III
Para ser honesto, al final de esos tres días, era un crítico muy parcial, de modo que, una mañana en el jardín, cuando Neil Paraday se ofreció para leerme algo, contuve la respiración mientras escuchaba. Era un esbozo de otro libro, un proyecto que había pospuesto hacía mucho tiempo, antes de su enfermedad, y en el que había vuelto a trabajar ahora. Lo estaba retocando cuando fui a visitarle y, con esta segunda redacción, la obra había adquirido una nueva magnitud. Desenvuelto, prolijo y seguro, podría haber pasado por una larga y elocuente carta llena de cotilleos: el desbordamiento en palabras del plan más querido de un artista. El tema me pareció excepcionalmente rico, el más intenso que había abordado, y esta exposición familiar del mismo, a la vez que repleta de sutiles elementos ya madurados, era, en realidad, en su esplendor resumido, una mina de oro, una preciosa obra independiente. Recuerdo que me asaltó la duda, más bien profana, de si el resultado final podía llegar a ser tan acertado. Su lectura de la epístola, sea como fuere, me hizo sentir como si mantuviera, para beneficio de la posteridad, una correspondencia íntima con él, como si yo fuese el distinguido destinatario a quien enviaba cartas afectuosamente. Ser yo quien escuchaba la manera en que contaba todas esas cosas era una gran distinción. La idea que me comunicaba ahora tenía toda la frescura y la belleza resplandeciente de la concepción de lo virgen, de lo no abordado: era Venus surgiendo del mar, antes de que el viento la hubiera rozado. Nunca había asistido con tanta emoción a una aparición de semejante calibre. Una vez pronunciada la ultima palabra, fue como ver al cajero de un banco contar los montones de monedas, dejando caer la última de ellas en el cajetín; fue entonces cuando me asaltó una repentina y urgente incertidumbre.
—Mi querido maestro, ¿cómo piensa llevarlo a cabo? —le pregunté—. Es de una nobleza infinita; pero, ¡cuánto tiempo requerirá, cuánta paciencia e independencia!, ¡qué condiciones de perfecto sosiego! ¡Oh, quién tuviera al alcance una isla solitaria en un mar cálido!
—¿No es esto prácticamente una isla solitaria? y ¿no es usted, como elemento que me circunda, lo bastante cálido? —me interrogó él, aludiendo con una carcajada a mi maravillada admiración juvenil y a los estrechos límites de su pequeña casa de provincias—. No es tiempo lo que me ha faltado hasta ahora: la cuestión no ha sido encontrarlo, sino aprovecharlo. Naturalmente que mi enfermedad fue un gran hueco mientras duró, pero me atrevo a decir que habría existido igualmente en cualquier caso. La tierra que pisamos tiene más hoyos que una mesa de billar. Lo extraordinario es que aún siga andando.
—Eso es exactamente lo que quería decir.
Neil Paraday me contempló con esa mirada tan agradable que tenía, con una expresión en la que, según recuerdo ahora, me pareció detectar una borrosa imagen de su destino. Tenía cincuenta años; su enfermedad había sido cruel y su convalecencia, prolongada.
—No es que no me encuentre bien.
—¡Oh!, si no se encontrase bien, no le miraría —le dije con afecto.
Nos pusimos en pie, estimulados por los sonidos de alrededor, y él encendió un cigarrillo. Yo cogí otro al que él, con una sonrisa más intensa y en respuesta a mi exclamación, le aplicó la llama de su cerilla.
—¡Si no me encontrara mejor, no habría pensado en esto! —exclamó, agitando el manuscrito en su mano.
—No quiero desanimarle, pero no es cierto —repliqué—. Estoy seguro de que durante los meses que permaneció en cama con dolor, tuvo inspiraciones sublimes. Pensó en un millar de cosas. Usted piensa cada vez en más y más cosas constantemente. Eso es lo que le hace, si me disculpa la franqueza, tan respetable. A la edad en que mucha gente está acabada, usted empieza una segunda época. ¡Pero, gracias a Dios, de todos modos, ya está mejor! Gracias a Dios, también, que no es usted, como me decía ayer, «un escritor que ha tenido éxito». Si usted no hubiera fracasado, ¿qué sentido tendría seguir intentándolo? Ésa es mi única reserva sobre el tema de su recuperación: le hace «ganar puntos», como dicen los periódicos. Eso queda bien en las publicaciones y, casi con todo lo que así ocurre, es horrible. «Es un placer comunicarles que el señor Paraday, el famoso autor, disfruta otra vez de excelente salud». Por alguna razón, no me gustaría verlo.
—Y no lo verá; no soy famoso en absoluto. Mi oscuridad me protege; pero, ¿soportaría ver que me muero o que estoy muerto? —quiso saber mi anfitrión.
—Muerto... pas encore. No hay nada más seguro. Uno nunca sabe lo que puede llegar a hacer un artista vivo; hemos llorado por tantos. Sin embargo, hay que desear lo peor. Debe estar tan muerto como pueda.
—¿No cumplo ya con ese requisito, al haber publicado un libro?
—Adecuadamente, esperemos, puesto que el libro es, en verdad, una obra maestra.
En ese momento, apareció una doncella en la puerta que daba al jardín. Paraday vivía sin grandes dispendios y el frufrú de las enaguas y un timorato «¿Jerez, señor?» era todo su modesto lujo. Cedía la mitad de sus ingresos a su mujer, de la que había conseguido separarse sin excesivo revuelo. Estaba convencido de que se había portado bien con ella y una vez, en Londres, incluso cené con la señora Paraday. Se giró para hablar con la doncella, que le ofreció una tarjeta o una nota sobre una bandeja, mientras yo, agitado y excitado, anduve sin rumbo hasta el extremo del jardín. La idea de su seguridad se me hizo inmensamente querida y me pregunté si era yo el mismo joven que había llegado algunos días atrás, para hablar de él a los cuatro vientos. Cuando regresé sobre mis pasos, él ya había entrado en la casa y la mujer (el segundo correo de Londres ya había llegado) había colocado mis cartas y el periódico encima de un banco. Me senté para leer las cartas, hecho que me tomó muy poco tiempo y, luego, sin prestar atención al destinatario, saqué el periódico del envoltorio. Era una publicación de gran renombre, The Empire, el ejemplar de esa mañana. Llegaba con regularidad a casa de Paraday, pero recuerdo que ninguno de nosotros había mirado aún el ejemplar recibido. Llevaba una gran marca en la página de la «editorial» y, alisando el envoltorio, vi que se dirigía a mi anfitrión, con el sello de la editorial que publicaba su libro. Al instante, deduje que The Empire hablaba de él y todavía no he olvidado el pequeño sobresalto que ese hecho me causó. Solté el periódico al momento. Allí, sentado, sintiendo lo acelerado de mi corazón, creo que tuve una visión de lo que iba a suceder. También tuve otra visión de la carta que iba a escribir al señor Pinhorn, despidiéndome de él. Naturalmente, al cabo de un segundo, la voz de The Empire se escuchaba en mis oídos.
El artículo no era, y di gracias al cielo, una crítica del libro. Era un reportaje de fondo, el último de una serie de tres, que presentaba a Neil Paraday ante la humanidad. Su nuevo libro, el quinto salido de su pluma, sólo hacía un par de días que se había publicado y The Empire, enterado ya de ello, disparaba una salva que ocupaba una columna entera, como si se tratara del nacimiento de un príncipe. Los cañones habían estado tronando durante esas tres horas en esa casa, sin que lo sospecháramos. El gran periódico le había descubierto y ahora era proclamado, ungido y coronado. Se le asignaba un lugar muy público, como si un ujier le hubiera indicado con una varita mágica la silla más alta. Tenía que ascender y ascender hacia lo más alto, pasando por entre los rostros expectantes y los cuchicheos envidiosos, hasta llegar al estrado y sentarse en el trono. El artículo era un hito. Habían descubierto a una gloria nacional. Hacía falta una gloria nacional y resultaba sumamente oportuno el haberle encontrado. Me abrumó lo que esto significaba y me temo que me mareé un poco. Implicaba tantas cosas, que podría haber soltado cualquier exclamación sin pensarlo. De repente, todo era diferente. La tremenda ola de la que hablo lo había barrido todo al instante. Había derribado, supongo, mi pequeño altar, con sus velas y sus flores, y se había transformado en un templo inmenso y desprovisto de todo ornamento. Cuando Neil Paraday saliera de su casa, sería ya un clásico contemporáneo. Eso es lo que había ocurrido: el pobre hombre sería obligado a encajar en su horrible época. Tuve la sensación de que le habían detenido en lo alto de una colina y le habían obligado a regresar a la ciudad. Un poco más y habría conseguido huir, descendiendo por el atajo que llevaba a la posteridad.