IV

Cuando la señora Monarch volvió con su marido, pensé que su cara se convulsionaba ligeramente al ver a Oronte instalado. Resultaba extraño tener que reconocer en un menudo lazzarone a un competidor de su magnífico comandante. Fue ella quien husmeó primero el peligro, pues su marido no reparaba en tales sutilezas. Pero Oronte nos sirvió el té, con numerosas confusiones debidas a la ansiedad (nunca había visto un procedimiento tan raro como el de servir el té), y creo que mejoró la opinión que la dama tenía de mí, porque al fin disponía de un «criado». Vieron un par de dibujos que había hecho del criado y la señora Monarch insinuó que nunca habría podido adivinar que el muchacho había posado para ellos.

—En cambio, los dibujos para los que posamos sí se parecen exactamente a nosotros —me recordó, con una sonrisa triunfal.

Ése era precisamente su defecto. Cuando dibujaba a los Monarch, en cierto modo, no podía salirme de ellos, entrar en el personaje que quería representar; y no sentía el menor deseo de que el modelo fuese identificable en la obra. La señorita Churm nunca lo era y la señora Monarch creía que la ocultaba, muy apropiadamente, porque era vulgar, cuando lo cierto era que, si se perdía, era sólo como cuando se desvanecen los difuntos que van al cielo: ganando un ángel.

Por aquel entonces, había avanzado algo en Rutland Ramsay, la primera novela de la gran serie proyectada. Es decir, había acabado una docena de dibujos, algunos con la ayuda del comandante y su esposa, y los había enviado a la editorial para su aprobación. Mi trato con los editores, tal como ya he indicado, era que, en este caso particular, me dejarían hacer mi trabajo como quisiera y todo el libro estaría a mi cargo, pero mi relación con el resto de la serie sólo era contingente. Había momentos en los que, francamente, me aliviaba disponer de los auténticos modelos, pues había personajes de Rutland Ramsay que se parecían mucho a ellos. Era muy probable que existiera gente tan estirada como el comandante y mujeres tan elegantes como la señora Monarch. Había mucho ambiente de mansión en el tratamiento, desde luego planteado de una manera sutil, imaginativa, irónica y generalizada, y abundaban los pantalones de golf y las faldas escocesas. Tuve que determinar ciertas cosas desde el comienzo, tales como el aspecto exacto del héroe y la belleza singular de la heroína. Por supuesto, el autor me daba una pista, pero había un margen para la interpretación. Me sinceré con los Monarch, les dije con franqueza de qué se trataba, les mencioné mis zozobras y alternativas.

—¡Acéptele!—murmuró dulcemente la señora Monarch, mirando a su marido.

—¿Quién podría interesarle más que mi mujer?—inquirió el comandante, con la cómoda franqueza que ahora predominaba entre nosotros.

No tenía que responder a esas observaciones: sólo me sentía obligado a situar a mis modelos. Se me hacía cuesta arriba tomar una determinación y, tal vez con cierto apocamiento, la pospuse. El libro equivalía a una gran tela, los demás personajes eran numerosos, y primero me ocupé de algunos episodios en los que no intervenían ni el héroe ni la heroína. Una vez utilizados mis modelos, tendría que seguir con ellos, pues no podía dar a mi joven una altura de dos metros en un lugar y de metro setenta y cinco en otro. En conjunto, me inclinaba por la última estatura, aunque en más de una ocasión el comandante me recordó que él parecía tan joven como cualquiera. Desde luego, era posible aderezarlo para posar, de manera que habría sido difícil adivinar su edad. Cuando Oronte, el espontáneo, llevaba un mes conmigo y después de que le hubiera hecho entender en diversas ocasiones que su exuberancia natural constituía una barrera insuperable para proseguir nuestra relación, reparé por primera vez en su capacidad heroica. Sólo medía metro setenta de estatura, pero los demás centímetros estaban latentes. Al principio, experimenté con él casi en secreto, pues temía bastante el juicio de mis otros modelos acerca de semejante elección. Si consideraban a la señorita Churm no mucho más que un fraude, ¿qué pensarían si un modelo tan poco auténtico como aquel vendedor ambulante italiano posaba para representar a un protagonista formado en un colegio privado?

Si les temía un poco no era porque me intimidaran, porque su posición establecida en mi estudio resultara opresiva, sino porque, en su decoro patético en verdad y en su inexperiencia misteriosamente permanente, contaban muchísimo conmigo. Por ello, me alegré mucho cuando me visitó Jack Hawley, pues siempre me daba muy buenos consejos. Pintaba mal, pero sus juicios eran singularmente atinados. Había estado un año ausente de Inglaterra, en algún lugar, no recuerdo en cual, a fin de pasear su mirada por otros ámbitos y renovarla. Semejantes paseos oculares me espantaban no poco, pero éramos viejos amigos. Él había estado fuera varios meses, y una sensación de vacío se estaba instalando en mi vida. Durante un año, no había esquivado ni un solo proyectil.

Mi amigo regresó con la mirada renovada, pero con la misma blusa vieja de terciopelo negro; la primera noche que pasó en mi estudio fumamos cigarrillos hasta la madrugada. Él no había trabajado nada, se había limitado a renovar su mirada, por lo que el terreno estaba despejado para que le mostrara mis trabajitos. Quería ver lo que había hecho para Cheapside, pero la exhibición le decepcionó. O eso, al menos, pareció por el significado de dos o tres gruñidos generalizadores que salieron de sus labios con el humo del cigarrillo, mientras, acomodado sobre una pierna doblada en mi gran diván, contemplaba mis dibujos más recientes.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—¿Qué te pasa a ti?

—Nada, salvo que estoy desconcertado.

—Lo estás, en efecto; estás totalmente desquiciado. ¿Qué significa este nuevo capricho?

Y, con visible irreverencia, me arrojó un dibujo en el que yo había representado a mis majestuosos modelos. Le pregunté si no lo consideraba bueno y respondió que lo encontraba execrable, dados los resultados que, según le había manifestado siempre, deseaba alcanzar; pero no me lo tomé a pecho, tan deseoso como estaba de ver qué quería decir exactamente. Las dos figuras del dibujo parecían colosales, pero supuse que mi amigo no se refería a eso, ya que, por lo que él sabía, podría haberme propuesto trazarlas así. Sostuve que trabajaba de la misma manera que la última vez que me hizo el honor de elogiarme.

—Pues bien, hay un gran defecto en alguna parte —respondió—. Espera un momento y lo descubriré.

Confié en que lo hiciera: ¿dónde, sino, estaba la mirada renovada? Pero lo que al final se le ocurrió decirme fue muy poco lúcido:

—No sé... No me gustan tus personajes.

Esto era insuficiente para un crítico que nunca había consentido en discutir conmigo de nada, salvo de la ejecución, la dirección de los trazos y el misterio de los valores.

—Creo que los tipos de los dibujos que acabas de ver están muy bien.

—¡No, no valen nada!

—He trabajado con un par de modelos nuevos.

—Ya lo veo. Éstos no te servirán.

—¿Estás seguro?

—Totalmente. Son estúpidos.

—Querrás decir que yo lo soy, pues debería haber solventado ese problema.

—Con gente así es imposible. ¿Quiénes son?

Se lo dije, en la medida en que era necesario, y él afirmó cruelmente:

Ce sont des gens qu’il faut mettre à la porte.

—Pero no los has visto nunca —objeté, compadecido—. La verdad es que son buenísimos.

—¿Piensas que no los he visto nunca? Hombre, toda esta obra reciente tuya en la que figura esa pareja es pésima. Eso es todo lo que necesito ver de ellos.

—Nadie más se ha quejado. Los de Cheapside están satisfechos.

—Todos los demás son unos burros, y los de Cheapside los más burros de todos. ¡Vamos!, no pretendas decirme a estas alturas que te haces ilusiones acerca del público, sobre todo sobre los editores y los directores de publicaciones. No trabajas para esa clase de animales, sino para quienes saben, coloro che sanno, de modo que sé honesto conmigo, si no puedes serlo contigo mismo. Desde el principio, has intentado hacer algo determinado; y es algo muy bueno, pero este disparate no forma parte de eso.

Más tarde, cuando hablé con Hawley de Rutland Ramsay y sus posibles sucesores, declaró que debía subir de nuevo a mi barco o me iría al fondo. En una palabra, la suya era la voz de la advertencia.

Tomé nota del aviso, pero no enseñé la puerta a mis amigos. Aunque me molestaban mucho, el mismo hecho de que me fastidiaran era una amonestación para que no les sacrificara, simplemente por irritación. Cuando rememoro esa fase, creo que invadieron bastante mi vida. Les veo casi siempre en el estudio, sentados y apoyados en la pared, en un viejo banco tapizado de terciopelo, para no estorbar, con el aspecto de una pareja de pacientes cortesanos en una antecámara real. Estoy seguro de que durante las semanas más frías del invierno, aguantaron ahí porque así ahorraban combustible para la estufa. Su inexperiencia iba perdiendo lustre y era imposible que no se percataran de que me apiadaba de ellos. Cada vez que venía la señorita Churm, se iban y, cuando empecé a trabajar intensamente en Rutland Ramsay, la señorita Churm venía muy a menudo. Se las ingeniaban para expresarme tácitamente su suposición de que quería utilizarla como modelo para los personajes de clase baja del libro, y yo les dejaba que lo creyeran así, pues habían intentado estudiar la obra, que siempre estaba en un lugar u otro del estudio, sin llegar a descubrir que sólo trataba de los círculos más distinguidos. Se habían sumido en el más brillante de nuestros novelistas, sin descifrar demasiados pasajes. Todavía, a pesar de la advertencia de Jack Hawley, utilizaba sus servicios a ratos, de vez en cuando: ya habría tiempo para despedirlos, si era necesario hacerlo, cuando hubieran terminado los rigores del invierno. Hawley los conocía (se encontró con ellos cierta vez, al lado de mi chimenea) y les consideraba una pareja ridícula. Al saber que era pintor, intentaron abordarle, mostrarle también que ellos eran algo auténtico, pero él les miró desde el otro extremo de la gran sala, como si estuvieran a kilómetros de distancia: eran un compendio de todo aquello a lo que más se oponía en el sistema social de su país. Tales personas, hechas de convenciones y charol, con exclamaciones que interrumpían la conversación, estaban fuera de lugar en un estudio. Un estudio era un lugar donde se aprendía a ver, y ¿cómo podía uno ver a través de un par de colchones de plumas?

El principal inconveniente con que tropecé por su culpa fue que, al principio, procuraba evitar que descubrieran que mi menudo e ingenioso criado había empezado a posar para las ilustraciones de Rutland Ramsay. Sabían que yo había sido tan raro (por entonces estaban dispuestos a reconocer la rareza de los artistas) como para recoger en la calle a un vagabundo extranjero, cuando podría haber dispuesto de una persona con patillas y referencias, pero transcurrió algún tiempo antes de que supieran cuán alto calificaba los logros de aquel joven. Más de una vez, lo encontraron posando, pero nunca dudaron que lo representaba como un organillero. Había varias cosas que nunca sospecharon; una de ellas era que para una escena impresionante de la novela, en la que aparecía brevemente un lacayo, se me ocurrió utilizar al comandante Monarch como modelo. Lo fui aplazando, porque no me gustaba pedirle que se pusiera la librea, aparte de la dificultad de encontrar una librea que le sentara bien. Por fin, un día, a finales de invierno, cuando estaba trabajando con el despreciado Oronte, quien captaba al vuelo las ideas de uno, y tenía la sensación de que todo iba bien, el comandante y su esposa entraron riéndose de nada (cada vez había menos cosas por las que reír) con aquella risa suya, propia de la alta sociedad, como los visitantes de una mansión —algo que siempre me evocaban— que acaban de cruzar el parque tras salir de la iglesia y ahora se dejan persuadir para quedarse a comer. Ya había pasado la hora de la comida, pero podían quedarse a tomar el té: sabía que lo deseaban. Sin embargo, yo estaba lleno de energía y no podía permitir que mi ardor se enfriara y el trabajo esperase, cuando la luz diurna declinaba, mientras mi modelo lo preparaba. Así pues, le pregunté a la señora Monarch si le importaría hacer y servir el té, una petición ante la que, por un instante, la sangre se le agolpó en el rostro. Miró un momento a su marido y un inaudible mensaje telegráfico pasó entre ellos. Su extravagancia finalizó en el instante siguiente. La jovial astucia del hombre le puso fin. Así pues, debo añadir que, lejos de apiadarme de su orgullo herido, me sentí impulsado a dar a ese orgullo la lección más completa de que fuese capaz. Juntos se pusieron manos a la obra, sacaron tazas y platillos, y colocaron el hervidor en el fogón. Yo sabía que se sentían como si estuvieran sirviendo a mi criado y, cuando el té estuvo listo, les dije:

—Él tomará una taza, por favor. Está fatigado.

La señora Monarch se acercó al joven italiano, que posaba de pie, con una taza, y él la aceptó como si fuese un caballero que aplastara un sombrero con el codo en una fiesta.

Entonces comprendí que la mujer había hecho un gran esfuerzo por mí, que había actuado con cierta nobleza, y que le debía una compensación. En lo sucesivo, cada vez que la veía, me preguntaba cuál podría ser la compensación. No podía seguir cometiendo errores por agradecimiento. Sí, en efecto, la obra para la que ellos posaban era un error: ahora, ya no era Hawley el único que lo decía. Envié gran número de los dibujos que había hecho para Rutland Ramsay y recibí una advertencia más concreta que la de Hawley. El asesor artístico de la casa para la que trabajaba opinaba que muchas de mis ilustraciones no respondían a sus expectativas. La mayor parte de aquellas ilustraciones pertenecían a los temas en los que había utilizado a los Monarch. Sin entrar en la cuestión de qué era lo que habían esperado, vi que, al paso que iba, no me encargarían las ilustraciones de los demás libros. Desesperado, recurrí a la señorita Churm e hice que demostrara todas sus cualidades. No sólo adopté públicamente a Oronte como mi héroe, sino que una mañana, cuando el comandante se presentó por si le necesitaba para finalizar una ilustración destinada a Cheapside, para la que él había empezado a posar la semana anterior, le dije que había cambiado de idea y que utilizaría a mi criado como modelo. Mi visitante palideció y se quedó mirándome.

—¿Responde ese hombre a la idea que tiene usted de un caballero inglés? —me preguntó.

Me sentía decepcionado, estaba nervioso, quería seguir adelante con mi trabajo, por lo que repliqué con irritación:

—Mire, mi querido comandante... ¡No puedo arruinarme por usted!

Él permaneció inmóvil un momento más y, entonces, sin decir palabra, abandonó el estudio. —Cuando salió, exhalé un largo suspiro, pues me dije que no le vería más. No le había dicho claramente que corría el peligro de que rechazaran mi obra, pero me contrariaba que él no hubiera percibido la catástrofe en el aire, que hubiera interpretado conmigo la moraleja de nuestra colaboración estéril, la lección de que, en la atmósfera engañosa del arte, incluso la respetabilidad más elevada puede dejar de ser plástica.

No debía dinero a mis amigos, pero volví a verlos. Reaparecieron juntos, al cabo de tres días, y, dadas las circunstancias, había algo trágico en su presencia. Fue para mí una prueba de que no encontraban nada más que hacer. Habían examinado, una y otra vez, el asunto durante una triste conversación; habían digerido la mala noticia de que no los utilizaría para la serie. Si no me servían ni siquiera para Cheapside, me parecía difícil determinar su función; al principio, sólo pude suponer que habían venido, indulgente y decorosamente, a despedirse. Por ello, me alegré de tener un poco de tiempo libre para una escena, pues había colocado a mis otros dos modelos en posición y bregaba en un dibujo con el que esperaba alcanzar la gloria. Me lo había sugerido el pasaje en el que Rutland Ramsay, tras acercar una silla al taburete del piano de Artemisa, le dice unas cosas extraordinarias, mientras ella finge tocar una pieza difícil. No era la primera vez que dibujaba a la señorita Churm sentada al piano, y era ésta una actitud en la que ella sabía adoptar una elegancia absolutamente poética. Deseaba que las dos figuras «compusieran» juntas, de un modo intenso, y el menudo italiano había encajado de una manera perfecta en mi concepción. Tenía ante mí a la expresiva pareja y el piano estaba en su sitio. Era una estampa encantadora en la que se mezclaban la juventud y el amor musitado; yo sólo tenía que captarla y fijarla. Mis visitantes permanecían de pie, contemplándola, y les dirigí una mirada amistosa por encima del hombro.

Ellos no dijeron nada, pero estaba acostumbrado a la compañía silenciosa y seguí trabajando, sólo un poco desconcertado (aunque estimulado por la sensación de que aquello era, por lo menos, lo ideal) por no haberme librado de ellos después de todo. Al cabo de un rato, oí la dulce voz de la señora Monarch a mi lado o, más bien, por encima de mí:

—Ojalá estuviera ligeramente mejor peinada.

Alcé la vista y vi que la dama miraba con una extraña fijeza a la señorita Churm, que le daba la espalda.

—¿Le importa que le dé unos retoques? —añadió; esta pregunta me sobresaltó por un instante, como si temiera instintivamente que hiciera algún daño a la joven.

Pero ella me tranquilizó con una mirada que nunca olvidaré —confieso que me habría gustado ser capaz de pintar esa expresión— y se acercó un momento a mi modelo. Le habló en voz baja, con una mano en su hombro e, inclinándose sobre ella y mientras la muchacha asentía agradecida, le arregló los ásperos rizos con unos pocos y rápidos pases, de tal manera que la cabeza de la señorita Churm resultó doblemente encantadora. Fue uno de los servicios personales más heroicos que he visto prestar jamás. Entonces, la señora Monarch se giró, exhalando un leve suspiro y, mirando a su alrededor como si buscara algo que hacer, se agachó con noble humildad y recogió del suelo un trapo sucio que había caído de mi caja de pinturas.

Entretanto, el comandante también había buscado algo en que ocuparse y, en el otro lado del estudio, vio los platos y las tazas del desayuno, abandonados, en espera de ser recogidos.

—¡Oiga!, ¿no podría ser útil para esto? —me preguntó con un temblor irreprimible. Asentí con una risa que probablemente fue embarazosa y, durante los diez minutos siguientes, mientras trabajaba, oí los leves sonidos de la loza y el tintineo de las cucharillas y los vasos. La señora Monarch ayudó a su marido y, entre los dos, lavaron la vajilla y la guardaron. Entraron en mi pequeña cocina y, luego, descubrí que habían lavado los cubiertos y que mi escaso surtido de bandejas tenía un brillo sin precedentes. Cuando reparé en la elocuencia latente de lo que estaban haciendo, confieso que mi dibujo se difuminó por un momento: la imagen parecía girar a mi alrededor. Habían aceptado su fracaso, pero no podían aceptar su destino. Habían inclinado la cabeza, aturdidos, ante la ley perversa y cruel, en virtud de la cual lo auténtico podía ser mucho menos precioso que lo artificial, pero no querían morirse de hambre. Si mis criados podían ser mis modelos, éstos podían ser mis criados. Invertirían los papeles: los otros posarían para representar a las damas y a los caballeros, y ellos harían las faenas domésticas. Seguirían presentes en el estudio: era una súplica muda y vehemente para que no los pusiera en la calle. «Acéptenos», querían decir, «haremos lo que sea».

—Cuando percibí todo esto, el afflatus se desvaneció y el lápiz se me cayó de la mano. La sesión se había ido a pique y despedí a mis modelos, los cuales, como es natural, también estaban bastante desconcertados y pasmados. Entonces, a solas con el comandante y su esposa, pasé un momento muy incómodo. Él expresó la plegaria de los dos en una sola frase:

—¡Oiga!, mire... Déjenos trabajar para usted, por favor.

No podía. Era espantoso verles vaciar mis heces pero, para complacerles, fingí que aquel arreglo era posible, durante una semana, más o menos. Entonces, les di dinero para que se marcharan y no volví a verlos jamás. Conseguí los libros restantes, pero mi amigo Hawley insiste en que el comandante y la señora Monarch me hicieron un daño permanente; me hicieron caer en un engaño barato. Si fuera cierto, estoy contento de haber pagado el precio. Por el recuerdo.