Capítulo 24

SI SIMONE hubiera tenido algo más que un instante para valorar la situación, tal vez hubiera actuado de otra manera. Pero el sordo golpe del puño de Armand arremetiendo contra la sien de Genevieve, que la dejó inconsciente en el suelo, y el brazo que la rodeó a ella la cintura mientras una mano sucia silenciaba su grito, le provocaron una oleada de pánico.

Simone se sacudió frenéticamente, se agitó y dio patadas con los tacones a su invisible agresor mientras Armand se quedaba mirando fijamente y con avidez a la inconsciente Genevieve.

—Oh, Genevieve, perdóname, mi amor —canturreó arrastrando las palabras.

El párpado derecho de Armand se agitaba frenéticamente, casi cerrándose, y en su rostro se dibujaba una sonrisa enloquecida. Tenía el cabello libre de su descuidada coleta, y le caía lacio y grasiento sobre la sucia túnica. Armand tenía el aspecto de haber estado durmiendo a la intemperie durante días. Finalmente miró a Simone, pero sus palabras le sirvieron de poco consuelo.

—¿Portia? —susurró con creciente horror. Pero entonces la realidad lo liberó de aquella aterradora posibilidad—. Ah, Simone. Te pareces tanto a ella con ese vestido… por un momento me has dado un susto de muerte. —Y entonces se carcajeó, como si aquello fuera lo más gracioso que había escuchado en su vida.

Simone había dejado de luchar, pero tenía el estómago revuelto por el hedor insoportable que desprendía aquel desconocido que la estaba sujetando. Sintió la bilis subiéndosele a la boca, el anuncio del vómito que seguiría si no respiraba pronto una bocanada de aire puro. Los ojos se le humedecieron y la nariz se le atascó.

Armand la miró con aire conspirador.

—¿Me prometes que guardarás silencio si permito que Eldon te suelte? —le preguntó en un susurro.

Simone asintió con la cabeza de forma entrecortada.

—Suéltala —dio la orden en francés, y Simone se apartó de su agresor, atragantándose y limpiándose la boca.

Se giró y su mirada se topó con un hombre alto, gordo y corpulento y cubierto con algo que parecía y olía a estiércol.

—Debes disculpar la higiene de Eldon —Armand soltó una risita nerviosa—. Ha estado escondido varios días detrás de los establos, prácticamente entre la basura, esperando el momento oportuno.

—Sé lo que hiciste —jadeó Simone—. ¡Lo sé, papá! ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste hacerle eso a ella y a un niño inocente?

Dando un paso de gigante, Armand se puso frente a ella y le abofeteó la cara con tanta fuerza que Simone cayó de espaldas. La nariz se le despejó un instante y luego volvió a obstruírsele con sangre caliente. Armand se cernía sobre ella, con el cuerpo tembloroso, y con sus tics desfigurándole las facciones de lo que ahora era… un hombre loco.

—¡Cuidado con esa lengua viperina, Simone, si no quieres que te la arranque! —bajó la voz haciendo un visible esfuerzo, de su garganta surgieron gruñidos y aullidos, y entonces sacudió la cabeza, como si quisiera aclarársela. Se tambaleó hasta ponerse de cuclillas frente a Simone, y ella no pudo evitar gritar.

—¡Yo no sabía que el niño estaba aquel día en los establos! Tú… tú tenías que habértelo llevado con los Beauville, lejos… muy lejos de lo que yo tenía que hacer… ¡ lo mataste!

Al principio, las palabras de Armand no tenían para ella ningún sentido… Simone se estaba refiriendo a lady Genevieve y al pequeño Tristan. Pero entonces Simone comprendió, y aquella espantosa certeza se le atragantó en el cuello como un trozo de pan seco… no era capaz de tragarlo ni de escupirlo.

Armand había prendido el fuego que había matado a la madre de Simone y a Didier.

Su propio padre era un asesino.

Armand la agarró con la mano buena y la zarandeó mientras seguía hablando.

—¡Ese niño era sangre de mi sangre, mi único hijo! ¡Nunca, nunca le hubiera tocado ni un pelo de la cabeza! ¡Mi hijo! ¡Mío!

Volvió a dejarla en el suelo y se levantó. Simone comprendió por fin lo que acababa de decirle.

—¿Didier era… él era tú único hijo?

—Oh, oui, oui, oui —se mofó Armand—. Por supuesto. Creía que a estas alturas ya lo habrías averiguado por ti misma, tan… tan inteligente como piensas que eres. Yo apenas estaba consciente cuando me casé con la zorra de tu madre. Lo único que puedo pensar es que ese mendigo… ese buhonero… ese proxeneta mal nacido de Renault la dejó embarazada. Por eso estaba tan dispuesta a casarse conmigo… su familia no le hubiera permitido que se casara con un aldeano. Pero estaba embarazada, y corría el riesgo de que la echaran de Saint de Lac con una patada en su gordo trasero. —Armand dio un extravagante brinquito.

—El tío… —Simone trató de tragar saliva. Ya no era su tío—. ¿Jehan es mi padre?

—Oh, ¿quién puede saberlo a ciencia cierta? —Armand se encogió de hombros y sonrió—. Lo que sí puedo asegurarte es que yo no lo soy.

Simone se quedó sin aliento, y se agachó sobre el costado para sujetarse con un brazo mientras vomitaba en el suelo de la habitación de lady Genevieve. Cuando hubo terminado, buscó la colcha de la cama y se limpió la boca.

"Gracias a Dios. Gracias a Dios. No soy su hija".

—C'est repugnant —Eldon torció el gesto.

—Como si tú tuvieras derecho a juzgarlo, Eldon —Armand chasqueó la lengua. Entonces Simone escuchó su risotada alegre y el crujir del pergamino, y Simone supo que había encontrado el acta matrimonial, que lady Genevieve sujetaba todavía en la mano.

—¡Aja! —cacareó Armand—. Merci, Simone. ¡Sabía que algún día me serías de utilidad!

Ella volvió a girarse sobre el trasero una vez más, negándose a tenerlo a la espalda. Armand sonreía como un loco y escudriñaba la arrugada página. Miró a Simone.

—Trató de envenenarme, ¿lo sabías? —preguntó, como si estuviera compartiendo un gran secreto—. La zorra de tu madre. Apenas me cuidó después… después… —Armand miró a Genevieve y se estremeció, como si sus propias palabras le hubieran hecho daño—. Después de mi accidente. Creyó que moriría. ¡Pero no lo hice! —Alzó un puño al aire y miró a su alrededor, como si tuviera público en la habitación.

El rostro de Armand se desfiguró en un espasmo alrededor de su amplia sonrisa, y expulsó el aire por los labios para volver a enderezar sus facciones antes de continuar.

—Cuando recuperé la consciencia, no sabía quién era ella. Y cuando supe que estábamos casados, creí que sería mi aliada. —Echó la cabeza hacia atrás y se rió. Simone se encogió ante aquel sonido parecido a un rebuzno—. Pero entonces empecé a vomitar cada vez que me daba de comer. Mis intestinos se hicieron agua. Perdón, Eldon —se disculpó cuando el hombre gimió—. Enseguida me di cuenta de que ella no quería que viviera. Necesitaba fingir que estaba más enfermo de lo que en realidad me encontraba, y estuve a punto de morir de hambre antes de encontrarme lo suficientemente bien como para moverme en secreto por el castillo.

Armand hincó una rodilla en el suelo y estiró la mano para acariciar suavemente el cabello de Genevieve.

—Pero para entonces Portia ya sabía de ti, milady. Comenzó a robar el dinero de Saint du Lac para que yo no pudiera financiar tu búsqueda. Oh, mi gran amor. Entonces no pudo ser pero, ¿podría ser ahora? En aquel momento tuve un hijo, Genevieve. Para reemplazar a aquel que tú perdiste.

Simone sintió cómo un terror auténtico se abría paso dentro de ella al darse cuenta de lo profundamente trastornado que estaba Armand du Roche.

—¿Qué vas a hacer con nosotras? —le preguntó.

—¿Nosotras? —Armand frunció el ceño—. No voy a hacer nada con vosotras, pequeña zorra entrometida. Un barco con su tripulación me está esperando en la costa. Mi encantadora novia y yo regresaremos a Francia inmediatamente. Le devolveré al rey su dinero, y entonces podremos pasar el resto de nuestros días haciendo el amor en Saint du Lac.

—Pero Genevieve no es tu esposa —susurró Simone.

—Oh, oui, oui, oui! —Armand sonrió ampliamente—. Lo es. Nos casamos y nos acostamos antes de… —giró la mano por encima de su propia cabeza—. Ya sabes. Y ahora que su marido y mi esposa han fallecido tristemente —le guiñó un ojo a Simone—, es como si todos estos años no hubieran pasado nunca —chasqueó los dedos de su mano buena.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Simone tragándose el miedo que su enferma explicación había sembrado en ella—. ¿Qué vas a hacer conmigo, pa… Armand?

Armand se rascó la oreja como un perro y luego la miró pensativo.

—Bueno, desde luego no puedo dejarte aquí para que des la voz de alarma a FitzTodd. Y por supuesto, no permitiré que regreses a Francia y trastornes el proceso de acoplamiento de mi novia a su nueva vida con tus absurdas historias. —Armand movió las fosas nasales—. Así que nos acompañarás a la costa. Una vez que hayamos zarpado, puedes arrastrarte de vuelta a FitzTodd y decirle lo que te plazca —volvió a guiñarle el ojo—. O puedo llevarte con nosotros para poder arrojarte por la borda.

A Simone se le puso el estómago del revés. Tal vez Armand estuviera completamente loco, pero seguía poseyendo una inteligencia mortífera. Si conseguía regresar a Francia con Genevieve, ambos estarían bajo las leyes y la protección del rey francés y Nicholas no podría tocarlos. No tenía más remedio que seguir el enfermo plan de Armand y rezar para que Nicholas regresara de la batalla pronto y pudiera seguirles la pista, que consiguiera descubrir de alguna manera dónde tenía escondido el barco Armand.

—No supondré ningún problema para ti, siempre y cuando no le hagas daño a lady Genevieve —dijo Simone.

—¿Hacerle daño a lady Genevieve? —Armand se echó hacia atrás, ofendido—. ¡Yo nunca haría algo así, estúpida! Nunca, nunca, nunca. Y estoy absolutamente convencido de que no me causarás ningún problema en absoluto —se levantó del suelo—. Porque si lo haces, te mataré al instante —aseguró mostrándole a Simone una sonrisa terrorífica.

Armand se giró hacia su apestoso cómplice.

—Salgamos de aquí ahora mismo, Eldon. —Simone contuvo el aliento al verle retirar el largo tapiz de la pared, revelando el pasadizo infantil de Nicholas. Había confiado en que Armand esperara a la caída de la noche para escapar, ganando así tal vez tiempo para que alguien del castillo los descubriera.

Armand señaló con la mano a Simone mientras volvía a hablar con Eldon.

—Tú llévate a ésta. Vigila que no vuelva a vomitarte encima. Ya estás bastante sucio como estás.

 

 

 

Donegal había jugado con ellos. Cuando el batallón de Nick estuvo formado y avanzaron por el risco, se encontraron con la visión de más de doscientos galeses con sus rudimentarias pinturas de guerra. Sintió una punzada en el estómago, y luego se preguntó si no habría cometido un error mortal al despedir a los soldados del rey.

Ahora estaban prácticamente igualados en número de hombres.

Como si Tristan le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Ahora ya no hay remedio, Nick. Vamos a ganar.

Randall puso su montura a la altura de la de Nick.

—¿Alguna orden de última hora para los hombres, milord?

Nick se quedó mirando durante un largo instante a los galeses, que estaban formando filas. Pensó en Simone, en su cálida sonrisa, en su aroma, en cómo lo rodeaba con sus brazos. Sí, ganarían, porque él tenía por fin un amor al que regresar. Una vida que construir.

Miró a su hombre de confianza.

—Que luchen con todas sus fuerzas, Randall.

—Sí, señor. —El caballo de Randall se alejó de allí, y Nick giró a Majesty para ponerse de cara a sus hombres con la espada bien alta.

Las filas se detuvieron, los sonidos de las nerviosas monturas y el susurro de las cotas de mallas se disipó. Y Nick esperó a que todos los hombres imitaran su posición. Majesty brincó con ansia, luego relinchó y dio medio paso atrás, dispuesto a salir disparado. Nicholas aspiró con fuerza el aire.

—¡Por Obny! —gritó.

Su llamada fue recibida por el sonido de un cuerno y el grito de batalla de sus hombres. Nick sintió cómo la sangre se le subía a los oídos cuando giró a Majesty, y entonces Tristan y él cabalgaron hacia la frontera con los zafiros de los D'Argent brillando bajo la mortecina luz del sol.

 

 

 

Genevieve se había despertado y se encontraba lo suficientemente bien como para sentarse sobre su montura para aquel viaje de un día, largo y lento. Su caballo estaba atado detrás del de Armand. Él le había atado los pies, un claro indicador de que sospechaba que podría intentar escaparse si se le presentaba la oportunidad, pero le había dejado las manos libres, una cortesía de su mente confusa. Genevieve se tambaleaba de vez en cuando sobre su montura, asustando a Simone, pero Armand se giraba constantemente en su silla para controlar la situación de la dama y observar a la mujer.

Simone no disfrutaba de tantas libertades. Tenía los tobillos y las muñecas atados bajo la larga capa, pero no pensaba en ello.

No podía apartar a Nicholas de su pensamiento… ¿Se encontraría bien? ¿Estaría herido? ¿Habría vencido a los galeses? Por su mente no paraban de cruzarse imágenes espantosas de Nick tirado en algún frío campo de batalla, cubierto de sangre, pero no podía permitirles la entrada. No podía. Tenía que tener fe en que Nicholas regresaría a Hartmoore sano y salvo.

Cualquier otra alternativa resultaba impensable.

A última hora de la tarde, el tiempo había mejorado y soplaba una suave brisa con breves salpicaduras de sol que se abrían paso a través de las nubes rotas. No se habían cruzado con ningún otro viajero por el camino del bosque que les quedaba a la derecha. El crujiente crepitar de las hojas y los dulces trinos de los pájaros grises y marrones que sobrevolaban por encima de ellos eran los únicos sonidos que acompañaban a los cascos de los caballos.

Entonces Genevieve rompió el silencio.

—Armand, ¿cómo… como me has encontrado?

Él guardó silencio durante un largo instante, tanto que Simone creyó que no iba a responder. Cuando finalmente habló, no lo hizo para responder a la pregunta de la dama, sino para hacer él una.

—¿Recuerdas la noche que nos conocimos, mi amor?

Genevieve tartamudeó.

—Por… por supuesto que sí.

Armand se rió entre dientes con condescendencia.

—Non. Creo que no. Aquella noche estabas demasiado enamorada de tu joven vizconde como para prestarme a mí la más mínima atención.

Genevieve miró hacia atrás, en dirección a Simone, como queriendo decirle: "Escucha, y conocerás la historia que no he tenido la oportunidad de contarte".

Armand continuó.

—Estabas… espectacular. Yo nunca había visto un cabello tan dorado, parecía seda hilada. Y tus ojos tan, tan azules —suspiró, y el hombro se le movió espasmódicamente—. Creo que me enamoré de ti aquella misma noche. Fuiste muy amable conmigo cuando nos presentaron, pero yo no era más que un señor menor y no tenía los títulos ni las riquezas de tu amante —su voz se volvió amarga y fría, y arrastró todavía más las palabras. Volvió la vista hacia atrás para mirar a Genevieve, y se le endurecieron las comisuras de los labios—. Él era el padre de tu hijo, ¿verdad?

Genevieve alzó la cabeza con altivez.

—Así es.

Armand volvió a mirar hacia delante.

—Tuve más suerte la siguiente vez que nos encontramos, unas semanas más tarde. Tu vizconde estaba ausente, y seguramente esa será la vez que tú recuerdes.

—En casa de mis padres —comentó Genevieve—. Mi padre te llevó hasta mí.

—Oui —dijo Armand, visiblemente complacido al comprobar que lo recordaba—. Estabas en la edad en que él quería verte casada, y yo, que era un joven gallito, presenté mi solicitud. Le dije que haría mi fortuna sirviendo al rey. —Armand volvió a mirarla, y esta vez su rostro reflejaba felicidad, perdido en el recuerdo de aquella velada.

—Esa noche ibas vestida de oro; estabas radiante, como un sol en miniatura o una estrella… —sus ojos se perdieron en la lejanía, y se giró en la silla—. Yo no cabía en mí de gozo cuando tu padre me dio permiso para presentarme ante él cuando hubiera ganado mi fortuna. Tú tampoco parecías disgustada.

—No lo estaba —admitió Genevieve para gran sorpresa de Simone—. Mi padre era un hombre duro de mano larga. Aunque yo ya había puesto mis esperanzas en… otro hombre, él iba a casarse pronto. Yo estaba deseando escapar de mi padre.

—Ahh —dijo Armand en voz baja—. Ahora lo entiendo todo. Lo que hiciste. Pero tú también entenderás por qué yo estaba tan furioso cuando regresé.

—Estuviste fuera casi nueve años, Armand.

—¡Pero no fue culpa mía! —bramó él. Su voz provocó que los pájaros que los sobrevolaban huyeran en busca de refugio—. Tuve que… yo estaba…—Armand se detuvo y sacudió violentamente la cabeza—. Arriesgué mi vida para ganar el dinero suficiente y que tu padre me concediera tu mano.

—Yo no me casé.

—¡Porque ese canalla renegó de ti y de tu hijo! —clamó Armand. Detuvo su montura y la giró lentamente de lado, bloqueando el camino de Genevieve—. Te acostaste con él con la esperanza de que se casara contigo, ¿verdad?

—Yo era joven. Creí que tal vez…

Armand silenció su explicación con el dorso de la mano, y Simone no pudo evitar gritar. Armand ni siquiera dirigió una mirada hacia ella, sino que se limitó a ver cómo Genevieve se tambaleaba y se agarraba a la perilla de la silla.

—Maldita zorra —le espetó Armand. Volvió a poner en marcha su caballo, y un instante después volvió a mirar a su espalda—. ¿Cómo vas, mi amor?

—Estoy bien —respondió Genevieve con la voz sofocada bajo la mano.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Simone ante aquella flagrante exhibición de locura. Estaba claro que Armand ya no tenía ningún control sobre sus impulsos, y eso preocupaba mucho a Simone. Con su errático comportamiento, podía incluso matar a alguna de las dos mujeres en cualquier momento, sin provocación previa ni aviso.

—Habría sido perfecto para nosotros —continuó Armand—. Porque debido a tu indiscreción, tu padre tenía tantas ganas de librarse de ti como tú de huir de él. Nadie te habría aceptado, excepto yo. Tu dote iría destinada a pagar los impuestos de nuestra casa. Llegué incluso a borrar la mancha de tu bastardo.

—Su nombre es Tristan —aseguró Genevieve con sequedad, y Simone se estremeció—. ¡Tú me lo robaste!

—¡Tú me robaste mi dinero!

—¡Era mi dinero! —lo acusó Genevieve—. Creía que mi hijo estaba muerto. ¡Creía que estabas muerto!

—Si, bueno, en realidad iba a ser el dinero del rey una vez estuviéramos casados —Armand miró hacia atrás—. Cálmate, adorada esposa… te estás angustiando demasiado. En cualquier caso, estuviste a punto de matarme para vengarte, y has conseguido recuperar a tu hijo. Lo conocí en Londres, ¿sabes?, aunque en ese momento no supe que se trataba de él. Es un toro de hombre.

Genevieve no respondió, y a Simone se le revolvió el estómago con el displicente relato que hizo Armand del rapto del hermano de Nick.

—Cuando el rey se enteró de mi… desgracia, sintió lástima por mí y me emparejó con Portia de Saint du Lac. Sus padres habían fallecido recientemente, y la casa familiar habría pasado a la corona si ella no se casaba. El rey le encargó que cuidara de mí hasta que yo me encontrara bien, a cambio de conservar gracias a mí su lugar en su casa. Yo no sabía que ella estaba ya embarazada de un vulgar comerciante, Jehan Renault. Parece que es una constante en mí, ¿verdad? Casarme con mujeres que dan a luz a hijos de otros.

Genevieve se giró para mirar a Simone. El asombro resultaba patente en su rostro. Simone sólo pudo limitarse a mantenerle la mirada a la dama.

Armand continuó.

—Con los exiguos fondos que Portia me permitía gastar, rastree toda Europa buscándote, amor mío, pero no logré dar contigo. Pero entonces —susurró Armand en voz baja, alzando un dedo hacia arriba—, la fortuna me sonrió por fin. Una noche que estaba en una taberna de París, un viejo marinero me regaló la historia de la mujer más bella que había visto en su vida. "Cabello de oro", me dijo. "Ojos como el mar del trópico". Estaba asustada, y había huido de Francia en el barco de ese marinero en la oscuridad de la noche. Y yo supe que eras tú, mi amor. Supe, por fin, dónde habías huido.

—Pero, ¿cómo supiste dónde encontrarme? —insistió Genevieve—. ¿Cómo conociste la existencia de Nicholas? Cuando me casé con Richard, mis días transcurrieron en Hartmoore. Apenas viajaba a Londres para nada.

—Fue una deliciosa coincidencia, te lo aseguro —Armand se rió entre clientes—. Lo cierto es que cuando Simone se casó con tu hijo, yo no tenía ni idea de que tú fueras su madre. No lo descubrí hasta que ellos partieron de Londres rumbo a tu casa. Llegué lo más rápidamente que pude para verlo con mis propios ojos, mi dulce y más preciado tesoro —detuvo bruscamente el caballo—. Bueno, ya estamos aquí. Esto servirá.

Simone estaba tan embelesada con la macabra historia que estaba contando Armand que no se había fijado en la amenazadora torre cuadrada del lúgubre convento de Withington que se distinguía a través de los árboles. Ella sabía que la posada estaba justo detrás de la franja de bosque, pero seguía estando demasiado lejos. Armand nunca la perdería de vista el tiempo suficiente como para que consiguiera llegar a la posada.

Armand desmontó y ayudó a bajar a Genevieve.

—Descansaremos aquí un rato. Cuando caiga la noche, atravesaremos el pueblo y seguiremos nuestro camino.

Eldon apareció al lado de Simone y la bajó del caballo sin ninguna ceremonia, depositándola en el árbol más cercano. Genevieve se unió allí a ella. Le habían atado las manos.

—Eldon y yo nos encargaremos de la comida —dijo Armand inclinándose ante Genevieve como si fuera un miembro de la realeza. Luego se giró para reunirse con el otro hombre, que estaba recogiendo madera para encender un fuego.

—Armand —lo llamó Simone. Cuando él se detuvo con la irritación claramente reflejada en su rostro torcido, ella le preguntó—: ¿Podéis soltarnos las ataduras? Tengo que ir a los arbustos…

—Me temo que no, pequeña soplona —Armand chasqueó la lengua y blandió un dedo delante de ella—. Cuando hayamos terminado con los preparativos, Eldon o yo te acompañaremos. Estamos demasiado cerca del pueblo como para que andes deambulando sola por el bosque —su sonrisa resultaba falsa y empalagosa—. Quién sabe qué travesuras se te podrían ocurrir. —Y dicho aquello, se apartó de ellas.

Simone miró a lady Genevieve y vio la mirada mortífera y fría que la mujer le lanzó a Armand. Con la sangre seca de la boca y el cabello despeinado, también parecía un tanto enloquecida.

 

 

 

Haith entró en la habitación de Minerva en Hartmoore con Isabella agitándose en sus brazos. Su tía abuela estaba dormida, apoyada sobre las almohadas, y a Haith le sorprendió ver lo pequeña y frágil que parecía. Dos velas gruesas iluminaban tenuemente la habitación, sumida en la oscuridad del anochecer. Por el rabillo del ojo vio el fantasma gris de Didier flotando por el aire en dirección a ella. Haith alzó instintivamente una mano para protegerse, y la masa plateada se volvió hacia la esquina más lejana de la habitación, provocando que a Haith se le congelara el aliento y el corazón le latiera más deprisa.

Isabella gimió.

—Lo sé, niña, lo sé —la acunó Haith distraídamente. Se acercó a la cama y tocó a Minerva en el hombro—. Minerva —la llamó suavemente. La anciana se estiró y murmuró algo en un gaélico ininteligible—. Minerva.

Ella abrió los ojos a regañadientes.

—Uf, ¿qué pasa, hada? El muchacho me ha dejado agotada.

—Lo sé, y lo siento —dijo Haith tratando de guardar la compostura—. ¿Has visto a lady Simone o a lady Genevieve? He buscado por todo el castillo y no he logrado dar con ellas. La habitación de Genevieve estaba cerrada por dentro, pero ella no se encontraba allí.

—Dulce Corra, muchacha, no tengo ni idea… estaba dormida, por si acaso no te habías dado cuenta —gruñó la anciana—. No he visto a ninguna de ellas desde ayer —los insistentes gritos de Isabella la interrumpieron—. ¿Qué le pasa ahora a esta llorona?

—No lo sé. Ella no… —Haith sacudió la cabeza y acunó a la niña, pero no sirvió de nada. Sus gritos se hicieron más desgarrados, y aunque Haith estaba muy preocupada por el paradero de su suegra y su cuñada, otra preocupación se la estaba comiendo viva, y no podía seguir callándose—. Minerva, necesito tu ayuda. —Haith tragó saliva y se frotó el pecho para aliviarse la punzada de dolor—. Creo que a Tristan le ha sucedido algo.