Capítulo 12
LA mañana siguiente encontró a Nick sentado en una amplia mesa de tablones en la pequeña estancia situada bajo la escalera, en la que se ocupaba de los asuntos relacionados con Hartmoore. Había pasado lo que quedaba de la noche anterior con Simone, acomodándola en su habitación, y a excepción de los extraños momentos vividos tras la entusiasta entrada de Didier en el gran salón de Hartmoore, había sido una vuelta a casa de lo más relajada.
Nick tenía la impresión de que su esposa contaba con dos personalidades muy diferentes; abierta y cariñosa cuando mostraba su ternura, pero reservada y a la defensiva cuando se mencionaban los actos de Didier o de Nick. Sin duda su vida adquiriría una semblanza de normalidad tras la llegada de la vieja curandera, Minerva, y cuando se librara de todos aquellos malditos invitados que invadían su casa. ¿En qué estaba pensando su madre cuando invitó al malnacido de Bartholomew? Nick sonrió para sus adentros cuando recordó las travesuras en las que Didier había convertido en víctima al hombre.
Era todo un granuja, sin duda.
Ahora, una corriente fluida de trabajadores y supervisores entraba y salía de la estancia, presionando a Nick para que tomara decisiones o informándole sobre el estado de las numerosas industrias de Hartmoore durante su reciente ausencia. Las cosechas habían crecido y se habían recolectado, y hacía falta que se construyera otro granero; varias ovejas se habían perdido por culpa de los ataques de los lobos sobre un rebaño que había estado poco vigilado. El administrador había registrado en el libro un nacimiento, la muerte de dos ancianos y un compromiso matrimonial, y a mediodía, Nick ya estaba cansado de informes y tareas pesadas. Su mente se dirigió una vez más hacia aquella belleza de cabello oscuro con la que se había casado, mientras Randall seguía con su cantinela sobre las reparaciones de la armería.
Nick había dejado a Simone a primera hora de la mañana en sus aposentos comunes, vestida con una bonita túnica rosa y rodeada por los preciados montoncitos que formaban los diarios de su madre. Cuando salió de la habitación seguido de la pluma de Didier, que no dejaba de moverse, Nick sintió deseos de arrancarla de aquellas páginas polvorientas y llevarla a galopar por la campiña. Aunque resultara algo adolescente, Nicholas sentía la necesidad de hacer cosas que Simone le había contado que compartía con Charles Beauville… quería borrar cualquier recuerdo de aquel hombre de la mente de su esposa, reemplazarlo con su propia presencia.
Sin embargo, aquel día debía galopar por sus tierras sin ella para llegar hasta Obny, un viaje que no le apetecía, para conocer de primera mano cómo había sido la escaramuza galesa sin consecuencias que había sufrido el castillo de Handaar. Había descuidado sus obligaciones durante demasiado tiempo y se sentía avergonzado. Evelyn se había ido; eso no cambiaría. Nicholas estaba ahora casado, y ya iba siendo hora de que renovara su promesa de proteger y servir al mejor amigo de su padre. Y además, con Bartholomew alojado en Hartmoore, a Nicholas le resultó imposible no escuchar los rumores que insinuaban la razón de por qué Handaar no había respondido a la invitación al banquete de bodas.
—Y por tanto, milord, en primavera podríamos tener ya los nuevos atuendos, fabricados con los últimos tejidos —dijo Randall dando por terminada su extensa conferencia sobre las cotas de malla y acariciando una muestra de la nueva armadura. Se sentó frente a Nicholas en la amplia mesa, lanzándole una mirada de advertencia al sombrío administrador—. El coste sin duda se medirá por la cantidad de vidas salvadas.
Nick se reclinó en la silla con un suspiro y dejó caer la cabeza hacia atrás para aliviar la tensión del cuello.
—Muy bien, Randall, ya has expuesto tu postura. ¿Tú qué opinas, administrador?
El hombre enjuto torció el gesto y bajó la vista hacia su libro, rozando prácticamente las hojas con la nariz.
—No lo se, señor —murmuró—. Me parece una suma muy elevada para armamento nuevo cuando todavía tenemos…
Randall se puso de pie bruscamente, empujando la silla hacia atrás.
—¿Qué sabes tú del atuendo adecuado para la batalla, escribano sin carácter? ¡Son mis hombres los que luchan para mantener esta fortaleza a salvo, y se merecen la mejor protección!
El administrador se incorporó y aspiró el aire por la nariz con gesto despectivo mirando hacia Randall.
—Y mi deber es manejar las cuentas del señor. Si no fuera por mí, tus gastos seguramente…
—Me fabricaré unas alforjas con tu trasero, eres un…
—¡Basta! —La orden de Nick acabó con la discusión antes de que su muy capaz administrador sufriera un ataque físico—. Randall, tus hombres tendrán nuevo equipamiento, pero sólo la mitad de ellos. Proporciónaselo a los arqueros de la primera línea y envía las cotas de mallas que estén en peor estado a los aprendices.
Nick sacudió la cabeza al observar las petulantes sonrisas en el rostro del administrador y en el de su hombre de confianza. Al parecer, ambos se sentían victoriosos ante su decisión.
Randall colocó su silla, que estaba volcada.
—Gracias, lord Nicholas.
—Sí, señor —lo siguió el administrador—. Si esto es todo, partiré hacia el molino. —Se inclinó en dirección a Nick y se escabullo de la habitación, cruzándose con Genevieve en el umbral—. Buenos días, milady.
—Buenos días, administrador —respondió ella. Genevieve entró en la estancia, y Nick se dio cuenta al instante de que tenía entre las manos unos trozos de pergamino enrollados. Gruñó para sus adentros.
—Buenos días, Nick, querido. Randall —se acercó a la mesa con naturalidad—. ¿Tienes un momento para hablar de asuntos de negocios con tu madre?
Nick volvió a clavar la vista de nuevo en las cartas que llevaba. Supo por la reveladora cruz incrustada en el sello de cera que las cartas eran más noticias de Evelyn, y de pronto Nick sintió que se moría por una bota de vino, una jarra de cerveza…
Un duro golpe en la cabeza.
—Por supuesto que tengo tiempo para ti, madre —dijo mientras se le ocurría una idea—. De hecho, necesito eso que traes.
Randall se aclaró la garganta.
—Os dejaré a solas, milord.
—Espera, Randall —dijo Nick quitándole las cartas a Genevieve, que lo miraba con los ojos abiertos de par en par—. También necesito tu ayuda.
Nicholas se acercó al pequeño baúl colocado en una esquina detrás de la mesa y se arrodilló para abrir el cierre que mantenía la tapa cerrada. Dentro del minúsculo baúl había pilas de pergaminos idénticos a los dos pliegos cuadrados que él sujetaba ahora. Nick arrojó las hojas dobladas sobre las demás y bajó la tapa, cerrándola una vez más.
Luego se incorporó con el baúl en la mano y se lo tendió a Randall.
—¿Milord? —Randall frunció el ceño mientras lo cogía.
Nick regresó a su silla con un gruñido de satisfacción.
—Partimos hacia Obny dentro de una hora. Trae a lady Simone a mi presencia y prepara a una veintena de hombres para el viaje —señaló con gesto despectivo hacia el baúl—. Y quema eso.
—Nicholas, ¿no has leído ninguna? —le reprendió Genevieve.
Nick miró a Randall, que se quedó un instante parado en el umbral.
—Eso es todo.
Randall vaciló.
—¿Destruyo también el baúl, milord?
Nick deslizó la mirada sobre el cuero trabajado a mano. Había sido un regalo que le hizo Evelyn hacía más de dos años, cuando Nicholas heredó la baronía tras el fallecimiento de su padre. Rebuscó en su anillo de llaves, sacando la que tenía forma de corazón y que abría el baúl, y se la lanzó a Randall.
—Quémalo todo.
—Sí, señor —cuando el soldado hubo salido de la habitación, Nick se giró hacia su madre. Los ojos azul pálido de Genevieve reflejaban dolor.
—¿Tan poco significaba ella para ti que tienes que destruir cualquier recuerdo suyo?
—No, madre —Nick suspiró, su ira se iba disipando. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz baja y controlada—. Evelyn y yo ya no tenemos nada que decirnos. Todo ha terminado.
Genevieve dio un paso adelante y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero Nick alzó una mano para silenciarla.
—¿Quieres que mi matrimonio con Simone sea pacífico?
Su madre inclinó la cabeza.
—Por supuesto que sí, cariño.
—Entonces debo hacer lo que debo hacer. —Nick se frotó la cara con una mano—. No puedo evitar pensar que le fallé a Evelyn en algún sentido, y por eso me rechazó como lo hizo. Si quiero ser un buen señor para Obny, debo fingir que Evelyn está muerta. Si llega alguna carta más suya, no me la traigas.
Genevieve tragó saliva y luego asintió.
—Lo comprendo. Quiero a Evelyn como si fuera una hija, pero te juro que haré todo lo que esté en mi mano para apoyar tu felicidad y la de lady Simone —extendió la mano con una sonrisa melancólica, y Nick se la cogió.
Hablar, no, incluso pensar en Evelyn, le había puesto de mal humor, y no servía de gran ayuda tener que ir de visita a Obny. Nick hizo un esfuerzo por sacudirse aquel mal humor antes de decirle a Simone que iba a pasar la noche fuera por aquel viaje.
—Y ahora dime —Nick soltó la mano de Genevieve tras darle un apretoncito—, ¿has visto hoy al granuja de mi hermano? Voy a ordenarle que me acompañe a Obny, porque está en mi casa y yo tengo un rango bastante más alto que el suyo. Se cuánto le gusta recibir órdenes de mí.
Genevieve se rió; aquella fue su primera sonrisa sincera desde que había entrado en la habitación.
—Sí lo he visto. Y puedes ordenarle todo lo que quieras, pero ya sabes que eso no significará nada para Tristan. Hará lo que le plazca, esté aquí o en Greanly —su voz encerraba un toque de orgullo, y Nick se sintió molesto. Cuando él hacía lo que le placía, todo el mundo lo miraba mal.
Pero entonces Genevieve cambió de tema.
—Lady Simone es diferente, ¿verdad?
—¿A qué te refieres, madre? —Nick bajó las cejas—. Simone ha sufrido una serie de desgracias durante el pasado año; está en una tierra extraña para ella, en una casa ajena llena hasta los topes de desconocidos, sin ninguna familia con la que hablar. —Nick agitó una mano.
Genevieve asintió, pero frunció el ceño.
—Ha habido rumores…
—Oh, madre —gimió Nick.
—Espera, espera —se apresuró Genevieve—. Y luego estuvo lo de su entrada ayer en el gran salón… —entornó los ojos y miró fijamente a Nick como hacía cuando era un muchacho problemático—. ¿Hay algo que no me estás contando?
Nick pensó al instante en la pluma blanca de Didier. ¿Cómo reaccionaría su madre si le contaba que había regresado a Hartmoore no sólo con una esposa, sino también con un fantasma?
—Tú más que nadie deberías saber que no hay que escuchar los comentarios de la gente —le reprendió Nick, sintiéndose satisfecho al ver que Genevieve se sonrojaba—. Dale tiempo a Simone para que se acostumbre a Hartmoore. Tenía la esperanza de que tú la ayudaras en lugar de crearle problemas propagando rumores.
—Nicholas —dijo su madre ofendida—, yo nunca…
—De acuerdo, entonces. —Nick se levantó de la silla y rodeó la mesa. Estiró la mano hacia la entrada para indicarle a Genevieve que pasara delante de él—. Vamos a buscar a mi hermano.
Su madre apretó los labios y aspiró con fuerza el aire por la nariz. Pero pasó por delante de él en dirección al gran salón sin decir una palabra más sobre lo sucedido ayer.
Nick confiaba en que Minerva se diera prisa y fuera capaz de darle a Didier la paz que estaba buscando, antes de que Hartmoore terminara del revés.
22 de junio de 1075
Espero que el infierno no sea tan malo como me han enseñado, porque sin duda allí es donde voy a pasar la eternidad. Creo que Armand ha descubierto mi secreto y ahora sólo puedo rezar para que muera.
Simone contuvo el aliento y se llevó la mano a la boca cuando las palabras de su madre saltaron de la página.
—¿Qué pasa, hermana? —Didier estaba tumbado de espaldas cerca de donde se encontraba Simone sentada con las piernas cruzadas. Se había estado entreteniendo pasándose la pluma de una mano a otra mientras Simone le leía los diarios de Portia. Era la única manera que se le había ocurrido para alejarle de los invitados que merodeaban por las habitaciones y los pasillos de Hartmoore. Didier giró la cabeza hacia ella con expresión molesta.
—¿Por qué te has parado?
Simone tragó saliva, y sus ojos leyeron rápidamente el resto de la introducción. La temblorosa escritura de Portia aquel día no se parecía a nada de lo que Simone había leído de ella. Hasta el momento, los comentarios habían sido bastante insulsos, se mencionaba Marsella con frecuencia y relataba pequeños logros de los niños y anécdotas divertidas de la gente del pueblo. Pero aquella introducción era más que vitriólica, y maldecía a Armand con tanta inquina que Simone estaba estupefacta.
Pero las palabras escritas no daban ninguna explicación del por qué de su ira ni de la naturaleza del secreto que Portia creía que había sido descubierto.
—Hermana, ¿te has quedado sorda? —Didier agitó la pequeña pluma blanca delante del escaso trecho que lo separaba de Simone, y la movió bajo la nariz de su hermana.
Ella se la aplastó al sentir las cosquillas.
—Para.
—Has dejado de leer.
—Ya lo sé. —Simone dobló otra vez rápidamente el pergamino y lo dejó en el pequeño montón de las partes leídas. No le pondría voz al odio de Portia delante del niño que la adoraba. Trató de poner una sonrisa brillante sobre el ceño fruncido.
—Se me ha cansado la vista. ¿Por qué no vamos a explorar el castillo?
—Estás mintiendo… no tienes los ojos cansados. Además, me habías dicho que no podía —su voz se convirtió en una horrenda imitación de la de Simone—, revolotear por el castillo molestando a los invitados de lord Nicholas. —Didier se la quedó mirando con gesto acusador—. ¿Qué has leído que no quieres que yo sepa?
Simone trató de pensar en una excusa plausible, pero todas las que se le venían a la cabeza sonaban descaradamente artificiales incluso para un niño pequeño. La joven suspiró.
—Didier, a veces los adultos dicen… o escriben cosas que no son apropiadas para los oídos infantiles.
—¿Qué cosas?
—Cosas de adultos. —Simone se levantó de la cama y comenzó a colocar los diarios en el baúl en el que todavía estaban guardados los vestidos de su madre.
—¿Maldiciones? ¿Blasfemias? —Didier se sentó, su rostro luminiscente brillaba con perversa curiosidad—. ¡Dime!
—No. —Simone sentía las piernas débiles. Aunque se mostró encantada con el descubrimiento de los diarios en la pequeña posada de Withington, no pensaba que los escritos privados de su madre pudieran proporcionar alguna luz sobre la combativa naturaleza de la relación entre Portia y Armand. Sin embargo, lo último que había leído había abierto una pequeña fisura en la percepción que Simone tenía sobre el largo matrimonio de sus padres, y la había dejado insegura y abatida.
¿Revelarían futuras partes del diario el secreto que Portia sospechaba que Armand había descubierto?
¿Quería saberlo Simone realmente?
Didier se enfurruñó y volvió a ponerse boca arriba de nuevo al darse cuenta de que Simone no iba a acceder a sus exigencias.
—Me tratas como a un niño.
—Eres un niño.
Llamaron a la puerta con los nudillos, y Simone dio un respingo. Le lanzó una mirada de advertencia a Didier antes de contestar:
—Adelante.
La puerta se abrió y el hombre de confianza de su esposo, el rubio Randall, permaneció en el umbral. Se inclinó, y Simone se fijó al instante en el pequeño baúl de cuero que llevaba bajo el brazo.
—Buenos días, milady. El señor reclama tu presencia en la escribanía.
Un cosquilleó de emoción recorrió el estómago de Simone. Tenía la impresión de que, cuanto más tiempo pasaba con Nick, más deseaba volver a verlo. Cuando no discutían, era de lo más feliz en su compañía.
"Ten cuidado", le dijo una voz interior. "Charles también te hacía feliz".
—Por supuesto, Randall. Gracias. —El hombre volvió a inclinarse y se giró para salir de allí, pero Simone se dio cuenta de que estaba en un aprieto y dio un paso adelante—. Eh… ¿Randall?
Él se detuvo, y aunque su rostro era una máscara de respetuosa paciencia, Simone podía sentir que tenía prisa por marcharse.
—¿Sí, milady?
—Me temo que no conozco la ubicación de la escribanía —sintió como las mejillas se le sonrojaban—. ¿Serías tan amable?
A Simone le pareció ver un amago de mueca en el rostro del hombre, pero al instante inclinó respetuosamente la cabeza.
—Será un honor para mí, milady.
—Un momento, por favor. —Simone le dedicó una sonrisa brillante y luego se acercó al tocador. Cogió su espejo bruñido, se atusó el cabello y se pellizcó las mejillas. Luego lo dejó donde estaba e inició una concienzuda exploración de la túnica en busca de pelusas, alisando las arrugas y observando el dobladillo de la ropa interior.
—Hermana —la llamó Didier.
Ella lo miró por el rabillo del ojo y alzó una ceja, como preguntándole: "¿Qué?"
—Parece que el bueno de sir Randall tiene un poco de prisa.
Simone se giró y pilló al soldado poniendo los ojos en blanco y mirando hacia el techo.
—¿Te estoy entreteniendo, Randall? ¿Tienes algo que hacer?
El hombre dio un respingo.
—Oh, no, milady. Nada importante —dijo cambiando el peso de un pie a otro. Se recolocó el pequeño baúl bajo el brazo y lo miró.
—Debes decírmelo —le urgió avanzando hacia él—. Eres muy amable al ayudarme, y no quisiera retrasar ninguna tarea importante que te haya encomendado el señor.
—No es realmente importante —Randall se aclaró la garganta—. Tengo que preparar a algunos hombres para el servicio y luego deshacerme de este baúl antes de volver con el señor. Eh… dentro de una hora —Randall se estremeció—. No sabía que no conocías el camino. Pero no importa —se apresuró a añadir una vez más.
—Y yo te estoy retrasando —Simone sonrió y estiró los brazos hacia el baúl—. Deja que te ayude.
Randall apartó bruscamente el baúl, lejos del alcance de Simone, y su rostro compuso una mueca de rechazo.
—Milady, lord Nicholas haría que me arrojaran a las mazmorras si permitiera que tú llevaras a cabo una tarea que me ha encargado a mí.
Simone frunció el ceño y apretó los puños contra las caderas.
—No seas ridículo, Randall. Te has mostrado amablemente dispuesto a ayudarme, porque te lo ha encargado el señor, cabría añadir. No es culpa tuya que andes justo de tiempo. Soy perfectamente capaz de encargarme de… esto. —Le dio una palmada al baúl—. Y lord Nicholas no tiene por qué saberlo, si tú no quieres —entonces sonrió—. Considéralo como un pago a tu gentileza.
La voz de Didier sonó detrás de ella.
—Esto no es una buena idea.
Simone ignoró a su hermano y se limitó a mirar esperanzada a Randall, que se encontraba claramente incómodo.
—No sé, milady —dijo torciendo el gesto.
Didier chasqueó la lengua.
—No lo hagas, Randall.
Simone le dirigió al soldado la que consideraba la más persuasiva de sus sonrisas.
—Yo me ocuparé del baúl, y tú puedes dedicarte a tus otras tareas sin más retraso. Estoy segura de que estás muy ocupado con el regreso del señor, teniendo en cuenta que eres su mano derecha.
A Randall se le hinchó ligeramente el pecho.
—Sí, últimamente estoy un poco agobiado. —Miró hacia el baúl que tenía al costado, como si estuviera debatiéndose. Luego lanzó un breve suspiro.
—De acuerdo entonces.
Simone aplaudió brevemente y sonrió, aunque Didier gruñó detrás de ella.
—Pero debes destruirlo completamente en el fuego, milady —le advirtió el soldado pasándole la caja de cuero profusamente decorada—. No puede quedar ni una astilla.
—Por supuesto —prometió Simone cogiendo el baúl. Pesaba sorprendentemente poco, teniendo en cuenta su robusta apariencia, y se preguntó qué tendría dentro, oculto tras el pequeño cierre colgante.
Como si Randall le hubiera leído el pensamiento, le puso una llavecita en la palma de la mano.
—Esto también —le indicó. Se detuvo y torció el gesto—. No la abrirás, ¿verdad?
—No me atrevería —le aseguró Simone. Y ahora que lo había jurado, no lo haría.
Simone se giró hacia la habitación, ignorando el ceño desaprobatorio de Didier, buscando un lugar adecuado para ocultar el baúl hasta su regreso. Desplazándose hasta el biombo, colocó el baúl y la llave bajo la ropa que se había puesto el día anterior. Satisfecha con el efecto, regresó al lado de Randall.
—Ya está —dijo—. No tienes que volver a pensar más en ello.
—Tienes mi eterna gratitud —dijo el soldado inclinándose. Le ofreció el brazo con una sonrisa; parecía mucho más relajado.
Simone sintió que había hecho una buena acción. Después de todo, quería que los hombres de Nicholas y sus sirvientes la apreciaran.
—Y ahora, permíteme que te lleve personalmente al lado del señor.
Simone tomó el brazo de Randall y, girándose para cerrar la puerta, se detuvo para señalar a escondidas primero a Didier y luego al suelo. Tú te quedas en esta habitación.
—Oh, de acuerdo —suspiró el niño—. Pero no tardes mucho.
Simone le guiñó un ojo y luego cerró la puerta tras de sí.
—Hermana, hermana —murmuró Didier en la habitación vacía—. ¿Qué es lo que has hecho?