Capítulo 21

UNA vez en los establos, rebosantes de hombres y caballos dispuestos para la batalla, Nick buscó un barril lleno de agua de lluvia. Se quitó el cinto y la espada y los dejó a un lado, se sacó la destrozada túnica y se hundió hasta la cintura en el agua fría. Levantándose con un áspero gemido, se frotó las palmas por la piel, se rascó con los dedos el rígido cabello. Se metió dos veces más en el agua para quitarse la suciedad del cuerpo. Cuando volvió a salir, se dio cuenta de que no había pensado en llevar ropa seca ni una camisa limpia, y la brisa que atravesaba el establo le llegaba hasta los huesos. Maldijo y se sacudió el agua del pelo.

Algo suave le rozó la parte inferior de la espalda, y cuando se dio la vuelta, vio a Tristan con un pliego de lino en una mano y una deslucida camisa en la otra.

"Por supuesto", pensó Nick sombríamente. "Que mi hermano me envuelva como el bebé que soy." —Le quitó bruscamente el lino a Tristan, dándole las gracias escuetamente con un murmullo.

—Los monjes se han ido —le contó su hermano.

Nick arrojó el paño ahora húmedo por encima de un muro situado a media altura y cogió la camisa. La sacudió: estaba desteñida y arrugada, pero limpia.

—Bien —dijo mientras se ponía la prenda de lana por la cabeza. Continuó hablando mientras ataba los nudos—. No necesito su codiciosa intervención mientras esperamos a ver si Handaar se despierta. —Nick cogió la funda de su espada y sacó el arma.

—Ellos no son los únicos que van a marcharse de Hartmoore, Nick —dijo Tristan dando un paso hacia él.

Nicholas cogió la toalla húmeda del muro y comenzó a secar su espada. Luego miró a su hermano.

—¿Ah, no?

—No. Algunos nobles… —Tristan se detuvo y miró a su alrededor bajando la voz—. Lord Bartholomew les ha convencido de que el ataque fue responsabilidad tuya. Ha hablado de informar a Guillermo.

—La boca sucia de Bartholomew no me preocupa, Tristan —aseguró Nick dejando la hoja de su espada limpia—. Guillermo no le prestará ni un momento de atención a sus disparatadas palabras. Wallace Bartholomew es un codicioso que anhela poseer Hartmoore.

—Puede ser —reconoció Tristan—. Pero hay algunos nobles que lo escuchan. Muchos han mandado salir ya a sus esposas y a los criados, y unos cuantos han hablado directamente de coger a sus hombres y marcharse también.

Nick se detuvo con la espada en una mano y la funda en la otra.

—No pueden hacer eso —dijo—. Si llega la hora de la batalla, el deber de los señores es luchar. Desertar sería una traición.

Tristan se encogió de hombros.

—He hecho lo que he podido para intentar que se queden, pero Bartholomew es incansable.

Nick guardó la espada en la funda emitiendo un silbido cimbreante.

—No necesito tu caridad, hermano.

—¿Caridad? —Tristan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada sin asomo de humor—. Dios mío, Nick… creí que tenía una buena dosis de orgullo. No he hablado con los otros señores por caridad… estoy intentando evitar que vayamos a la batalla en desigualdad de condiciones. ¿Quién sabe a qué nos enfrentaremos en la frontera? Si son varios los nobles que retiran su apoyo, el enemigo bien podría superarnos en número y asesinarnos a todos, como hicieron en Obny.

A Nick se le heló la sangre en las venas.

—Eso no sucederá.

—¿No querrás al menos…?

—No —lo cortó Nick, que no deseaba continuar con aquella incómoda conversación—. Debo volver al lado de Handaar. Déjalo estar, Tristan, todo va a salir bien.

Tristan parecía dispuesto a seguir presionando cuando algo llamó su atención por encima del hombro de Nick, en la entrada del establo. Nick vio cómo su hermano apretaba la mandíbula y se dio la vuelta.

Lord Bartholomew y otros dos nobles de cierta edad habían entrado y caminaban airadamente por el pasillo principal con expresión petulante.

—¡Bartholomew! —lo llamó Nicholas. Su ira fue en aumento al ver que uno de los nobles le dirigía una mirada nerviosa pero no disminuía el paso—. ¡Bartholomew! ¡Estoy hablando contigo! ¡Detente!

El hombre se paró y se dio la vuelta, pero no dijo nada, se limitó a mirar a Nick con su actitud altiva. Se hizo un notable silencio en el establo.

—¿A dónde vas tan aprisa? —inquirió Nicholas—. Pronto entraremos en combate, y necesitamos a tu gente.

—Creo que no, FitzTodd —respondió Bartholomew—. No sacrificaré a mis hombres porque tú seas demasiado arrogante como para no vigilar tus dominios. Le advertí a Guillermo en Londres que esto ocurriría.

—¿Me estás haciendo responsable de la pérdida de Obny? —preguntó Nick con voz pausada.

—Por supuesto que sí —aseguró Bartholomew con desprecio—. Veremos que opina ahora Guillermo de su niño mimado, ¿eh? —El noble dio un paso al frente y escupió en el suelo del establo—. Un joven estúpido que se ha casado con una loca y que debe agarrarse a un hermano que no es de su sangre para mantener su castillo a raya. El viejo Richard debe estar revolviéndose en su tumba.

—Eres un hijo de perra —gruñó Nick—. Cuéntale a Guillermo lo que quieras. Cuéntaselo. Y yo estaré allí para ver cómo te separan la cabeza del cuerpo por traidor.

Bartholomew se rió entre dientes y luego se encogió de hombros.

—Lo veremos, ¿no es así? En cualquier caso, debes estar encantado de tener a la hermosa Evelyn de nuevo a tu lado. Lástima que hayas tenido que hacer que maten a su padre para que vuelva a ti.

Tristan se lanzó contra aquel petulante, provocando que Bartholomew se tambaleara hacia atrás, pero Nicholas contuvo a su hermano.

—Vete de mi vista, alimaña —dijo Nick con todo el cuerpo temblándole por la rabia y la humillación—. La próxima vez que te vea, y te juro que será pronto, será la víspera de tu muerte.

Bartholomew se rió e hizo una reverencia burlona. Entonces los dos nobles con los que había entrado se acercaron, llevando sus monturas y también el caballo de Bartholomew. Cogió las riendas y se giró para subirse.

—Buenos días, FitzTodd —dijo solícito antes de espolear a su caballo para que saliera de los establos. Sus dos compinches fueron tras él, y se escuchó un ruido sordo tras la puerta. Nick y Tristan se acercaron al corral del establo, y la visión que encontraron ante sus ojos provocó que Nick sintiera como si le hubieran dado una patada en el estómago.

No menos de ochenta hombres habían recogido sus caballos de batalla y se dirigían todos juntos hacia la torre de defensa. Nick giró la cabeza hacia las puertas del gran salón, donde los criados estaban sacando baúles mientras las damas vestidas elegantemente y sus doncellas esperaban sentadas dentro.

Tristan maldijo detrás de él. Nick se dirigió hacia el grupo de soldados, y atravesó el grupo de jinetes con los brazos en alto.

—¡Un momento! ¡Un momento, soldados! —gritó tirando de los arreos—. ¡Vosotros y vuestros señores me debéis fidelidad! ¡Debéis quedaros y luchar! ¿Vais a permitir que los galeses violen vuestra tierra? ¿Que aterroricen vuestras aldeas y asesinen a vuestra gente sin pagar por ello?

Pero los jinetes se apartaron y se acercaron a las puertas. Una extraña sensación comenzó a subir en espiral por el estómago de Nick, una sensación que no había experimentado nunca antes con anterioridad.

Pánico.

Un joven soldado redujo el paso de su caballo y miró hacia Nicholas.

—Lo siento, milord —dijo—. Pero lord Bartholomew nos ha metido miedo… dice que no podemos ganar. —El muchacho se estremeció y miró a su alrededor furtivamente—. No quiero morir, milord. Tengo una mujer que me necesita… y también un hijo en camino —asintió, como si acabara de tomar una decisión—. Que Dios te acompañe, milord.

Lo único que pudo hacer Nicholas fue quedarse mirando fijamente al joven mientras se unía al éxodo concentrado a las puertas de Hartmoore.

"Esto es ridículo", pensó Nicholas angustiado. "Tenemos… teníamos casi quinientos hombres armados. Ninguna aldea galesa podría vencernos. ¿Por qué no pueden verlo?"

Giró despacio en círculo para mirar de frente al castillo, con el cuerpo agitado por la piel del caballo y las botas con espuelas. El anciano lord Cecil Halbrook estaba hablando con Tristan, y ambos hombres parecían preocupados. La cacofonía de los soldados y el ruido de los cascos de los caballos, el tintineo de los arreos y el chirriar de las ruedas de los carros resonaban en los oídos de Nick, junto con un zumbido subyacente, como si una abeja gigantesca le diera vueltas dentro de la cabeza.

Comenzó a acercarse a Halbrook y Tristan con un extraño hormigueo en las piernas. Cuando se hubo aproximado lo suficiente como para que el hombre pudiera oírle, gritó:

—Tú también no, Cecil.

—¡Buenas noches! ¡No pienses en ello ni por un instante, muchacho! —replicó Halbrook con su voz de barítono. Agarró a Nick del brazo—. No tengo muchos hombres, pero están a tus órdenes.

—No todos han huido, Nick —intervino Tristan—. Lord Halbrook ha hablado con muchos de los demás, y siguen estando con nosotros.

Nick miró a Cecil, y el hombre asintió.

—Bartholomew es un fanfarrón jactancioso que no cae bien.

Nicholas se quedó pensativo y en silencio durante un instante.

—¿Cuántos hombres tenemos? —les preguntó a los dos.

—Oh… eh… yo diría que bastantes —dijo Halbrook mirando a Tristan.

Su hermano apretó las mandíbulas.

—No llegan a la mitad.

Nicholas se giró para mirar la retaguardia de los cobardes que huían para que Tristan no pudiera leer la incertidumbre en sus ojos. El anochecer empezaba a caer sobre Hartmoore ahora; unas nubes púrpura poblaban el cielo de pizarra y el aire estaba cargado de frío. Una pícara y gruesa gota de agua le salpicó la mejilla, fría y sorprendente.

"Esto no puede ser", pensó con aire ausente. La situación era de lo más crítica. No sabía si Randall alcanzaría al rey a tiempo, y si no lo hacía, con sus efectivos disminuidos en más de la mitad, una batalla que podría ganarse fácilmente se convertiría en una lucha sangrienta en suelo extranjero. Las cosas no podían estar peor.

Pero cuando escuchó la voz frenética de su madre llamándole desde el salón que quedaba atrás, Nicholas sintió que las cosas se iban a poner infinitamente peor todavía.

 

 

 

El laberinto de pasadizos de Hartmoore estaba extrañamente desierto, y Simone dio por hecho que la mayoría de los invitados se habían retirado tras las puertas cerradas para escapar de la solemne atmósfera de duelo que había descendido sobre las festividades desde que Nick regresó de Obny. Simone estaba agradecida de no tener que temer un encuentro con alguno de los maliciosos cortesanos, pero tampoco estaban por ninguna parte ninguno de los criados de Hartmoore… a todos ellos se les había pedido que anduvieran por el gran salón, atendiendo a sus amos y esperando con tanta inquietud como la familia alguna señal de lord Handaar.

Simone sabía lo que tenía que hacer. Recogería a Didier, que estaba con la anciana, y, tras advertir a lady Genevieve, su hermano y ella viajarían de alguna manera a Londres y le solicitarían clemencia al rey Guillermo. Nicholas tendría su nulidad. Después no tenía ningún sitio a donde ir excepto Francia, y entonces le contaría a Didier la verdad respecto a su padre.

Pero todavía no. Que Dios perdonara su egoísmo, pero no podía soportar la idea de dejar partir a Didier ahora, cuando tanto lo necesitaba. No le quedaba nadie más.

—Lady Simone, aquí estás —dijo una voz detrás de ella. Simone tenía los nervios tan de punta que dio un respingo y soltó un grito asustado.

Al girarse se encontró con lady Haith, que llevaba a Isabella en brazos.

—Acabo de venir de tus aposentos —dijo Haith observándola detenidamente—. ¿Cómo te encuentras?

Simone trató de sonreír.

—Mucho mejor. De hecho, yo también te estaba buscando a ti.

Isabella chilló.

—Sí, cariño, tu camita está muy cerca —le dijo Haith a la niña acariciándole la mejilla con la nariz. Miró a Simone—. Ha comido hasta saciarse y ahora quiere dormirse, la ternerita.

Simone trató de volver a sonreír. Pero no lo consiguió.

—Lady Haith, ¿dónde está Didier?

—Esa es justamente la razón por la que te estaba buscando —aseguró Haith con dulzura—. Ven —la urgió pasando por delante de ella y doblando una esquina que había más allá.

Estaba claro que Haith conocía los corredores de Hartmoore mejor que Simone, porque ella tuvo prácticamente que correr para seguir los pasos de la pelirroja. Terminaron en un corredor adyacente al ala que albergaba los aposentos del señor, y se detuvieron frente a una puerta. Dentro de la habitación que había al otro lado se escuchaba un gran estrépito, lo que provocó que Simone diera un respingo.

—¡Dios Todopoderoso! ¿Quién está ahí dentro?

—Minerva y Didier, por supuesto —Haith deslizó la mirada hacia Isabella y le pasó la mano por la suave cabecita. La niña ya estaba dormida. Haith volvió a mirar a Simone—. Prepárate.

Simone siguió a la joven por la puerta con el ceño fruncido.

—¿Por qué debería…? —enmudeció cuando vio el estado en el que estaban las cosas dentro de la habitación de invitados.

La vieja bruja estaba cómodamente reclinada en la ancha cama, cubierta con pieles. A Simone se le quedó el aire retenido en el pecho cuando el aire gélido de la habitación le atravesó los pulmones. Cerca del alto techo, un largo círculo de objetos habitualmente inanimados volaban en salvajes giros: un candelabro, una jarra, una zapatilla de cuero, el orinal… Simone no podía distinguir claramente cada objeto debido a su mareante vuelo. Soltó un alarido y cayó hacia atrás mientras el orinal rompía filas y se dirigía volando hacia ella, haciéndose añicos a escasos centímetros de sus pies.

Simone miró a Haith, que había cruzado la habitación con naturalidad y estaba ahora colocando a Isabella en una cuna baja de madera que parecía resplandecer con un brillo etéreo.

—Lady Haith, ¿qué es esto?

Pero antes de que Haith pudiera responder, Didier apareció delante del rostro de Simone. La imagen del niño, normalmente robusta y real se veía nebulosa y gris. Didier se agarraba con fuerza a su pluma blanca con ambas manos y miraba a Simone con ojos enloquecidos.

—¡Hermana! ¡Tienes que hacer que se marche! —su voz resonó con eco y entrecortada, y Simone se dio cuenta de que Didier parecía estar completamente empapado, aunque no tenía agua rodeándole sus…

Sus piernas terminaban en una niebla sombría situada unos centímetros por encima del suelo. Simone se sintió absolutamente aterrorizada.

—Dios mío, Didier. —Simone se giró para mirar a la anciana, que estaba metida en la cama—. ¿Qué le estás haciendo? —inquirió.

—Vamos, muchacha, no temas —aseguró Minerva—. Esto es bastante normal. —Centró su atención de nuevo en Didier, y sus ojos se oscurecieron—. De acuerdo, niño, vuelve a lo tuyo y deja de asustar a tu hermana.

Lanzó una mano nudosa, y Didier se apartó de Simone volando hacia atrás con un grito infernal que a ella le rompió el corazón y le puso la piel de gallina. Didier se cernía ahora sobre el anillo de objetos situados en lo alto, y parecía estar escupiendo, gimiendo y haciendo crujir sus dientes.

—¡Deten esto ahora mismo! —dijo Simone en un áspero susurro, acercando una de sus temblorosas piernas al extremo de la cama—. ¿Es que no ves que lo estás matando?

La anciana alzó una de sus cejas delgadas y oscuras.

Simone gimió frustrada y se giró hacia Haith, que ahora estaba cruzando la habitación.

—¡Lady Haith, por favor!

—No se puede hacer nada, Simone —dijo la pelirroja. Miró a Minerva—. Está luchando, ¿verdad?

La anciana resopló y puso los ojos en blanco.

Haith agarró a Simone del codo y la apartó suavemente de la cama justo en el momento en que un cáliz ornamental de plata se precipitaba a toda velocidad hacia donde ella había estado un instante antes.

Didier sollozó. Simone contuvo el aliento cuando una butaca labrada que estaba cerca del hogar comenzó primero a tambalearse sobre sus delicadas patas y luego se alzó por los aires.

Minerva chasqueó la lengua desde su refugio de la cama.

—Ah-ah, muchacho, creo que no. —Agitó una mano hacia la tambaleante butaca, y esta regresó al suelo, quedándose quieta una vez más.

Simone hizo un esfuerzo para tragar el enorme nudo que tenía en la garganta.

—No alcanzo a comprender como esta… esta tortura lo está ayudando.

Haith le dirigió una sonrisa triste.

—Sé que es descorazonador presenciarlo, pero para que Didier pueda seguir adelante, necesitamos descubrir primero por qué está aquí. Lo que significa que debe revivir el momento de su muerte.

Simone sintió cómo hacía explosión su ira y se dio la vuelta para volver a mirar a la anciana.

—¡No me dijiste que sería así como había que hacerlo! ¿Cómo puedes hacerle sufrir tanto después de todo lo que ya ha pasado?

—Si te lo hubiera dicho, ¿habrías seguido adelante con ello? —inquirió Minerva—. No, no lo habrías hecho. Y no es dolor lo que estás presenciando aquí, muchacha… es miedo, puro y simple. El chico tiene miedo a ese alguien o a ese algo que le provocó la muerte, y está utilizando toda su energía para evitar ver el momento que vivió.

—Libéralo, Minerva —le ordenó Simone.

La anciana miró a Simone como si le hubieran salido de pronto dos cabezas.

—No, muchacha. Detenerlo ahora sólo retrasaría lo inevitable —sonrió casi con orgullo a Didier mientras él continuaba retorciéndose y aullando por el aire—. Está haciendo progresos.

—Necesito que esté conmigo ahora —aseguró Simone—. Puedes continuar con esto en cualquier otro momento.

—¿Lo necesitas? —se mofó Minerva—. ¿Para qué? ¿Para que te traiga las zapatillas?

Haith contuvo el aliento.

—¡Minerva!

—No me regañes, hada —le advirtió la bruja recostándose contra las almohadas—. Este niño necesita ser liberado de los lazos que lo atan, y aquí tu joven baronesa necesita no pensar tanto en sí misma.

—Yo soy la señora de este castillo —gruñó Simone, y sus palabras sonaron sorprendentemente sinceras a sus propios oídos—. ¡Y exijo que me devuelvas a mí hermano!

—No lo permitiré, muchacha —dijo Minerva. Apretó los labios y luego giró la cabeza.

Simone no podía salir de Hartmoore sin él. No lo haría.

—Didier —dijo centrando la atención en el fantasma que se retorcía por encima de las vigas—. Didier, ven conmigo ahora mismo.

El niño disminuyó el ritmo de sus volteretas y clavó en ella su aterradora mirada, gris como una llama congelada. Un brillo de esperanza brilló en sus ojos, y Simone corrió a la puerta de la habitación.

—Vamos, Didier… todo está bien —lo engatusó—. Marchémonos de aquí, tú y yo solos —subió el tono de voz, que se volvió algo chillona—. Yo… yo te leeré.

El niño descendió en picado desde el techo, y durante un instante Simone se sintió invadida por una esperanza emocionada. Pero Didier se detuvo bruscamente a mitad de camino de la puerta.

—Nooon! —gimió, y rebotó de nuevo hacia el aire como si lo hubieran catapultado.

—¡Déjalo ir! —gritó Simone, que estaba ahora completamente fuera de sí, y se lanzó contra la anciana que estaba en la cama, dispuesta a arrancarle los ojos vidriosos.

Haith se lo impidió sujetándola con fuerza.

—¡Basta, Simone, basta!

—Tú no lo entiendes… él es todo lo que tengo —sollozó Simone, luchando contra los brazos de Haith hasta que consiguió zafarse. Miró hacia el techo, pero Didier había desaparecido—. ¿Dónde ha ido? Didier!

—Se ha desvanecido, muchacha —dijo Minerva con tono afable—. Está agotado por la lucha. Volverá a resplandecer de nuevo en un instante.

Haith volvió a apoyar la mano con suavidad en el brazo de Simone.

—¿Por qué no regresas a tu habitación, Simone? Has tenido un día duro, y…

Al otro lado de la puerta se escuchó la débil llamada de una mujer, que se fue haciendo más fuerte.

—Ah, no —suspiró Minerva. Entonces alzó el rostro hacia el techo con los ojos cerrados y empezó a hablar—. Ve en paz, Handaar Godewin. Ve en paz, viejo guerrero. Volveremos a encontrarnos.

Las llamadas del pasillo se hicieron todavía más fuertes; ahora podía escucharse también el sonido de unos pasos precipitados. Simone dio un respingo cuando llamaron a la puerta, y cuando aquel miedo frío y líquido se apoderó de su estómago, supo lo que le esperaba. Lo supo.

—¡Baronesa! ¡Baronesa! ¡Lady Haith! —los gritos de pánico se escuchaban claramente a través de la gruesa puerta. Comenzaron a dar fuertes golpes de nuevo.

Simone miró a Haith, pero la pelirroja sólo miraba fijamente a Minerva. Simone cruzó hasta la puerta y la abrió de par en par, dando paso a la doncella de Genevieve, Rose, que lloraba y se retorcía las enrojecidas manos.

—¡Oh, por el amor de Dios, baronesa! —sollozó la muchacha—. ¡Ven deprisa! Lord Handaar… se ha despertado y… —rompió a hipar—. ¡Tienes que venir!