiar a Monseñor O’Brien para ponerlo al tanto de su situación y solicitar un aplazamiento de la entrevista. Pero luego de mirar por segunda vez las palabras: «sin falta, preséntese», cambió de parecer. Tratábase de una orden. Tenía que ir.
Dejando el pastor al cuidado de Lalage partió Stephen para Boston en el tren matinal. A las dos y quince estaba sentado en la antecámara dividida por un tabique del despacho del cardenal, sobre una silla de alto respaldo y sin brazos, esperando que lo llamaran a comparecer. ¿Por qué le habría enviado el prelado aquel telegrama? ¿Qué se propondría Su Eminencia?
Buenas o malas, sus intenciones no interesaban a Stephen.
Seis meses de permanencia en Stonebury habíanle endurecido lo suficiente como para resistir sin peligro los dardos de los azares políticos. Imposible era para él descender más, tanto como caer de un lecho que estuviera en el suelo.
Monseñor O’Brien hizo una seña. Stephen pasó por el vano de la puerta de roble, ascendió por la escalera de caracol, cruzó el piso de mampostería de la torre-habitación y se aproximo a la mesa de refectorio ante la cual estaba sentado el cardenal Lawrence Glennon en su silla curul. Inclinó el teniente cura su rodilla sin vacilar, beso el zafiro del cardenal y guardó silencio como un escolar que esperase oír la severa voz de su maestro.
El cardenal no perdió tiempo. Sacó el anillo de amatista de Orselli y lo colocó sobre la mesa.
—¿Lo vio usted antes?
Una pregunta clásica y digna del antiguo tribunal criminal. La verdad sería su mejor defensa.
—Sí, Eminencia —dijo Stephen—. Fue mío hasta hace pocos días. Lo vendí el lunes último a un comerciante en curiosidades de Marlave Court.
Tan franca confesión desbarató los planes de acusador.
Su Eminencia esperaba más cautela…, o, por lo menos alguna argucia en el lenguaje. El cardenal optó, entonces, por el sarcasmo:
¿De modo que ha dejado usted de escribir ensayos místicos para dedicarse a la venta al por menor de joyas eclesiásticas?
—Yo no llamaría venta al por menor a la venta de un solo anillo, Eminencia
—Llámale usted como lo llame, lo cierto es que ello desacredita al clero —estalló Glennon—. Sepa usted, Padre Fermoyle, que no permitiré que esto se repita en mi Arquidiócesis.
—No volverá a ocurrir, Eminencia —pero de nada le valió su ironía ante su superior.
Glenon cogió el anillo y lo observó
—¿Cómo llegó a sus manos
—Me lo regaló un amigo: Gaetano Orselli, el capitán de un barco italiano de línea.
—Al parecer, se entiende usted muy bien con los italianos —dijo secamente Glennon—. ¿Por qué lo vendió?
Por motivos particulares, Eminencia.
Las evasivas ponían siempre fuera de sí a Glennon
—Entre un teniente cura y su superior arquidiocesano no deben existir jamás motivos particulares, como dice usted, Padre Fermolyle. Exijo que me diga por qué se despendió de este anillo.
Muy bien, pensó Stephen. Usted lo ha querido.
—Lo vendí para pagar los gastos ocasionados por la enfermedad del padre Ned Halley.
—¿Qué ha dicho? —el tono del cardenal fue el de un incrédulo aristócrata a quien acaban de decirle que un compañero suyo de club de halla en apuros—. ¿Está enfermo el Padre Halley?
—Moribundo, Excelencia.
—¿Ned Halley moribundo? —el terror y el remordimiento luchaban por hacer presa en el cardenal. Durante un momento pareció mudo. Luego, indignándose, como de costumbre—: ¿Por qué no me informó antes, Padre Fermoyle?
Stephen advirtió una brecha en las averiadas defensas de cardenal: una joya sacrificada en la casa de empeños que podría depararle, por último, quizá, un cheque. Astutamente provocó a su antagonista:
—No pensé en que pudiera interesarle particularmente.
Lawrence Glennon aceptó el gambito.
—¿Pensó? —dijo, y agitó su mano junto a la mesa—. Creyó, es la palabra, Padre Fermoyle. ¿Cómo no ha de interesarme Ned Halley? Es uno de mis párrocos predilectos, fue compañero mío en el seminario, desde la infancia.
Lawrence Glennon comenzó a decir amigo, pero, en medio de la frase, comprobó que Stephen habíalo atraído a una estúpida situación de jaque mate y que los fríos ojos azules de aquel extraordinario teniente cura le observaban como un sonriente maestro de ajedrez podría mirar a un aficionado.
Su Eminencia se sentó en su silla curul, pero no como un purpurado celebrante que lo hiciera para oír el Gloria en la misa mayor, ni como un juez eclesiástico que se hallara a punto de exponer algún aspecto de derecho canónico. Tomó asiento con la resignación de un marchito penitente que acabara de verse reflejado inesperadamente, a la luz del día, en un espejo de cuerpo entero, o, más exactamente, como un derrotado y exhausto individuo que sabe que ha hecho un triste papel durante un examen médico para un seguro de vida.
¿Seguro de vida?
Lawrence Glennon estaba seguro de que ni su cíngulo escarlata, ni su pectoral le ayudarían en absoluto a salir airoso en el más ligero examen realizado con el estereoscopio o la máquina de medir la presión sanguínea. Pensó, de pronto, que había cambiado su corazón por el esplín, su alma por la hipertensión y la amistad por el poder ¡pobre negocio! ¡Vaya! ¡Hasta su mente comenzaba a embotarse! Treinta, veinte, menos: diez años atrás no habría mordido tan prestamente el cebo intelectual que aquel mozalbete de Stephen Fermoyle había hecho danzar ante sus ojos.
Pero allí estaba, rozando con su vientre el filo de la mesa, con el corazón aplastado por las duras quijadas de la memoria. ¡Ned Hallye estaba moribundo! Escenas borrosas y deterioradas, como las de una vieja película cinematográfica, desarrolláronse ante él. Ned Halley, con sus rubios cabellos y una deslumbrante aureola de pureza sobre su cabeza, sonreíale desde el opuesto lado del escritorio.
Te enviaré a Stowe, Nedboy: una gran oportunidad. Te iniciarás allí como párroco.
La película se oscureció al reaparecer Ned Halley.
Te ofreceré una nueva oportunidad en Needdham, Ned
La acción se desarrollaba ahora en un paisaje nevado y obre: Malden, Taunton, Wellfleet…, y luego, sólo Dios
Sabía en qué otros lugares, cada vez más insignificantes. El cabello de Ned Halley no era ya dorado, había perdido varios dientes, su cuerpo comenzaba a encogerse y una sucesión de fracasos inclinaba cada vez más su cuello… Pero la aureola seguí brillando sobre la cabeza. Por último, la parroquia sin esperanzas: Stonebury, Enterrado en vida y sin quejarse vivía en la silenciosa atmósfera de la abandonada cantera. La Película había terminado.
Por primera vez en muchos años permitióse Lawrence Glennon hacer una pregunta con tono natural:
—¿Cómo está?
—Muy mal —dijo Stephen—. Quizá no pase de esta noche. —¿Quién lo cuida?
—Una enfermera profesional. La hija de un feligrés. ¡Que pobre descripción de Lalage!, pensó Stephen.
Los ojos color de avellana del Cardenal Glennon detuviéronse en el rostro de Stephen como buscando un apoyo. El patriarcal rey de pastores reclinábase en el hombro de un joven pastor.
—¿Le hará usted llegar a Ned Halley mi mensaje?
—Con mucho gusto Eminencia. Una sola palabra suya le hará muy dichoso.
—Dígale, entonces, que yo… —como quien se esfuerza en una playa invernal por escoger un puñado de caracolas que transmitan la profunda y salobre melodía del mar de junio, se esforzó Glennon por elegir las suyas—. Dígale que yo… —las caracolas escurriéronse entre los dedos. Lo que tenía que decirle a Ned Halley era imposible comunicárselo por mediación de persona alguna.
El cardenal se pudo de pie. Iría, en persona a hablar con Ned Halley y a decirle lo que hacía mucho tiempo tenía que haberle dicho. Luego tiró del cordón de la campanilla.
—El Diamler —dijo Su Eminencia cuando apareció Monseñor—. Consígame una escolta policial, para que facilite nuestro tránsito.
Otra vez reposaron sus ojos patriarcales en el rostro de Stephen. Pero en esta ocasión lo miró como un agobiado capitán que se dirigiera a su avezado primer piloto.
—Estaremos allá dentro de cincuenta minutos —dijo.
Guiando por Tom Kenny, que lucía librea, llegó el negro Daimler a destino en ochenta y siete minutos. Nadie habló en el trayecto. Hundido en los cojines color púrpura oscura contempló el cardenal treinta millas de paisaje a través de la ventanilla. Luego sacó su breviario y, como un sacerdote común, leyó el oficio del día. Stephen lo imitó. Era la fiesta de San Joaquín, el padre de María. Una y otra vez, en los maitines, los laúdes y las vísperas aparecían estas conmovedoras palabras del Eclesiastés: Bienaventurado el hombre que no va tras el oro ni confía en el dinero. «¿Quién es?» lo alabamos porque ha tenido una vida maravillosa. Sus bienes descansan en el Señor y la Iglesia de los Santos declarará sus limosnas.
Con el brevario aun abierto, inclinóse el cardenal hacia Stephen. Con su índice indicó las dos palabras de la pregunta:
—¿Quién es?
Innecesario era responder en voz alta. También el cardenal había identificado a la persona. Dos mil cuatrocientos años atrás había sido hecho en el Eclesiastés el retrato de Ned Halley. Los dos hombres sentados sobre los cojines color púrpura oscura sonrieron entre sí.
En tanto dejaban atrás las negras fábricas de Litchburg, habló el cardenal por primera vez:
—Un breve trozo de pecho, ¿eh, Padre?
—Ciertamente, Eminencia, pero verdadero…, —interiormente mostróse Stephen agradecido a Víctor Thenard y su carro de carnicero. De lo contrario no habría entendido lo que acababa de decir el cardenal.
En tanto trepaba el Daimler por la pendiente de San Pedro, empezó a preocuparse Stephen respecto del protocolo. ¿Cómo debería tratar al cardenal durante su visita? ¿A quién correspondía dar órdenes? Pero el problema se disipó cuando dijo Glennon:
—Tom Kenny se ocupará de mí, Padre. Usted encárguese de disponer las cosas dentro. Lalage Menton saludó a Setephen en la puerta.
—Ha llegado a tiempo, Padre… Se va rápidamente.
—¿Está lúcido?
—Completamente.
—¡Gracias, Dios mío!
Apenas había colocado Stephen una mesita con el sagrado óleo de la Extremaunción junto al lecho del pastor, cuando entró el cardenal.
—Pax huic domui —dijo Lawrence Glennon.
—Et ómnibus hatitantibus in ea —replicó Stephen.
El cardenal adelantóse, no con la seguridad de un gran príncipe, sino vacilante y en puntas de pie, como un intruso que violara un recinto sagrado. Ya junto al lecho, observó a Ned Halley, en cuyo rostro se percibía el brillo fosforescente de la cercana muerte. En nada se parecía aquel rostro al que conociera en su juventud. Sólo huecos quedaban. Las negras cenizas de los ojos de Ned Halley estaban cubiertas por sus pesados párpados.
—Ned —murmuró el cardenal—. Soy yo, Larry.
Ned Halley abrió los ojos.
—Eminencia —cuchicheó.
—No me digas Eminencia, Nedbody. No soy ahora el cardenal —y cayó Su Eminencia de rodillas—. Soy Larry… Larrybuck, ¿recuerdas?
—Larrybuck… Sabía que vendrías. Por eso no he muerto aún.
Dos hilos de llanto deslizáronse por las mejillas del cardenal y mojaron las atrofiadas manos que apretaba con las suyas.
—Hubierha venido más pronto, Nedbody… Perdóname. Hace mucho tiempo que pensaba venir.
—Sin duda estarías muy ocupado con tus asuntos, Larry. Los altos cargos exigen altas accciones. No he merecido, siquiera, que me recordaras.
—Dulce Ned: mereces mucho más de lo que jamás te di. Debí nombrarte mi confesor. Así hubieras alumbrado mi camino con la brillante aureola que circunda tu cabeza. En lugar de ello te asigné el puesto de bestia de carga y te recargué de hipotecas y te designé en arruinadas parroquias —y enterró el cardenal su rostro en el raído cobertor—. Perdóname, Ned.
—Perdono todo…, Larry… Todo …
Lawrence Glennon volviese hacia Stephen.
—Se va… Traiga el sagrado óleo de la Extremaunción. Su Eminencia sumergió su pulgar en el óleo santo y mojó los párpados de Ned Halley, trazando, al hacerlo, el signo de la Cruz y diciendo en latín:
—Que este óleo santo y la dulce misericordia del Señor os laven de cualquier pecado que hayas cometido con la vista.
¿Qué pecados puede haber cometido?, pensó Stephen.
Suavemente mojó el cardenal oídos y nariz, labios y manos de su amigo de la infancia. Luego hizo un ademán a Stephen, que pareció significar:
—Levante el cobertor, para que pueda untar sus pies.
Con los ojos bañados en lágrimas no procedió Stephen tan rápidamente como exigían las circunstancias. Lalage Menton fue quien descubrió los espectrales pies para que cayera sobre ellos la gota del óleo santo.
Con el pulgar hizo el cardenal el signo de la Cruz en el empeine descarnado.
—Que este óleo santo y la dulce misericordia del Señor os laven de cualquier pecado que hayáis cometido con los pies. Amén.
La inefable y cordial expresión acostumbrada de Ned Halley descendió sobre su rostro como un tenue velo. Sus ojos y oídos, sus labios y manos habíanse ya liberado de su carga sensual. Sus pies, que sólo anduvieron por el buen camino, convirtiéronse en barro. Y transformada en llama, su alma elevóse desde la esclava ceniza del cuerpo para ir a unirse con sus hermanas: la de los santos, los mártires y los confesores.