I
Cuando la mujer del portero, que solía abrir la puerta tras sonar el timbre, anunció «un caballero; con una dama, señor», imaginé inmediatamente, como acostumbraba a ocurrirme en esa época —pues el deseo engendraba ese pensamiento— que era una pareja de modelos. Y modelos resultaron ser mis visitantes, aunque no en el sentido que yo habría preferido. Al principio, sin embargo, nada indicaba que no vinieran con la intención de hacerse un retrato. El caballero, un hombre de cincuenta años, muy alto y muy erguido, y con un bigote ligeramente canoso, vestía un abrigo gris oscuro que le sentaba admirablemente. Me fijé en los dos como profesional (no me refiero a que fuera barbero ni sastre), y el caballero me habría impresionado como una celebridad, si las celebridades me impresionaran. Desde hacía algún tiempo, estaba convencido de que una persona con mucha fachada casi nunca era, llamémoslo así, una institución pública. Una mirada a la dama me sirvió para recordar esta ley paradójica: también ella tenía un aspecto demasiado distinguido como para ser «una personalidad». Sería muy raro, además, encontrarse con dos excepciones a la regla a la vez.
Los dos permanecieron en silencio, prolongando la mirada preliminar que sugería que cada uno deseaba que el otro tuviera la oportunidad de hablar primero. Se notaba que eran tímidos. Permanecieron allí, dejando que yo me familiarizara con ellos, lo cual, como percibí más tarde, era lo más práctico que podrían haber hecho. De ese modo, su rubor resultaba útil a su propósito. Había conocido personas que sufrían antes de mencionar que deseaban algo tan vulgar como que les plasmaran en un lienzo, pero los escrúpulos de mis nuevos amigos parecían casi insuperables. No obstante, el caballero podría haber dicho: «Desearía un retrato de mi esposa», y la dama podría haber mencionado: «Desearía un retrato de mi marido». Tal vez, no eran marido y mujer. Entonces, naturalmente, el asunto se hacía más delicado. Quizás, querían que les retratara juntos, en cuyo caso, deberían haber traído a una tercera persona para enunciar su petición.
—Venimos de parte del señor Rivet —dijo por fin la dama, con una sonrisa apagada que tuvo el mismo efecto que cuando se pasa una esponja húmeda sobre un óleo cuyos colores se han desvaído, algo así como el de una vaga alusión a la belleza desvanecida. Era tan alta y tan derecha, en proporción, como su acompañante, aunque con diez años menos. Tenía un aspecto tan triste como lo pueda llegar a tener una mujer cuyo rostro no muestre expresión alguna; es decir, su máscara oval coloreada mostraba la fricción como la revela una superficie expuesta al desgaste. La mano del tiempo había operado en ella a voluntad, pero tan sólo para simplificar. Era esbelta y rígida, e iba tan bien vestida, con una ropa de color azul oscuro, con adornos, bolsillos y botones, que no había duda de que acudía al mismo sastre que su marido. La pareja tenía un porte indefinible de prosperidad y no cabía duda de que su riqueza les permitía muchos lujos. Si yo iba a ser uno de esos lujos, tendría que estudiar cuáles serían mis condiciones.
—¡Ah!, Claude Rivet me ha recomendado —les dije; añadí que era muy amable por su parte, aunque caí en la cuenta de que, como él pintaba sólo paisajes, no le había supuesto ningún sacrificio.
La dama dirigió una mirada muy penetrante al caballero y él inspeccionó toda la estancia. Entonces, bajando la vista por un momento, se atusó el bigote y, a continuación, me dirigió su agradable mirada, y comentó:
—Dijo que usted era el adecuado.
—Procuro serlo, cuando alguien se aviene a posar.
—Sí, nos gustaría —dijo la dama ansiosamente.
—¿Quiere decir juntos?
Mis visitantes intercambiaron una mirada.
—Si pudiera hacer algo conmigo, supongo que sería el doble —balbuceó el caballero.
—Sí, desde luego, la tarifa por dos figuras es más cara que por una.
—Nos gustaría que estuviera bien remunerado —confesó el marido.
—Es usted muy amable —repliqué, agradecido ante tanta consideración, pues suponía que se refería a la remuneración del artista.
La dama parecía presa de una sensación de extrañeza.
—Nos referíamos a las ilustraciones. El señor Rivet nos ha dicho que tal vez podría incluirnos a alguno de nosotros.
—¿Incluir a alguno... en una ilustración? —repliqué, igualmente confuso.
—Dibujarla a ella, ya sabe —aclaró el caballero, ruborizándose.
Sólo entonces comprendí el servicio que Claude Rivet me había prestado. Les había dicho que yo hacía dibujos en tinta, para revistas y libros de relatos, que dibujaba escenas de la vida contemporánea y, en consecuencia, solía emplear a menudo a modelos. Todo eso era cierto, pero no lo era menos (ahora puedo confesarlo; dejo que el lector intente adivinar si es porque mis aspiraciones habían de colmarse o fracasar) que no podía quitarme de la cabeza los honores, por no hablar de los emolumentos, de un gran retratista. Las «ilustraciones» me daban de comer, pero tenía puestas mis esperanzas en otra rama del arte (la que siempre había considerado como la más interesante sin duda alguna) para perpetuar mi fama. No había nada vergonzoso en que también quisiera hacerme rico con ella; pero esa fortuna quedaba mucho más lejos de conseguirse, desde el momento en que mis visitantes deseaban que los «hiciera», a cambio de nada. Me sentía decepcionado porque, en el sentido pictórico, los había visto inmediatamente. Había visualizado sus figuras, había ya decidido qué haría con ellos. Algo que no les habría gustado, reflexioné posteriormente.
—Ah, ¿entonces ustedes... ustedes... son...? —empecé a decir en cuanto me sobrepuse a la sorpresa. No pude pronunciar la sórdida palabra «modelos»; parecía muy inapropiada en su caso.
—No tenemos mucha práctica —dijo la dama.
—Pero tenemos que hacer algo, y hemos pensado que un artista de su estilo, podría tal vez servirse de nosotros —apostilló su marido.
Prosiguió diciendo que no conocían a muchos artistas y que habían acudido primero, por si acaso, al señor Rivet (que pintaba paisajes, claro, pero que en ocasiones, como quizá yo recordara, incluía figuras), a quien conocieron años atrás en un lugar de Norfolk, donde él había ido a dibujar.
—Nosotros también solíamos dibujar un poco —apuntó la dama.
—Resulta muy embarazoso, pero es absolutamente necesario que hagamos algo —siguió diciendo su marido.
—Naturalmente, no somos tan jóvenes —admitió ella con una lánguida sonrisa.
El marido, al tiempo que hacía la observación de que quizá sería mejor que yo supiera algo más sobre ellos, me había dado una tarjeta que había extraído de una flamante cartera (todos los accesorios de la pareja eran impecables) y en la que estaba escrito «Comandante Monarch». Por impresionantes que fuesen estas palabras, no me permitían saber mucho más del visitante, pero éste añadió enseguida:
—He abandonado el ejército y hemos tenido la desgracia de perder nuestra fortuna. La verdad es que nuestros medios de vida son muy escasos.
—Es un fastidio —dijo la señora Monarch.
Era evidente que deseaban ser discretos y no jactarse de su condición de gente bien nacida. Me di cuenta de que habrían estado dispuestos a reconocer que esa condición no dejaba de ser un inconveniente, a la vez que deducía —un consuelo en la adversidad— sus buenas cualidades. Las tenían, ciertamente, pero esas ventajas me parecían sobre todo sociales, como por ejemplo, que colaborarían a embellecer un salón. Sin embargo, un salón era siempre, o debería ser, un cuadro.
A la alusión de la edad efectuada por la mujer, el comandante Monarch añadió:
—Naturalmente, si hemos pensado en posar es más bien por nuestra figura. Todavía podemos mantenernos erguidos. —Vi al instante que la figura era, en efecto, su punto fuerte. Aquel «naturalmente» no parecía vano, sino que iluminaba la situación.
—Ella tiene la mejor —añadió, volviendo la cabeza hacia su mujer, con una grata ausencia de rodeos, como si estuviéramos sosteniendo una distendida conversación de sobremesa. Y como si realmente hubiera unas copas de vino ante nosotros, sólo pude decirle que la suya era también muy buena, a lo que él replicó:
—Hemos pensado que, si alguna vez tenía usted que dibujar a personas de nuestra clase, probablemente resultaríamos apropiados. Ella especialmente; como modelo para una dama en un libro, ya sabe.
Me divertían tanto que, para seguir con la situación, me esforcé por aceptar su punto de vista, y aunque me resultaba embarazoso evaluar físicamente, como si fuesen animales de alquiler o negros de servicio, a una pareja a la que sólo habría esperado conocer en una de esas situaciones en que las críticas son tácitas, miré a la señora Monarch con la suficiente perspicacia como para que, al cabo de un momento, pudiera exclamar convencido:
—¡Sí, claro, la dama en un libro! —Se parecía mucho a una mala ilustración.
—Nos podemos poner de pie, si usted quiere —dijo el comandante, y se incorporó con un porte en verdad señorial.
Me bastó una mirada para medirle: casi metro noventa de estatura y un perfecto caballero. A cualquier asociación en período de constituirse que tuviera necesidad de una imagen distintiva le habría compensado contratarle para que permaneciera en la ventana principal. Enseguida, caí en la cuenta de que, al recurrir a mí, habían errado bastante su vocación, pues sin duda les habría resultado más rentable trabajar para anunciantes. No podía imaginar los detalles de ese trabajo, pero sí que los veía a ellos haciendo la fortuna de alguien (no la suya). Serían adecuados para un fabricante de chalecos, un hotelero o un vendedor de jabones. Imaginaba la frase «siempre lo usamos» prendida en su pecho con el mayor efecto. Imaginé con qué presteza contribuirían al lanzamiento de la carta de un restaurante.
La señora Monarch permaneció inmóvil, no por orgullo sino por timidez y, al cabo de un rato, su marido le dijo:
—Levántate, querida, y muestra lo elegante que eres.
Ella le obedeció, pero no tenía necesidad de levantarse para mostrarlo. Se encaminó al extremo del estudio y regresó, ruborizada y mirando con ojos parpadeantes a su marido. Esto me recordó un incidente que presencié por casualidad en París. Me hallaba con un amigo, un dramaturgo que estaba a punto de estrenar una obra, cuando se presentó una actriz para pedirle que le diera un papel. La mujer demostró lo que valía ante él, deambuló de un lado a otro, tal y como hacía la señora Monarch. Esta lo hacía igual de bien que aquella actriz, pero no aplaudí. Era muy raro ver a tales personas solicitando empleo por una paga tan exigua. A juzgar por su aspecto, les habría calculado una renta de diez mil libras al año. Su marido había utilizado el término que la calificaba: era, según la jerga en boga por entonces en Londres, esencial y típicamente «elegante». Su figura era, siguiendo el mismo esquema de pensamiento, patente e irreprochablemente «buena». La delgadez de su cintura resultaba sorprendente en una mujer de su edad y, además, sus codos poseían el pliegue ortodoxo. Mantenía la cabeza ladeada en el ángulo convencional; pero, ¿por qué habían acudido precisamente a mí? Deberían haberse dedicado a probarse chaquetas en una tienda importante. Temí que mis visitantes no sólo estuvieran en la miseria, sino que además fueran «artistas», lo cual supondría una gran complicación. Cuando la dama volvió a sentarse, le di las gracias e hice la observación de que lo que el dibujante valora más de su modelo es la facultad de permanecer inmóvil.
—¡Ah!, pues ella sabe permanecer inmóvil —dijo el comandante Monarch, añadiendo jocosamente—: siempre la he tenido muy inmóvil.
—No soy una persona inquieta, ¿verdad? —preguntó la señora Monarch, en tono de súplica a su marido.
Él respondió dirigiéndose a mí:
—Quizá no esté fuera de lugar que mencione, porque debemos ser ante todo prácticos, ¿no cree usted?, que cuando nos casamos la conocían como la Hermosa Estatua.
—¡Oh, cariño! —exclamó la señora Monarch, compungida.
—Por supuesto, necesitaría cierto grado de expresión —repliqué.
—¡Por supuesto!—exclamaron ambos.
—Y, además, supongo que sabrán que acabarán agotados.
—¡Oh, jamás nos cansamos! —replicaron entusiasmados.
—¿Tienen algún tipo de experiencia?
Se mostraron vacilantes y se miraron el uno al otro.
—Nos han fotografiado muchísimas veces —dijo la señora Monarch.
—Quiere decir que nos han pedido que posáramos —aclaró el comandante.
—Comprendo: son tan bien parecidos.
—No sé qué tenían en mente, pero siempre nos lo pedían —continuó la señora Monarch con una sonrisa.
—Podríamos haber traído alguna, querida —dijo su marido.
—No estoy muy segura de que nos quede ninguna. Hemos regalado tantísimas —replicó ella.
—Firmadas por nosotros y esa clase de cosas —comentó el comandante.
—¿Se pueden encontrar en las tiendas? —les pregunté, como si fuese una ocurrencia intrascendente.
—Sí, las de ella. Antes, sí.
—Ahora, ya no —dijo la señora Monarch, con la mirada baja.