VIII

Me ruboriza confesarlo, pero aquel mismo día invité al señor Paraday a que transcribiera en el álbum uno de sus fragmentos más característicos. Le referí cómo me había librado de la extraña muchacha que lo había traído (tenía una apellido ominoso: señorita Hurter, es decir, señorita «que hace daño», y vivía en un hotel). Me mostré enteramente de acuerdo con él, en cuanto a la conveniencia de deshacernos del libro con idéntica prontitud. Por esta razón, lo llevé a la calle Albermarle a la mañana siguiente. No encontré a la señorita Hurter, pero más tarde me escribió una nota y acudí a verla. En la misma, me decía que ardía en deseos de tener noticias de Neil Paraday. Puedo dejar brevemente constancia de que volví en repetidas ocasiones para transmitirle la información que deseaba. Se había tomado muy seriamente mi idea de cuál era la mejor manera de rendirle homenaje a Paraday y, cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía. La señorita Hurter había terminado asumiendo esa idea con una generosidad arrebatada. Tenía verdaderos deseos de hacer algo sublime por el escritor. Aunque yo me daba perfecta cuenta de lo difícil que era dar un paso así, ella agradecía el hecho de que mis visitas la tuvieran al corriente. Me sentía obligado a mantenerla informada y no descuidaba nada que contribuyera a cumplirlo. Fanny Hurter acabó por tener una idea tan escrupulosa de lo que significaba la independencia de nuestro amado escritor como la que tenía el propio Paraday. «Léale, léale», le repetía yo constantemente. Buscándole en sus obras, acabó convencida de que, como yo le aseguraba, ése era el sistema, según expresión suya, para abrirle los ojos.

Cuando yo encontraba tiempo, lo leíamos juntos y nuestra conversación servía de alimento al sacrificio de aquella criatura generosa. Yo le hablaba de una veintena de mujeres egoístas y en ella se encendía una ira que realzaba su hermosura. Inmediatamente después de mi primera visita, llegó su hermana de París, la señora Milsom, y las dos damas iniciaron la presentación, como ellas decían, de sus cartas. Agradecí a los astros que ninguna le fuera «presentada» al señor Paraday. Recibían invitaciones y salían a cenar y, en alguna de aquellas ocasiones, Fanny Hurter pudo dar fe de su coherencia y de su conmovedora fidelidad al propósito que se había hecho. Nada le habría inducido entonces a dirigir una mirada hacia el sujeto de su admiración. Una vez, al oír que anunciaban el nombre de Paraday en una fiesta, salió de inmediato de la habitación en que se hallaba por otra puerta y abandonó aquella casa al instante. En otra ocasión, estando yo en la ópera con las dos hermanas —la señora Milsom me había invitado al palco que tenían—, intenté mostrarle a Fanny quién era Paraday, que se hallaba en la platea, en vista de lo cual le pidió a su hermana que le cambiara el sitio. Mientras esta segunda dama devoraba al gran hombre sirviéndose de unos poderosos gemelos, ella se pasó el resto de la velada ofreciéndole a la sala su esbelta espalda. Atormentándola con ternura, la insté a que cogiera los prismáticos, comentándole lo asombrosamente cercana que se veía la noble cabeza de nuestro amigo. A modo de respuesta, se limitó a mirarme, guardando un silencio acusador y dejándome ver que había lágrimas en sus ojos. Puedo decir que aquellas gotas caídas de sus ojos produjeron en mí un efecto que aún perdura. Hubo un momento en el que me sentí en la obligación de hablarle a Neil Paraday de aquellas lágrimas, pero me disuadió el pensar que había otras cuestiones de mayor relevancia para su felicidad.

Lo cierto es que, al final de la temporada, dichas cuestiones quedaron reducidas a una sola: recrear, en la medida de lo posible, las condiciones que se daban cuando Paraday produjo lo mejor de su obra. Jamás podrían volver a darse todas aquellas condiciones, pues había un elemento nuevo que tenía gran importancia. Quizá no sería imposible reproducir algunas. Por encima de todo, lo que yo deseaba era verle trabajar en el asunto que tan admirablemente había tratado, en el bosquejo que me leyó cuando nos conocimos. Algo me decía que no estaríamos seguros, a menos que él obrara así antes de que el nuevo factor, como solíamos decir en la oficina del señor Pinhorn, le diera al problema un giro imprevisible. Sólo me tranquilizaba a medias el hecho de que el borrador era lo suficientemente copioso y elocuente como para que, en el peor de los casos, saliera de allí un libro breve pero completo, un pequeño volumen que se convertiría en objeto de adoración para los fieles del escritor. Pude prever cómo no habrían de faltar críticos que sostuvieran que el planteamiento de la obra era superior al tratamiento. No obstante, mi impaciencia para que aquello tomara forma aumentaba sin cesar en cada nueva interrupción. Al llegar a la ciudad, Paraday empezó a posar para que un pintor joven le hiciera un retrato. El artista, el señor Rumble, jugaba (otra de las expresiones que utilizábamos en la oficina del señor Pinhorn) a subirse a los hombros de las celebridades antes que nadie. El estudio del pintor era un circo en el que el famoso de turno, y más aún si era mujer, saltaba a través de los aros de aquellos bastidores tan vistosos, casi con la misma velocidad eléctrica con que saltaban sus nombres a los números extraordinarios de los periódicos y a los telegramas. Rumble hacía aparición en su espectáculo haciendo cabriolas a lomos de ellos. Era un periodista del lienzo, un Van Dyck puesto al día. Transcurrió un año clamoroso en el que la señora Bounder y la señorita Braby, Guy Walsingham y Dora Forbes, proclamaron a coro, desde los muros donde colgaban juntos sus retratos, que no existía nadie que aventajara a Rumble.

Enseguida atrapó a Paraday, que aceptó con su característico buen humor la insinuación confidencial de Rumble, según la cual aparecer en su espectáculo era menos consecuencia que causa de inmortalidad. Desde la señora Wimbush hasta el personaje menos significativo, alguien que vino para preguntarle cuáles eran sus doce platos favoritos, siempre se daba ingenuamente por supuesto que a Paraday le encantaría la repercusión que sus palabras iban a tener. En algunos momentos, pensé que tal vez me hubiera resultado posible tener más paciencia con aquella gente, si no se hubieran mostrado todos fatalmente benévolos. Sea como fuere, empecé a odiar el cuadro del señor Rumble y mi resentimiento contenido estuvo a punto de estallar cuando, más adelante, descubrí que la señora Wimbush había introducido a mi amigo en la boca de otro cañón. Un joven artista por quien ella se sentía sumamente interesada y que nada tenía que ver con el señor Rumble se disponía a mostrarle al pobre Paraday lo lejos que era capaz de lanzarle. A cambio, naturalmente, el pobre Paraday, tenía que escribir en alguna parte algo sobre el joven artista. La señora Wimbush manejaba a sus víctimas, haciendo gala de una habilidad admirable, engarzándolas de modo que se dieran impulso unas a otras. Su teatro de operaciones era una máquina gigantesca, en la que tanto los engranajes mayores como los más diminutos giraban accionados por el mismo mecanismo. Tuve una escena con ella en la que intenté explicarle que la misión de un hombre como Paraday consistía en ejercer su genio y no en servir de motivo pictórico para carteles publicitarios. Tal vez, las personas que más me irritaban eran los directores de revistas, que habían ideado lo que ellos llamaban innovaciones, y que sabían muy bien que, de todas ellas, la más novedosa sería la de poner a Paraday al servicio de sus intereses, logrando que contribuyera con sus opiniones sobre temas vitales y que tomara parte en los cotilleos periodísticos sobre el futuro de la prosa literaria. Estaba seguro de que antes de finalizar nuestra relación, me habrían sido dados a conocer prácticamente todos los registros de aquella jerga que me enfermaba. Entretanto, había otra cosa de la que aún estaba más seguro, y era de mi animosidad hacia las damas bulliciosas a las que él les llevaba el agua con que regaban sus parterres sociales.

—Contra la señora Wimbush, disputé una batalla con motivo del artista objeto de su protección y otra por una cierta semana que, al parecer, el señor Paraday había aceptado pasar con ella en el campo, a finales de julio. Protesté por aquella visita. Indiqué que no se encontraba lo suficientemente bien como para recibir una hospitalidad sin ciertos matices, como para recibir muestras de afecto exentas de imaginación; imploré para él la posibilidad de emplear aquel tiempo en reponer sus fuerzas. Sobre él se cernía un mes de agosto impregnado de una atmósfera asfixiante, cargado de promesas y fiestas onerosas, y un descanso le haría mucho bien. Paraday no quiso decirme que se encontraba de nuevo enfermo, que había recibido un aviso, pero tampoco hacía falta que lo hiciera; su reticencia me pareció el peor síntoma de todos. Lo único que me dijo fue que para restablecerse le vendría bien hacer algo distinto. Cualquier cambio serviría, siempre que fuera algo tranquilo. Así quedaría todo descartado, exceptuando lo que a él le importaba. Mucho me temo que habré presentado a mi amigo como mártir de una causa insignificante, si no explico que se daba con mucha más generosidad de lo que yo lo entregaba. Casi siempre que hablaba de su extraño sino, lo hacía como si se tratara de algo cómico: la tragedia sólo existía según el cristal con que yo le observaba. Él veía los inconvenientes y, sobre todo, lo mucho a lo que renunciaba, pero, ¿cómo hubieran podido sonarle a él las campanas que saludaban su aparición con tañidos meramente elegíacos? La sagacidad y los celos eran cosa mía; él se quedaba con impresiones y anécdotas. Desde luego, en relación con la señora Wimbush, salí derrotado de mis encuentros, pues: ¿no era el estado de salud del señor Paraday la única razón por la que iría a verla a Prestidge? ¿No iba a ser precisamente en Prestidge donde iban a prestarle suma atención? ¿No iba a venir la querida princesa para ayudar a mimarlo? La querida princesa, que estaba de visita en Inglaterra, pertenecía a una insigne casa extranjera y, metida en su jaula de oro, con un séquito de personas encargadas de su cuidado y protección, era el espécimen más caro que había en la colección de aquella buena dama. No creo que su augusta presencia guardara relación con el hecho de que Paraday consintiera en ir, pero no es imposible que utilizaran al escritor como cebo para la ilustre extranjera. La señora Wimbush afirmó que se había elegido a las personas que acudirían pensando en él y que todo el mundo contaba con ello. La querida princesa más que nadie. Si se lo permitía su salud, él les leería algo reciente y, ante tal perspectiva, la princesa se decidió a ir. Así era la devoción que le inspiraban los genios, así de acostumbrada estaba a tratarlos y así de bien los comprendía. Era la mayor admiradora del señor Paraday; devoraba todo lo que escribía. Y, además, él leía en voz alta como los ángeles. La señora Wimbush me recordó que le había concedido repetidas veces el privilegio de escucharle.

La miré un momento.

—¿Qué le ha leído? —pregunté con crudeza.

Ella me sostuvo la mirada durante un instante, vaciló y se ruborizó durante una fracción de segundo.

—¡Oh, muchas cosas!

Me pregunté si se trataba de un recuerdo imperfecto o de una mentira perfecta y ella entendió muy bien mi comentario mudo sobre su manera de percibir aquello. Claro que si le resultaba posible olvidar la sublimidad de Neil Paraday, le era igualmente posible olvidar mi rudeza; así que, tres días después me enviaba un telegrama  invitándome a formar parte del grupo que se reuniría en Prestidge. En esa ocasión, sí que hubiera tenido motivos para inventar una historia sobre todo aquello a lo que yo había renunciado para estar cerca del maestro. Desde aquella elegante residencia, dirigí varias cartas a una joven de Londres, una chica de cuyo lado partí, lo confieso, de mala gana y por quien, a fin de que ella pudiera seguir cumpliendo con su propósito de renuncia, mi partida se hacía necesaria. A la deuda de gratitud que ya tengo contraída con ella por otros motivos, se ha de añadir el que me permita transcribir algunos pasajes de mis cartas, en los que se relata aquella estancia odiosa.