Capítulo III

Si alguien hubiera tenido que registrar los hechos menores, profanos y eclesiásticos, acaecidos en la Arquidiócesis de Boston, a partir del domingo 2 de mayo de 1915, habría llenado todo un volumen de heterogéneo contenido con lo ocurrido únicamente ese día.

Con los ojos abatidos, arrodillóse en la cripta de la iglesia de Santa Margarita. Con la vista fija en el corazón rodeado de azucenas de la Madona encendió un cirio. «Por el pronto restablecimiento de su amado Víctor Provenzano». De no haber sido herido de una cuchillada veinticuatro horas antes en una riña, Víctor habríase casado con ella. Encinta desde hacía dos meses, lloraba Filomena y pedía un milagro:

—¡Salva a mi Victorio, Virgen de los Dolores! Haz que deje de sangrar por la boca. Si llo haces te dedicaré una novena que durará toda mi vida.

Elevó sus ojos hacia la imagen de María.

Un grito escapó de sus labios al ver que del corazón coronado de flores de la Virgen brotaban gotas de sangre.

Mr. R. W. Bailey, subgerente de la Boston Streetcar Company, recorría a grandes pasos su despacho, en tanto se dirigía a un pequeño y vulgar auditorio de mozos de variadas estatura y diferente porte y contextura. Todos tenían, sin embargo, nariz y ojos de hurones. El subgerente Baile, que podría haber figurado como ejemplo de cualquier texto sobre úlceras pépticas, estaba poniendo en descubierto en ese momento las de sus oyentes.

—Los taquilleros de Boston están robando en gran escala —chilló—. A menos que ustedes, los vigilantes secretos, me traigan una docena de esos pillos la semana próxima, pediré que os despidan a todos. —Agitó una hoja de papel ante ellos—. Estas cifras demuestran que la compañía pierde quinientos dólares por mes en monedas de níquel. Esta cantidad debe reducirse a cero. A cero… ¿Me oís?

Su tono dejó de ser monitorio para tornarse receloso.

Con su índice amarillo por la nicotina señaló a sus apiñados oyentes:

—Hay una ley que castiga a los vigilantes secretos que se complican en los hurtos de los taquilleros…, Y ahora idos al infierno, todos y no volváis sino para demostrar que sois dignos de la confianza que se os dispensa… Fuera, fuera todo el mundo…

Mónica, la más hermosa de las Fermoyle, dirigíase con paso nervioso a un desierto rincón del cementerio de Forest Dale para encontrarse con su novio, a quien no podía invitar a su casa. Un flaco y bien parecido muchacho judío surgió de detrás de un haya y dijo:

—¡Querida…! Pensé que no venías.

En seguida dio le el brazo y la condujo a un lugar aún más retirado, donde se sentaron en un montículo cubierto de hierba.

Allí conversaron y se besaron una y otra vez hasta el anochecer.

Spiridon Larios, propietario del Café Gamecock, sacó de un abultado fajo un billete de diez dólares y lo entregó a un fornido joven que lucía una corbata Ascot y zapatos de cuero y gamuza.

—Y ahora, vete —dijo Larios—. Martirizas los oídos de mis parroquianos… Pipple siempre me dice: «Mister Larios, tiene usted un lindo local…, pero ¿de dónde sacó a ese zorzal irlandés que toca en el piccolo piano?».

Larios rio de su propia y pésima traducción del antiguo chiste y se echó al garguero un gigantesco vaso de brandy Metaxa.

Su eminencia el cardenal Glennon estaba sentado en uno de sus tres «Steinway» de ébano, en el magnífico estudio de su residencia episcopal. Con aire contemplativo repitió varias veces ocho sedantes compases de Bach. Para tocar mejor aquel pasaje que en su opinión encerraba el secreto del contrapunto, quitóse el macizo anillo con un zafiro que tenía en el tercer dedo de su mano derecha y lo puso sobre el atril. Salvado aquel escollo, pasó el trozo siguiente, con sus ojos castaño grises fijo en un Mantegma que absorbía en sus sombras los últimos rayos dorados de sol.

Su abovedada cabeza y su gran boca, semejante a una cuchillada, parecían demostrar un sereno estado de ánimo… Pero los involuntarios estremecimientos de sus trigéminos, que partiendo del lóbulo de sus orejas llegaban a la base, por decirlo así, de su maciza pero no gorda barbilla, habrían revelado a cualquier miembro de su séquito que el cardenal estaba a punto de estallar. Ninguno se hallaba en ese momento en el estudio. Todos se habían retirado a sus habitaciones como marineros que corriesen a cerrar las escotillas ante una inminente tormenta.

Bach y Mantegna adormecieron al cardenal Lawrence Glennon durante veinte minutos… De pronto, comprendió que se estaba anestesiado a sí mismo. Bruscamente se acordó de todo.

Abandonando el taburete del piano volvió a colocar el anillo con el zafiro en su dedo. Irritado tomó un ejemplar de El Monitor, publicación semanal católica dirigida por él, echó una breve ojeada a la primera página y lo arrojó, por último, sobre el lustrado escritorio incrustado de perlas.

—¿Será posible que no haya en esta Diócesis un solo sacerdote capaz de escribir sobre ese asunto? —tronó. Como nadie respondió tiró del cordel de brocado de la campanilla. Con serenidad de japonés apareció su secretaria, bloc y lápiz en mano.

—Recorra todas las parroquias de Nueva Inglaterra en busca de un redactor capaz de infundir vigor a este periódico —dijo el cardenal—. Mientras tanto dígale a Monseñor O’brien que tengo que hablar con él. Quiero que escriba un resonante artículo de fondo contra los crímenes que se cometen en la Maternidad del Hospital de Boston… Contra los que aplastan cabezas de recién nacidos. Quiero que todos los médicos de Boston sepan lo que opina la Iglesia Católica sobre ese asunto.

Y restregó su macizo anillo en la palma de la mano izquierda como si sellara la suerte de los matadores de niños.

—Mándeme a O’Brien.

En la cocina de su departamento de cinco habitaciones de Tileston Street, Malden, el mamposteo James Splaine, hombre grande y gordo, hablaba esperanzado con su esposa.

—Julia —dijo—, el nuevo sacerdote es un santo. Me habló durante una hora, cuando fui a verlo esta tarde. Pero nada de tonterías sobre la religión. Jimmy, me dijo, ¿cree usted que si consiguiera algún trabajo en Madden, alguna ocupación que no le permitiera ir de taberna en taberna por la Dover Street no se emborracharía usted jamás? Por supuesto, respondí. Cuando huelo el aire que sale de aquellas tabernas estoy perdido. Entonces él me dijo; Pediré al Padre Monaghan que le dé alguna ocupación en las obras de la nueva escuela. En el trayecto de su casa al trabajo y de este a su casa no encontrará ninguna taberna. El resto dependerá de usted, Jim.

Julia Splaine, una mujer de cabellos duros y bata grasienta dijo:

—¿Es cierto que yo debo cobrar tus jornales?

—Sí, Julia. Todos los sábados el propio Padre Fermoyle te entregará en la casa parroquial el sobre con mi paga. Bendita sea la mujer que lo dio a luz, pensó Julia Splaine. Debe ser una mujer maravillosa.

El reverendo William Monaghan desabrochó los tres botones centrales de su sotana, extendió sus largas piernas bajo el escritorio de tapa deslizante y encendió el cigarro que acostumbraba fumar al anochecer. Acababa de cenar varios de sus platos favoritos: sopa de cebada, rosbif y patatas hervidas y se aproximaba al más bello instante de la semana: al momento de hacer el recuento de todo lo ocurrido.

En el cajón superior de su escritorio había cuatro sacos de lona, de dinero; tres rebosaban de billetes y monedas recolectadas durante las misas de nueve, diez y once dominicales. El otro contenía monedas de diverso valor, casi todas de níquel y peniques extraídos de los cepillos o provenientes de la venta de cirios votivos y folletos religiosos.

Había fumado ya la mitad de su cigarro cuando comenzó el recuento y el tercero cuando terminó su tarea. En seguida anotó $ 1.156.44… Una apreciable suma. Deducido el diezmo que debía enviar al tesoro de la Diócesis quedaríanle más de mil dólares para solventar los gastos de la parroquia: el pago del nuevo órgano eléctrico, los salarios de sus tenientes curas, la conservación de la casa parroquial. Tenía, también, que destinar cierta cantidad al pago de las facturas de la reparación del horno de la iglesia y de las tuberías de vapor, largo tiempo atrás vencidas… y otra a la nueva escuela parroquial.

Sacó el párroco un pequeño fajo de libros bancarios, quitó la tira de goma que los aprisionaba y estudió las cifras allí consignadas: Caja de ahorros de Malden:$ 5500, Malden Trust Company:$3500; First National of Boston;$11.000, Caja de Ahorros Postal de Medford:$4200. Sumó: 24.200.

Sus glaciales ojos azules llamearon cuando comprendió que su situación monetaria permitiríale iniciar las obras de la anhelada nueva escuela parroquial.

Desde el altar, durante la misa principal, había anunciado esa mañana a los feligreses que llenaban la iglesia, con su áspera voz de orador sagrado: Mis queridos feligreses, por la gracia de Dios y vuestra generosa ayuda comenzaremos mañana a cavar los cimientos de la nueva escuela. Ello es el resultado de diez largos años de colaboración por parte de ustedes y de un gran espíritu de ahorro por parte mía. Pero no es esto más que el comienzo. La escuela costará tres veces más de lo que hemos ahorrado y, aunque la banca local nos ha prometido un apoyo, debéis, mis queridos hermanos, continuar ayudándonos y yo debo seguir ahorrando. Mientras tanto, hay que atender los gastos habituales de la parroquia… esta iglesia en la que oráis necesita un nuevo equipo de calefacción. La caldera y las cañerías deben ser reemplazadas por inservibles… Y la casa en que vive vuestro pastor y sus tenientes curas es demasiado vieja ya y tiene que ser demolida.

Muchas personas me han detenido en la calle para decirme:

«¿Cuando piensa edificar una nueva casa parroquial, Padre Monaghan? La actual es una vergüenza». Y yo siempre he respondido: “Santa Margarita tendrá una nueva casa parroquial cuando la escuela de la parroquia esté construida y paga”.

Mientras tanto no os preocupéis por mi ni por mis tenientes curas… Que no lloverá en nuestro lechos… Y ahora leeré el Evangelio correspondiente a hoy… Pero antes debo hacer un nuevo anuncio. Si alguno de ustedes quiere emplearse en las obras de la nueva escuela, no venga a verme. Recurra a McBurne y Brothers, los conocidos contratistas, Yo estoy a cargo de una parroquia, no de una agencia de empleos. El Evangelio de hoy domingo…

De una casilla de su escritorio sacó el Padre Monaghan un tubo que contenía heliografías. Extendiólas cariñosamente ante sí y contempló durante un momento los planos de la nueva escuela: tres pisos, fachada de granito de Quincy, treinta salones de clase, un gimnasio, un salón de recreo y una capilla para las monjas. Una moderna construcción a prueba de incendio. Se llamaría Escuela Cheverus, en memoria de Louis Cheverus, el valiente misionero, obispo de Massachusetts, fallecido mucho tiempo atrás. El propio cardenal había escogido aquel nombre.

Más allá de la ventana del cuarto elevábase una baraúnda de chillonas e histéricas voces extranjeras. El pastor Monaghan miró su reloj: las nueve y cuarenta y cinco de la noche. ¿Qué ocurriría? Levantó la ventana y vio que una muchedumbre estaba apiñada en el camino de ladrillo, a la entrada de la cripta de la iglesia, de manera indecorosa, desordenada. Había que hacer callar a aquella gente. El Padre Monaghan dirigióse hacia la puerta de su cuarto y llamó con voz de capitán:

—Padre Fermoyle.

Steve apareció en el vano de la puerta de su habitación.

—Si, Padre…

—Baje al patio y averigüe el motivo de tanta gritería.

Debe ser un grupo de Pastafagiuoli que viene a la taberna. Échelos… ¿me ha oído?

—Está bien, señor —Steve se encasquetó la birreta y lanzóse escalera abajo. Ya próximo al sendero de ladrillo oyó:

—¡Miracolo! ¡Miracolo… La bella Madonna ha fatto uno miracolo.

Steve se abrió camino entre la multitud hasta que alcanzó a ver a Val MacGuire. Guardando la entrada de la cripta.

—¿Qué ocurre, Val? Pálido, explicó el sacristán:

—Dicen que se ha producido un milagro, Padre. Una muchacha entró aquí esta tarde y encendió una vela a la Santa Madre, Cuando volvió a su casa, su novio, herido con un estilete y a quien daban ya por muerto, estaba sentado en la cama y pedía Spaghetti. Desde entonces han estado viniendo catervas de italianos…, Ahora trato de contenerlos par cerrar con llave la puerta.

Una mujer con chal y un niño en los brazos se aproximó al Padre Stephen.

—Mi nene no hace más que vomitar desde hace tres días —exclamó—. La Madona hará que retenga la leche.

—Espere un momento, madrecita —dijo el Padre Stephen—. Entraremos juntos. De cara a la multitud elevó la voz para hablarle con palabras al alcance de su inteligencia.

—Hijos de la Milagrosa Reina de los Cielos —exclamó con todo declamatorio y acorde con el temperamento de sus oyentes—; escuchad a vuestro pastor.

—Hable, Padre. Lo escuchamos.

—La Virgen ha realizado hoy aquí, una acción maravillosa. Y vosotros, sus hijos. Que lloráis y os lamentáis en este valle de lágrimas deseáis honrar a la más pura de las abogadas…, Venís aquí a encenderle cirios, a orar y a pedirle amparo. Nada más agradable para ella. Pero debéis obrar devota y ordenadamente. Yo os conduciré. Seguidme en respetuoso silencio hasta los pies de la Madona.

El sacristán MacGuire tiró de la manda de Stephen.

—Son las diez de la noche, Padre. Ya es hora de cerrar la cripta —protestó, sacando su reloj.

—Vamos, Val, guarde el reloj. Los milagros se producen a calquier hora. Sea bueno ayúdeme a hacerlos alinear.

Por la nave lateral de la iglesia apenas iluminada bajó Stephen, seguido por la callada muchedumbre, en dirección de la estatua de la Virgen. Ocupados todos los bancos próximos al altar muchos se apiñaron en la nave. Zumbaban las voces como avispones excitados. Stephen se acercó a la triple hilera de cirios. Ardió en deseos de lanzar ígneos apóstofres cuando se encontró ante el pequeño nicho que albergaba la estatua de la Virgen. Tratábase de una chillona figura de yeso que reflejaba el estilo, el gusto y la tradición locales. Cubría su cabeza una corona de dientes de oro. Su rostro reflejaba serenidad y pureza. En el hueco de su brazo derecho sostenía al Niño Jesús, en tanto con el dedo índice de su mano izquierda señalaba el borde de su corazón coronado de azucenas. Arrodillóse Stephen ante el altar y elevó su vista a la estatua.

Rojas gotas de sangre fluían del corazón de la Virgen y salpicaban al caer en un pequeño charco formado a los pies de la imagen.

¡Si pudiera sumergir mi dedo en ese líquido!, pensó Stephen… Pero un zumbido semejante al vuelo de una multitud de asmáticos avispones elevóse a sus espaldas. No era ese el momento más apropiada para hacer indagaciones. La emoción acrecía detrás de él peligrosamente. Debía aplacarla de algún modo…? Pero ¿cómo?

Mediante la oración… Pero, ¿qué oración? Rezando el rosario, por supuesto. Volvióse Stephen hacia la multitud.

—Es hoy el primer domingo de Mayo —dijo—. El mes del cantar de María —sólo respondió el débil lamento de un niño que sentía arcadas—. Formemos en torno de ella una guirnalda de flores…, con las flores de los Cinco Sagrados Misterios del Santo Rosario.

Cuando el Padre Monaghan se precipitó en la cripta para comprobar por sí mismo que ocurriría vio quinientas cabezas Inclinadas y oyó la clara voz de su teniente cura pronunciando la primera parte de la Angelical Salutación:

—Dios te salve, María; llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Las quinientas voces respondieron:

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora yen la hora de nuestra muerte. Amén. El Padre Monaghan salió en punta de pie de la iglesia.

—Sin duda habrá hallado algún método para habérselas con estos italiano —murmuró.

El Padre Stephen Fermoyle tuvo que rezar cinco veces el Rosario para calmar a la multitud. Mientras tanto seguían cayendo las rojas gotas, Con los ojos llenos de temor a Dios desfilaron los italiano, mientras salían, ante la estatua de María.

La última en abandonar el templo fue la mujer que llevaba en brazos a su bebé enfermo.

—Mire, Padre —dijo, con voz tranquila y ojos serenos—. No ha vomitado desde que comenzamos a rezar el rosario A la una de la mañana quedó la iglesia desierta.

—Ahora —dijo el Padre Steve— comprobaré lo ocurrido.

Abrió la puerta situada ante el camarín de la Virgen, acercóse a la estatua y estiró la mano para tocar su corazón carmesí. Al hacerlo, una tenue gota roja salpicó en su uña.

Miró entonces hacia lo alto, hacia el cielo raso en tinieblas.

¡Un agua herrumbrosa, proveniente de un tubo de vapor, caía gota a gota sobre el corazón de María! Luego de golpear su brillante y chillona superficie caía en el piso.

—¿Qué dirá de esto Dólar Bill? —dijo el Padre Steve.

El Milagro del Tubo de Vapor, como lo llamó Paul Ireton, fue frustrado a la mañana siguiente por una multitud de plomeros. El rumor de sus martillos ahogó la música mística…, pero no así su eco, que perduró, que siguió oyéndose en el corazón de Filomena Restucci, quien se casó con Vittorio varios días después en una misa de esponsales celebrada por el Padre Stephen Fermoyle… Y siguió resonando, también, en el corazón de la mujer del chal, cuyo bebé murió de obstrucción intestinal. Pero, sobre todo, perduró en la memoria del pastor William Monaghan.

—Al fin tengo un teniente cura —le dijo a su camarada Flynn de Lynn— que es una extraña mezcla de cualidades contradictorias. Si la apariencia tiene algún significado, Gene, creo que terminará luciendo la mitra sobre su cabeza. De porte altivo, lleva buena sangre irlandesa en las venas y es hijo de los Fermoyle de Medford. Su padre es motorista de tranvía, según me han dicho, y su hermana ha ingresado en la Orden del Carmen… Pero lo que más me agrada en él, Gene —y adoptó Monaghan el tono de un habitante de Leinster que confía a otro un secreto maravilloso—, lo que más me agrada en él… es su habilidad para habérselas con los italianos.

Contando ya con un buen teniente cura, dedicóse el Padre Monaghan a prepararlo para una misión especial. Un amplio campo de acción ofrecíasele a Steve. Armado de su investidura sacerdotal como un tridente, sumergióse en las aguas parroquiales.

Celebraba misa diariamente y se alternaba con el Padre Lyons en el servicio de las seis y treinta de la mañana, bautizaba niños y era un maestro en el arte de acallar sus chillidos cuando vertía el agua sagrada en sus suaves y rosadas cabecitas.

—¿Dónde lo aprendió, Padre? —preguntó una joven madre, asombrada al ver cómo hacía callar a su desesperado bebé.

—Practiqué mucho siendo niño. Hasta los catorce años jugué al first base con un bebé en brazos. Hay que saberlos tener. Mire: se lo demostraré. No hay que tenerlos erguidos y moverlos de un lado a otro. A los bebés les agrada el movimiento horizontal, boca arriba…, Ahora bien, si los quiere uno engañar, hay que recostarlos en el hombro…, así.

Tres días por semana, la tarde, debía Stephen estar de guardia y oír pacientemente las cuitas de las gárrulas ancianas que iban a pedirle medallas bendecidas y a ponerle al tanto de los pormenores, no muy edificantes, de sus vidas. El solo hecho de hacerles abandonar el templo, constituía un triunfo para aquel sacerdote a quien se veía acompañado de mujeres que no habían terminado aún de contarle sus vulgares problemas.

Al ver cómo trataba Steve a aquellas viejas irlandesas, Monaghan resolvió nómbrarle consejero espiritual de la Cofradía de Mujeres Casadas.

—Pero ¿qué voy a decirles? —preguntó Steve sinceramente sorprendido.

Un alegre gruñido brotó del pecho de Monaghan.

—Sus padres tuvieron una familia numerosa, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y cuando regresaba su padre del trabajo, su madre tenía ya lista la cena, ¿no es así? Noche tras noche, pasara lo que pasare, estaba la comida sobre la mesa y su padre era el primero en ser servido, ¿no es verdad?

—¡Vaya!, sí. Mi madre solía decir: Un hombre hambriento es un hombre colérico, en tanto le servía la comida.

—Una mujer inteligente… Y después de la cena lavaba los platos mientras su padre leía el periódico, descalzo, ¿no es verdad?

—Casi siempre.

—Luego hablarían de cuestiones monetarias o de los niños, a veces en tono placentero y otras no tanto… Sin duda las cosas hubieran culminado, en ocasiones, en una reyerta familiar, de no haber cedido alguno de los dos.

—Exactamente.

—Más tarde, a las nueve o nueve media de la noche, su padre se iría a la cama, en tanto su madre hacía algunos trabajos caseros: zurcido de calcetines, preparación y cocción de pan sin dejar de hablar a sus hijos. Terminadas sus tareas, subiría a su cuarto, si es que estaba en el piso superior, y dejaría caer su cabeza sobre la almohada, junto a su esposo —los azules ojos del Padre Monaghan miraron al joven teniente cura para ver si este confirmaba sus palabras—. ¿No es así, Padre Fermoyle?

Stephen asintió con la cabeza. Exacto y preciso, sin falsas tintas sentimentales, era el cuadro que acababa de pintar Dólar Bill.

—Creo ahora —dijo Managhan— que no le costará mucho aconsejar a las integrantes de la Cofradía de Mujeres Casadas —el erecto copete del pastor Monaghan pareció inclinarse—. En mi opinión, Padre, la mejor escuela, para un sacerdote, es una familia grande gobernada por un buen padre y una buena madre. Los valores que en ella imperan son sanos y pueden aplicarse en cualquier parte. Si fuese yo Papa, escribiría una encíclica para señalar que en tales valores radican las mejores esperanzas del mundo.

Stephen podría haber respondido que ya había sido escrita dicha encíclica por un gran Papa… Pero, sea como fuere, Monaghan no la habría leído… En rigor, no hacía falta tal cosa. A partir de ese instante, cuando el nuevo consejero espiritual de la Cofradía de Mujeres Casadas necesitara tema para sus homilías bastaríale con recurrir al viejo pozo de conocimientos que eran Celia y Dennis Fermoyle.

De acuerdo con una antigua tradición, correspondía de manera automática al teniente cura más joven la supervisión de la escuela dominical. Todos los domingos a la tarde oía Stephen los balbuceos, tartamudeos y las aturdidas respuestas de los niños a las preguntas impresas en catecismo azul y verde, (P). ¡Quién es Dios? (R). Dios es el creador del Cielo, de la tierra y de todas las cosas. (P). ¡Para qué te hizo Dios? (R). Dios me hizo para conocerle, amarle y servirle en este mundo y ser feliz a su lado en el otro.

¡Cuán simplemente establecía el catecismo de un penique los términos del convenio entre Dios y el hombre! Aquel exacto contrapunto de preguntas y respuestas parecía el eco de la atronadora voz de Santo Tomás, el Doctor Angélico, cuando establecía sus proposiciones inspiradas por Dios. Setecientos años más tarde, aquellas mismas proposiciones, sin sufrir cambio alguno, adquirían forma en una lengua occidental cuya mera existencia jamás sospechara Santo Tomás. Quizás algún día aquellas mismas preguntas y respuestas hallarán expresión en un idioma aún hoy desconocido.

Stephen se regodeaba en preguntar a sus alumnos cosas que no figuraba en el catecismo. Un domingo a la tarde propuso un acertijo a su clase, compuesta por niños de trece años:

—¿Pueden los protestantes ir al Cielo? —preguntó.

Los muchachos, perplejos y aturdidos, clavaron sus ojos en él.

¡Qué preguntas hacia el Padre Fermoyle!

Stephen vio que Charlie Boyle, un muchacho inteligente y locuaz, levantaba la mano.

—Y bien, Charlie, ¿pueden ir los protestantes al Cielo?

—Por supuesto que no, Padre —dijo Charlie—. Nadie ignora —y su voz se trocó en un cómico graznido de adolescente— que únicamente los católicos van al Cielo.

El Padre Steve asintió solemnemente con la cabeza y miró a todos los rostros elevados hacia él.

—¿Todos sois de la misma opinión?

—Sí, Padre —respondió el obediente coro.

—Lamento tener que deciros que estáis equivocados —dijo Steve—. Aun cuando os hayan dicho otra cosa, lo cierto es que la Iglesia Católica enseña que todos —protestantes, judíos o mahometanos— los que profesan sinceramente una religión y viven de acuerdo con sus preceptos van al Cielo.

Después de tan sorprendente revelación hizo una pausa.

Luego prosiguió:

—Cierto es que Dios ha escogido a la Iglesia Católica y hecho de ella el divino instrumento de la salvación, pero…, ¿no es locura suponer que el mismo Dios que ama a la humanidad hasta el punto de enviarle a Su Hijo dé la espalda a billones de sus hijos? —guardó silencio un instante para preguntarse si serían capaces de asimilar su idea aquellas mentes juveniles—. Debemos respetar la religión de nuestros vecinos como respetó el cardenal Lavigerie, ese gran misionero moderno, a los mahometanos a quien convirtió. Aun cuando luchó ahincadamente por convertirlos a la fe católica, tan grande era su respeto por la religión musulmana que cada vez que pasaba ante una mezquita descendía de su carruaje y entraba en ella.

Aun cuando oyeron salir aquellas palabras de la boca del Padre Fermoyle y comprendieron que hablaba en serio no se convencieron del todo los muchachos. Después que se fué, Charly Boyle habló en nombre de todos cuando murmuró:

—Si es cierto lo que él dice, o sea, que cualquier fanático bautista puede ir al Cielo ¿Para qué preocuparse de ser católico?

Uno de los puntos sobre los que más insistía Monaghan era el de las visitas, esto es, la constante presencia del sacerdote en las casas de su parroquia. Vigilad a vuestro rebaño, era el punto cardinal de aquel pastor. En su juventud había sido un infatigable guardián del Señor que tocaba todos los timbres y golpeaba en las puertas que no lo tenían. Pero desde hacía mucho tiempo había encomendado esas faenas a sus tenientes curas y requería de estos una lista semanal de los hogares visitados y Un informe general sobre las condiciones en que aquellos se desenvolvían.

Un día citó a Stephen en su estudio y lo instruyó en el arte de hacer visitas casa por casa.

—Sin duda conoce usted los principales actos de piedad —comenzó Dólar Bill.

—Por supuesto.

—Diga cuáles son… Para refrescar la memoria. A Stephen parecióle que se convertía en un alumno.

—Los principales actos de piedad son siete —replicó—: Amonestar al pecador, instruir al ignorante, aconsejar al que duda, consolar al sufriente…

—Suficiente —lo interrumpió Monaghan—. Ahora bien, Padre, los actos de piedad espiritual prescriptos para los legos son, por supuesto, mucho más obligatorios para los sacerdotes.

La mejor manera de ponerlos en práctica, sin lugar a dudas, es por medio de las visitas casa a casa. Constituye ello una verdadera institución en esta parroquia de Santa Margarita.

No hemos fijado hora ni día para ello…, Pero cuando no sepa usted qué hacer, por la tarde, o se sienta aburrido, por la mañana, conságrese a honrar y glorificar a Dios por medio de unas cuantas visitas a los vecinos de esta parroquia.

—Así haré, Padre —dijo Stephen y se dispuso a salir, pero el Padre Monaghan lo detuvo extendiendo su dedo pastoral.

—Luego de haber amonestado o instruido a los vecinos o escuchado sus cuitas le ofrecerán algún refrigerio: té o café o pan con manteca. Le aconsejo no aceptarlo en absoluto. En primer lugar, para no ocasionarles desembolso alguno, y en segundo término, porque el té y los pasteles suelen soltar la lengua y… ¡Hum!…, debilitar la mente, lo cual no es una ventaja para un joven sacerdote…, ¿no le parece, Padre?

—Sí —dijo Stephen.

—Una última recomendación tengo que hacerle, Padre Fermoyle: estas pobres mujeres, pues serán casi todas mujeres las visitadas, tratarán de obligarle a aceptar alguna moneda al partir de sus casas y le dirán: Para usted, Padre, o: Para que haga una pequeña obra de caridad, Padre. Su buen corazón las impulsa a contribuir al sostenimiento de los tenientes curas, que tan poco ganan.

Dólar Bill pesó sus próximas palabras como gotas de su propia sangre:

—No está usted obligado, Padre, a aceptar estas monedas. A menudo se las ofrecerá alguien que las necesitará más que usted… Pero si las toma —y adoptó Monaghan el tono de quien ha despeñado al demonio de la indecisión desde un acantilado— ¡deberá entregármelas a mi! Todas esas monedas pertenecen a la parroquia. Si no fuera usted teniente cura en Santa Margarita no se las darían. ¿Ha comprendido?

—Perfectamente —dijo Stephen.

Cerró la puerta y se dirigió a su cuarto, dispuesto a coordinar las curiosas e inconexas instrucciones que acababa de darle su pastor.

¡Qué maravilloso espécimen de hombre era el Padre Monaghan! Un verdadero pastor de su rebaño, un maestro en el arte de conducir, un experto calculador de probabilidades y un inflexible recaudador de los tributos parroquiales.

Un golpe dado en su puerta por Bridget Loonan, el ama de llaves, arrancó a Stephen de sus pragmáticas cavilaciones. Con e frío tono con que se dirigía a los nuevos tenientes curas dijo:

—Su hermana Rita habló por teléfono, mientras conversaba con usted él —Mrs. Loonan se refería siempre en tercera persona a sus amos: Él desea hablar con usted… El cardenal le ha rogado que acepte una parroquia más importante—. Y dijo que lo llamara en seguida a Beacom 1218.

Stephen llamó a aquel número familiar. La voz de Rita, ansiosa y trémula, dijo:

—Querido Steve, estoy en la casa del doctor John, 12 West Newton Street. ¿Puedes venir aquí esta noche? John se halla en un aprieto.

—¿Qué ha hecho?

—Él, nada. ¡Oh, Steve! Le quieren obligar a matar niños con un instrumentos que se llama fórceps o algo por el estilo. Si no se compromete a ello, perderá su empleo, y entonces no podrá casarse —Rita reprimió su pánico— Ven, por favor, Steve. El doctor John te explicará todo.

—Estaré allí a las ocho.

Steve pensó de qué manera podría liberarse de la guardia esa noche. ¿Querría El Lácteo reemplazarlo?… No. No podría, porque debía esa noche jugar al whist en casa de Annie K. Regan, pedicuro y árbitro social de la clase media de Malden. Stephen no comprendía por qué se le permitía perder tanto tiempo masticando pasteles y debilitando su mente. Desorientado, dirigióse a Paul Ireton en busca de ayuda.

—Por supuesto que sí, Steve. Te reemplazaré. No le digas nada a Monaghan. Si no lo sabe, no se ofenderá.

Poco después de las ocho oprimió Steve el timbre de una miserable casa color castaño de la West Newton Street, barrio de Boston casi enteramente habilitado por estudiantes de medicina y practicantes de hospital.

Luego de trasponer los tres tramos de una lóbrega escalera, advirtió una franja de luz proveniente de una puerta abierta…, Y vio luego que el doctor John Byrne, más pálido y enjuto que nunca, le daba la bienvenida. Rita, bañada en lágrimas, levantóse de un mullido sofá de tela de crin y rodeó su cuello con sus brazos.

—¿Qué es eso de matar niños? —dijo Steve.

—Sin duda le parece ridículo… —dijo el doctor Byrne—, pero es verdad. Si no le molesta escuchar las cuitas de otro hombre…

Por eso le era simpático a Steve aquel hombre. Sentóse el sacerdote junto a Rita y el doctor John fué de inmediato al grano:

—Ya sabe, Steve, que ha comenzado mi último año de permanencia en el Hospital General… Es una hermosa ocupación. Entre otras cosas me pone frente a muchos extraños casos de obstetricia que dejan pasmados a los profesionales comunes. Por supuesto que la mayor parte de los partos son normales… Pero el mes pasado nos hemos visto frente a una verdadera serie de niños de grandes cabezas…, tan grandes que, hablando en términos profanos, no podían pasar por el canal del parto.

—Yo creía que en tales casos hacían la operación cesárea.

—Un médico inteligente y previsor, que adopta las medidas del caso a tiempo, puede hacer la operación cesárea. Pero muchas madres sólo van a verlo cuando ya es inminente el nacimiento. Entonces es demasiado tarde para tomar medida alguna. Si se produce el parto y el cráneo del niño queda aprisionado en la pelvis —la mano del doctor cerróse sobre la de Rita—, la situación es seria. Eso es exactamente lo que ocurrió tres veces el mes pasado.

—¿Qué hace usted en tales casos?

—La costumbre aconseja entre los médicos no católicos efectuar una craneotomía…, que consiste en aplastar el cráneo de la criatura.

—Pero eso es un crímen —dijo Stephen.

El doctor Byrne sentóse, abatido, sobre el borde del escritorio.

—Lo sé. Por eso me negué a ello ayer… Pero la madre murió —torturábale el remordimiento—. Su esposo hizo un terrible escándalo y me asestó un puñetazo… No lo condeno. Ahora ha iniciado un juicio contra el hospital. Para evitar la repetición de tales hechos, de aquí en adelante todo médico interno deberá firmar un documento por el que se compromete a aplicar la terapéutica del aborto y cuando y como las circunstancias lo exijan.

—¿Y si no lo firma?

—Perderé mi empleo.

Stephen sabía que abandonar el cargo de médico interno del Hospital General, equivalía a renunciar a toda perspectiva de progreso en el círculo privilegiado d los cirujanos de Boston. La gran familia de graduados en Harward, que controlaba lo principales hospitales, admitía de vez en cuando en su seno a algún excepcional valor de procedencia católico-irlandesa: tal el caso de John. Pero si por cualquier motivo perdía este aquel cargo, descendería a un plano secundario en su carrera, a la miserable faena de cirujano menor: amígdalas, hemorroides, partos de cincuenta dólares y alguna que otra hernia o apéndice, como casos excepcionales. Se le cerraría el camino de las delicadas operaciones de la tiroides, de las resecciones de las delicadas operaciones de los intestinos y de las anastomosis punta a punta. Descendería de categoría aun en los hospitales de segundo orden en los que se admira al cirujano del Hospital General que con admirable sangre fía cortaba los intestinos y le hacia un gran honor al médico interno al pedirle que cosiera la herida.

Obligado por los cánones de la fe a cumplir el mandamiento que ordena: No Matarás, no se atrevía Stephen a ejercer presión alguna en aquel buen hombre, enfrentado a una difícil situación.

—¿Cuándo lo resolverá usted?

El doctor John Byrne clavó su vista en sus feas manos huesudas, como si se excusara ante ellas por la vulgar faena que es aguardaba.

—Ya lo he resulto, Steve. Esta mañana le dije al doctor Kennard que no firmaría. Los húmedos y frescos labios de Rita se posaron contra la mejilla de John.

—Mi novio no es un asesino de criaturas —dijo. Stephen estaba irritado.

—Puede usted entablar un juicio —dijo furioso—. Si se entera el cardenal de que se ha tornado obligatorio el crimen en el Hospital general, pondrá coto a ello inmediatamente. Cuanto más pienso en ello, mas me enfurezco —y asiendo los altos y huesudos hombros de John, agregó—: ¿Qué le parece si le expongo el asunto al cardenal, en seguida, como un caso de conciencia?

El doctor John hizo un ademán negativo con la cabeza.

—No… No es así como hay que encarar este asunto, Steve. Dirían que se entremete usted en asuntos que escapan a la jurisdicción de un sacerdote. Por otra parte, me han informado que la cancillería se lavará las manos. Aparecerá un resonante editorial en El Monitor…, pero ningún aristocrático personaje de cancillería querrá inmiscuirse en los asuntos internos del Hospital General.

Su ojo clínico permitió a John ver el reverso de la medalla.

—Me apoyo para ello en lo siguiente: para el lego, la actitud de la Iglesia respecto de las craneotomías, es demasiado abominable para ser siquiera defendida —y aprisionando con su largo brazo a Rita por el talle—: La mayor parte de los hombres, yo inclusive, considera mucho más valiosa una esposa viva que una criatura muerta.

Al ver cómo apoyaba Rita la cabeza, de manera natural, sobre el pecho de John, comprendió Steve que aquel tenía razón.

—¿Qué piensa hacer usted ahora?

Un estado de ánimo demasiado agrio para sonreír, pero aún dueño de sí mismo para dejar traslucir su acrimonia, trascendió de la réplica de John:

—¡Oh! Abriré una tienda en la zona sur de Boston y venderé calmantes contra los efectos de las borracheras y la hipocondría. Quizá hasta logre realizar algunas revisaciones para los solicitantes de seguros de vida, a un dólar por cabeza… Además, no olvidare que soy médico obstétrico y que los habitantes del sur de Boston tienen muchos hijos. De modo que a menudo vendrán a pedir al doctor Byrne, a último momento, que vaya con su pequeño y negro bolso de instrumentos y su propio jabón, porque las ratas se habrán comido el que había en la casa, a atender a sus mujeres, Una vez en la brecha, mucho tendré que hacer. Entretanto, Rita y yo… ¡Vaya!

Creo que nos concretaremos a aguardar.

Por primera vez en su vida ambicionó Stephen tener mucho dinero, para poder decir aquella admirable pareja:

Miren…, Aquí tienen veinticinco mil dólares. Cásense en seguida y compren una casa en Brooklyn, con capacidad para cinco o seis criaturas. Luego, usted, John, se instalará en la comunwealth Avenue y dispondrá de varias salas de espera, criados y enfermeras; Vencerá así, con sus propias armas, a los doctotes de Brahmin, practicando las más costosas operaciones.

¡Qué infantil soy!… No… No se salvarían de ese modo dos personas como John Byrne y Rita Fermoyle.

Por último, dijo Steve lo que sentía en su fuero interno:

—Me alegro de su decisión. John. El camino será duro pero no podía tomar otro.

Besó a Rita, estrechó la mano de John y se alejó a tientas en la oscuridad, escalera abajo. Sabía que los consoladores labios de su hermana estarían ya en contacto con los de su John.

Ello lo alegró. Siempre que un hombre y una mujer se besaban y se unían para ayudarse mutuamente en este mundo de dolor, frustraciones y soledad, sentíase Stephen acompañado y ayudado.

Parecióle que flotaba e el mar de un amor más alto protegido por las olas.

Sin embargo, al meditar sobre la decisión de John Byrne, comprendió Stephen claramente que el tiempo de Dios no estaba constituido exclusivamente por días de bonanzas… y que el mar de la fe podía también encresparse… Necesario era poseer una gran confianza y un extraordinario dominio de sí mismo para sobrellevar los embates de sus salobres aguas.

—Concédeme, Dios mío —rogó—, que cuando sea puesto yo a prueba no murmure contra los rigores de Tu amor.