Capítulo 25

ESTABAN ganando la batalla, expulsando a los galeses de regreso a la frontera, y a cada embiste de su espada, Nicholas sentía con fuerza el espíritu de Handaar con él. Dentro de la cabeza de Nick, cada salpicadura de sangre galesa curaba las heridas de Handaar, como si nunca las hubiera sufrido. Cada cuerpo que dejaba sin vida en el suelo iba llenando lentamente el vacío de su corazón por haber tenido que cortarle la pierna al anciano guerrero, por haberle visto morir en el salón de Hartmoore. Nick se sentía vengado, invencible y perdonado mientras se lanzaba sobre el enemigo bajo la mortecina luz del atardecer.

—¡Aahhhhh!

Aquel grito agudo surgió de detrás de él, y luego llegó el golpe en medio de la espalda, lanzando el cuerpo de Nick hacia delante. El aire se le escapó en forma de silbido mientras caía, y se giró rápidamente para enfrentarse al siguiente golpe que sabía que le seguiría rápidamente.

Un galés cubierto de sangre se precipitó hacia él con un palo grueso en una mano y un hacha pequeña en la otra, levantada por encima de la cabeza. La bestia soltó otro grito de guerra, desnudando los dientes en una sangrienta mueca.

Nick sólo tuvo fuerzas para levantar la espada, y la empuñadura golpeó contra el suelo congelado. El galés cayó bajo ella, convirtiendo su grito de guerra en un alarido balbuceante. El hacha dio una voltereta por el aire y mordió el polvo a escasos milímetros de la oreja de Nick con un silbido sordo.

El enemigo se deslizó hacia abajo por la espada de Nick hasta que quedó tendido encima de él, y Nick tiró con fuerza a un lado para liberar la hoja. Ante sus ojos comenzaban a aparecer espirales de colores cuando sus paralizados pulmones exhalaron finalmente un poco de aire, y se quedó allí tendido durante unos breves instantes, jadeando.

—Eso ha estado cerca —resolló en voz alta, y entonces se rió. El dolor de la espalda convirtió su risa en un gemido—. Estaré orinando sangre durante una semana después de la batalla, bastardo —le susurró al galés, que seguía mirando fijamente a Nicholas con una mueca de congelada sorpresa.

Los sonidos del combate iban disminuyendo, y Nicholas sabía que no transcurriría mucho tiempo antes de que cesaran completamente. Hizo un esfuerzo por apoyarse en un codo, cubierto por el corpulento cuerpo del hombre muerto, y miró hacia el campo de batalla antes de ponerse de pie.

El sol estaba empezando a ponerse más allá de las colinas galesas, oscureciendo la loma cubierta de sangre en la que se habían enfrentado. Los cuervos habían comenzado a dirigirse hacia los cadáveres desperdigados, y aunque todavía había algunos galeses empecinados en el combate cuerpo a cuerpo, Nicholas se dio cuenta de que la mayoría habían huido o estaban huyendo.

—¡Crane! —el grito llegó desde lejos, y Nick se giró para ver quién lo había emitido, escudriñando con la mirada los cuerpos caídos y los hombres que luchaban.

—¡Crane! —volvió a gritar la voz, y Nick volvió la cabeza, hacia la frontera. La imagen que allí vio provocó que la sangre se le congelara y detuviera su curso dentro de sus venas.

Llewellyn ap Donegal se sostenía de pie sobre sus delgadas piernas sobre la colina, a unos cien metros de donde estaba Nicholas, con su corta y gruesa espada alzada hacia el cielo. A la izquierda del galés había dos de sus bastardos cómplices, y sujetaban entre todos a un tercer hombre. El prisionero estaba de rodillas, sin cofia de mallas y sin casco, con el cabello rubio brillando con reflejos rojizos bajo la mortecina luz del día.

Era Tristan.

—¡La batalla es mía, Crane! —exclamó Donegal echando la espada hacia atrás.

—¡No! —gritó Nicholas lanzándose hacia los hombres, sintiendo como si tuviera las piernas atascadas en un lodazal y los brazos se le movieran despacio, demasiado despacio.

Donegal hizo un arco con la espada hasta clavarla en el pecho de Tristan. La escena era un boceto en líneas negras. Los hombres que estaban sujetando a Tristan lo soltaron, y el hermano de Nick cayó de costado. Donegal apoyó el pie en el hombro de Tristan y retiró el arma.

Los galeses se dieron la vuelta y salieron corriendo, desapareciendo por la cima del risco antes de que Nicholas estuviera a medio camino de su hermano.

 

 

 

Cuando la noche cayó sobre Hartmoore, los que todavía estaban allí se movían en una nebulosa de pánico. Todos los invitados a los festejos de la boda se habían marchado ya, o bien a la batalla o bien a sus propios hogares, asustados por los extraños sucesos y los malos presagios que parecían rodear y apretar con brazos oscuros los grandes muros de piedra del castillo.

Rose y Tilly, las doncellas personales de Genevieve, habían recorrido junto a Haith cada rincón del inmenso castillo y de los jardines en busca de las mujeres desaparecidas, y ahora estaban reunidas en torno a la mesa del señor con la vieja bruja, Minerva.

Evelyn estaba sentada en el extremo opuesto, sola. No estaba incluida ni tampoco directamente excluida de la conversación, así que se limitó a observar y a escuchar con las manos cruzadas sobre el rosario que sujetaba sobre la áspera lana marrón de su hábito.

Tilly, la más joven de las doncellas, lloraba abiertamente.

—No sé dónde pueden haber ido —sollozó—. ¡Nadie las ha visto en todo el día!

Evelyn pensó por un instante en admitir que había visto a lady Simone aquella mañana, pero las mejillas se le calentaron ante la idea de explicar las circunstancias. Lady Simone la despreciaba, y Evelyn no podía culpar a la hermosa mujer por ello. Rezaba por la seguridad de Nick y porque Simone estuviera también bien y a salvo.

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Minerva bajó la vista hacia la mesa y frunció el ceño. Evelyn sentía terror de la anciana.

—No hay nada que podamos hacer ahora al respecto, muchacha —dijo Minerva con buen tono, y Evelyn agradeció que la atención de la anciana no siguiera centrada en ella.

—Minerva tiene razón. Debemos esperar a que Nicholas y Tristan regresen. —Haith se quedó mirando a la niña que tenía en brazos, apartándole los rizos de la frente. Isabella sollozaba y mordía un trapo húmedo con miel. Haith alzó la vista hacia las doncellas—. Marchaos a la cama las dos. Si recibimos alguna noticia, os despertaré.

Cuando las doncellas salieron del salón, Haith bajó la voz.

—¿No puedes intentarlo otra vez, Minerva? Te lo suplico —la pelirroja se llevó una mano al corazón—. Este dolor que tengo en el pecho…

Minerva suspiró y sacó una bolsa forrada de piel de los pliegues de su falda.

—De acuerdo, hada, pero va a ser más de lo mismo, te lo advierto.

Evelyn agarró con más fuerza el rosario mientras la anciana canturreaba unos versos y sacaba tres piedras de la bolsa, colocándolas en línea sobre el tablero de la mesa. A Evelyn le pareció que eran trocitos de hueso.

—¿Lo ves? —le preguntó Minerva a Haith—. Están igual que la última vez que pregunté.

Haith se inclinó hacia delante y clavó la mirada en los objetos.

—La piedra de la muerte… me preocupa.

—Pero la piedra de la buena fortuna también está presente. —Minerva recogió los objetos con una de sus nudosas manos y los volvió a meter en la bolsa con un sonido tintineante. Evelyn dejó escapar el aire que no sabía que estaba reteniendo.

Minerva continuó.

—Y sabes tan bien como yo que la piedra de la muerte no siempre significa muerte. A veces significa simplemente —Evelyn sintió que la anciana le susurraba las siguientes palabras directamente a ella al oído—, un nuevo comienzo. —Evelyn se estremeció—. Y ahora, será mejor que hagas lo mismo que les has ordenado a las doncellas y te vayas a la cama.

Haith apoyó la frente sobre la palma de la mano, y Evelyn vio que le temblaban los hombros. No comprendía aquella misteriosa brujería ni tampoco tenía ganas de entenderla, pero le dolía ver a aquella mujer tan claramente preocupada por su esposo.

—No podré dormir —sollozó Haith.

—Debes intentarlo por la niña. No puede mantener sus llorosos ojos abiertos —Minerva extendió el brazo por encima de la mesa, y Haith colocó la palma de la mano en la de la anciana.

—De acuerdo —susurró la pelirroja—. Buenas noches, Minerva. —Se levantó del banco y parpadeó cuando sus ojos se encontraron con Evelyn, como si acabara de darse cuenta de que la joven estaba sentada a la mesa con ellas—. Buenas noches, lady Evelyn.

Evelyn le dirigió una sonrisa y una inclinación de cabeza.

—Buenas noches.

Cuando Haith se hubo marchado, Minerva dejó caer su propia cabeza entre las manos, y Evelyn se dio cuenta de que había palidecido. Las puntas de su desgastado cabello gris estaban mustias.

Evelyn se aclaró la garganta.

—Perdóname, Mi… Minerva —dijo, y la anciana giró la cabeza hacia un lado para mirarla—. ¿Te… te encuentras mal?

—¿Me encuentro mal? —Minerva se rió entre dientes—. No, muchacha. Sólo estoy vieja. Vieja y muy, muy cansada.

—Oh. —A Evelyn no se le ocurrió nada más que decir.

Minerva siguió mirándola fijamente durante un largo instante, parecía como si la estuviera atravesando con la mirada, pensó Evelyn. Sintió la absurda necesidad de santiguarse.

—¿Y qué me dices de ti, hermana Eve? —le preguntó finalmente—. ¿Volverás ahora al convento?

Aquella simple sugerencia provocó que a Evelyn le ardiera la garganta. Consiguió decir con un murmullo:

—No. Nunca. Aquel lugar no es… no es bueno.

Minerva asintió, como si lo comprendiera perfectamente.

—Así que entonces te quedarás en Hartmoore, ¿no es así?

Evelyn frunció el ceño.

—No sé qué otra cosa puedo hacer. No quiero quedarme aquí… lady Simone no me soporta, y aunque sé que Nick… que lord Nicholas no me echaría, siento que le he causado un dolor irreparable.

—Sí. Lo has hecho.

Evelyn asintió.

—Me gustaría… me gustaría poder ir a dormir y al despertar encontrarme muy lejos de este lugar, de estos recuerdos. En algún sitio donde nadie me conociera y pudiera empezar una nueva vida.

—¿Lo harías si pudieras? —preguntó la anciana.

—Sí. —Evelyn miró directamente a la bruja a los ojos, y el estómago se le puso del revés. "Dios mío, perdóname por lo que estoy a punto de sugerir"—. Minerva, tú… ¿tú puedes hacer eso? —le preguntó en un susurro.

—No del modo en que tú piensas, muchacha —dijo la anciana con una sonrisa irónica—. Pero tal vez podamos ayudarnos la una a la otra de todas maneras.

Evelyn sintió una mezcla de emoción y de miedo en el estómago.

—¿Cómo?

Minerva se puso de pie lentamente, como si le resultara doloroso hacerlo.

—Muy pronto. Tú sólo mantente callada y estate preparada para cuando te avise, ¿de acuerdo?

Evelyn no entendía nada, y lo cierto era que se le ocurrían cien cosas menos aterradoras que poner su futuro en manos de una vieja hechicera sarcástica.

Pero prometió:

—Estaré preparada.

Y lo decía en serio.