III
Fue para aclarar un misterio en una de aquellas obras por lo que empecé a trabajar con la señora Monarch. Su marido vino con ella, para prestar ayuda si era necesario. Estaba suficientemente claro que, por lo general, prefería acompañarla. Al principio, me pregunté por si tal actitud obedecía a cuestiones de «propiedad» o si iba a mostrarse celoso y entrometido. La idea era demasiado irritante y, de haberse confirmado, habría puesto fin de inmediato a nuestra relación, pero pronto comprendí que no se trataba de eso y que, si acompañaba a la señora Monarch, se debía sencillamente (aparte de la posibilidad de ser útil) a que no tenía nada más que hacer. Cuando ella se ausentaba, él carecía de ocupación y, hasta entonces, ella nunca le había dejado solo. Consideré acertadamente que, en la difícil situación que atravesaban, su estrecha unión era el mayor consuelo que tenían, y que esa unión no presentaba ningún punto débil. Era el suyo un auténtico matrimonio, un estímulo para los vacilantes, un hueso duro de roer para los pesimistas. Su domicilio correspondía a una zona humilde (recuerdo que más adelante pensé que ése había sido su único aspecto realmente profesional), e imaginé el lamentable alojamiento donde el comandante se habría quedado a solas. Podía soportarlo con su esposa, pero no sin ella.
Tenía demasiado tacto como para intentar hacerse el simpático cuando no podía ser útil y, si la absorción en el trabajo me impedía conversar, se limitaba a guardar silencio hasta que volviera a prestarle atención. Pero me gustaba hacerle hablar, pues, cuando esto no interrumpía mi labor, la hacía menos sórdida, no tan especial. Escucharle era combinar la excitación de salir con la economía de quedarse en casa. Había un solo inconveniente: el de que, al parecer, yo no conocía a ninguna de las personas a las que él y su esposa habían tratado. Creo que a él le intrigó mucho, en el transcurso de nuestra relación, saber a quién demonios conocía yo. Nunca tuvo ninguna idea que ofrecer, por lo que era difícil conversar con fluidez y nos limitábamos a hablar de artículos de cuero e incluso de licor (sillas de montar, fabricantes de pantalones de equitación y la manera de conseguir un buen clarete barato), y de temas como los «buenos trenes» y los hábitos de la caza menor. Su conocimiento de estos últimos asuntos era sorprendente, hasta tal punto que en su persona coincidían el jefe de estación y el ornitólogo. Cuando no podía hablar de grandes cosas, abordaba otras menos importantes y, como yo no podía acompañarle en sus rememoraciones del mundo elegante, él era capaz de reducir a mi nivel la altura de la conversación, sin un esfuerzo visible.
Un deseo tan fervoroso de complacer resultaba conmovedor en un hombre que con tanta facilidad podría derribarle a uno de un manotazo. Se ocupaba de la calefacción, me dio su opinión sobre el tiro de la estufa sin que se la pidiera y me di cuenta de que, a su modo de ver, muchos detalles de mi domicilio respondían a una disposición poco inteligente. Recuerdo haberle dicho que si fuese rico le ofrecería un salario para que viniera y me enseñase a vivir. A veces, exhalaba un suspiro fortuito, cuya esencia era: «¡Dame aunque sólo sea una barraca vieja y vacía como ésta, y haré algo con ella!». Cuando deseaba utilizarlo como modelo venía solo, lo cual era un ejemplo ilustrativo del valor superior de las mujeres. Su esposa soportaba la solitaria segunda planta en la que vivían y, en general, era más discreta: con diversas manifestaciones de reserva demostraba lo apropiado que le parecía mantener nuestras relaciones en un plano marcadamente profesional y no permitir que se deslizaran en lo amistoso. Deseaba dejar claro que ella y el comandante eran empleados, no unas personas cuya relación yo cultivara, y si bien me aprobaba como a un superior, a quien era posible mantener en su lugar, nunca me consideró lo bastante bueno como para ser un igual.
La señora Monarch posaba con gran seriedad, poniendo en ello toda su atención, y era capaz de permanecer durante una hora casi tan inmóvil como si estuviera ante la lente de un fotógrafo. Era comprensible que la hubieran fotografiado muchas veces pero, de alguna manera, el mismo hábito que la adecuaba para esa finalidad la hacía inapropiada para la mía. Al principio, me complacía mucho su aspecto de gran señora, y era una satisfacción, cuando seguía sus líneas, ver lo bien que estaban y lo lejos que podían conducir al lápiz. Pero al cabo de varios intentos, empecé a encontrarla insuperablemente rígida. Al margen de lo que hiciera, mi dibujo parecía una fotografía o la copia de una fotografía. Su figura no variaba de expresión, no tenía ningún sentido de la variedad. Podría decirse que eso era asunto mío, que se trataba tan sólo de situarla. La colocaba en todas las posiciones concebibles, pero ella se las ingeniaba para suprimir las diferencias. Siempre era una dama, desde luego, y siempre la misma dama, por añadidura.
Era auténtica, pero siempre la misma. En ocasiones, me sentía oprimido por la serenidad de su certidumbre de ser una auténtica dama. En todos los intercambios conmigo y con su marido, transmitía implícitamente que eso era una suerte para mí. Entretanto, yo trataba de inventar tipos que se acercaran al suyo, en vez de hacer que el suyo se transformara, con la misma inteligencia con que no le resultaba imposible, por ejemplo, a la pobre señorita Churm. No importaba cómo la colocara y las precauciones que tomase: en la tela siempre aparecía demasiado alta, lo cual me planteaba el problema de haber representado a una mujer fascinante de dos metros de altura, cosa que, tal vez por respeto a mi altura mucho menor, estaba lejos de mi idea de tal personaje.
El caso del comandante era peor. Todos mis intentos de reducir su estatura eran inútiles y acabó por servirme, tan sólo, para la representación de gigantes fornidos. Yo adoraba la variedad y la gama, me encantaban los accidentes humanos, la nota ilustrativa. Quería llevar a cabo una representación exacta y lo que más detestaba en el mundo era el peligro de que un modelo me tiranizara. Había discutido al respecto con algunos de mis amigos; había roto con ellos porque sostenían que uno debía someterse a esa tiranía y que, si el modelo era hermoso (no había más que ver las obras de Rafael y Leonardo), la servidumbre no podía ser más que beneficiosa. Yo no era Leonardo ni Rafael. Puede que sólo fuese un joven y presuntuoso investigador moderno, pero defendía que todo debía ser sacrificado antes que el carácter. Cuando ellos afirmaban que el impresionante modelo en cuestión podía adquirir fácilmente carácter, les replicaba, quizá de una manera superficial: «¿el de quién?». No podía ser el de todo el mundo, y podría acabar siendo el de nadie.
Después de haber dibujado una docena de veces a la señora Monarch, percibí con mayor claridad que antes que el valor de una modelo como la señorita Churm residía, precisamente, en el hecho de que careciera de un sello distintivo y, desde luego, combinado con otra circunstancia, la de que poseía un curioso e inexplicable talento para la imitación. Su aspecto habitual era como un telón que podía descorrer a voluntad, para llevar a cabo una brillante representación. Esta era sólo sugerente, pero una contraseña para los sagaces: estaba llena de vida y era hermosa. A veces, incluso me decía, aunque la modelo en sí no era agraciada, que la hermosura del personaje resultaba demasiado insípida. Le reprochaba que las figuras que dibujaba basándome en ella eran monótonamente (bêtement, como solíamos decir) gráciles. Nada le irritaba tanto, pues estaba muy orgullosa de poder posar, para encarnar a personajes que no tenían nada en común entre ellos. En tales momentos, me acusaba de quitarle su «reputasión».
Debido a las repetidas visitas de mis nuevos amigos, disminuyó un poco mi utilización de la peculiar versatilidad como modelo de la señorita Churm. Como estaba muy solicitada y nunca le faltaba empleo, en ocasiones no tenía escrúpulo en dejarla de lado, para probar a los otros con más comodidad. Al principio me divertía, ciertamente, trabajar con los modelos auténticos: resultaba divertido dibujar los pantalones del comandante Monarch. Eran de verdad, aunque me salieran colosales sobre el papel. Era divertido dibujar la parte posterior del peinado de su esposa, de una pulcritud tan matemática, y la particular tensión «elegante» de su prieto corsé. Se prestaba, sobre todo, a posturas en las que el rostro quedaba algo desviado o difuminado. Su figura, vista de espaldas, era muy distinguida y ofrecía abundantes profils perdus. Cuando estaba erguida, adoptaba con naturalidad una de las actitudes en que los pintores de corte representan a las reinas y princesas, hasta tal punto que me pregunté si, para dibujarla en esa lograda actitud, no debería conseguir que el director de Cheapside publicara una novela realmente real, Un relato del palacio de Buckingham. En ocasiones, sin embargo, lo auténtico y lo artificial entraban en contacto; es decir, que la señorita Churm, al acudir a una cita o al venir para convenir una en días en que yo tenía mucho trabajo, se encontraba con sus aborrecibles rivales. Para éstos, no era un encuentro, pues no reparaban en ella más que como si se tratase de la criada, y no por una altivez intencionada, sino tan sólo porque, en calidad de profesionales, aún no sabían confraternizar, como yo suponía que les habría gustado hacer a los dos o, por lo menos, al comandante. No podían hablar del autobús, puesto que siempre se desplazaban a pie, y no sabían qué otros temas abordar: a ella no le interesaban los buenos trenes ni el clarete barato. Además, debían de haber percibido en la atmósfera que divertían a aquella mujer; que ésta se mofaba en secreto de que siempre supieran cómo debían hacer las cosas. No era persona que ocultara su escepticismo si tenía ocasión de demostrarlo. Por otro lado, la señora Monarch no la consideraba aseada, sino todo lo contrario: ¿por qué se empeñaba en decirme, sin que viniera a cuento, que no le gustaban las mujeres sucias?
Un día en que la joven coincidió con mis otros modelos (incluso me visitaba de paso, cuando era conveniente, para charlar un rato), le pedí que tuviera la amabilidad de echarme una mano para preparar el té, un servicio con el que estaba familiarizada y que, como yo vivía modestamente, con recursos económicos demasiado escasos como para permitirme mantener a un servicio, solía pedir a mis modelos que me prestaran. Les gustaba manosear mis cosas, interrumpir su papel de modelo y, de vez en cuando, romper las piezas de porcelana que yo les hacía creer que era de Bohemia. La siguiente vez que vi a la señorita Churm después de este incidente, me sorprendió muchísimo al hacerme una escena, acusándome de que había querido humillarla. En su momento, no se tomó a mal la afrenta, sino que se mostró servicial y divertida, disfrutando de la comedia de preguntar a la señora Monarch, la cual permanecía distraída y silenciosa, si deseaba crema y azúcar, acompañando el interrogante de una sonrisa exageradamente afectada. Había tratado de hablar con entonación, como si también ella quisiera pasar por lo auténtico, hasta tal punto que temí que mis otros visitantes se ofendieran.
Pero ellos estaban decididos a no ofenderse, y su conmovedora paciencia daba la medida de la gran necesidad que tenían. Se pasaban las horas sentados, sin quejarse, hasta que yo estaba en condiciones de utilizarlos. Regresaban por si daba la casualidad de que los necesitara y, en caso contrario, se marchaban alegremente. Solía acompañarlos a la puerta para ver el orden magnífico en que se retiraban. Intenté encontrarles otro empleo; los presenté a varios artistas, pero no «cuajaron», por razones que comprendía sin dificultad, y observé con bastante inquietud que, después de tales decepciones, volvían a mí convertidos en una carga más pesada. Me hacían el honor de pensar que yo era quien más se aproximaba a su clase. No eran lo bastante pintorescos para otros pintores y, en aquellos días, pocos colegas trabajaban seriamente en dibujos a tinta. Además, estaban esperando el gran trabajo que les había mencionado: se habían empeñado secretamente en aportar la esencia apropiada para mi vindicación pictórica en nuestro excelente novelista. Sabían que para esta empresa no haría falta vestuario y no necesitaría en absoluto los disfraces de tiempos pretéritos: que en este caso todo sería contemporáneo, satírico y, presumiblemente, elegante. Si pudiera utilizarlos en aquel proyecto, su futuro estaría asegurado, pues, por supuesto, el trabajo sería largo y la ocupación estable.
Un día, la señora Monarch llegó sin su marido, cuya ausencia explicó diciendo que había tenido que ir al centro. Mientras permanecía sentada con aquella rigidez habitual que encubría su inquietud, se oyeron unos golpecitos en la puerta, y los reconocí de inmediato como la discreta llamada de un modelo sin trabajo. A estos golpes, siguió la entrada de un joven que enseguida me di cuenta de que era extranjero y que resultó ser un italiano desconocedor de todo vocablo inglés excepto mi nombre, que pronunció de tal manera que parecía incluir a todos los demás. Por entonces, yo no había visitado todavía su país ni hablaba con soltura su idioma, pero puesto que él no era tan poco hábil (¿qué italiano lo es?) como para depender solamente de ese medio de expresión, me hizo saber, con una mímica consabida pero airosa, que venía en busca del empleo preciso que tenía la dama sentada ante mí. Al principio, no me causó buena impresión y, mientras seguía trabajando, emití unos ásperos sonidos de desaliento y rechazo. No obstante, él se mantuvo firme, sin importunarme, pero con una fidelidad silenciosa, canina, en los ojos, algo que equivalía a un descaro inocente: el porte de un leal servidor (podría haber llevado años en la casa), del que se sospecha injustamente. De repente, vi esas mismas actitudes y expresiones plasmadas en un cuadro, tras lo cual le dije que tomara asiento y aguardase a que estuviera libre. Había material para otro cuadro en su manera de obedecerme y, mientras trabajaba, observé que había más todavía en el modo inquisitivo en que miraba a su alrededor, con la cabeza echada hacia atrás, en el estudio de altas paredes. Era como si se estuviera santiguando en la basílica de San Pedro. Antes de terminar, me dije: «Este tipo es un tratante de naranjas en bancarrota, pero es un tesoro».
—Cuando la señora Monarch se disponía a marcharse, el joven cruzó la sala como una centella para abrirle la puerta, y se quedó allí con la mirada extasiada y pura del joven Dante hechizado por Beatriz. Como yo nunca hacía hincapié, en tales ocasiones, en la inexpresividad del sirviente británico, reflexioné en que el italiano tenía las condiciones de un sirviente (y necesitaba uno, pero no podía pagarle sólo por esa clase de servicio) tanto como un modelo. En una palabra, decidí aceptar a mi vivaz aventurero, si él estaba de acuerdo en asumir esa doble función. Se mostró entusiasmado por mi ofrecimiento y, de momento, no caí en la cuenta de mi temeridad (no sabía entonces nada acerca de él). Resultó ser un subalterno bien dispuesto, aunque inconstante, y poseedor en grado sumo del sentiment de la pose. No estaba entrenado, era instintivo, con el feliz instinto que le había orientado hacia mi puerta y ayudado a deletrear mi nombre en la tarjeta clavada en ella. Para presentarse a mí, sólo había contado con la suposición, por la forma de mi alto ventanal encarado al norte, visto desde el exterior, de que mi vivienda era un estudio y que en el mismo había un artista. Sus pasos errantes le llevaron a Inglaterra en busca de fortuna y, con un socio y un carrito verde, se había dedicado a vender helados a un penique. Los helados se fundieron y el socio siguió el mismo camino y desapareció. Mi joven vestía unos pantalones amarillos con rayas rojas, muy ajustados, y se llamaba Oronte. Era cetrino pero rubio y, cuando le puse unas viejas prendas mías, parecía inglés. Era tan bueno como la señorita Churm, la cual, cuando hacía falta, podía parecer italiana.