X

»No se ha recuperado —escribí al día siguiente— y, además, estoy muy inquieto a causa de nuestro amigo. En Bigwood, cogió frío y, después de que le autorizaran a encender la chimenea de su habitación, se echó un rato para descansar antes de la cena. Intenté convencerle de que se acostara y, de hecho, llegué a creer que iba a conseguirlo, pero cuando me fui para arreglarme, subió a verle la señora Wimbush, dándose el inevitable resultado de que cuando regresé, me lo encontré con todos los arreos y presto al combate. Tenía el rostro enrojecido y estaba febril, y lucía en el ojal una singular flor que le había traído la señora Wimbush. Bajó a cenar, pero lady Augusta Minch se mostró muy retraída en su presencia. Hoy siente muchos dolores y la llegada de ces dames —me refiero a Guy Walsingham y a Dora Forbes— no me proporciona el menor consuelo. A la señora Wimbush, sin embargo, sí, pues ha aceptado que siga en cama, para que mañana se encuentre bien y pueda actuar ante su auditorio. Guy Walsingham ya ha entrado en escena, así como el médico, que vino a visitarle temprano. Aún no he visto a la autora de Obsesiones pero, por supuesto, he tenido un momento a solas con el médico. Intenté convencerle para que prescribiera el traslado inmediato de nuestro enfermo a su casa. Mañana o pasado, pero se niega a hablar del futuro. Reposo absoluto, calor y administración regular de una potente medicina son las indicaciones que repite. El médico vuelve esta tarde y yo veré al paciente a la una, hora en que debe volver a tomarse la medicina. Me consuela un poco tener la certidumbre de que no va a estar en condiciones de leer, esfuerzo nada conveniente para él, incluso antes de que esto ocurriera. Lady Augusta se fue después del desayuno, asegurándome que su primer cuidado sería tratar de encontrar el manuscrito perdido. Me doy cuenta de que me considera un entrometido y no puede entender mi inquietud, pero hará lo que pueda, pues es una mujer de buen corazón. [Son todas personas de honor]. Eso fue precisamente lo que indujo a lady Augusta a darle el manuscrito a lord Dorimont, y lo que provocó que éste se lo guardara. De qué le servia a él, sólo Dios lo sabe. Tengo malos presentimientos aunque, y no alcanzo a comprenderlo, me encuentro extrañamente desapasionado, desesperantemente tranquilo. Cuando recapacito sobre los estragos inconscientes y bien intencionados de este círculo de gente tan sensible, inclino la cabeza en señal de sometimiento, como quien acepta un desastre natural, un cataclismo universal. Casi me siento indiferente; en realidad, lo que hace que esté muy alegre —¡ja! ¡ja!— es la sensación de verme sometido al destino inapelable. Lady Augusta me promete buscar el precioso objeto y enviármelo por correo, cuando Paraday se sienta lo suficientemente bien como para leerlo en público. Lo último que sabe es que su doncella se lo dio al criado de milord. Ni que fuera un fascinante ejemplar de alguna revista de cotilleos. La señora Wimbush, que está al tanto del incidente, se siente mucho menos conmovida de lo que sin duda estaría si no se hallase, en estos momentos, su atención acaparada por Guy Walsingham.

Más tarde, ese mismo día, informé a mi corresponsal, para quien mantenía una especie de diario de la situación, de que había conocido a aquella celebridad y que era una linda muchacha de pelo muy corto. Tenía un aspecto tan juvenil e inocente que si, como había dicho el señor Morrow, estaba resignada a una mayor liberalidad, no cabía la menor duda de que su victoria sobre los prejuicios debió conseguirla a una edad muy temprana. Me pasé casi todo el día rondando la habitación de Neil Paraday, pero desde la planta de abajo me comunicaron que, en Prestidge, Guy Walsingham había tenido un gran éxito. Al atardecer, me di cuenta, no sé cómo, de que la victoria lograda por esta autora sobre los prejuicios era contagiosa y, cuando se disgregó la concurrencia, a fin de prepararse para la velada, tuve la certeza de que su postura había tenido una aceptación general. Me dio la sensación de que Dora Forbes, en quien pensé entonces, no tenía tiempo que perder. Antes de la cena, recibí un telegrama de lady Augusta Minch: «Lord Dorimont cree haber olvidado manuscrito en tren. Indague». ¿Cómo iba yo a indagar, si es que debía interpretar sus palabras como un imperativo dirigido hacia mí? Estaba muy preocupado y, ahora, también muy alarmado por Neil Paraday. Volvió el médico y vi con gran satisfacción que era una persona capaz y que se mostraba interesado. Se sentía orgulloso de que lo hubieran llamado para que se ocupara de un paciente tan distinguido y, por la noche, reconoció que mi amigo estaba gravemente enfermo. Se trataba de una recaída, un recrudecimiento de su antigua enfermedad. Moverlo era impensable: antes que nada, era preciso ver sobre el terreno el cariz que tomaba su situación. Entretanto, al día siguiente, había que ponerlo al cuidado de una enfermera. Amaneció y mi buen amigo se sentía más aliviado. Recobré el ánimo y la alegría, tanto que casi me eché a reír, cuando recibí el segundo telegrama de lady Augusta: «Criado lord Dorimont preguntó estación. Sin resultado. Siga indagando». Estoy seguro de que me reí, al recordar que se trataba del manuscrito sagrado que casi ni le dejé señalar con el paraguas al pobre señor Morrow. Qué tonto fui: los treinta y siete diarios influyentes no lo habrían destruido, sólo lo habrían publicado. Naturalmente, no le dije nada a Paraday.

Cuando llegó la enfermera, me hizo salir de la habitación, de modo que me dirigí a la planta baja. Antes de nada, debería decir que, durante el desayuno, la noticia de que nuestro brillante amigo se encontraba bien suscitó la complacencia genera!. La princesa comentó que sólo había que compadecerle porque se vería privado de la compañía de la señorita Collop. La señora Wimbush —cuyo don social nunca brilló más que en aquellos momentos en los que supo llevar con adusta dignidad aquel fallo en los fuegos de artificio— me comentó que Guy Walsingham le había causado una impresión muy favorable a Su Alteza Imperial. La verdad es que creo que todo el mundo se la causaba y que, como el mercado monetario o el honor nacional, Su Alteza Imperial era constitucionalmente muy sensible. No obstante, se respiraba en el ambiente cierta alegría, un notorio bullicio que yo encontré ligeramente anómalo, en una casa donde había un gran escritor críticamente enfermo. «Le roi est mort. Vive le roi». Me acordé de que otro gran escritor ya había tomado el relevo. Cuando volví a bajar, una vez que la enfermera se hizo cargo de Paraday, me encontré a un extraño caballero merodeando por el recibidor, paseándose de un lado a otro por delante de la puerta del salón, que estaba cerrada. Era un personaje calvo y de tez rojiza. Tenía un gran bigote pelirrojo y llevaba unos bombachos llamativos: características todas ellas que encajaban con la idea que me había hecho de Dora Forbes. Al cabo de un momento, comprendí lo sucedido: el autor de Al revés acababa de llegar a las puertas de Prestidge, pero sintió escrúpulos y no se atrevió a entrar del todo. Detecté su estado anímico cuando, ante un gesto suyo de advertencia, me detuve a escuchar. Oí una voz aguda que iniciaba una especie de cántico rítmico y misterioso. Había empezado la famosa lectura, sólo que quien ofrendaba el sacrificio era la autora de Obsesiones. El recién llegado me dijo al oído que, en su opinión, se estaba llevando a cabo algo que él no debía interrumpir.

—Anoche, llegó la señorita Collop —dije sonriendo— y la princesa está ávida de lo inédit.

Dora Forbes enarcó sus pobladas cejas.

—¿La señorita Collop?

—Guy Walsingham, su distinguido confrère, o ¿debería decir su formidable rival?

—¡Oh! —refunfuñó Dora Forbes, añadiendo a continuación—: ¿Cree usted que estropearé el acto, si entro?

—¡Yo diría que nada puede estropearlo! —dije ambiguamente y me reí.

Evidentemente, Dora Forbes captó la ironía, irritado, y se retorció el bigote.

—¿Cree usted que debo entrar? —preguntó enseguida.

Nos miramos fijamente un momento. Después, expresé un sentimiento de amargura que anidaba en mí. Lo expresé con un infernal «¡Entre!». A continuación, salí al aire libre, pero no tan deprisa como para no oír, al abrirse la puerta del salón, el decaimiento desconcertado de la retórica de la señorita Collop: seguramente, se encontraría en pleno despliegue de su postura sobre la liberalidad de costumbres. Escritora extraordinariamente rápida, Guy Walsingham acababa de publicar un libro en el que describía cómo gentes amables que no han sido iniciadas experimentan el dolor de ver cómo se expone el genio de una novelista a un ridículo sin ambages; a aquellas personas les parece una nueva demostración de la desconsideración con que los hombres siempre han tratado a las mujeres. Es muy cierto que, en la actualidad, la señora Wimbush le está dando un gran impulso a Dora Forbes y que éste se dedica a posar para que jóvenes artistas protegidos de aquella dama le hagan retratos. Y no sólo posa para óleos sino también para alabastros.

Lo que ocurrió en Prestidge más tarde, aquel mismo día, es sin duda historia contemporánea. Si la interrupción que provoqué caprichosamente casi constituyó un escándalo, ¿qué decir de la dispersión general del grupo que, siguiendo las instrucciones del médico, se inició al atardecer? Fue un alivio oír sus indicaciones, por escaso que fuera el consuelo que iba a quedarme al final. Decretó, en interés de su paciente, que no se oyera ningún ruido en la casa y, por consiguiente, la disolución de los congregados. Pese a ser un insignificante médico rural, despachó, literalmente, a la princesa, la cual se fue con la misma premura que si hubiera estallado la revolución; Guy Walsingham emigró con ella. A mí se me permitió amablemente quedarme, cosa que tampoco se le denegó a la señora Wimbush. No le fue concedido tal privilegio a Dora Forbes, de modo que la señora Wimbush mantuvo temporalmente oculta su última captura. Sin embargo, aquello tenía tan poco que ver con la forma en que acostumbraba a tratar a sus amistades eminentes que, al cabo de un par de días, se le agotó la paciencia y regresó con él a la ciudad, en medio de una gran publicidad. El súbito empeoramiento de su desventurado huésped, que sobrevino la tercera noche, tras una breve mejoría, fue un obstáculo que le impidió verlo antes de partir. Fue una circunstancia sin duda afortunada, pues se sentía fundamentalmente decepcionada con él. No era ésta la actuación que esperaba de Paraday cuando le invitó a Prestidge, ni tampoco cuando invitó a la princesa. Permítaseme que me apresure a añadir que ninguno de los despliegues de generosidad que han caracterizado el mecenazgo del intelecto y de otros méritos ejercidos por la señora Wimbush han acrecentado tanto su reputación, como el hecho de que le prestara a Neil Paraday la más bella de sus numerosas mansiones, para que muriera en ella. El escritor le sacó todo el partido posible a tan singular favor. Le vi hundirse día a día, entregándome a vagar a solas por los jardines desiertos. Su esposa no vino a verle, pero apenas reparé en ello: mientras me paseaba por el lugar, con el corazón rebosante de rabia, otra afrenta me consumía. Ante el hecho de su muerte, tal vez recaería en mí la misión de sacar a la luz una bella edición, realizada con el mayor cuidado editorial y anotada, del precioso legado de su proyecto. Pero, ¿dónde estaba aquel precioso legado? ¿Nos habían de ser arrebatados autor y obra? Lady Augusta me escribió diciéndome que había hecho cuanto estaba en su mano y que el pobre lord Dorimont, que se moría de preocupación, lo sentía muchísimo. No pude hablar del asunto con la señora Wimbush, pues no quería que me echara en cara que lo que yo deseaba era engrandecerme echando al público los despojos del señor Paraday. Ella ya había expresado su disposición de correr con los gastos de la promoción. Siempre se mostraba dispuesta a hacer cosas así. La última de una serie de noches horribles, la velada anterior a la muerte de Neil Paraday, acerqué el oído a la cabecera de su lecho.

—Eso que le leí aquella mañana; ya sabe a qué me refiero.

—¿Aquel día funesto en su jardín? ¡Sí!

—¿No serviría tal y como está?

—Hubiera sido un libro extraordinario.

Es un libro extraordinario —musitó Neil Paraday—. Publíquelo tal y como está. Haga una edición bonita.

—¡Lo será! —le prometí apasionadamente.

Podría pensarse que, ahora que él se ha ido, la promesa me parece menos sagrada. Estoy convencido de que si se hubieran publicado aquellas páginas durante su vida, hoy descansaría en la abadía de Westminster. El encargo sigue en mis manos, pero no se ha recuperado el manuscrito. Es imposible, y sería intolerable, suponer que pueda haber sido destruido sin contemplaciones. Tal vez, el azar de una mano ciega, la brutalidad de una ignorancia fatal, haya hecho que sirviera para encender fuego en alguna cocina. No dejo de imaginar múltiples accidentes estúpidos e ignominiosos. Mi infatigable búsqueda del tesoro perdido sería todo otro capítulo. Afortunadamente, tengo un entregado ayudante en la persona de cierta joven que cada día encuentra una manera nueva de indignarse por lo sucedido y una idea innovadora para buscar el ejemplar. Afirma, con vehemencia, que el premio aparecerá. A veces, ella me hacer creer que sucederá, pero yo casi he perdido la fe. En cualquier caso, lo único que nos queda es seguir unidos en la búsqueda y en la esperanza, y esta firme unión debería bastar para mantenemos estrechamente unidos, si no lo estuviéramos también por otras razones.