Capítulo II
En otras épocas y lugares no abría sido William Monaghan sacerdote, sino muchas otras cosas: centurión en tiempos de Pompeyo, capitán de un clíper o administrador de una fundición Béssemer. Tenía un cuerpo de tirador olímpico del martillo y una voz semejante a la del Arcángel Miguel, aunque enronquecida por el abuso que hiciera de ella en aquel enorme templo de pobre acústica. Su cutis rojizo recordaba, exactamente, el de un hombre colérico y su ensortijado cabello gris, peinado de una manera que recordaba un escarcho, solía erguirse como un muelle de reloj suelto cuando estallaba su cólera. Ni sacerdote ni legos atrevíanse a irritarlo. Dirigía la parroquia de Santa Margarita como un veterano conductor gobierna una vieja locomotora, duramente y consciente de su responsabilidad, a lo largo de los rieles de acero de una recia disciplina.
La ciudad de Malden, en la que se levantaba la iglesia de Santa Margarita, hallábase enclavada como un trozo de pastel suburbano a cinco millas del norte de Boston, entre los pantanos del Saugus en el este y una boscosa región primitiva de Medford, en el oeste. El sitio había sido escogido en 1631 por un numeroso grupo de rígidos disidentes religiosos. En 1915 seguía siendo la ciudad puritana y protestante. Las personas mas distinguidas concurrian al templo Baustista, que contaban con un soberbio campanario, y al templo Episcopal de San Judas, una estructura que se elevaba cubierta de hiedra, en la Pleasant Street.
Sin embargo, la parroquia de William Monaghan era la que contaba con mayor número de feligreses en la ciudad. Más de cuatro mil fieles devotos asistian a las misas oficiadas los domingos en Santa Margarita. Espectáculo edificante desde todo punto de vista…, excepto, posiblemente, para los pastores protestantes, quienes se mordían los labios, roídos por la envidia, cuando pensaban en el tintineo de las monedas que caían en los cepillos de Santa Margarita durante los cincuenta y dos domingos del año.
Arthur Lethbridge, doctor en teología, graduado en Oxford, era el pastor de más ingenio y menos envidioso. A el se debia cierto retruécano brillante, en su opinión, basado en el nombre de William Monaghan: Dollar Bill[3] habíalo bautizado durante un distinguido y muy anglicano almuerzo en el Kenilworth Club, poco después de su arribo a San Judas… Pero el rumor circulaba desde mucho tiempo atrás entre los propios feligreses del Padre Monaghan. Diez años antes motejáronle ya de Dollar Bill cuando, al hacerse cargo de la parroquia de Santa Margarita, aviase atravido a manifestar que los peniques y las monedas de cinco centavos eran buenos unicamente para pasar por ranuras de goma.
El verde es un color más grato al Señor, afirmaban que había dicho. Quizá se trataba de una mentira… Pero lo cierto era que hasta el cardenal había reido al escucharla.
A su experiencia de la vida había que atribuir la posible actitud de censor de William Monaghan. En su juventud había padecido hambre hasta la médula de los largos huesos de sus piernas. Pero aún más intensamente había sentido el odio y el menosprecio que merecían los de su sangre, los irlandeses de sur de Boston, los Brahmines de Boston, a quienes los apodaban: Muckers, Micks, Harps[4]. Debían los irlandeses palear nieve en las calles, conducir carros de desperdicios o hacer de mozos en los bares. Gradualmente había visto luego elevarse a su pueblo en la escala económica, convirtiéndose muchos en policemen, bomberos, motoristas y, luego de muchas décadas de lucha, en abogados, profesores y médicos. Abandonando el sur de Boston, trasladáronse muchos irlandeses a Dorchester y Roxbury, y algunos llegaron a propietarios. A la sociedad en que vivía había que atribuir el origen de la exagerada importancia que el Padre Monaghan daba a la propiedad. Necesario era ser dueño de algo…, según el código social. Una casa era una especie de monumento material asentado sobre la roca de las conveniencias sociales. Y una iglesia solidamente construida con granito de Quincy, o una floreciente escuela parroquial levantada con hermosos ladrillos, constituían dos sólidas afirmaciones exteriores que no podrían ser derribadas ni conmovidas por el viento de los prejuicios.
Por eso apreciaba el Padre Monaghan el dinero y luchaba por obtenerlo.
Mientras tanto habíale llamado el cardenal en 1906 para entregarle dos tiras de papel. En la primera estaba escrito: Dedbam, parroquia de San Jerónimo. Casa parroquial nueva y escuela de nueve grados. La otra tira rezaba: Malden, parroquia de Santa Margarita. Carece de escuela y tiene una destartalada casa parroquial. Se necesitarán 30.000 dólares para las nuevas.
—Elija, Padre —habíale dicho el cardenal.
—Escojo la de Santa Margarita, Eminencia.
—Gracias, Padre.
Su eminencia habíase transformado, entonces, en un agradecido administrador que le tendió su cordial mano: - Buena suerte, Bill.
En diez años había William Monaghan cancelado una deuda de 30.000 dólares y comenzaba a contraer otra mayor aún., con la aprobación del cardenal, para edificar la nueva escuela parroquial. Entretanto vivía con sus tres sacerdotes subordinados en una vieja casa de madera y pensaba ya en la moderna sede parroquial de ladrillo y granito que reemplazaría a aquella especie de arca destartalada. Como recompensa a su labor en lo que fuera un árido viñedo habíale conferido el cardenal el codiciado título de párroco permanente en la parroquia de Santa Margarita, con posesión vitalicia de una dura tarea.
No asustó a William Monaghan la magnitud del compromiso… Pero, últimamente, habíanle disgustado los sacerdotes que le enviaran, porque no eran como los de antes: carecían de empuje y de iniciativa y no eran listos. En rigor, interesábanles únicamente a aquellos las bellezas litúrgicas y las menudencias clericales, y rehuían la dura faena parroquial. Ninguno le satisfacía. El Padre Lyons, por ejemplo, al que llamaban El Lácteo por un motivo evidente hasta para un ciego, de haber sido sorprendido por la lluvia mientras ejecutaba una misión parroquial y que se habría precipitado de vuelta a la casa por temor de caer enfermo de neumonía…, Además no hacía mas que hablar canto gregoriano. ¡Vaya! Olvidando a los doscientos de los inválidos de la parroquia sedientos de la palabra y la mano consoladoras de un sacerdote, aquel cura poníase a ejecutar en el arpa música de Palestina.
En cuanto al nuevo, Fermoyle, fino artículo recién importado de Roma, era un teólogo polemista, un combativo erudito en derecho canónico a quien habíansele contagiado las maneras italianas y se regodeaba con el propio timbre de su voz.
El Reverendo William Monaghan jamás había estado en Roma…, pero había visto a muchos sacerdotes recién llegados de la Escuela Superior Norteamericana de la Ciudad Eterna, cortados todos por la misma tijera. Muy bella apariencia pero sin consistencia, había gruñido ante su colega Flynn de Lynn. Sus pies son demasiados pequeños, Gene, para sostener sus ideas: un viejo dicho irlandés que halló eco inmediato en los oídos de Flynn.
El mar humor perlaba de sudor el rojo cuello de William Monaghan, en tanto se paseaba este por su estudio aquella lluviosa noche de abril. Pensaba el párroco en un cura ideal de grandes pies y manos infatigables.
Otras idea contribuían, también, a ensortijar su cabello de escarcho. Gran número de italianos invadía la parroquia de Santa Margarita. Toda la región situada al oeste de los rieles que unían a Boston con Medford habíase llenado con ruidosos napolitanas, pendencieros cuando bebían y más dispuestos a extraer un arma blanca que una moneda del bolsillo.
Por ser católicos merecían la bienvenida del Señor, pero a los ojos de William Monaghan, que no era Dios sino el mero párroco de una parroquia que debía bastarse a sí misma eran, evidentemente, unos huéspedes indeseables…, por dos razones. Primero, porque no colaboraban generosamente en las obras del párroco y segundo, porque no sabía cómo habérselas con ellos. Eran muy excitables y supersticiosos, desaseados y cínicos, pero no a la manera de los celtas, sino según un mundo propio y distinto…, Hablando francamente, no eran irlandeses. Aún más, ¡estaban desalojando a estos! Nombres tan bellos y antiguos como Finnam, Finnegan y Foley eran reemplazados en la pila bautismal por Castelucci, Foppiano, y Marinelli. A menos que el Arcángel Miguel o una especie de Santo Militante protegiera a Bill Monaghan en su lucha contra sus feligreses latinos, Santa Margarita estaba perdida.
¿Un santo militante?
El pastor Monaghan se hubiera conformado con un buen sacerdote.
El fino reloj de bronce de mecanismo, Walthan dio las diez y media. Y una excitación aun más intensa enrojeció el cuello del pastor.
¿Dónde andaría Fermoyle, el nuevo sacerdote, a esa hora?
Monaghan echó una ojeada al horario de misas para esa semana, escrito por la muy clerical mano del Padre Ireton.
¡Loado sea Paul Ireton, auténtico sacerdote y excelente colaborador!, pensó. Tan claramente como la luz del sol indicaba el horario que el Padre Atephen Fermoyle debía decir la misa de las seis y media al día siguiente, y que Jimmy Splaine debía ser su monaguillo.
En rigor, la costumbre indicaba que un joven sacerdote, en vísperas de oficiar su primera misa parroquial, debía recogerse temprano en su cuarto para orar de hinojos y meditar… ¿Dónde andaría el Padre Fermoyle… ¡Ah…! Sin duda aquel joven elegante y travieso habría ido a visitar a sus padres en West Medford, para regalar sus oídos con el maravilloso relato de sus andanzas en Roma: les referirá que había visto a los cardenales
Vannutelli y Merry del Val saliendo del Vaticano, del brazo, con Su Santidad, para ir a cantar la misa mayor en San Pedro o alguna otra bagatela.
La indignación de Monaghan iba en aumento a medida que el minutero ascendía hacia las once. Esta vigilancia nocturna debe cesar, pensó.
Daba el reloj de bronce la hora cuando se abrió la puerta principal y el nuevo sacerdote comenzó a ascender en puntas de pie la escalera. Hill Monaghan irguió su enorme cuerpo y abandonó su sillón sacerdotal. En seguida se dirigió hacia el enlozado picaporte color castaña de su estudio. Considerando que la misión principal de los párrocos era la de disciplinar y regular las costumbres de los tenientes curas, estaba ya Monaghan por arrancar la puerta de sus goznes cuando tropezaron sus iracundos ojos azules con un pequeño retrato circundado por un ovalado marco de plata.
Era la fotografía de un joven sacerdote de cabellos grizados y barbilla hendida y cuadrada. Los ojos del joven cura no miraban el cielo ni la tierra. Traslucían una gran esperanza y un firme propósito. Había sido sacado aquel retrato del Padre William Monaghan al día siguiente de su ordenación. ¡Cuán orgullosos habíanse sentido sus padres de aquella fotografía! Por eso la colocaron en un marco de plata y la mantuvieron en la repisa de la chimenea de la sala de recibo de su casa del sur de Boston hasta su muerte…, ocurrida mucho tiempo atrás. Ni ellos ni el propio William Monaghan habían descubierto jamás que aquella fotografía representaba a todos los sacerdotes de grandes pies, conscientes de su misión, que habían ido construyendo como ladrillos sucesivos la Arquidiócesis de Boston. Ni en ese instante, siquiera, lo comprendió el pastor Monaghan. Aquel retrato sólo le hizo pensar que la mayor parte de los curas jóvenes tienen padres en alguna parte y que ningún daño causaría a sus vestiduras sacerdotales la caricia de una madre orgullosa de su hijo.
Con todo, aquella idea no logró desviarle de su propósito de dar una buena felpa al Padre Fermoyle. De un tirón abrió la puerta y a la manera de un capitán de clíper que pregunta al segundo piloto por qué no llega nunca a destino la embarcación, inquirió:
—¿A esta hora acostumbra usted retirarse. Padre Fermoyle? —Stephen pensó que debía contestarle amablemente:
—Siento haber llegado tan tarde, Padre. No volverá ello a ocurrir.
—Espero que así sea.
A punto se hallaba Monaghan de dar por terminada la entrevista y cerrar la puerta, cuando advirtió que aquel joven sacerdote de piernas largas tenia el cabello salpicado de agua como si hubiese andado sobre la lluvia. Al compararlo con el Lácteo Lyons, a quien espantaba la humedad, aquel teniente cura que daba muestra de mayor reciedumbre despertó su simpatía… Por lo pronto, experimentó el deseo de conocerlo mejor.
—Pase a mi cuarto, Padre Fermoyle —la mirada perspicaz de Monaghan calculó la probable cantidad de agua caída sobre el cabello de Stephen. Enseguida trató de ponerlo a prueba—: Veo que no teme usted a la lluvia.
—Me agrada la lluvia —dijo Steve.
—Siéntese —dijo Monaghan.
Stephen hundióse en un mullido sillón Morris y miró a su alrededor. Aquella especie de estudio, despacho y dormitorio que era el cuarto de Monaghan, tenía el desordenado e inactual aspecto de la habitación de un laborioso célibe. Ningún objeto hacia juego con otro. Un antiguo escritorio de roble oscuro, de tapa deslizante, con sus casillas atestadas de sobres, contrastaba con un oscuro armario para libros, de nogal, lleno de periódicos religiosos que aun no había leído. La maciza cama de grandes patas no concordaba en absoluto con su grabado en latón situado a un lado y una oleografía de Santa Cecilia tocando el órgano, en el otro. Una raída alfombra cubría el piso y del cielorraso pendía una araña de cristal de la época de los mecheros de gas Welsbach, adaptada para recibir la corriente eléctrica. Los caireles de cristal reanudaban su protesta discordante y ruidosa cada vez que algún tranvía atronaba la calle a su paso.
¿Es necesario que todo sea tan feo?, pensó Steve. Y recordó el estudio de Quarenghi: blancos muros, en los que se veía un solo cuadro, una dura silla y un estante de libros en rojo y oro. En suma la celda de un ermitaño… Pero, este cuarto… ¿qué dice respecto de su morador?
Sin cuello y en zapatillas, con las manos en la espalda y avanzando su gran cabeza rojiza, comenzó Monaghan a pasearse de la puerta a la ventana. Se esforzaba por no mirar algo: los pies del teniente cura pero fracasó en su empeño. Detúvose, de pronto, y miró asombrado, los pies de Stephen.
¡Hum!… Deben ser N° 10. Le ajustan un poco en el medio. Se ensancharán un poco. Debo recomendarle otros zapatos que se adhieran al suelo, con capellada de lustroso cuero de cabritilla… Más adelante…, pensó.
—¿Sufre de los arcos de los pies? —preguntó Monaghan.
—Nunca me han dolido.
¿Qué se propondrá?, preguntose Steve. El porte y la postura de Monaghan recordaban a un enorme buey tirando de un macizo arado. El pastor trazó un nuevo surco, en dirección a la ventana y atisbó a través de las cortinas de encaje.
—Espero que no vendrá a adoptar posturas en Santa Margarita —dijo pronunciando incorrectamente la palabra posturas.
—¿Posturas? ¿Qué quiere usted decir?
Monaghan adelantó su pesado brazo como un hombre que hace saltar ruidosamente algo sobre su banco de trabajo.
—¡Oh!… Me refiero a posturas refinadas, a posturas gregorianas…, a las actitudes melindrosas con que se nos vienen encima allá, en Roma.
Stephen se dominó, pero no puedo ocultar su asombro.
—No comprendo, Padre. Mi amor por la Iglesia y mi concepto de su misión van más alla de cualquier postura.
—No hablábamos de la Iglesias —estalló Monaghan—, sino de los tenientes curas…, mejor dicho, de los tenientes curas adobados en Roma.
La cólera ardió a lo largo de la columna vertebral de Stephen. ¡Adobados en Roma! ¿De modo que así opinaba Monaghan de una personalidad formada de ese modo? Así, con un grosero retruécano, atacaba aquel a un sistema que había dado un Pecci, un Rampolla, un Merry del Val…, eruditos, diplomáticos y príncipes de la Iglesia.
Sintió Stephen deseos de replicar con alguna injuria y comenzar, por ejemplo, de esta manera: Escuche, cuello de Buey… Pero apretó los dientes y respondió a aquellos juegos de palabras con tono empecinado:
—Nadie se lanzó sobre mí, allá en Roma. Sólo me concreté a seguir estudios regulares en la Escuela Superior de Roma.
—¡Ah! —dijo Monaghan con un tono que parecía significar: nos acercamos al quid de la cuestión—. ¿Quiere hacerme el favor de decirme que materias estudió?
Stephen resolvió contestar con un tono frío e impersonal.
—Con mucho gusto. Estudiamos teología sagrada, derecho canónico, filosofía moral y nos dieron algunas clases especiales de diplomacia eclesiástica. También estudiamos los cursos corrientes de hermenéutica.
—¿Herman…, qué?
—Steve pasó por alto las bufonadas dignas de Wever y Fields.
—Hermenéutica —repitió—: La ciencia de la interpretación de las Escrituras —respondió Steve ante la saliente mandíbula de Monaghan. Comparamos la traducción del Nuevo Testamento por San Jerónimo con el arameo y el griego.
—¡Pum! ¡El golpe de gracia ¡, pensó Steve.
—¿De veras? —dijo imperturbable Monaghan y asintiendo con la cabeza miró la fotografía como diciendo: ¡Vaya con la enseñanza que imparten ahora a los seminaristas!—. Y qué más le enseñaron en Roma?
—Durante el último año estudiamos mucha liturgia y rúbrica.
Alegremente, como un fiscal que oye a un testigo condenarse a sí mismo, frotóse Monaghan las manos.
Agradábanle aquellas inconexas pruebas…, El amor del Padre Fermoyle a la lluvia y sus pies relativamente grandes eran superados por su fantástica educación… Necesitaba Monaghan reunir más pruebas.
—En el curso de sus elegantes estudios, Padre Fermoyle… —dijo con pausado tono forense— ¿Condujo alguna vez un carro de lechero?
Stephen contestó desganado: ¡Jamás! .
¡Vaya¡Por lo menos en ese terreno tengo mas experiencia que Usted Porque en mi juventud manejé un carro de lechero. En aquel tiempo volcábamos la leche de las latas abiertas en los cucharones, los cántaros y otros recipientes por el estilo que disponían nuestros pobres clientes irlandeses… Pero pasaré por alto esa parte de mi vida y recalcaré únicamente la ventaja de quienes han conducido alguna vez un carro de lechero sobre quienes jamás han hecho tal cosa.
—El pastor Monaghan trituró una sustancia imaginaria en la palma de su mano izquierda con su índice derecho.
—La ventaja consiste, en que uno sabe distinguir a un caballo de lechero desde diez cuadras de distancia.
¿Me ha comprendido, Padre?
—¿Se trata de una parábola casera, no?
—Según mi parábola, muchos son los animales finos y espirituales que caen, abatidos, entre las varas de un carro de lechero… porque no están preparados para ello. En cambio, otros caballos de mayores bríos intentan correr como si arrastraran un coche o un vehículo con llantas de goma…, lo cual según puede ud. Comprobar, Padre.
—No es el caso —concluyó, murmurando Stephen.
—En absoluto. Ahora bien, Padre: lo que se necesita para arrastrar un carro de lechero es un dócil y fuerte animal capaz de trepar con su carga una colina y descender cuesta abajo, un animal que arranque en seguida y se detenga sin enredarse en las patas… Y para concluir la parábola de una vez, diré que algo parecido exige la parroquia de Santa Margarita de sus tenientes curas.
Dilatáronse las ventanas de las nariz de Stephen, pero guardó silencio.
—¿Le molestará eso, Padre Fermoyle?
—Un poco —levantóse Stephen del mullido sillón, y siguieron inconscientemente la huella trazada en la alfombra por el pastor, recorrió la habitación—. Se, por supuesto, que un teniente cura no es un corredor de carrera de obstáculos y que no me andaré sobre llantas de goma en Santa Margarita.
Esperaba una dura labor…, y me alegro de que así sea.
—Pero…, —en ese instante paso un ruidoso tranvía y tuvo que aguardar Stephen a que cesaran de sonar los cárieles de la araña—, pero ¿qué necesidad hay de referirse tan claramente al carro del lechero?
—De nada sirven las vagas palabras en Santa Margarita —dijo Monaghan—. Mejor es hablar claro, como usted dice, al principio que pavonearse con posturas…
Por Dios, basta ya de usar esa palabra, tuvo ganas de gritar Stephen. De modo que soy un caballo de lechero …
¡Magnifico¡Arrancaré a penas me lo insinúen y daré vueltas por la parroquia hasta convertirme en un viejo y cansino rocín como usted… Pero, mientras tanto, ¿qué le parece si cultivo mi mente, me dedico a Dios, Padre y me visto de lo espiritual hermandad de los dos? ¿No vale eso la pena en Santa Margarita?
Estas preguntas pugnaban por gritar de su garganta, pero la contuvo Stephen, mientras dirigía su mirada por el triste aposento. ¿Cómo habérselas con aquel hombre de grandes pies y abrir una brecha en la horrible muralla aldeana de Monaghan?
¡Tr-ranggg!!!!
Alguien apretaba con fuerza el timbre de la puerta de la calle.
—Ire yo —dijo Stephen.
Bajó rápidamente por la desvencijada escalera y abrió la puerta. Un hombrecillo sin aliento, que mostraba el cuello de franela de su camisa de dormir bajo su chaqueta y cuyos ojos parecían los de un mensajero de una fatal noticia, comenzó a tartamudear telegráficamente:
—Mrs. Fitzgerald… se muere… El doctor Farrel suplica al Padre Monaghan… partir inmediatamente…
—¿Es Annie Fitzgerald, de 14 Brackenbury Street? —afirmó la áspera y atronadora voz del pastor desde lo alto de la escalera.
—Es ella —dijo el mensajero de cuello de franela—. Yo soy Owen Fitz, su esposo. Venga pronto, Padre, por favor…
—Estaré allá dentro de cinco minutos —dijo Monaghan.
Trasponiendo dos peldaños en cada salto, lanzóse Stephen escaleras arriba.
—Déjeme ir, Padre, —suplicó—. Yo estoy vestido.
No se atrevió a añadir: Soy más joven… y mis pies más fuertes que los suyos.
Dólar Bill Monaghan, en tanto abotonaba su cuello blanco, hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Muchas gracias, Padre Fermoyle —dijo Monaghan—, pero esta visita me corresponde. Annie Fitzgerald ha sufrido durante tres años y la buena mujer no querría morir sin tenerme a su lado —y tiró sus botines de cabritilla y elástico N° 45— ¿Quiere tener la bondad, Padre, de bajar a la sacristía y traerme el recipiente del crisma? La llave está colgada en la tablilla del horario de misas. Mrs. Annie Fitzgerald necesitará los últimos sacramentos esta noche.
Stephen echó a correr. Cuando volvió con el estuche, William Monaghan estaba sacando ya, marcha atrás, su nuevo Packard de la cochera.
—Que descanse usted bien. Padre Fermoyle —dijo—. Mañana deberá decir su primera misa en Santa Margarita…, Y nada escandaliza más al Salvador que un sacerdote bostezando y boqueando frente al altar. ¿Me ha comprendido?
—Sí —dijo Stephen.
De pie y descubierto permaneció en la calzada de vehículos hasta que la roja luz trasera del automóvil de Monaghan dejo de fluctuar en la lluviosa y oscura atmósfera.
Generosamente doraba el sol los objetos sagrados y profanos a la mañana siguiente: Las cruz que coronaba el templo de Santa Margarita y el horrible gasómetro municipal cilíndrico y color castaño, desde la Mystic flats, aquella mañana en que el padre Stephen Fermoyle, con sotana y birreta y el breviario en la mano, bajo los tres peldaños de la casa parroquial. Su barbilla recién afeitada brillo en tanto aspiraba y exhalaba el fresco aire primaveral como si entonara un cántico de acción de gracia al Hacedor en general, y a la primavera en particular. Porque ese día, apenas dentro de pocos minutos, a las seis y media de la mañana, para ser mas exactos, iniciaría el padre Stephen Fermoyle su gloriosa carrera sacerdotal: celebraría su primera misa, como teniente cura de la parroquia de Santa Margarita.
Luego de atravesar el estrecho sendero de ladrillos del patio que unía la casa parroquial con el templo, hizo girar la llave de la puerta de la sacristía y se introdujo en esta. Un olor de mirra y nardo saturaba la casi fría atmósfera del recinto. A la temblorosa y rojiza luz de la lámpara de la sacristía vio el alto y amplio arcón que contenía la vestidura sacerdotales. Alegróse Stephen de que el sacristán Val MacGuire no hubiese abierto aun la capilla subterránea y no hubiera llegado todavía su acólito. Deseaba el joven sacerdote estar solo mientras se preparaba para el acto culminante de su existencia, hacia el cual se aproximaba con íntima exaltación y trémula alegría.
Arrodillose en el viejo reclinatorio, inclinó la cabeza, cubrió su rostro con sus manos y suplicó al Divino Padre que hiciera de él un digno sacerdote. Concluido aquel acto de devoción privada, breve, porque no deseaba dejarse dominar por el sentimentalismo, dedicó Stephen su primera misa, especialmente, a su madre.
Se levantó en seguida, lavóse las manos y murmuró humildemente:
—Da, Domine.
Luego colocó su birreta en el reclinatorio, se acercó al arca y se dispuso a vestir sus prendas de celebrante.
Stephen Fermoyle había estudiado rúbrica, o sea, las reglas prescriptas para las sacras ceremonias con el gran instructor Guglielmo Zualdi, de la Compañía de Jesús. Bajo la tutela de Zualdi había adquirido un profundo e íntimo conocimiento de la augusta tradición referente al solemne sacrificio de la misa. Exactitud y devoción, como así también un alto nivel estético pensaba alcanzar el celebrante convertido en artista, convertido ya en una pura y ardiente llama. Cada inflexión de la voz y movimiento de las manos, la cabeza y el cuerpo serían perfectos en aquella primera prueba de su sacerdocio.
Colocó Stephen el fino amito de lino sobre sus hombros y alisó el alba, para que descendiera castamente sobre sus tobillos. Luego ciñóse el cíngulo y dijo en latín: Cíñeme, Dios mío, con el cíngulo de la pureza y apaga en mis entrañas todo impulso libidinoso. Imprégname en una fuerte y casta continencia.
Levantó el manípulo, besó la cruz situada en su centro y lo colocó en su antebrazo izquierdo, como símbolo de los dolores terrenales que debe afrontar todo sacerdote. Después tomó la estola con sus dos manos y dijo:
—Devuélveme, Dios mío, la estola de la inmortalidad perdida por el pecado de nuestros primeros padres.
A punto hallábase de colocar la sagrada vestimenta en torno de su cuello cuando se abrió bruscamente la puerta de la sacristía y un niño sin aliento precipitóse allí arrojando al Suelo la birreta de Stephen al chocar con el reclinatorio. Levantó el niño aquella y permaneció un momento jadeando en medio de la sacristía.
—Está bien, Jimmy —dijo el padre Steve sin volver la cabeza—. Ponte la sobrepelliz.
Cuando se cruzaba la estola sobre el pecho miró el Padre Stephen a su alrededor y vio entonces a un despeinado niño que no se había siquiera lavado la cara, que vestía una especie de chaqueta-sweater sin botones que le llegaba hasta las rodillas sujetado en el medio por un imperdible.
—Yo no soy Jimmy —jadeó el pequeño—. Me llamo Jemmy. Jimmy enfermó anoche… Vomitó dos veces, en la cama. Papá dice que deben de haberle hecho mal los jarretes de cerdo que Mamá hizo anoche… Papá y Mamá discutieron… Pero lo cierto es que Jimmy me dijo que lo reemplazara como acólito esta mañana.
Jemmy miró asombrado la birreta que acababa de levantar.
—¿Se la he estropeado?
El Padre Stephen trato de no distraerse.
—Déjala sobre el reclinatorio y ponte el sobrepelliz, Jemmy. Está en esa alacena junto a la puerta.
Con calma colocóse el Padre Stephen la casulla, paso la cintas por su espalda y las enlazó por dentro, sobre su pecho.
Con el rabillo del ojo vio que Jemmy luchaba con su sweater, demasiado grande. A sus espaldas oyó al sacristán Val MacGuire, quién atisbó dentro de la sacristía para comprobar porque no comenzaba la misa. Los ojos de Stephen dejaron traslucir su disgusto, pero no así su voz cuando dijo a su joven acólito:
—Sin duda conoces bien las respuestas, ¿eh Jemmy?
—Muy bien, Padre.
Lo dudo, pensó Steve.
—Alcánzame la birreta, por favor.
Tomó el cáliz con la mano izquierda, puso la derecha sobre la cubierta y el velo de aquel y mantuvo el vaso sagrado ante sí, ni muy lejos ni muy próximo a su pecho. Luego de indicar a Jemmy que abriera la marcha echó a andar el Padre Stephen detrás del niño. Gravemente avanzó hacia el altar con la mente fija en el sacro rito de la misa.
Apenas dijo el Introibo al altare Dei, advirtió el pésimo latín de Jemmy. Hasta cierto punto respondió la memoria del niño en las dos primeras respuestas, pero en el Quia tu es Deus, comenzó a flaquear y mucho antes del Introit el acólito substituto empezó a vacilar sin remedio. A medida que avanzaba la misa sus respuestas y el movimiento de sus pies, manos y lengua despertaban compasión. Una pequeña catástrofe se produjo cuando pasó el misal del lado correspondiente a la Epístola al del Evangelio. Al ascender los peldaños del altar tropezó… Pero las manos del Padre Steve salvaron al Libro y al niño de una ignominiosa caída.
Una profunda cólera surgió en el pecho del Padre Stephen Fermoyle al ver cómo estropeaba su primera misa aquella especie de payaso torpe de lengua y ademanes. Su espiritual obra de arte acababa de ser embadurnada por unas sucias garras clavadas en ella. La oblación a la concibiera como una obra maestra de rúbrica ofrecida por un purista, yacía a sus pies hecha añicos.
Desesperadamente luchó el Padre Stephen por no reparar en los lamentables movimientos de su acólito. Durante el Canon de la misa se esforzó por concentrarse exclusivamente en la Hostia que tenía adelante, en sus manos.
Con hondo acento y particular atención, con suma unción y singular firmeza pronunció las cinco palabras: Hoc est enim corpus meum, por medio de las cuales se trasmite a los hombres el misterio de la transubstanciación.
Complacido, no hizo nada Jemmy entonces que destruyera aquella atmósfera, pero luego, durante la Comunión, nuevamente se cubrió de oprobio al no extender la patena en tanto el Padre Steve colocaba la sagradas obleas sobre la lengua de los pocos comulgantes madrugadores.
Tan exasperado estaba el Padre Steve cuando abandonó el altar, concluida ya la misa, que tuvo ganas de aplicar un recio puntapié en los fondillos del pantalón de pana de Jemmy Splaine. Al entrar en la sacristía, ásperas palabras de reproche llegaron hasta sus labios…, pero las ahogó en si mismo, colocó el cáliz en el altar de la sacristía y comenzó a quitarse sus sagradas vestiduras. Al principio apenas pudo contener la indignación, pero en tanto se despojaba de tan hermosas prendas: la casulla de brocado, ricamente bordada de oro y plata; el bello manipuló de satén y el alba de rico lino, una extraña sensación apoderóse de él.
Comprendió que había vestido aquellas prendas orgullosamente, sin humildad; que había subido al altar henchido de altivez y dispuesto a lucir su elegancia: dos obstáculos fatales para el cabal cumplimiento de la función sacerdotal. El torpe accionar de Jemmy habíale salvado del total despliegue de su vanidad. Sin querer, había interpuesto el niño su frágil cuerpo, a la manera de un puente viviente, sobre el abismo de la arrogancia que se abría a los pies del Padre Stephen.
—Ven aquí, Jemmy.
Inclinando su despeinada cabeza, como reconociendo su fracaso y su torpeza, obedeció Jemmy. Sin la sobrepelliz ya, no se había puesto todavía su sweater color esmeralda. La parte superior de su cuerpo semejante, a la de un pollo desplumado, estaba cubierto de una raída y sucia camiseta. Un trozo de cordel de tender ropa sujetaba, a modo de cinturón, su pantalón de pana.
Sus prendas no estaban impregnadas, precisamente, en mirra y nardo, ni provenían de las áreas de las frías sacristías, sino bañadas en sudor, y despedían un olor de carne corrompida por el calor y el polvo cotidiano.
Stephen acarició, para consolarle, la puntiaguda barbilla del niño, le hizo erguir su gran cabeza, cubierta por un desordenado mechon de cabello, y contempló su rostro, surcado de lágrimas.
—Todo salió mal, Jemmy.
—Si, Padre.
—Pero con el tiempo serás un buen monacillo —las lágrimas enturbiaron los ojos de Stephen—, y yo, con la ayuda de Dios, un buen sacerdote.
Nadie sabrá jamás, exactamente, lo que el sacristán Val McGuire murmuró en los oídos de William Monaghan… Pero, sea como fuere, su rostro dio a entender que el nuevo teniente cura no había salido muy airoso en su primera misa.
Aquel día sentóse el párroco a la mesa del almuerzo hambriento y ansioso de lanzarse sobre la carne y las patatas. Cortó un trozo triangular de carne del frío cuarto de ternera e hizo a un lado la fuente plateada para asir la botella de salsa de alcaparras.
—Me han dicho —dijo sin posar su azul mirada céltica en nadie en particular— que la misa de las seis y media fué un espectáculo circense… —mientras cortada lentamente la carne de ternera—. Sólo que —soltó la frase como un pistoletazo—: ¡Las funciones del circo comienzan a la hora establecida!
El Padre Paul Ireton, que había dormido hasta las siete de la mañana, guardó silencio, como un inocente espectador que no se hallara siquiera en la línea de fuego. El Lácteo Lyons pareció decir con su brillante expresión: ¿Será posible?
Aquel silencio dejó al Padre Steve desguarnecido en los flancos… Posición reservada a los nuevos sacerdotes en la casa de Monaghan.
El día anterior, lleno de vida, habría Steve rechazado hasta doce ataques simultáneos… Y aún cuando tuvo ganas de decir ahora: ¿De modo que hay soplones en Santa Margarita?, optó por mirar calladamente a su pastor. Excusándose dijo:
Me retrasé un poco, Padre, porque no estoy familiarizado con el sitio anterior habitual de cada prenda. El pastor Monaghan tenia ganas de imponer la disciplina esa mañana.
¿A que se debió la cabriola que hicieron con el Misal en las manos?… Me han dicho —dijo utilizando una frase favorita— que usted y su acólito hicieron una especie de juego de manos con él… ¿Aprendió eso en la Escuela Superior Norteamericana en Roma?
Paúl Ireton salió en defensa de Steve.
La culpa fue del monacillo, Padre, Jimmy Splaine enfermó anoche y tuvo que reemplazarlo su hermanito. Está mañana por boca de Mrs. Splaine me enteré de ello y algo más…
Este informe, en lugar de apagar, estimuló la ira de Monaghan.
De modo que cada vez que enferme Jimmy Splaine fracasará la misa …
Por Dios ¿no hay otro monacillo en toda la parroquia? ¿No puede alguno de ustedes organizar el servicio divino? ¿Por qué no preparasteis una docena de muchachos para que sirva en la misa?
Steve comprendió que en una parte se justificaba la ira de Monaghan. Preocupado por los problemas financieros de la parroquia, razonable era que esperase que alguno de sus subordinado tomara a su cargo la preparación de los acólitos. Se disponía ya a ofrecerse para ello cuando el Padre Frank Lyons hizo un desvaído ademán.
—Me gustaría preparar a varios muchachos en cantos llano La proposición enfureció a Monaghan.
—Jamás habrá canto llano en Santa Margarita. Este es un templo parroquial, no una basílica —Y pronunció esta palabra como si nombrara una enfermedad.
A las siete y media estaba Stephen de regreso en el confesionario, listo para iniciar su labor nocturna.
Las primeras penitentes fueron seis piadosas mujeres casadas que dijeron poco más o menos lo mismo que los niños habían dicho, aunque con un lenguaje levemente más adulto: He murmurado dos veces… Sentí envidia cuando mi vecina compro el piano en mensualidades… Llegué tarde a misa un día…, pero hubiera llegado a tiempo si me hubiese levantado más temprano… Comí carne el viernes, porque no teníamos más que carne y huevos en casa… Le saqué sesenta y cinco centavos del bolsillo a mi marido y le mentí más tarde… Me negué… me negué a cumplir mi deber conyugal con mi esposo en dos ocasiones porque…
Stephen advirtió que las mujeres eran más propensas a atenuar sus pecados que los hombres. Los maridos decían lisa y llanamente; Cometí adulterio cuatro veces. Las mujeres andábanse por las ramas y utilizaban las más fantásticas locuciones. Stephen comenzó a comprender que algo les impedía hablar claramente.
Cuando se sentía ya satisfecho por aquella reticencia recibió, de pronto, Steve un violento mentís. Al abrir el postigo izquierdo un fino perfume de aceite esencial que recordaba el del clavel doble llegó hasta él. Una delicada voz femenina comenzó a recitar en voz baja los pecados más corrientes y veniales. Inteligente y un poco malhumorada, dijo, luego de vacilar brevemente, sin vergüenza ni orgullo:
—Durante los últimos seis meses he mantenido relación sexual con un hombre… Muchas veces.
Steve le hizo la pregunta habitual:
—¿Por qué no se casan?
—Él es bautista y mi familia no quiere que me case con un hombre de otra religión. —¿Ha tratado usted de convertirlo?
—Sí, Padre. Pero odia la Iglesia. Dice cosas terribles de ella.
—No obstante, sigue usted manteniendo relaciones con él.
—Sí Padre —dijo ella obstinada—. Le amo demasiado —su falsa obstinación dio paso a un quejumbroso «¿Qué puedo hacer?».
Nuevamente el antiguo dilema Montesco y Capuletos, agravadas con complicaciones religiosas.
Stephen tuvo deseos de levantarse y echar andar para meditar su respuesta. Pero todo movimiento estaba vedado.
Debía permanecer inmóvil. No podía rebasar los límites físicos del confesionario ni tampoco lo más importante impuesto por la doctrina de su religión. Su deber de confesor obligábale a aconsejar a aquella descarriada católica, mediante la reafirmación de verdades establecidas. Tiernamente comenzó a decir:
—Por duro que le resulte, debe renunciar a ese hombre. De lo contrario, ninguno de los dos alcanzará una felicidad duradera. Si se casa con él al margen de la Iglesia, se condenara usted a un permanente dolor espiritual y a un antagonismo emocional que destruirá su unión, al igual que la de muchas parejas de ideas divergentes —hizo una pausa—. Además, debe usted romper esa relación ilícita por peligrosa, inmoral,… y miserable.
La joven, rebelde levantó la barbilla:
—No es una relación miserable, Padre.
—¿De modo que piensa continuar…? La muchacha asintió con la cabeza:
—Entonces —dijo Stephen— no tengo atribuciones para absorberla. No puede usted recibir el sacramento de la penitencia mientras no se decida abandonar esa pecaminosa senda.
La muchacha se puso de pie.
—¿Para qué habré venido? —murmuró, irritada—. Debí preverlo —y huyó del confesionario, dejando tras sí un aroma de clavel doble.
De seguir su instinto, habría Stephen echado a correr detrás de ella para tomarla de un brazo y rogarle que fuera más comprensiva con la Iglesia y con él. Pero no podía hacer tal cosa. Comprendió que desde el punto de vista doctrinal había obrado correctamente al rehusarse a absolverla; pero, también, que lo fue de manera brusca e inflexible y con muy poco tacto. Torpemente había dejado que un alma atribulada se escurriera entre sus manos.
Apenas oyó a los nuevos penitentes: Abofeteé a mi hermano con ira… Me negué a cumplir mis deberes de esposa… Descuidé mis obligaciones en casa…
Le arrancó de su turbación una voz aguardentosa, que olía a bebida pasada: epílogo de una larga y excesiva borrachera. El hombre que acababa de arrodillarse ante la casilla de los penitentes era tan corpulento que se vio obligado a aplastar la cabeza en el enrejado. Su mal aliento dio en el rostro del Padre Stephen. Sacó este su pañuelo y cubrióse la nariz. El hombre estaba ya bastante fresco, pero el desconsuelo y el remordimiento inclinaban su cabeza y trascendían de su voz.
—Falté nuevamente a mi promesa, Padre —murmuró, como asqueado de sí mismo—. Comencé a beber el sábado…, hace una semana.
Más cauteloso que antes, aguardó el Padre Steve.
—Me gasté el salario en bebida y abofeteé a mi esposa cuando me preguntó dónde había estado… Ella lloró amargamente, no por el golpe, sino porque me presenté borracho ante mis hijos, sin empleo y luego de haber faltado a mi palabra.
El hombre respiró pesadamente. Había dejado de apiadarse de sí mismo.
—¿Dónde se emborracha?, en Malden no hay tabernas.
—En Boston. Casi siempre en Dover Street.
Stephen conocía aquel barrio: refugio de desechos humanos.
—¿Por qué vuelca esa ponzoña en su cuerpo, hecho a imagen y semejanza de Dios?
El voluminoso individuo hizo, desesperanzado, un movimiento negativo con la cabeza.
—No sé, Padre. No sé que responder…, NO quiero emborracharme…, pero no puedo…
Eso era todo… No se trataba de un bebedor que levantara entre amigos su copa o acompañara con el alegre sonido de su vaso una canción. Simplemente sentía aquel bebedor consuetudinario el deseo de alargar su mano en dirección al cuello de una botella.
Descorazonado y sin saber qué decir, casi aplastado por el aliento del borracho, suplicó Stephen calladamente a Dios que le favoreciera con una brizna de Su gracia.
—¿Qué edad tiene usted? —respondió para ganar tiempo.
No deseaba que aquel muchacho huyera como la muchacha.
—Cuarenta y uno.
La gracia no descendió sobre él. Sentía en cambio, náuseas.
—¿En qué se ocupa?
—Soy albañil, Padre. Un buen albañil. Cuando estoy fresco, consigo enseguida ocupación. Aquel olor enfermaba a Stephen.
De un momento a otro abandonaría de súbito el confesionario para respirar el aire fresco del patio de ladrillo.
Sin duda, San Esteban, el patrono de los albañiles, se apiadó de aquel tocayo suyo que hacía girar entre sus dedos la invisible y mustia rama de la desesperanza…, porque la gracia descendió sobre él Una brillante idea iluminó su mente.
—Venga a la casa parroquial mañana a la tarde —dijo Stephen—. Deseo conservar con usted. Quizá le consiga trabajo en la obra de la nueva escuela del Padre Monaghan. Trabajando allí no tendrá tiempo para ir a las tabernas de Dover Street.
—¿Lo hará usted. Padre?
—Vamos a ver… Ahora haga acto de contrición y ruegue a Dios para que se apiade de usted y su familia.
Deprimido, luego de la ultima confesión salió el Padre Stephen con paso vacilante del confesionario, a las diez y media de la noche. Le dolían todo los músculos. Sus nervios estaban exhaustos por la tensión. Un hacha invisible parecía hender su cabeza. Ardían sus mejillas y las membranas de su garganta estaban resecas como una vieja franela. Su espíritu, que alcanzara grandes alturas en alas de su exaltación a la hora de la cena, yacía derrotado en el polvo.
Aturdido salió al aire libre y recorrió de arriba abajo el sendero de ladrillo del patio.
—Jamás lo sospeché… Jamás lo sospeché —insistía en decirse a sí mismo—. Perdóname, Dios mío… Jamás lo sospeché.
Paul Ireton se puso a caminar a la par de él, solícita pero calladamente.
—Nadie me dijo nada, Paul.
—Nadie podría explicarlo —dijo el Padre Ireton.
Steve oprimió sus palpitantes sienes con los dedos.
—En los libros del pecado es una abstracción —dijo—, una impersonal y remota teoría sobre el fracaso del hombre en cumplir la voluntad de Dios… Pero en la vida es una úlcera que roe sus entrañas, una tempestad en su sangre, una comezón fatal en su cerebro…, un aire fétido en su vientre.
Hay que adaptarse a ese aire, Stephen… De lo contrario sobreviene la derrota.
—No pienso en mí, Paul sino en los que van por la vida con su carga de pequeños pecados, y en los otros en los que soportan el peso de sus horribles faltas. ¿Cómo ayudarlos?
—Stephen sentíase semiculpable, jadeaba casi por los pecadores ajenos —¿Qué hacer?
—Se siente abrumado, ¿no es cierto? —dijo el Padre Paul.
—Aplastado.
Paul Ireton deslizó su brazo sobre el hombro de su amigo sacerdote.
—Mucho podríamos hablar al respecto, Steve. Hay una larga tradición detrás de nosotros. No olvide que el propio cristo pasó toda una noche aplastado bajo los olivos en un lugar distante de Malden, Massachussets.
Durante un rato recorrieron varias veces la faja de ladrillos del patio.
Luego Paul Ireton dijo:
—Entremos: Le daré un par de aspirinas.