Capítulo 1
SEPTIEMBRE de 1077
Londres, Inglaterra
Simone du Roche se sentó en una de las sillas doradas del gran salón de baile del rey. La rica túnica de terciopelo caía en verdes y profundas cascadas a sus pies. Llevaba la negra melena recogida en unas complicadas trenzas colocadas a cada lado de su tocado, que se alzaba majestuoso. Sus verdes ojos de gata observaban a los demás invitados con un desprecio mal disimulado mientras brincaban al ritmo de la música de los laúdes.
Aquella era la tercera y última velada de celebración del cumpleaños del rey Guillermo, y Simone se alegraba profundamente de ello. Cuando terminara la fiesta de aquella noche, quedaría por fin libre de las miradas curiosas y los susurros en voz baja que lanzaban en su dirección los mezquinos y rencorosos miembros de la corte de Inglaterra.
Simone apretó los dientes para conseguir una sonrisa cuando un noble de aspecto fofo inclinó la cabeza hacia ella.
"Está intentando ser amable", se dijo Simone para sus adentros. "Y sin embargo, el muy burro no sabe que he entendido cada una de las mordaces palabras que ha dicho su compañero sobre mí".
—Está demasiado gordo, hermana —le susurró Didier en francés, su lengua materna—. Si fuera tu marido, te aplastaría.
Simone ocultó una sonrisa malévola tras el velo que llevaba unido al tocado y susurró:
—¡Calla, Didier! Eres demasiado pequeño para tener semejante conocimiento de lo que ocurre entre marido y mujer. —Manteniendo la cabeza ladeada para ocultar la boca, añadió—: Tendrías que haberte quedado en tus habitaciones, como te dije. No puedo evitar pensar que esta noche acabarás causándome problemas.
Didier se limitó a encoger sus huesudos hombros. Su delicado rostro era una versión más pequeña del de Simone, con idénticos ojos verdes y una mata de cabello oscuro y revoltoso.
—No me gusta estar solo, y hasta ahora nadie se ha percatado de mi presencia —razonó el niño.
—En cualquier caso, no debes hablarme con tanta libertad aquí. Eso atraería una atención que no deseo. —Simone volvió a colocarse el velo en su sitio y puso las manos sobre el regazo en lo que esperaba fuera un gesto recatado.
El bailé tocó a su fin, y el blando y anciano caballero que antes había estado mirando a Simone se apartó de su compañero. La fina túnica, ribeteada en piel, sobresalía por la zona de su considerable trasero mientras se acercaba a ella caminando como un pato. "Al menos tiene un rostro agradable", reconoció Simone.
Didier se rió por lo bajo a su lado.
—Hablando de no querer llamar la atención, aquí viene el gordo.
Simone convirtió su rostro en una máscara de calma cuando el grueso y bajito noble se inclinó ante ella. Se dirigió a Simone en francés.
—Lady du Roche, no resulta apropiado que una dama de vuestra belleza permanezca sentada y sin atención en una celebración como esta. Vuestro padre os da permiso para que os unáis al siguiente baile.
"Por supuesto que da su permiso", pensó Simone para sus adentros. "Eres un hombre viejo y rico y mi deber es mostrar la mercancía".
Pero en voz alta se limitó a decir:
—El placer es mío, monsieur Halbrook —y posó los dedos en su húmeda y gruesa palma con un escalofrío interno.
Te aplastaría si fuera tu marido.
Cuando Halbrook la guió hacia el centro del salón de baile y comenzaron a sonar las notas de la siguiente danza, Simone hizo un esfuerzo por no salir disparada de la fila de damas a la que se había unido y regresar corriendo a la relativa seguridad de sus aposentos alquilados.
Armand du Roche cruzó la mirada con la de Simone cuando las mujeres se inclinaron en una profunda reverencia. El padre de Simone inclinó la cabeza de forma casi imperceptible para señalar al grueso lord que tenía ella enfrente. El cabello castaño cayó cubriendo la fea cicatriz de su frente, y Armand du Roche alzó una ceja.
Servirá, ¿no?
Simone apartó la mirada de la de su padre para componer la forzada sonrisa que se esperaba de ella, y se concentró en el baile.
Oui, papá. Servirá.
A Simone había dejado de importarle a quién escogería Armand para que fuera su esposo. Simone, su padre, e incluso el pequeño Didier, eran parias en aquel país extranjero, unos bichos raros, objetos de cotilleo para aquellos ingleses glotones. La vida entera de Simone era una mentira.
Sus pies siguieron mecánicamente los pasos, y Simone se envolvió en la frialdad de la verdad como si fuera un escudo de hielo.
—Llegas tarde, hermano —le reprendió Tristan a Nicholas cuando se acercó. Al ver que Nick se tropezaba contra un jarrón alto y delicado que había a su lado, Tristan añadió—: Y por lo que parece, bastante borracho.
Nick agarró el jarrón tambaleante justo a tiempo y le dirigió a Tristan una sonrisa de medio lado.
—He tenido que atender un asunto urgente, te lo aseguro. Lady Haith, esta noche estás esplendorosa. Madre te envía todo su amor.
Nicholas tomó la mano de su cuñada y se inclinó para darle un beso en la mejilla. Sus labios apenas le rozaron la oreja, y Haith se apresuró a sujetarlo.
—Lord Nicholas —bromeó—, ¿ese asunto implicaba sumergirte en un cubo de colonia de mujer?
—Mis disculpas, milady —Nick sonrió a pesar de la mirada fulminante de Tristan, que cargó contra él.
—¡Por el Amor de Dios, Nick! Al menos podrías haberte bañado. No estaría bien que Guillermo te viera en este estado. Ya sabes que querrá reunirse contigo mientras estés en Londres.
Nicholas se encogió de hombros.
—Eso no importa. A Guillermo le dará igual que me haya tomado una copa o dos… sólo querrá saber que traigo noticia de que su frontera está a salvo.
La hermosa cuñada de Nick miró a su esposo.
—Milord, tal vez estaría bien que acompañaras a Nick a sus habitaciones. No le conviene que le vean en estas condiciones.
—No va a poder evitarse, cariño —le respondió Tristan a su pelirroja esposa con tristeza—. Las damas ya lo han visto. Me temo que está atrapado.
Nick se giró hacia el salón que tenía detrás y vio varios pares de ojos femeninos clavados en él mientras las damas terminaban con impaciencia el baile.
Él se rió con descarado regocijo.
—Sí, estoy atrapado, ¡y qué trampa tan dulce!
—Nicholas —le advirtió Tristan—, el propósito de que acudas a la celebración del cumpleaños del rey, que hasta el momento no habías considerado digna de tu presencia, es encontrarte una prometida adecuada, no que te acuestes con toda la población femenina.
Lady Haith puso los ojos en blanco ante la ruda conversación y les dio la espalda a los hermanos, bebiendo de su copa de vino mientras observaba a la gente bailando.
—Eso es exactamente lo que he estado haciendo, hermano —insistió Nick—. He estado muy ocupado intentando probar la valía de cada dama —Nick arqueó las cejas—. Mis investigaciones han sido de lo más exhaustivas.
Tristan se inclinó hacia delante y, a través de su nube de alcohol, Nick vislumbró un atisbo de preocupación —¿o sería de desaprobación?— en los azules ojos de su hermano.
—Esto no está bien, Nick —le advirtió Tristan con voz pausada—. Puedes emborracharte y retozar hasta el final de tus días, pero eso no te devolverá a lady Evelyn.
—No menciones el nombre de esa mujer delante de mí —gruñó Nick. Su buen humor de beodo había desaparecido por completo—. Su engaño no tiene nada que ver con cómo decido divertirme. Ella no significa nada para mí.
—¿De veras? —Tristan alzó una ceja—. ¿Y por eso todas las damas que te han sido presentadas hasta el momento te han parecido demasiado morenas, o demasiado anchas, o demasiado altas, o con los ojos del tamaño equivocado?
Nick miró fijamente a su hermano.
—Ocúpate de tus propios asuntos.
—Sólo te estoy sugiriendo que…
—Bueno, pues no lo hagas. —Nick cogió la copa que Tristan sostenía con la mano y le dio un buen sorbo. Sus ojos escudriñaron la masa de gente en movimiento con menos entusiasmo ahora. Su anterior alegría había menguado tras las entrometidas observaciones de su hermano.
Muchas de las damas presentes se lo quedaron mirando fijamente, sus ojos lanzaban atrevidas invitaciones, particularmente aquellas de cuyos favores ya había disfrutado. Nick se dio cuenta de que había algunos rostros nuevos entre las damas que estaban bailando, jóvenes recientemente colocadas en el mercado por sus familias, deseosas de conseguir un matrimonio provechoso. Aunque algunas eran bastante atractivas y servirían para pasar un buen rato, ninguna de ellas despertó un auténtico interés en Nicholas. Era como si estuviera mirando un campo abierto con ganado desperdigado, cada vaca tenía unas facciones ligeramente distintas, pero cuando se las miraba como a un todo, ninguna destacaba entre las demás.
El rostro de Evelyn apareció en su mente de forma completamente inesperada, como tenía por costumbre hacer. Los delicados mechones de cabello castaño y ondulado que enmarcaban aquellos ojos tranquilos y azules como un cielo de invierno. La delicada constelación de pecas que le cruzaba las sonrosadas mejillas se le aparecía allí, cuando tenía delante las máscaras de falsa serenidad que componían aquellas damas.
Nick se regañó a sí mismo por enésima vez.
"Debería haber ido buscarla al convento", pensó. "La misma noche en la que me enteré de su huida, tendría que haber cabalgado hasta la abadía de Withington y llevarla de regreso a Hartmoore, tanto si quería como si no".
Pero en cuanto aquel pensamiento floreció, se marchitó y murió. No presionaría con su proposición a una mujer que estaba tan claro que no lo quería. Todavía ahora seguía sin abrir los mensajes que le había enviado Evelyn. No se veía con ánimo de leer las excusas y las disculpas que sin duda contenían las cartas. Lo había abandonado, había renegado de él.
Lo había humillado.
El baile terminó, y la gente se dispersó ordenadamente. Nick se llevó a los labios la copa que había requisado, pero se detuvo a medio camino al ver a la delicada criatura que el anciano lord Cecil Halbrook estaba sacando de la pista de baile.
Parecía increíblemente menuda al lado de su corpulento compañero, y Nick apostaba a que la coronilla de su cabeza no le llegaría al hombro. La cola de su vestido verde iba tras ella con una fila real, y cuando su rostro abatido se giró ligeramente hacia él, Nick contuvo el aliento.
Los ojos más verdes que había visto en su vida lo atravesaron con su mirada antes de volver a inclinar una vez más su cabeza de oscuros mechones.
—Es guapa, ¿verdad? —preguntó lady Haith con naturalidad, dirigiéndose una vez más hacia los hermanos.
—Hm —replicó Tristan.
Nick sacudió ligeramente la cabeza, como si estuviera tratando de quitarse las telarañas que lo envolvían.
—¿Quién es?
—Lady Simone du Roche —respondió Haith—. Ha llegado hace poco de Francia con su padre.
—¿Está disponible? —Los ojos de Nick siguieron a aquella belleza mientras Halbrook la dejaba en una silla situada a cierta distancia. Su compañero se despidió precipitadamente de ella y se apartó para hablar con un hombre alto y corpulento que estaba ahí al lado. Abandonada a su suerte, la mujer se cubrió el rostro con el velo, ocultando sus rasgos de porcelana.
—Sí, está disponible —respondió Tristan—. El hombre con aspecto de bruto que está a su izquierda es su padre, Armand du Roche. Parece que su último compañero de baile tiene un interés por ella que va más allá de lo pasajero.
—Pero, ¿por qué está siendo presentada en la corte inglesa? —preguntó Nick—. Sin duda no faltarán pretendientes en Francia para una dama de título tan encantadora como ella.
Tristan se encogió de hombros y luego giró la cabeza hacia su esposa.
—¿Milady?
A Haith le brillaban los ojos cuando se inclinó hacia Nick.
—Hubo un escándalo increíble en su tierra natal. Estaba prometida al miembro de una familia de nobles muy antigua, pero el novio rompió el compromiso el mismo día en que iban a casarse —Haith bajó todavía más el tono de voz—. Dicen que está un poco loca.
—¿Loca? —Nick sólo estaba escuchando a medias la información sobre aquella mujer de la que no podía apartar los ojos.
—Se rumorea que escucha voces dentro de su cabeza… habla con gente que no está aquí —Haith aspiró el aire por la nariz—. Pero yo no me lo he creído ni por un instante. Yo pienso que…
Nick le pasó la copa de su hermano a Haith, consiguiendo así silenciarla.
—Tengo que hablar con ella —dijo antes de estirarse la túnica, que estaba ligeramente arrugada, y dirigirse en su dirección a grandes zancadas.
Cuando Nick se hubo marchado, Tristan se giró para mirar a su esposa, que seguía observando fijamente a la mujer de cabello oscuro.
—¿Tú qué piensas, milady? —le preguntó—. ¿Crees que Nick obtendrá una nueva conquista con esa chica?
Una sonrisa taimada cruzó los labios de Haith.
—Creo que si no se anda con cuidado, esta vez será Nick el conquistado.
—¿Puedo visitar la otra sala, hermana? —le preguntó Didier a Simone en cuanto ella regresó a la silla—. He visto unas tartas maravillosas que me encantaría probar.
Simone dejó caer la barbilla y giró ligeramente la cabeza antes de murmurar:
—No, Didier. Tienes que quedarte aquí conmigo hasta que papá diga que es hora de irse.
—¿Por quéee? —gimió el niño, provocando que Simone diera un respingo—. Hace mucho tiempo que no como ningún dulce… ¡nadie me descubrirá, te lo juro!
Simone resopló de una manera impropia para una dama.
—Oh, sin duda, nadie notará que unos trocitos de comida se levanten del buffet y caigan al suelo —en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, Simone lamentó su sarcasmo. Suavizó el tono—. Me habías dicho que ya no sientes los sabores, Didier. Entonces, ¿qué sentido tiene?
—Puedo imaginármelo —dijo el niño dirigiendo la mirada herida hacia el suelo de mármol—. Si lo intento con todas mis fuerzas, casi puedo recordar el sabor de la miel.
Sus palabras encogieron el corazón de Simone, que sonrió con tristeza a su hermano a través del velo.
—Tal vez cuando regresemos a nuestros aposentos pueda pedir que nos suban una bandeja, y podrás probar un trocito.
Didier suspiró. Volvió a levantar la cabeza, y una sonrisa traviesa iluminó su rostro de pilluelo.
—Me pregunto quién es este que viene a visitarte. No le había visto antes.
Simone miró por el rabillo del ojo para ver a quién se refería Didier, y estuvo a punto de gemir en voz alta.
Un hombre alto, que le sacaría seguramente media cabeza al padre de Simone, se estaba abriendo camino entre la gente para acercarse a ella. Se dio cuenta con una extraña sensación en el vientre del modo en que las damas delante de las que pasaba lo seguían con la mirada.
No era de extrañar que atrajera la atención de las invitadas… desde luego, a Simone la tenía cautivada. Aquel hombre era un dios: desde el cabello oscuro y rizado que le caía por los hombros, hasta la penetrante mirada de sus ojos azules que capturó la mirada de Simone y la mantuvo, pasando por la dura línea de la mandíbula que cincelaba los planos de su rostro como si fueran los de una escultura.
Sus labios carnosos estaban ligeramente levantados hacia un lado en una adormilada sonrisa, y el calor que provocaron en Simone resultó tan delicioso como incómodo. La fina túnica y la capa indicaban que era un hombre de riqueza y posición… o al menos lo había sido. La ropa bordada estaba manchada y arrugada, y a Simone le pareció ver colgando los hilos de un dobladillo mal cosido. Pero su modo de andar resultaba seguro de sí mismo, incluso un tanto arrogante, cuando se fue acercando a Simone y a su hermano.
—Didier —le advirtió Simone en voz baja—. No digas ni una sola palabra. —Simone giró tranquilamente el rostro velado para mirar hacia el impresionante hombre que se había detenido delante de ella y ahora estaba haciendo una profunda reverencia. Estuvo a punto de caerse hacia un lado.
—Milady —dijo. El tono rico de su voz provocó cálidos escalofríos sobre la piel de Simone—. Confío en que no me consideres un descarado por acercarme a ti sin que nos hayan presentado, pero me temo que no he sido capaz de contenerme. Tu belleza me atrajo como la brillante llama a una humilde polilla, y sentí que debía aprovechar la oportunidad de hablar contigo antes de que desaparecieras como la visión que sin duda eres.
—Oh-la-la —Didier se rió directamente en la oreja de Simone—. A juzgar por el modo con el que te está comiendo con los ojos, creo que este hombre quiere que tu vestido desaparezca.
A Simone le tembló la sonrisa ante el comentario subido de tono de Didier, pero se recobró rápidamente y colocó las yemas de los dedos en la mano que le ofrecía el hombre.
Nick se inclinó una vez más para deslizar sus cálidos y secos labios por sus nudillos sin apartar en ningún momento los ojos de su rostro. Simone seguía sintiendo cosquillas en la piel incluso después de aquel roce, y cuando el hombre volvió a hablar, ella sintió como si le hubieran soltado una camada de cerditos dentro del estómago.
—Soy Nicholas FitzTodd, barón de Crane —se presentó mostrando una hilera de centelleantes y bien alineados dientes blancos.
—Oooh —dijo Didier con voz cantarina—. ¡Un barón!
Simone dejó de apretar los dientes para abrir la boca y decirle a aquel hombre cómo se llamaba, pero él levantó una mano para que guardara silencio.
—Te pido disculpas una vez más, lady du Roche —dijo con una sonrisa infantil—. Tengo que admitir que he preguntado por ti nada más llegar —señaló con un gesto discreto al otro lado del salón, hacia una atractiva pareja—. Mi hermano y su esposa son mis informadores.
Simone miró hacia el hombre alto y rubio y la impresionante pelirroja con cautela, y se quedó completamente desarmada cuando la mujer levantó una mano a la altura del rostro y movió los dedos en dirección a Simone. Simone inclinó la cabeza en gesto de saludo antes de volver a dirigir su atención al barón.
—Entonces deberé asegurarme de darles las gracias antes de partir de Londres —dijo Simone con voz ronca debido al encantamiento que la mera presencia de aquel hombre parecía provocar en ella.
En el suelo, cerca de la silla en la que estaba Simone, Didier aulló. El niño se agarró las costillas e hipó debido a la risa.
—¿Tienes sed? —le preguntó el barón—. ¿Quieres que te traiga un poco de vino?
—Merci —respondió Simone. El hombre asintió con una sonrisa arrebatadora y desapareció una vez más entre la multitud. Simone giró la cabeza de golpe para clavar la vista en su hermano.
—¡Didier! ¡Levántate del suelo ahora mismo!
Unas lágrimas gruesas y plateadas provocadas por la risa resbalaron por las mejillas del niño.
—¡M-m-merci, mi amor! —exclamó extendiendo un brazo largo y delgado hacia el hombre que se marchaba.
—¡He dicho que ya basta! —Simone sintió el calor de su sonrojo hasta la raíz del cabello.
Su hermano consiguió por fin recuperarse lo suficiente como para ponerse de pie, secándose las mejillas con el dorso de ambas manos.
—¡Ah, hermana, esto ha sido maravilloso! ¡Te has perdido tanto que incluso has hablado en inglés!
Simone se estremeció. Que los invitados dieran por hecho que sólo hablaba francés era su única defensa contra sus enemigos. Si sus anfitriones descubrían el engaño, sus posibilidades de conseguir un buen matrimonio disminuirían al chocar contra su orgullo herido.
—Si dejaras de fastidiarme, tal vez no me hubiera perdido tanto —le espetó. Un gemido de miedo escapó de sus labios al ver a Armand acercándose renqueando hacia ella—. Y ahora, se bueno… aquí llega papá con ese tal Halbrook.
—Simone —su padre se cernió sobre ella, pero Simone no pudo evitar notar que la mayor parte de su visión de la sala había quedado bloqueada por la musculosa forma del barón de Crane—. ¿Te estás divirtiendo?
—Oui, papá.
Lord Halbrook rondaba por el perímetro en el que estaba Armand, lanzando sonrisas de abuelo en dirección a Simone, que se estremeció por dentro.
Lord Halbrook y yo buscaremos un lugar más íntimo para hablar de… ah, asuntos de negocios —el énfasis que le puso Armand a aquellas ultimas palabras provocó que a Simone le diera un vuelco el corazón y comenzara a latirle a toda prisa. Sus ojos se dirigieron involuntariamente hacia el rollizo caballero que estaba al lado de su padre.
Armand asintió con la cabeza de manera apenas perceptible, y su boca se giró hasta convertirse en una torpe sonrisa.
—¿Crees que podrás divertirte tú sola si te dejamos un rato?
—Por supuesto —Simone bajó la vista mientras su padre se alejaba con su andar renqueante con Halbrook caminando a su lado como un pato.
—Mademoiselle —se despidió con torpeza el hombre de ella, pero Simone apenas lo escuchó.
—¡Simone va a casarse, Simone va a casarse! —canturreó Didier dando vueltas en círculo alrededor de su silla.
—Eso parece —suspiró ella. Y aunque la idea de convertirse en la esposa de un enano viejo y panzón no la complacía en absoluto, sabía que obedecería.
—Oh, Didier —dijo con voz pausada, sin molestarse en ocultar la boca—. Si al menos maman estuviera viva, estaríamos en casa, en Francia, y yo sería ahora la esposa de Charles.
—Yo nunca le importé a Charles —dijo Didier con tono más apaciguado mientras se sentaba a los pies de Simone y apoyaba la cabecita contra su pierna.
Simone deseaba deslizar la mano sobre los mullidos rizos de Didier, pero, expuesta como estaba, sabía que no podía hacerlo.
—A Charles le importabas, Didier, lo que pasa es que no sabía qué hacer contigo. No había muchos niños en la hacienda de Beauville.
Simone vio al barón de Crane dirigiéndose hacia ella una vez más con una copa en cada mano y con aquella sonrisa indolente tan personal cruzándole el rostro. Se le encogió el estómago. Tal vez se debiera únicamente a la reciente revelación por parte de Armand de que Halbrook pretendía pedir su mano, pero la imagen de Nicholas FitzTodd provocó que una miríada de imágenes prohibidas hiciera explosión y centelleara a través de su mente.
Imágenes en las que apretaba su cuerpo contra aquella forma sólida, en las que permitía que los labios de Nicholas se posaran sobre los suyos. Tener un momento perfecto entre aquellos brazos fuertes y musculosos, negándose a pensar en otra cosa que no fuera el siguiente beso, la siguiente caricia, el siguiente susurro escandaloso en su oído.
—Estás temblando, hermana —dijo Didier antes de alzar la vista y atisbar la llegada del barón. Una sonrisa traviesa le cruzó el rostro, dejando al descubierto con orgullo el agujero del diente que se le había caído hacia más de un año. Pero a Simone no pudo encandilarla con su aspecto de pilluelo, y le lanzó una fulminante mirada de advertencia.
—Lady du Roche —dijo el barón ofreciéndole la copa—, tal vez quieras salir a tomar un poco el aire. El ambiente está bastante cargado aquí dentro, ¿no te parece?
Simone captó la chispa de sus malévolas intenciones en aquellos irremediables ojos azules por encima del borde de la copa, y un imprudente abandono se apoderó de ella; fue un deseo casi frenético de escabullirse con él, aunque sólo fuera durante un instante o dos. Simone había escuchado historias sobre hombres del pelaje del barón, sabía que lo único que quería era seducirla. También sabía que cualquier comportamiento impropio por su parte podía acabar con los planes de Armand de verla casada.
Pero en su mente surgieron las imágenes de un futuro con el regordete Halbrook, y de pronto a Simone, sencillamente, no le importó. Aquella bien podía ser la primera, la última, la única oportunidad de experimentar la pasión. De atesorar los recuerdos de una noche loca que pudieran sostenerla durante su destino como esposa de trueque. Y la sonrisa del barón resultaba demasiado tentadora.
—Adelante, hermana —le susurró Didier, y esas palabras resonaron por encima del rápido latido de su corazón. Simone se levantó del taburete con piernas temblorosas.
—Nada me gustaría más.