II

Imaginé la «clase de cosas» que escribían en las copias dedicadas de sus fotografías y no me cabía la menor duda de que su caligrafía era hermosa. Era curioso ver con qué rapidez estaban seguros de cuanto les concernía. Si ahora eran tan pobres que se veían obligados a ganar un poco de dinero, era que nunca habían vivido con mucha holgura. Su aspecto había sido su capital y, de buen grado, habían obtenido el máximo beneficio de la carrera profesional que este recurso les había proporcionado. Se reflejaba en sus rostros, esa falta de expresividad, la profunda serenidad intelectual que habían adoptado, tras veinte años de visitas a las mansiones de campo, de donde habían sacado esas entonaciones tan agradables. Podía visualizar los salones soleados, sembrados de revistas que no se leían, y donde se había sentado tantas veces la señora Monarch. Podía ver los arbustos húmedos entre los que paseaba, equipada admirablemente para el ejercicio. Podía ver las pieles de los animales que el comandante había contribuido a cazar y los espléndidos atuendos con los que, a altas horas de la madrugada, acudía al salón de fumar, para comentarlos. Imaginaba sus polainas e impermeables, las apropiadas prendas y las mantas, las cañas de pescar, las cajas de aparejos y los preciosos paraguas. Y podía evocar el aspecto exacto que tenían sus criados y la hermosa variedad de su equipaje en los andenes de estaciones rurales.

Daban propinas pequeñas, pero caían bien a todo el mundo y en todas partes eran bien acogidos. Su aspecto era ideal en cualquier lugar, y satisfacían el gusto general en cuanto a estatura, color de piel y «maneras». Lo sabían sin ser fatuos ni vulgares y, en consecuencia, se respetaban a sí mismos. No eran superficiales sino meticulosos, y nunca se rebajaban. Ésa había sido su línea. Las personas con semejante gusto por la acción tenían que trazarse una línea. Percibía que incluso en una casa gris, podía contarse con ellos para que la llenaran de vida. Ahora, había ocurrido algo, no importaba qué, pero sus escasos ingresos se habían reducido, se habían vuelto mínimos, y tenían que hacer alguna cosa para cubrir sus gastos. A sus amigos les caían bien, deduje, aunque no tanto la idea de mantenerles. Había algo en ellos que les otorgaba crédito: sus ropas, sus modales, su tipo. Sin embargo, si el crédito es un gran bolsillo vacío, en el que de vez en cuando suena una moneda, ese sonido, como mínimo, debe ser audible. Lo que deseaban de mí era que les ayudara en eso. Por suerte, no tenían hijos; pronto lo deduje. Además, tal vez desearían mantener en secreto nuestra relación. De ahí que quisieran posar «para las figuras», pues la reproducción del rostro les traicionaría.

Me gustaban. Eran tan sencillos. Y si me eran útiles para mi trabajo, no tenía ninguna objeción contra ellos. Por algún motivo, sin embargo, y a pesar de todas sus perfecciones, no me resultaba fácil creer en ellos. Al fin y al cabo, eran aficionados, y detestar al aficionado era la pasión que regía mi vida. Con esto se combinaba otra perversidad, una preferencia innata por el individuo representado, antes que por el real: el defecto del individuo real era fácilmente atribuible a la ausencia de representación. Me gustaban las cosas por su apariencia. Uno se sentía seguro con eso. Que fueran o no lo que aparentaban era una cuestión subordinada y casi siempre estéril. Había otras cosas a considerar y la primera de ellas era que ya tenía una pareja de modelos: muy especialmente, una joven persona de pies grandes, vestida de alpaca, procedente de Kilburn, de quien me había servido con regularidad, durante un par de años, para mis ilustraciones y de la cual todavía estaba satisfecho, tal vez de una manera innoble. Expliqué con franqueza la situación a mis visitantes, pero habían tomado más precauciones de las que yo suponía. Habían venido sabiendo que había una nueva oportunidad, pues Claude Rivet les había hablado de la proyectada édition de luxe de uno de los escritores de nuestra época: el novelista más excepcional, el cual, ignorado durante largo tiempo por la masa y muy apreciado por los intelectuales (¿es necesario que mencione a Philip Vincent?), había tenido la suerte de ver, a su avanzada edad, el alba y luego la luz del mediodía de una crítica muy favorable. En esa estima por parte del público, había sin duda algo de expiación. La edición a la que me refiero, planeada por un editor de buen gusto, era en verdad un noble acto de reparación. Los grabados en madera que la enriquecerían constituían el homenaje del arte inglés a uno de los representantes más independientes de las letras inglesas. El comandante y la señora Monarch me confesaron que habían confiado en que pudiera incluirlos a ellos en la parte de la labor que me correspondiera. Sabían que iba a encargarme del primero de los libros, Rutland Ramsay, pero tuve que aclararles que mi participación en el resto del asunto (el primer libro sería una prueba) dependería de la satisfacción que les diera a mis patronos. Si ésta era limitada, prescindirían de mí sin miramientos. Se trataba, pues, de una situación crítica para mí y, naturalmente, estaba haciendo unos preparativos especiales, en busca de gente nueva, si llegaba a ser necesaria, y asegurándome los mejores servicios. Admití que, sin embargo, me gustaría escoger a un par de buenos modelos que me sirvieran para todo.

—¿Tendríamos que ponernos a menudo... ropas especiales? —preguntó tímidamente la señora Monarch.

—Sí, querida. En eso consiste el trabajo en buena parte.

—¿Y debemos nosotros aportar los vestidos?

—¡Oh, no! Tengo muchas cosas. Los modelos de un pintor se ponen, o se quitan, cualquier cosa que él desee.

—¿Y quiere usted decir que son... los mismos?

—¿Los mismos?

La señora Monarch dirigió la mirada a su marido una vez más.

—¡Oh!, lo que únicamente quiere saber es si los vestidos son de uso general —explicó.

Tuve que confesar que sí lo eran y mencioné además que algunos de ellos (tenía muchas prendas auténticas y mugrientas del siglo anterior) fueron utilizados, cien años atrás, por hombres y mujeres reales y mundanos.

—Nos pondremos cualquier cosa que nos siente bien —dijo el comandante.

—¡Ah!, de eso me encargo yo: en la tela o en el papel sientan bien.

—Me parece que yo le serviría mejor para los libros modernos. Vendría vestida como usted quisiera —dijo la señora Monarch.

—Tiene muchísima ropa en casa. Serviría para cualquier escena contemporánea —añadió su marido.

—¡Oh!, se me ocurren ciertas escenas en las que ustedes estarían del todo naturales.

En efecto, podía imaginar los nuevos y descuidados arreglos de un material rancio, los relatos para los que intentaba crear ilustraciones ahorrándome la exasperación de leerlos y cuyas arenosas extensiones la buena señora podría ayudarme a poblar. Pero no podía dejar de lado el hecho de que para esa clase de trabajo, la rutinaria mecánica cotidiana, ya estaba servido y las personas con las que trabajaba eran del todo adecuadas.

—Sólo pensamos que nosotros podríamos hacer mejor algunos de los personajes —dijo con afabilidad la señora Monarch, al tiempo que se levantaba.

Su marido también se puso de pie y se quedó mirándome con una leve melancolía, una tristeza que resultaba conmovedora en un hombre tan elegante.

—¿No sería, a veces, bastante ventajoso tener... tener...?

Se interrumpió. Deseaba que le ayudara a expresar lo que quería decir, pero no podía, no sabía cómo hacerlo. Él concluyó por fin, con torpeza:

A lo auténtico. Ya sabe, a un caballero o a una dama de verdad.

Admití enseguida que, en general, eso era importante. Mi reacción estimuló al comandante Monarch, quien, tragando saliva, sin fingir, añadió:

—Es tremendamente difícil; lo hemos intentado todo.

El acto de tragar saliva fue expresivo y resultó ser demasiado para su esposa. Antes de que me diera cuenta, la señora Monarch se dejó caer sobre un diván y rompió a llorar. El marido se sentó a su lado y le tomó una mano. Ella se apresuró a enjugarse los ojos con la otra, sin dejar de mirarme, lo que me hizo sentir violento.

—No existe un solo trabajo detestable que no haya solicitado, que no haya deseado, que no haya rezado por él. Como puede imaginar, hemos llegado a una situación desesperada. ¿Secretariados y esa clase de ocupaciones? Es como si uno aspirase a la dignidad de un par. Haría cualquier cosa: soy fuerte, podría ser mensajero o cargador de carbón. Me pondría una gorra con cintas doradas y abriría las portezuelas de los coches delante de la camisería. Esperaría en una estación para acarrear maletas grandes, sería cartero. Pero ellos ni te miran. Hay millares tan buenos como tú. ¡Caballeros, pobres mendigos, que bebían su propio vino y tenían sus propios monteros!

Me mostré lo más tranquilizador que pude y, enseguida, mis visitantes volvieron a ponerse en pie, mientras conveníamos la fecha y la hora, para hacer una prueba. Estábamos hablando del asunto, cuando la puerta se abrió y entró la señorita Churm con un paraguas mojado. Venía en autobús hasta Maida Vale y luego recorría a pie casi un kilómetro. Se la veía un poco colorada y algo mojada. Casi nunca la veía llegar sin que pensara en que, siendo en sí tan poquita cosa, resultaba perfecta para representar a una variedad de personajes. La señorita Churm, menuda y pecosa, era una magnífica heroína de novela. No pasaba de ser una londinense de clase baja, pero podía representar cualquier cosa, desde una dama elegante hasta una pastora. Poseía las facultades necesarias, y podría haber tenido buena voz o una larga cabellera. Apenas sabía escribir y le encantaba la cerveza, pero tenía dos o tres «detalles», y práctica, e inteligencia natural, y una especie de sensibilidad caprichosa, y amor al teatro, y siete hermanas y ni pizca de respeto, sobre todo por la letra hache. Lo primero que vieron mis visitantes fue que el paraguas estaba mojado y, con su perfección impecable, se sobresaltaron visiblemente. Desde su llegada a mi estudio, había empezado a llover.

—Estoy empapada —dijo la señorita Churm—. Había un montón de gente en el autobús. ¡Ojalá viviera usté cerca de una etasión!

Le pedí que se preparara lo antes posible, y entró en la habitación donde siempre se cambiaba de ropa. Antes de salir, sin embargo, me preguntó qué iba a ponerse esta vez.

—La princesa rusa, ¿no te acuerdas? —respondí—, la de los «ojos dorados», vestida de terciopelo negro, para el trabajo largo que publicará Cheapside.

—¿Ojos dorados? ¡Caray! —exclamó la señorita Churm, y mis visitantes la observaron mientras se retiraba. Cuando llegaba tarde, siempre se arreglaba antes de que yo me hubiera dado la vuelta, y procuré que mis visitantes se quedaran un poco más, a fin de que, al verla, pudieran hacerse una idea de lo que esperaría de ellos. Les dije que la señorita Churm respondía por completo a mi idea de una modelo excelente, que su inteligencia era digna de mención.

—¿Cree usted que parece una princesa rusa? —me preguntó el comandante Monarch, alarmado.

—Cuando yo la hago, sí.

—¡Ah, si tiene que hacerla...! —exclamó, no sin razón.

—Es lo máximo que uno puede pedir. Hay muchas con las que no es posible hacer nada.

—Pues bien, aquí tiene usted a una auténtica dama —y, con una sonrisa persuasiva, tomó a su mujer del brazo— ¡y ya está hecha!

—¡Oh!, no soy ninguna princesa rusa —protestó la señora Monarch, con cierta frialdad.

Me di cuenta de que había conocido a algunas y que no le habían gustado. Enseguida percibí complicaciones que nunca había tenido que temer con la señorita Churm.

La señorita Churm salió vestida de terciopelo negro. El vestido estaba bastante descolorido y le dejaba al descubierto buena parte de sus delgados hombros. En las manos, enrojecidas, llevaba un abanico japonés. Le recordé que en la escena que estaba dibujando, tenía que mirar por encima de la cabeza de alguien.

—No recuerdo de quien, pero da igual. Limítate a mirar por encima de una cabeza.

—Preferiría mirar por encima de una estufa —exclamó la señorita Churm, colocándose cerca de la chimenea. Una vez situada, adoptó una actitud erguida, echó la cabeza hacia atrás, le dio al abanico cierta inclinación hacia delante y adquirió un aspecto, por lo menos a mi juicio positivo, distinguido y encantador, extranjero y peligroso. La dejamos en esa posición y bajé con el comandante y la señora Monarch.

—Creo que podría representar el papel con la misma propiedad —aseguró ella.

—A usted le parece una harapienta, pero no debe olvidar la alquimia del arte.

En cualquier caso, se marcharon con una evidente sensación de alivio, sobre la base de la ventaja demostrable de que ellos eran auténticos. Imaginé que la señorita Churm les hacía estremecerse. Cuando le dije a ella lo que querían, se burló de ellos.

—Bueno, si ésa puede posar, yo me dedico a la contabilidad —dijo.

—Es toda una señora —repliqué, a modo de inocente provocación.

—Pues peor para usté. Eso quiere decir que no puede ser otra cosa.

—Servirá para las novelas más actuales.

—¡Oh, sí, para eso servirá! —exclamó en tono jocoso mi modelo—. ¿No son ya malas de remate sin ella?

Yo las había criticado con frecuencia, ante la señorita Churm.