VII
La joven del comedor tenía un rostro intrépido, el pelo negro, los ojos azules y un libro en el regazo.
—He venido para que me lo firme —dijo, cuando le expliqué que me encargaba de recibir a las visitas si él estaba ocupado—. Llevo media hora esperando, pero si es necesario, estoy dispuesta a esperar todo el día.
No sé si fue eso lo que me dijo que era americana, ya que la propensión a esperar el día entero no es, por lo general, una característica de su nacionalidad. Seguramente, lo deduje no tanto por el espíritu de su afirmación como por la calidad de su sonido. Sea como fuere, advertí que era una persona paciente y que llevaba un vestido muy bonito, así como una expresión que animaba sus bonitas facciones, como una brisa jugando entre las flores. Dejó el libro encima de la mesa y me enseñó un voluminoso álbum, ostentosamente encuadernado y lleno de autógrafos valiosos. El conjunto de notas caligráficamente desvaídas, «pensamientos» todavía más desvaídos, citas, lugares comunes y firmas revelaban una determinación formidable.
—La mayor parte de la gente se lo solicita al señor Paraday por carta, ¿sabe? —dije.
—Sí, pero no contesta. Le he escrito tres veces.
—Muy cierto —reflexioné—; la clase de carta a que se refiere va directamente al fuego.
—¿Cómo sabe a qué tipo me refiero? —mi interlocutora se había ruborizado y sonreía; un instante después, añadió—: ¡no creo que reciba muchas así!
—Estoy seguro de que son cartas bellamente escritas, pero él las quema sin leer.
No agregué que yo le había dicho que debía proceder así.
—¿Y no corre el peligro de quemar cosas importantes?
—Lo correría, si no hubiera hombres distinguidos con un olfato infalible para detectar las tonterías.
—Me miró un momento; su rostro era dulce y alegre.
—¿También quema usted cosas sin haberlas leído? —preguntó.
Respondí asegurándole que si me confiaba su libro de autógrafos, me ocuparía de que el señor Paraday estampara en él el suyo.
Reflexionó unos instantes.
—Eso está muy bien, pero seguiría sin verle.
—¿Tiene grandes deseos de verle?
Resultaba descortés someter a un interrogatorio a una criatura tan encantadora pero, no sé por qué, me tomé mi obligación para con el gran autor con más seriedad que nunca.
—Lo suficiente como para haber venido desde América.
La miré fijamente.
—¿Ha venido sola?
—No creo que eso sea un asunto suyo, pero si la respuesta sirve para hacer más conmovedora mi solicitud, le confesaré que viajo completamente sola. Tenía que venir sola o no venir.
Era una persona interesante. Cabía imaginarse que había perdido a sus padres o a sus protectores naturales; cabía incluso pensar que había heredado algún dinero. La fase por la que entonces atravesaba mi fortuna me hacía ver un gesto de mera ostentación en el hecho de tener un cabriolé esperando en la puerta. Sin embargo, al tratarse de una estratagema de aquella muchacha sensible y audaz, aquello se convertía en algo romántico (en parte de la aureola de romanticismo que la envolvía: su libertad, su cometido, su inocencia). La confiada seguridad de las jóvenes americanas era algo notorio y la convicción de que no cabía imaginar nada más que el impulso generoso por su parte. En aquel momento, preví que, merced a ese impulso, iba a convertirse en peculiar objeto de mi cuidado, de la misma manera que había ocurrido con Neil Paraday. Sería otra persona de la que tendría que ocuparme y mi honor quedaría comprometido a guiarla correctamente. Después, todo lo vi con más claridad. En aquel instante, me sentí lo suficientemente escéptico como para hacerle la observación, mientras pasaba las páginas de su volumen, cuya red había atrapado ya a muchos peces gordos. Parecía haber tenido acceso fructífero a los grandes de la tierra. Había, además, personas cuyas firmas presumiblemente habría logrado sin mediar una entrevista personal. Era imposible que hubiera importunado a George Washington, Friedrich Schiller y Hannah More. Respondió a este argumento, para sorpresa mía, prescindiendo del álbum sin el menor reparo. Ni siquiera era suyo. Nada tenía que ver ella con la obtención de esos tesoros. Pertenecía a una amiga de su país, una joven que vivía en una ciudad del Oeste. Dicha joven insistió en que se lo trajera para conseguir más autógrafos: pensaba que tal vez en Europa les gustara ver al lado de quien se hallarían. La amiga, la ciudad del Oeste, los nombres inmortales, aquel curioso cometido, su fe idílica, todo ello constituía para mí una historia tan extraña y seductora como un cuento de las Mil y una noches. Fue así como llegó a manos de mi informadora aquel pesado tomo, pero se apresuró a asegurarme que era la primera vez que lo sacaba. Con respecto a su visita al señor Paraday, el álbum era un mero pretexto. En realidad, le importaba un bledo que él escribiera allí su nombre; lo que ella quería era verle cara a cara.
Vacilé un momento y pregunté:
—Y ¿por qué quiere verle?
—¡Por el amor que me hace sentir! —y, antes de que me diera tiempo a recuperarme de la agitación que en mí causaron aquellas palabras, mi acompañante prosiguió—: ¿Es que usted no ha sentido jamás deseos de contemplar el rostro de una persona?
—¿Cómo iba a decirle tan pronto lo mucho que agradecía la oportunidad de contemplar el suyo? Tan sólo podía convenir de un modo genérico que eran lógicos tales anhelos y que a veces se cumplían. Me daba cuenta de que en aquel momento crítico necesitaba toda mi lucidez, toda mi sabiduría.
—Oh, sí, me gusta estudiar las fisonomías —y, a continuación, regresé a un aspecto anterior de la conversación—: ¿quiere decir que le apasionan los libros del señor Paraday?
—Para mí, lo han sido todo; más, incluso. Me los sé de memoria. Se han adueñado enteramente de mi ser. No hay ningún otro autor que me haga sentir lo mismo que Neil Paraday.
—Entonces, permítame que le diga —repliqué— que se cuenta usted entre quienes están en lo cierto.
—¿Entre los entusiastas? ¡Naturalmente que sí!
—No, hay entusiastas que están totalmente equivocados. Me refiero a que usted es de esas personas a quienes se les puede hacer un ruego.
—¿Un ruego?
El rostro se le iluminó como si se le brindara la ocasión de hacer un gran sacrificio. Si estaba dispuesta a ello, lo tenía muy a mano y enseguida le indiqué cómo:
—Renuncie al desconsiderado propósito de verle. Váyase sin haberlo hecho. Eso será mucho mejor.
Pareció desorientada y, a continuación, palideció ostensiblemente.
—¿Por qué? ¿Es que carece de encanto personal?
Franqueza tan luminosa convertía a la muchacha en un ser terrible y risible.
—«Personal». ¡Ah, qué palabra tan espantosa! —exclamé—. Nos está matando y llegan ustedes, las mujeres, y la mencionan dándole un efecto mortífero. Cuando se encuentre con un genio de la talla de nuestro ídolo, líbrele del enojoso deber de ser también una personalidad. Conózcalo sólo por lo mejor que haya en él y en virtud de tan noble contenido; exímalo de todo lo demás.
La joven siguió mirándome confundida y con desconfianza. El resultado de su reflexión sobre lo que acababa de decirle fue un súbito estallido:
—¡Oiga, señor! ¿Qué le ocurre a Neil Paraday?
—Lo que sucede es que si no tiene cuidado, la gente le arrebatará buena parte de su vida.
Ella recapacitó un momento.
—¿No estará desfigurado?
—¡No!
—¿Se refiere usted a que los compromisos sociales interfieren en sus ocupaciones?
—Eso sólo refleja pálidamente la realidad.
—¿De modo que no puede entregarse a su maravillosa imaginación?
—Le importunan, le molestan, le abruman bajo el pretexto de aplaudirle. La gente cuenta con que les dé su tiempo, su precioso tiempo, y ellos, a su vez, no pagarían ni cinco chelines por un libro suyo.
—¿Cinco? ¡Yo daría cinco mil!
—Ofrézcale su comprensión, su renuncia. Las dos terceras partes de quienes se le acercan lo hacen sólo para pavonearse de ello.
—¡Vaya, qué lástima! —exclamó la muchacha, con expresión angelical—. ¡Es la primera vez en mi vida que me llaman desconsiderada! —rió.
Aproveché la ventaja.
—Ahora, está con él una señora que le ocasiona complicaciones tremendas y estoy seguro de que no ha leído ni diez páginas escritas por él.
La visitante abrió desmesuradamente los ojos, exponiendo mayor ternura aún.
—Entonces, ¿ella habla...?
—Sin parar. La menciono sólo como un caso aislado. ¿Quiere saber cómo puede mostrarse considerada en grado superlativo? Limítese a evitarle.
—¿Evitarle? —se lamentó sin aspavientos.
—No le obligue a que la tenga en cuenta, admírele en silencio, hónrele desde lejos y aduéñese de su mensaje en secreto. ¿Quiere saber —proseguí, entusiasmándome con mi idea— cómo puede rendirle un homenaje auténticamente sublime? —-y, como ella seguía pendiente de mis palabras, añadí—: ¡Hágase el propósito de no verle nunca jamás y cúmplalo!
—¿Nunca jamás? —musitó patéticamente.
—Cuanto más se adentre en sus escritos, menos querrá verlo. Se sentirá inmensamente reconfortada cuando piense en el bien que le hace.
Me miró sin resentimiento ni rencor y, a la verdad que le expuse, la observó con sinceridad, credulidad y pena. Más tarde, me alegré al recordar que debió ver en mi rostro el vivo interés que me tomaba por ella.
—Creo que sé a lo que se refiere.
—Bueno, yo lo expreso mal, pero me encantaría que me permitiera ir a verla... para explicárselo mejor.
A esto, no respondió. Su mirada pensativa se situó en el grueso álbum, sobre el que enseguida puso las manos, como si fuera a llevárselo.
—Allá, en el Oeste, yo les decía muchas veces a mis conocidos que más valdría que escribieran un poco menos para pedir autógrafos (a todos los grandes poetas, ya me entiende) y que estudiaran un poco más los pensamientos y el estilo.
—Y ¿qué les importa el pensamiento y el estilo? Ni siquiera la entendían a usted. Yo mismo no estoy seguro de entenderla —añadí— y tal vez tampoco usted comprenda nada de lo que le digo.
La muchacha se había puesto en pie y se disponía a irse y, aunque yo quería que no viera a Neil Paraday, también deseaba, incongruentemente, que siguiera en la casa. De cualquier modo, quedaba lejos de mi ánimo el deseo de apremiarla para que se fuera. Puesto que la señora Weeks Wimbush seguía arriba, ocupada en salvar a nuestro amigo a su manera, le pedí a la joven que me permitiera relatarle brevemente, para ilustrar mi punto de vista, el nimio incidente de mi llegada al campo, con ánimo de desempeñar un cometido profano y cómo, una vez en él, la intención adquirió un carácter sagrado. Nuevamente se sentó a escuchar, mostrando un profundo interés por la anécdota. Después, pensó en ello con gravedad y exclamó con su curiosa entonación:
—¡Sí, pero el caso es que usted le ve!
Hube de admitir que así era; no estaba preparado para ofrecer un atenuante todo lo eficaz que hubiera podido desear. Sin embargo, ella alivió finalmente la situación, con el encanto de su peculiar acento, diciendo:
—¡En fin, tampoco me gustaría que estuviera solo!
—Esta vez, se levantó decidida a irse, pero la convencí de que me dejara quedarme con el álbum, para enseñárselo al señor Paraday. Le aseguré que iría personalmente a devolvérselo.
—¡Bueno, encontrará la dirección en un papel que hay dentro! —dijo, suspirando con resignación ante la puerta.