IX
«Supongo que debería disfrutar de lo que está pasando aquí —escribí—, pero sin embargo no me divierte. Por el contrario, el pesimismo se apodera de mí y a él se agrega un profundo cinismo. Siento que arden en mi propia carne los clavos de bronce del arnés social de Neil Paraday. La casa está llena de personas que dicen quererlo muchísimo, y con quienes su habilidad para decir tonterías tiene un éxito prodigioso. Yo mismo me deleito con esas tonterías y, sin embargo, ¿por qué me esfuerzo ante la torpe satisfacción de esta gente feliz? ¡Misterios del corazón humano..., abismos del espíritu crítico! La señora Wimbush cree que ella puede contestar a esta pregunta y, como mi falta de alegría ha acabado por agotar su paciencia, me ha dejado entrever algunas de sus astutas suposiciones. Estoy indignado con el egoísmo de la amiga insincera; quiero monopolizar a Paraday para que me dé el empujón necesario. Mi intimidad con él constituye mi triunfo; me da una importancia a la cual no podría naturalmente aspirar, y trato, además, de privarlo de sus distracciones sociales porque temo que, al encontrarse con gente menos interesada, comprenda por fin mis verdaderas intenciones. Todas las gentes desinteresadas que hay aquí son sus admiradores particulares, y han sido cuidadosamente escogidos como tales. Se supone que en la casa hay un ejemplar del último libro de Paraday, y en el vestíbulo me encuentro con damas que se inclinan graciosamente sobre el primer tomo. Aparto los ojos con discreción y, cuando vuelvo a mirarlas, ya lo han remplazado por el libro de la vida. Ya hay un círculo de conversadores o una pareja en actitud confidencial, y el renunciado volumen yace abierto con las páginas vueltas contra la mesa, como si se hubiera interrumpido súbitamente su lectura. En aquel momento alguien lo descubre y lo lleva, con aspecto de momentánea desolación, hacia otro mueble. Durante el día entero, todo el mundo pregunta a todo el mundo por el libro, y todos dicen a todos en dónde lo pusieron por última vez. Estoy seguro de que está bastante manoseado hasta la página veinte. También tengo la fuerte impresión de que el segundo tomo se ha perdido, que se lo metió en la maleta de algún huésped que ya se marchó; y sin embargo todos tienen la idea de que alguien lo ha leído hasta el final. Ya ve usted que el hermoso libro desempeña una función muy importante en nuestra existencia. ¿Por qué habría de aprovechar la ocasión de tan distinguidos honores para decir que comienzo a comprender mejor el triste dicho de Gustave Flaubert acerca del odio a la literatura? Lo remito a usted nuevamente a la perversa constitución del hombre.
»La princesa es una mujer corpulenta que posee el físico de un atleta y la confusión de lengua propia de un valet de place. Merced a sus esfuerzos, logra expresarse de un modo extraordinariamente limitado en muchísimos idiomas. Se ocupan de ella y le dan conversación grupos de personas que se van relevando, como si se tratara de una institución que va pasando de una generación a otra o de un gran edificio que, tras haber sido confiscado, sólo se entrega previa satisfacción de determinadas condiciones. Así como le será dado ostentar su propia corona, cuando a su marido le llegue el momento de la sucesión, carece de gustos propios. Sus opiniones sobre cualquier asunto son insulsas, sin relieve, vulgares. Seguramente, las concibió en la noche de los tiempos, buscando que le durasen para poder repetirlas cuantas veces fuera necesario. Cuando se me permite escucharlas, me da la sensación de que tendría que pagar una tarifa por ello. Le han enseñado cuánto es posible enseñar en este mundo y no ha comprendido nada. Los ecos de su educación resuenan espantosamente como pasos precipitados —me refiero a cuando hace un comentario intrascendente— en el frío Walhalla de su memoria. La señora Wimbush se deleita con su ingenio y dice que no hay nada más encantador que oír cómo el señor Paraday estimula a la princesa a ejercerlo. Se le ha encomendado tal misión con carácter perpetuo y nuestro amigo me dice que tiene sobre él un efecto singularmente agotador. Al cabo de dos días, todo el mundo comienza a esquivarla y la señora Wimbush empuja una y otra vez a Paraday para que siga en la brecha. Ninguno de los usos que he visto asignarle hasta el momento me irrita tanto como éste. Tiene aspecto de estar rendido y por fin me ha confesado que su condición le hace sentirse molesto. Incluso ha llegado a prometerme que se irá directamente a su casa, sin atender los últimos compromisos que le quedan pendientes en la ciudad. Anoche, le sugerí que se fuera hoy, interrumpiendo bruscamente su visita; así de convencido estoy de que se encontrará mejor en cuanto se encierre en su torre. Me contestó que eso es lo que le gustaría hacer, recordándome, no obstante, que la primera enseñanza que ha extraído de su celebridad es precisamente que no puede hacer lo que quiere. La señora Wimbush no le perdonaría jamás que se marchara, si antes no hubiera recibido la princesa todas las atenciones debidas. Cuando le digo que una ruptura violenta con nuestra anfitriona sería lo mejor que podría pasarle, me da a entender que, si bien su razón acepta tal perspectiva, su coraje se retrae pesaroso. No guarda en secreto que la señora Wimbush le inspira un miedo atroz y cuando le pregunto qué daño puede hacerle que no le haya hecho ya, se limita a repetir que tiene miedo. Anoche, me dijo: —No indague demasiado, basta con que crea que siento una especie de terror. ¡Es extraño, siendo como es una mujer tan amable! En cualquier caso, preferiría que se me rompiera esa pieza de Sevres de valor incalculable a decirle que debo marcharme anticipadamente—. Son unos argumentos muy endebles pero algo de razón tiene y, además, paga el precio de su imaginación, que le permite ponerse —algo que yo odiaría— en el lugar de los demás y le hace experimentar, incluso a su pesar, los sentimientos, apetitos y motivaciones ajenas. Actúa contra sí mismo, cuando pone en marcha su imaginación. ¡Qué pena que tenga tanta! Además, tiene una inteligencia desmesurada. Por añadidura, aún sigue pendiente la famosa lectura, que va a retrasarse un día para que Guy Walsingham esté presente. Al parecer, esta eminente dama se aloja en una casa situada a bastantes kilómetros de distancia, lo cual, por descontado, significa que la señora Wimbush la ha obligado a venir. Llegará en un par de días. La señora Wimbush quiere que escuche cómo lee el señor Paraday.
»Hoy es un día frío y húmedo, y varios de los aquí reunidos, invitados del duque, han partido en carruajes para almorzar en Bigwood. Vi cómo el pobre Paraday cumpliendo órdenes, se embutía en el pequeño asiento supletorio de una berlina, en cuyo interior ya estaban instaladas la princesa y nuestra anfitriona. Si no abren el cristal delantero, que queda a su espalda, tal vez nuestro buen amigo consiga sobrevivir. Tengo entendido que Bigwood es un lugar formidable y glacial, donde todo es mármol y protocolo. Le deseo que salga bien parado de esta aventura. No encuentro palabras para decirle lo mucho que brilla la actitud que usted mantiene hacia nuestro escritor, en contraste con todo esto. Jamás me sentiré a gusto hablando con esta gente sobre Paraday, pero no sabe el bien que me hace hacerlo con usted por escrito. Es agradable, me transmite calor y, en esta casa, las chimeneas no están encendidas. La señora Wimbush se rige por el calendario; la temperatura, por las variaciones climáticas; éstas, sabe Dios por qué, y la princesa se acalora con facilidad. Nada me proporciona calor si no es mi acritud, así que he salido a dar un paseo acompañado del paraguas para reactivar la circulación. Cuando llegué, hace una hora, me encontré a lady Augusta Minch registrando el recibidor. Al preguntarle por lo que buscaba, me dijo que se le había extraviado algo que le había prestado el señor Paraday. Al momento, verifiqué que el artículo en cuestión era un manuscrito y tengo el presentimiento de que se trata del noble borrador que me leyó hace seis semanas. Al manifestarle la sorpresa que me causaba el que se hubiera descuidado con algo tan precioso —sé que sólo tiene esa copia, con la caligrafía más hermosa del mundo—, lady Augusta me confesó que no se lo había dado él personalmente, sino la señora Wimbush, pues deseaba que su amiga le echara un vistazo como compensación, va que no podía quedarse a escuchar su lectura.
»—¿Se trata del texto que va a leer cuando llegue Guy Walsingham? —le pregunté.
»—En estos momentos, no esperan a Guy Walsingham, sino a Dora Forbes —contestó lady Augusta—. Creo que llegará mañana temprano. En cuanto a él, la señora Wimbush ya ha dado con su paradero y se está ocupando de avisarle por telegrama. Dice que él también tiene que estar presente en la lectura.
»—Usted me desconcierta un poco —repuse—; vivimos en una época en la que uno se pierde con el género de los pronombres. Lo que está claro es que la señora Wimbush no cuida ese tesoro con todo el celo que debiera.
»—¡Pobrecilla, tiene que cuidar a la princesa! El señor Paraday le prestó el manuscrito para que le echara un vistazo.
»—¿Se lo dijo como si se tratara del periódico de la mañana?
«Lady Augusta se me quedó mirando fijamente, sin captar mi ironía.
»—A ella no le daba tiempo y, por eso, me brindó la ocasión de que lo leyera yo primero, ya que desafortunadamente mañana me voy a Bigwood.
»—Y usted ha aprovechado la ocasión para extraviarlo.
»—No lo he perdido. Ahora me acuerdo. ¡Qué estúpida he sido olvidándome! Le dije a mi doncella que se lo diera a lord Dorimont o, al menos, a su criado.
»—Y lord Dorimont se ha ido inmediatamente después del almuerzo.
»—Pero, naturalmente, se lo devolvió a mi doncella. Si no fue él, lo hizo su criado —dijo lady Augusta—. Seguro que no ha ocurrido nada.
»La conciencia de estas gentes es como el mar en verano. No tienen tiempo para dar un vistazo a un texto de valor incalculable, sólo lo tienen para pasearlo por la casa. Sugerí la posibilidad de que el criado, con un noble afán de emulación, se hubiera quedado la obra para leerla. Entonces, milady quiso saber si, en caso de que no apareciera a tiempo para la sesión programada, no dispondría el autor de algo para leer que pudiera servir igual de bien. ¡Qué preguntas tan deliciosas formulan! Le indiqué lacónicamente a lady Augusta que no hay nada en el mundo que sirva igual de bien que lo que no se puede superar. Ante esto, pareció sentirse un poco confundida y asustada. Añadí que si se había perdido el manuscrito, nuestro pequeño círculo se ahorraría un esfuerzo de atención. La obra en cuestión era muy larga y los retendría unas tres horas.
»—¡Tres horas! ¡Oh, la princesa abandonará antes del final! —exclamó lady Augusta.
»—Creía que era la mayor admiradora del señor Paraday.
»—Me atrevería a decir que así es. Es tan inteligente. Pero, ¿de qué le sirve ser princesa...?
»—¿... si no se le ofrece la posibilidad de ocultar la admiración que siente? —intercedí, en vista de la vaguedad de lady Augusta.
»De todos modos, me dijo que se lo preguntaría a su doncella. —Confío en que cuando baje a cenar, el manuscrito haya sido recuperado.