IV

—Cuando salió de nuevo de la casa, fue exactamente igual a como si hubiera permanecido bajo custodia. A su lado, iba un hombre corpulento con una gran barba oscura que, sin las gafas, podría haber pasado por un policía y en el que, tras una segunda mirada, reconocí al proyecto contemporáneo.

—Le presento al señor Morrow —dijo Paraday, que tenía, pensé yo, un aspecto más bien pálido—: quiere publicar sabe Dios qué sobre mí.

—Contraje el rostro al recordar que eso era exactamente lo que yo mismo me había propuesto.

—¿Tan pronto? —pregunté yo, con la sensación de que mi amigo había acudido a mí para que le protegiera.

El señor Morrow me miró con amabilidad a través de los cristales de sus gafas, que parecían los faros eléctricos de un monstruoso barco moderno, y tuve la sensación de que Paraday y yo nos zarandeábamos aterrorizados en su interior. Me di cuenta de que su ímpetu era irresistible.

—Confiaba en ser el primero de la expedición —declaró—. Existe un gran interés lógico por el entorno del señor Paraday.

—No tenía ni la menor idea —replicó Paraday, como si acabaran de comunicarle que roncaba.

—Veo que no ha leído el artículo en The Empire —me dijo el señor Morrow—. ¡Qué interesante! Es un buen comienzo —sonrió.

Había empezado a sacarse los guantes, que eran agresivamente nuevos, y a observar de modo alentador el pequeño jardín. Percibí que me observaba como si fuera parte del «entorno»; yo era un pececito en el estómago de otro mayor.

—Vengo en representación —prosiguió nuestro visitante— de un grupo de periódicos muy influyentes, no menos de treinta y siete, cuyo público, cuyos públicos podría decirse, sienten una simpatía especial por la manera de pensar del señor Paraday. Apreciarían muchísimo cualquier manifestación de sus opiniones sobre su actividad artística, algo que él tan noblemente ejemplifica. Además de mi relación con el grupo que acabo de mencionar, tengo un encargo especial de The Tatler, cuya sección más destacada, «Charlas y chácharas» (de la que me atrevo a decir que han disfrutado a menudo), es seguida con atención. La semana pasada tuve el honor, como representante de The Tatler, de escuchar las confidencias de Guy Walsingham, la brillante autora de Obsesiones. Se mostró completamente encantada por el artículo que se publicó sobre su trabajo. Llegó incluso a proclamar que había hecho su genio más comprensible, incluso para ella.

Neil Paraday se había dejado caer en el banco del jardín y permanecía allí sentado, distante y confuso a la vez. Miraba fijamente un lugar del césped con una ansiedad que, de repente, le había ensombrecido el ánimo. El visitante había interpretado su actitud como una invitación a sentarse en una silla de mimbre que se encontraba a su lado. Cuando el señor Morrow se acomodó en ella, me pareció que había tomado posesión de la misma oficialmente y que no había vuelta atrás. Se oye hablar de gente que tiene la desgracia de que «se les instale alguien en la casa», y eso es lo que nos ocurría. Hubo un momento de silencio, durante el cual parecía que reconocíamos, de la única manera que era posible, la presencia del destino universal. La inmovilidad y el sol no mostraron piedad, y mis pensamientos, igual que seguramente hacían también los de Paraday, llevaron a cabo, en unos instantes, una larga revolución. Vi lo vehemente que debía ser mi respuesta al señor Pinhorn y que, habiendo venido yo, igual que el señor Morrow, a traicionarle, debía permanecer allí el mayor tiempo posible para salvarle. No era porque me echara atrás, ni porque aún resonaran en mis oídos sus últimas palabras, pero le pregunté a nuestro visitante, con pesimismo e improcedencia, si Guy Walsingham era mujer.

—¡Oh, sí!; es solamente un seudónimo. Es bonito, ¿no cree? Y adecuado para una dama que aboga por la liberalidad. «Obsesiones, de la señorita Tal y Tal» parecería un poco extraño, pero los hombres son menos refinados por naturaleza. ¿Ha echado ya una hojeada a Obsesiones? —añadió el señor Morrow, dirigiéndose a Paraday.

Paraday, ausente y distanciado todavía, no respondió; era como si no hubiera oído la pregunta. Al alegre señor Morrow, eso le pareció una forma de conversar tan adecuada como cualquier otra. Con una tranquilidad imperturbable, era un hombre de recursos. Sólo necesitaba estar en el lugar de los hechos. Había anotado mentalmente todo el entorno, mientras Paraday y yo pensábamos en las musarañas, y me imaginé que ya tendría un titular. En cualquier caso, su sistema funcionó, vista la manera en que contesté, para sacar a mi amigo del apuro:

—¡Cielos, no! No lo ha leído —y añadí, sin cautela alguna—: no lee esas cosas.

—Cosas demasiado atrevidas, ¿eh?

No cabía ninguna duda de que yo era un regalo de los dioses para el señor Morrow. Era el momento psicológico adecuado. Lo determinó la aparición de un cuaderno de notas que, sin embargo, mantuvo en un primer momento discretamente oculto, como cuando un dentista que se acerca a su víctima esconde los horribles fórceps.

—El señor Paraday sigue con las buenas normas del decoro. ¡ Ya veo!

Y pensando en los treinta y siete periódicos influyentes, me encontré, como el pobre Paraday, ayudando sin remedio a la promulgación de esta ineptitud.

—No hay ningún otro asunto en el que unas opiniones distinguidas sean más aceptables: el planteamiento más acuciante de Guy Walsingham, sobre la permisibilidad de las cuestiones acerca de una mayor liberalidad. Precisamente relacionado con ello, la próxima semana tengo una cita con Dora Forbes, autor de Al revés, obra de la que todo el mundo habla. ¿Ha leído Al revés, el señor Paraday? —me preguntaba ahora a mí, con franqueza, el señor Morrow. Me ocupé de rechazar tal posibilidad mientras nuestro amigo, aún en silencio, se levantó nervioso y se alejó. El visitante no sólo no prestó atención a su retirada, sino que abrió el cuaderno de notas con un gesto maternal.

—Me parece que Dora Forbes es de la opinión, igual que Guy Walsingham, de que tiene que llegar irremediablemente una mayor liberalidad. Sostiene que hay que aceptarla abiertamente. Naturalmente, el hecho que sea de sexo masculino le hace un testimonio con menos prejuicios. Sin embargo, una declaración del señor Paraday, desde del punto de vista de su sexo, ya me entiende, daría la vuelta al mundo. ¿Mantiene él la opinión de que no tenemos que aceptarlo?

Estaba perplejo. Parecía como si hubiera tres sexos. El lápiz de mi interlocutor esperaba al acecho. Mi responsabilidad era grande. Me quedé sentado mirando fijamente y sólo encontré la presencia de ánimo para preguntar:

—¿Es la señorita Forbes un caballero?

El señor Morrow sonrió con sutileza.

—No puede tratarse de una «señorita». ¡Hay una esposa de por medio!

—Quiero decir: ¿es un hombre?

—¿La esposa?

Por un instante, el señor Morrow estuvo tan confundido como yo. Pero cuando le expliqué que aludía a Dora Forbes, me informó, visiblemente divertido por mi ignorancia, de que se trataba del «nombre de pluma» de un hombre sin lugar a dudas; tenía un gran bigote pelirrojo.

—Sólo asume una personalidad femenina, porque las damas son más populares. Este disfraz despierta mucho interés y tiene muchas probabilidades de ser imitado.

Nuestro anfitrión se reunió de nuevo con nosotros en ese momento y el señor Morrow afirmó, a modo de invitación, que sería un placer tomar nota de cualquier observación que esa tendencia en cuestión, es decir la de las posibilidades de éxito firmando con nombre femenino, suscitara en el señor Paraday. Pero el pobre hombre, sin sentirse aludido, se disculpó, argumentando que, a pesar de que para él era un gran honor el interés de su visitante, no se encontraba muy bien y debía despedirse, para acostarse y descansar. Su joven amigo contestaría por él, aunque esperaba que el señor Morrow no tuviera infundadas esperanzas sobre lo que su compañero pudiera decir. Su joven amigo miró en ese momento a Neil Paraday con ansiedad, temiendo que no fuera a caer enfermo de nuevo. Sin embargo, el rostro amable de Paraday respondió a ese temor desvaneciéndolo, como si dijera, con una mirada perfectamente inteligible: «Oh, no estoy enfermo, tengo miedo: líbrese de él tan discretamente como le sea posible». Esquivar a un periodista era una empresa extraña para un emisario del señor Pinhorn; encontré la idea tan satisfactoria, que le grité cuando se disponía a abandonarnos:

—¡Lea el artículo de The Empire y pronto se encontrará bien!