Capítulo 19
SIMONE sintió como si el corazón le hubiera dejado sencillamente de latir mientras se abría camino a través del remolino de gente que ocupaba el gran salón de Hartmoore. Podía sentir las pequeñas perlas de sudor en el cuero cabelludo y en labio superior, pero tenía la piel helada bajo la delgada túnica allí donde Nicholas la había tocado. La respiración se le hizo más agitada.
Es la única hija de lord Handaar, y he dado orden de que venga de inmediato.
Simone trató de sofocar aquellas palabras de mal agüero mientras se movía como ausente por el salón. Sentía como si estuviera caminando sobre un ancho mar y los sonidos que la rodeaban estuvieran acallados.
No tengo tiempo para tus recuerdos y tus acertijos, Simone… No me atormentes más con las extrañas historias de tu familia. Y no lo digo sólo por hoy, sino para siempre.
Un soldado muy joven, en realidad apenas un muchacho, chocó contra Simone en su precipitación y ni siquiera se dio la vuelta para preguntarle cómo estaba. Simone siguió avanzando, escudriñando con la vista los rostros frenéticos que la rodeaban, sin escuchar en realidad sus gritos.
Es la única hija de lord Handaar…
Allí, al lado de la gigantesca chimenea, divisó a la madre de Nick y a lady Haith arrodilladas sobre una figura tendida con varias sirvientas reunidas en torno a ellos. Simone se abrió paso lentamente a través de la inquieta multitud.
Me dado orden de que venga inmediatamente.
Simone se coló a través del anillo de curiosos que rodeaban a las damas y a su paciente, y el impacto que recibió fue como si hubiera aterrizado sobre el duro suelo tras caer desde gran altura. El sonido del caos estalló en sus oídos.
El hombre inconsciente que yacía sobre el fino colchón de lana no estaba completo. La cabeza y las facciones no podían distinguirse bajo la estela de sangre que le teñía el cráneo; el pecho ancho y profundamente hundido era la prueba de la poderosa batalla que había tenido que librar. Un golpe en el hombro quedaba oculto bajo un trozo de tela fuertemente anudado que tal vez en su momento fue blanco y que ahora tenía un espantoso color ocre.
La única ropa que cubría a lord Hangaar eran los restos hechos jirones de sus calzas, y eso fue lo que provocó que a Simone se le subiera la bilis a la garganta. La pierna izquierda estaba inclinada y serpenteaba entre su encierro de lana, enfermizas salpicaduras de sangre empapaban el material debido a la retorcida carne que ocultaba, manchando de negro la prenda. La pierna derecha…
Oh, Dios.
La pierna derecha terminaba en un amplio muñón del tamaño de una mano bajo la cadera, la brea que había sido embadurnada por encima alcanzaba el desgarrado inicio de las calzas. Simone sintió como si le hubieran cercenado la respiración del cuerpo con la misma limpieza. El estómago se le puso del revés y sintió arcadas cuando el hedor de la herida se elevó hasta ella.
Las manos de Haith recorrían el cuerpo del hombre con una pequeña daga, cortando las vendas sucias y el resto de los recortes de ropa con acelerada eficacia. Lady Genevieve ayudaba recogiendo los restos de material inútil y llorando en silencio. A Haith no le temblaba la voz mientras daba las órdenes con calma y firmeza.
—Dos braseros y un balde de agua… que sea del pozo, no del arroyo —ordenó cortando con cuidado la tela a lo largo de la pierna cubierta de brea—. Y también una piedra larga y suave. ¿Rose?
—Sí, señora.
Genevieve contuvo el aliento y giró la cabeza cuando Haith apartó la tela pegajosa. Haith no se inmutó.
—Una pastilla nueva de jabón fuerte y un cepillo limpio de herrero. Vamos, niña, date prisa. ¿Dónde está Tilly?
—A tu lado, milady.
—Trae toda la ropa blanca limpia que puedas encontrar y la manta negra que hay en mi habitación. Lleva a Isabella con su nana —se detuvo cuando le colocaron al lado uno de los braseros y la piedra que había pedido. Dejó caer la piedra sobre las centelleantes brasas—. Y busca a lady Simone.
—Sí, milady —Tilly se puso de pie y se adentró entre la gente, a pocos pasos de Simone, gritando—. ¡Baronesa! ¿Dónde está la baronesa?
Simone trató de abrir la boca, se preparó para dar un paso adelante, pero era como si su cuerpo estuviera hecho de madera podrida. Temía que con un solo movimiento se viniera abajo.
—¡Baronesa! —Una mano pequeña y dura le agarró el antebrazo y la giró. Simone se encontró de frente con Tilly la sirvienta. La mujer tenía el rostro sonrojado, y su expresión delataba claramente su enfado mientras hacía malabarismos con una llorosa Isabella.
—Sí, aquí estoy —dijo Simone sin expresión alguna.
Tilly frunció el ceño y la empujó sin contemplaciones hacia lord Handaar.
—¡Vamos, adelante! —La doncella torció el gesto antes de desaparecer una vez más entre el gentío.
Simone pudo sentir todas las miradas clavadas en ella cuando se colocó al lado de las damas, y deseó con toda su alma poder disolverse en las piedras que tenía bajo los pies. Se aclaró la garganta.
—¿Qué puedo hacer?
Haith alzó la mirada hacia ella durante un breve instante.
—Simone, bien. Te necesito al otro lado.
Simone rodeó a lord Handaar con piernas temblorosas y se dejó caer de rodillas al otro lado. Genevieve se había colocado a la altura de la cabeza del hombre y le estaba sujetando el rostro, acariciándole la ensangrentada calva mientras susurraba una ferviente plegaria.
Haith giró la cabeza y gritó con fuerza por encima del hombro.
—¡Despejad el salón! A menos que os haya encargado alguna tarea, haced lo que estéis haciendo en otro lado —ordenó. La multitud reculó al instante y comenzó a dispersarse en medio de murmullos y comentarios especulativos.
—No sobrevivirá. Seguramente se les muera en las manos.
—¿Qué va a hacer ahora el barón? Pobre lady Evelyn.
—Viene de camino. El señor la ha sacado del convento, y…
—A la nueva señora más le vale estar atenta.
—Está loca, de todas maneras… ¿qué más le da a ella?
Frente a Simone, Haith gruñó y se giró sobre una rodilla.
—¡Marchaos si no queréis que os destierre a todos!
Simone no hizo ningún comentario, sino que mantuvo la mirada clavada en la delgada y herida piel del pecho de Handaar. Apenas se movía con sus irregulares y leves respiraciones.
Simone escuchó una zambullida y un chisporroteo, y un objeto largo cruzó por su campo de visión. Haith mantenía recto el balde de agua en el que había depositado la piedra caliente. Simone agarró instintivamente el mango y lo alzó por encima del cuerpo que tenía el lado. Varios andrajos suaves cayeron sobre su regazo mientras Haith le daba instrucciones.
—Empieza por la cabeza y sigue hacia abajo —dijo deslizando la daga bajo el vendaje sucio que cubría el hombro de Handaar—. Cuando tengamos el jabón y el cepillo lavaremos las heridas.
Simone asintió sin hablar y sacó un trapo del montón, obligándose a sí misma a moverse rápidamente aunque sentía las piernas hundidas en barro frío. Introdujo el arrugado lino en el balde y gritó cuando el agua le escaldó la mano.
—Ten cuidado… está caliente. —Haith alzó la vista. Tenía todavía la punta de la daga enredada en los expertos nudos que ataban las vendas—. ¿Simone?
—Sí. —Simone escurrió el trapo por encima del balde, estremeciéndose cuando el agua caliente y blanca chorreó sobre la piel temblorosa. Lo aplicó en la coronilla de Handaar, entre las manos de Genevieve, y al instante unos regueros rojos corrieron salvajemente por el rostro del hombre. Simone contuvo un sollozo en la garganta.
La mano de Haith le agarró la muñeca, deteniendo sus acciones y obligándola a mirarla a los ojos.
—Simone, ¿puedes hacer esto?
Simone se liberó de la mano de la dama e introdujo esta vez sólo el trapo en el balde. Lo escurrió y comenzó a limpiar la arrugada frente de Handaar.
Si Haith detectó el miedo en el modo de conducirse de Simone, decidió ignorarlo. Entonces llegaron los suministros que Haith había pedido y se los colocaron a su lado. Volvió a dar órdenes en voz alta una vez más.
—Gracias, Rose. Y ahora, coge una jarra grande de vino tinto y las ortigas que tengo en mi bolsa. Handaar ha perdido mucha sangre y tenemos que fortalecerlo lo más rápidamente que podamos. —De forma delicada, su daga atravesaba el vendaje del hombro de Handaar. Haith dejó a un lado el cortante instrumento y sujetó con firmeza los extremos del material, retirándolos despacio mientras hablaba.
—Dos baldes más de agua, y volved a poner la piedra en el brasero. Buscad un… ¡Oh, Dios mío!
Simone miró a tiempo de ver un arroyo rojo y denso de sangre salir a chorros y luego burbujear del desgarrado abismo del hombro de Handaar.
—No, oh, no —murmuró Haith extendiendo sus manos ya ensangrentadas encima de la fuente.
A Simone comenzó a temblarle el cuero cabelludo, y sintió una extraña picazón en el interior de los oídos.
Tienes que detener la hemorragia. Con las dos manos, muchacha. El hada necesita las suyas para trabajar.
Sin pensar en lo que hacía, Simone rodeó a Genevieve y apartó las manos de Haith. Juntando las palmas, apretó las manos contra el profundo tajo, estirando los brazos y presionando con toda la fuerza con la que se atrevió. La sangre caliente se filtró entre sus dedos, formó un charco, corrió por el anverso de sus manos y fue a parar a las piedras. Una calma pesada envolvía a Simone, ahogando el bramido de la sangre que manaba y que un instante atrás había estado a punto de dejarla sorda. Habló, pero parecía como si las palabras no salieran de su boca.
—Venda la herida una vez más, hada… vamos, deprisa —dijo Simone con un acento extraño que se le enredaba en la lengua—. Haz los nudos sobre mis manos. La Dama y el Cazador, muchacha. —Simone ignoraba por completo qué acababa de decir, y si se hubiera encontrado en otra situación, sin duda se habría desmayado debido a los sucesos de pesadilla en los que se estaba viendo envuelta.
Pero para Haith debía tener sentido lo que dijo, porque asintió y comenzó a arrancar largos trozos de lino, murmurando para sus adentros.
—La Dama y el Cazador, sí. La Dama… ¡Piensa, piensa!
Tenía la respiración entrecortada mientras preparaba los vendajes limpios.
—Cuando mi dama se adentró en el bosque…
El borboteo de sangre entre las palmas de Simone se estaba debilitando, aunque seguía manando. Un escalofrío la envolvió cuando Haith colocó rápidamente el primer vendaje bajo el hombro de Handaar.
—¡Maldición! —murmuró Haith mientras sus manos pringosas recorrían el jirón de tela—. Fue en el calor de mediados de verano cuando mi dama se adentró en el bosque…
Haith cogió el siguiente vendaje y Simone sintió un extraño zumbido que parecía emanar de lo más profundo de la herida de Handaar y viajar por los brazos estirados de Simone hasta sus doloridos hombros. El vello de la nuca se le erizó.
Eso es, muchacha. Aguanta. Ya casi estoy allí…
—De prisa —urgió Simone sin dirigirse a nadie en absoluto.
—… Cuando mi dama se adentró en el bosque y la sangre… la sangre… ¡No puedo recordarlo! —gritó Haith atando finalmente la venda.
El zumbido fue en aumento, y el pecho de Handaar se alzó hacia el techo, provocando un grito en lady Genevieve. Simone alcanzó a ver un destello de los ojos apagados y grises del anciano guerrero antes de que sus párpados se movieran en gesto nervioso y luego se quedaron sin expresión. Una gran sacudida, parecida al resonar de los cascos de los caballos sobre la tierra compacta, se apoderó del cuerpo del hombre, obligando a Simone a empujar con todas sus fuerzas. Los dientes le rechinaron, y un terrible gorjeo surgió de su tensa y rígida garganta.
—¡No, Handaar! —sollozó Genevieve sujetando la cabeza del anciano señor todo lo quieta que pudo.
Haith miró a Simone, y el miedo que reflejaban los ojos de la pelirroja la estremeció hasta el centro del alma.
He aquí la antesala de la muerte, para todos aquellos que se atrevan a estar presentes.
El aroma especiado a hierbas quemándose pilló a Simone desprevenida, y como si un dedo invisible le hiciera girar la barbilla, miró hacia atrás.
Una anciana menuda con el cabello gris y ralo se abrió camino hasta el grupo. Su basta capa negra se agitaba a su alrededor como unas alas infernales. Sus ojos, del color del más profundo pozo, se clavaron en los de Simone. Se preguntó enloquecida para sus adentros si aquella anciana no sería la muerte, que había venido a llevarse la vida que se retorcía sobre el suelo frío de piedra. Se calmó un poco cuando aquella extraña aparición de aspecto real se colocó a su lado.
Entonces el fantasma habló.
—Dulce Corra, apártate muchacha —dijo. Y Simone se dio cuenta histérica de que la muerte hablaba con acento escocés y llevaba una gran bolsa tapizada, bordada con misteriosos signos con forma de palitos—. Vamos, no te demores —dijo agitando la mano delante de Simone con el ceño fruncido.
El grito de Haith estaba cargado de alivio.
—¡Oh, Minerva! ¡Gracias a Dios que has venido!
Las manos pringosas de sangre de Simone se retiraron con facilidad del vendaje inútil, apartándose del cuerpo mientras observaba a la bruja por detrás. Simone estaba empapada en sudor y sangre, y temblaba tanto que sintió que iba a vomitar.
La anciana se puso de rodillas con un gruñido y abrió al instante su bolsa. Ignoró por completo al hombre que tenía delante.
—¿Cuándo empezaron las convulsiones, hada?
—Hace sólo un instante —respondió Haith—. Tiene el hombro… lo siento, Minerva… no sé cómo he podido olvidar la canción.
—No te preocupes. Pero tenemos que detener la hemorragia. —La anciana sacó un objeto negro cubierto por un paño y una daga ornamental. Hundió la daga en el brasero más cercano y habló sin girar la cabeza—. Veo que tienes ortigas… bien, hada. Bien hecho. Pequeña… Simone, ¿verdad? Ven conmigo.
Tras un instante de vacilación, Simone se colocó al lado de la anciana, que no le dirigió ni una mirada.
—Cuando yo te diga, tira de él y sujétale de costado —dijo con voz pausada—. Hada, tú ocúpate de las ortigas; Genny, tú sigue sujetándole la cabeza. —Acercó el objeto cubierto con el paño—. Ahora, muchachas.
Simone tiró con todas sus fuerzas del cuerpo convulso de Handaar. Haith apartó rápidamente grandes puñados de hojas secas y las desmenuzó encima de la esterilla tejida, susurrando una retahíla de palabras ininteligibles.
—Eso es. Ahora, vuelve a bajarlo.
Simone soltó a Handaar y observó con aterrorizado asombro cómo se desarrollaban los siguientes acontecimientos delante de sus ojos.
Minerva estiró sus nudosas manos por encima del cuerpo de Handaar y una neblina suave y gris comenzó a envolver a la anciana. Cuando habló, su voz resultó fuerte y a la vez tranquila, melodiosa y ancestral.
Fue en el calor de mediados de verano
cuando mi dama se adentró en el bosque,
y la sangre como un río.
Vida de liebre, ciervo y búho.
Minerva se recogió las remendadas y polvorientas faldas en la mano y retiró la daga, que ahora brillaba, del brasero. La pasó suavemente por el hombro de Handaar allí donde chisporroteaba, y cayó el resto del vendaje.
Y ella recibió de buena gana a un cazador,
aunque tenía prohibido entretenerse,
y él se apoderó del botín
y bebió hasta saciarse.
La anciana dejó a un lado la daga. Simone se dio cuenta de que las convulsiones de Handaar habían disminuido. Minerva cogió entonces el objeto más grande y quitó el trapo negro para dejar al descubierto un trozo perfecto de hielo azul y plateado. Lo sujetó con las palmas cerradas durante un breve instante antes de colocarlo sobre el hombro de Handaar.
Mi dama lloró por la carnicería.
Y, en su sabiduría, llamó al invierno,
para salvar a sus hijos durante un tiempo.
¡Qué se detenga ahora mismo la sangre!
Las siniestras palabras de la bruja se desvanecieron en el silencio del salón. Simone se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. La dejó escapar lentamente, en silencio, mientras el cuerpo de Handaar se quedaba quieto y una especie de paz se apoderaba de él. Asombrosamente, no se filtró más sangre bajo el hielo azul, que se iba desintegrando rápidamente, pero el agua derretida parecía servir de abrigo a la herida, empapando la piel de Handaar.
¿Qué espantosos poderes poseía aquella anciana mujer que era capaz de detener una hemorragia? Haith y Genevieve parecían sentirse confortadas por su presencia; la baronesa viuda había recuperado incluso la compostura y estaba abrazando a Minerva, dándole las gracias en voz baja.
La anciana le dio una breve palmadita a Genevieve en el hombro y luego la apartó de sí.
—Vamos, ya está. Tendrás un respiro para poder descansar. Cuida un poco de ti misma. Hada, tú atiende a tu hija. Simone y yo nos ocuparemos de él hasta que regreséis.
Simone abrió los ojos de par en par mientras observaba a Genevieve mirar con incertidumbre a Handaar. Sin duda aquellas mujeres, las únicas aliadas que tenía ahora Simone, no la dejarían sola con aquel moribundo y con aquella aterradora anciana. A Simone le dio un vuelco el corazón cuando Haith se puso de pie.
—Gracias, Minerva. Bajaré enseguida para ayudaros. —Y dicho aquello, salió del salón sin mirar atrás.
Genevieve se detuvo un instante para mirar a Simone.
—¿Estarás bien, querida?
Simone abrió la boca para asegurar que no, que sin duda no iba a estar bien, pero en lugar de eso dijo:
—Sí, señora. Estaré perfectamente. —Simone se llevó una mano a la boca.
Genevieve ni siquiera parpadeó, sino que se dirigió a sus habitaciones, situadas en el piso de arriba.
—De acuerdo entonces, muchacha —dijo Minerva hurgando entre las cosas que había alrededor de Handaar y que ya no servían—. Vamos a limpiarlo y a hacerle entrar en calor.
Simone bajó la mano que tenía en la boca.
—¡Tú me has hecho decir esas palabras! ¡Ahora mismo, y también antes incluso de que llegaras!
—Sí, así es. —La anciana cogió los harapos que Simone había descartado, los escurrió y comenzó a limpiar el rostro de Handaar—. No pude atravesar el duro cráneo del hada, en caso contrario la habría utilizado a ella.
Simone se sentó asombrada mientras la anciana continuaba con su tarea.
—¿Quién eres?
—Una especie de pariente —respondió Minerva humedeciendo el paño una vez más—. Dame esa pastilla de jabón.
Simone cogió la barrita y se la tendió a Minerva.
—¿Eres tú la persona que va a ayudarme con… con mi hermano?
—Si vas a limitarte a quedarte sentada rumiando, no —aseguró la anciana señalando con la mirada la pila de trapos.
Simone cogió uno de los trozos de tela y comenzó a limpiar el pecho de Handaar.
—¿Cómo murió tu hermano? —preguntó Minerva con naturalidad.
—Atrapado en el incendio de un establo, junto con mi madre.
Minerva guardó silencio durante un breve instante.
—Pero tu madre no se te aparece, ¿verdad?
—No.
En cuestión de minutos, el cuerpo de Handaar estaba limpio de polvo y sangre. Parecía estar descansando plácidamente cuando Minerva cogió la manta de piel negra y lo tapó con ella. Miró a Simone y suspiró con hartazgo. La joven se dio cuenta de que la vestimenta de Minerva no mostraba ni una pizca de rojo, aunque la de Simone, igual que la de Haith y Genevieve, estaba cubierta con la sangre de Handaar.
—No va a resultar agradable —le advirtió Minerva—. Estará atado a mí, y cuando comencemos, no podremos parar. Yo… —Minerva bajó la vista hacia Handaar—. No sé si tendré fuerzas para empezar de nuevo. Será más duro para ti de lo que piensas.
Simone se estremeció.
—Entiendo.
—¿De veras? —preguntó Minerva con voz pausada.
Tras un instante, la joven negó con la cabeza.
—No.
Minerva miró hacia el otro lado del salón, como si alguien la hubiera llamado.
—Ahora iré a buscar mi habitación —dijo girándose de nuevo hacia Simone y poniéndose de pie con un gruñido—. Quédate con el señor hasta que el hada o yo volvamos. Si se despierta, avísanos. —Cogió su vieja bolsa y se dirigió hacia las escaleras, levantando la palma de la mano libre hacia arriba.
—Ven entonces, muchacho.
El ceño sorprendido de Simone abandonó su rostro cuando un reflejo plateado se deslizó por las baldosas del suelo. Didier apareció al lado de la anciana y le cogió la mano. Miró hacia atrás, en dirección a Simone, y le dirigió una sonrisa triste y un gesto de despedida con la mano abierta mientras la pareja salía del salón, dejándola sola.