Judas
(John Brunner)
Sentado a la diestra de Dios padre, se me pidió: «Da la mejor palabra que defina a John Brunner, el conocido novelista inglés de ciencia ficción». Pensé un momento y sugerí: «urbano». Dios sonrió benignamente, pero era obvio que no estaba satisfecho con la respuesta inicial. «¿Suave?», aventuré. Dios hizo una ligera mueca de irritación. «¿Caballeresco? ¿Refinado? ¿Culto? ¿Gracioso?» Dios me echó una de esas miradas. «¿Encantador?», dije, con una débil voz. Dios me dirigió una amplia sonrisa. Me dio una palmada en la espalda con camaradería. «¡Excelente, Harlan, excelente!», dijo con voz meliflua.
«Gracias, señor Brunner», respondí.
La primera vez que oí hablar de John Brunner fue en 1952. Ocupaba la mitad de la revista conocida como Two Complete Science-Adventure Novéis (Dos novelas completas de ciencia-aventura). (Ése creo que era el título. Hace ya bastantes años. Pero recuerdo que la historia de la otra mitad de la revista era una novela épica de Poul Anderson.) No recuerdo el nombre de la novela corta (que invariablemente llamaban «novela completa»), pero estaba publicada por la Fiction House, así que debía de ser algo así como «Los reyes del sexo de los domos de placer platoniano». Estaba escrita por Killian Huston Brunner. ¡Ja, ja, Brunner, te hemos atrapado! Y este comentario de John Brunner: «Tu memoria acerca del número de Two Complete Science-Adventure Novéis en el cual viste por primera vez mi nombre es un tanto deficiente. No era en 1952 sino 1953. La otra mitad era Mission to Marakee (Misión a Marakee) de Brian Berry, no una historia de Poul Anderson. El nombre era —y es— (John) Kilian Houston Brunner (no Killian Huston). Y para lo que pueda servir, la historia se titulaba The Waníon of Argus (El libertino de Argus).]
John Brunner nació en 1934 en Oxfordshire, Inglaterra. Ha escrito la brillante novela The Whole Man (El hombre completo), que íue nominada para el Hugo. En 1940 encontró un ejemplar de La guerra de los mundos de Wells en su parvulario, y se sintió prendado. Ha escrito The Long Result (La gran consecuencia), que fue casi un éxito total. En 1943 empezó (pero no terminó) a escribir su primera historia de ciencia ficción, porque no podía encontrar suficiente material para leer. Ha escrito The Squares ofthe City (Las casillas de la ciudad), que es una pequeña obra maestra de técnica. En 1947 recibió su primera carta de rechazo, y en 1951 vendió su primer libro de bolsillo en el Reino Unido. Ha escrito The Dreaming Earth (La Tierra soñadora), que se hundía en su última parte pero que era fascinante hasta entonces. En 1952 realizó sus primeras ventas a revistas norteamericanas, y de 1953 a 1955 fue (reclutado sin excesivo entusiasmo) oficial piloto en la RAF. Ha escrito Wear the Butcher's Medal (Lleve la medalla del carnicero), una sorprendente novela de suspense y aventuras. En 1956 fue consejero técnico de una revista dirigida por «John Christopher», y de 1956 a 1958, director literario con Jonathan Burke. Ha escrito The Space-Time Juggler (El manipulador espaciotemporal), The Astronauts Musí Not Land (Los astronautas no deben aterrizar), Castaway's World (El mundo de Castaway), Listen! The Stars! (¡Escuchen! ¡Las estrellas!) y otras diez, todas para un mismo editor, que puso títulos insípidos en libros que quizá no sean clásicos en el campo de la ficción especulativa pero que son, todos y cada uno de ellos, libros entretenidos y dignos de leer, lo que hace aún más vergonzoso que hayan sido deshonrados con unos títulos tan horribles. Pero desde 1958, cuando John Brunner se casó y se convirtió en escritor independiente, ha publicado más de cuarenta libros, así que alterna lo amargo con lo dulce.
Ha escrito principalmente ficción especulativa, pero su producción incluye también thrillers y novelas «normales». Ha contribuido a casi todas las revistas que se han publicado, escrito un gran número de tópicas canciones folk, incluida una grabada por Pete Seeger, y se las ha arreglado para visitar unos catorce países distintos hasta el presente. («Sin embargo, tengo la impresión de que estoy perdiendo terreno —escribe—. Cada vez que tacho uno, hay otro que declara su independencia y me deja exactamente con los mismos por visitar.»)
Vive en Hampstead, Londres, su lugar favorito, conduce un Daimler V-8 descapotable, y disfruta tanto trabajando que le parece casi un hobby. La ambición actual de Brunner: construirse una villa en Grecia y huir del invierno inglés, que es siempre húmedo.
La historia que van ustedes a leer es la tercera que Brunner sometió para Visiones peligrosas. Eso no quiere decir que las dos primeras no estuvieran maravillosamente escritas, pero hubo algunas complicaciones menores. Con la primera, llamada The Vitanuls, tuve la temeridad de estar en desacuerdo con John sobre la forma de presentar un concepto absolutamente brillante y original. Le envié aproximadamente cinco páginas escritas a un solo espacio de perceptivos, inteligentes y expresivos comentarios, aconsejando una reescritura, y con su habitual caballerosidad, y casi con un exceso de desenvoltura, me escribió a vuelta de correo diciéndome que me fuera a la porra.
Peor para él. El muy estúpido no sabe reconocer a un nuevo Maxwell Perkins cuando lo ve. Pero tan grande es mi magnanimidad que acepté un segundo envío del agente de Brunner, una loca e hilarante comedia llamada Nobody Axed You, y estaba a punto de enviarle el cheque cuando el agente me informó, casi con vergüenza, que había, esto, un pequeño, hum, menor, realmente insignificante, ejem, problema si deseaba publicar la historia como inédita, un original nunca publicado antes. Había sido publicada en Inglaterra. Pero eso no importaba, me aseguró rápidamente el agente. Después de todo, sólo había sido en una revista británica, de modo que no era posible que ninguno de los lectores de mi antología la conociera. Así que ésa también quedó eliminada.
Un mes más tarde Brunner, avergonzado, y habiendo recibido un cable del sanatorio donde me estaba sometiendo a una fuerte cura de sedantes, me envió directamente una historia. La historia que empieza a continuación, Judas.
Les gustará Brunner. Es tranquilo, pero mortal. Como una flecha impregnada en curare clavada directamente en la nuca.
• • •
El servicio del viernes por la noche estaba terminando. Los rayos del declinante sol de primavera se filtraban a través del polícromo plástico de las ventanas y se esparcían por el suelo del pasillo central como una mancha de aceite sobre una carretera húmeda. Sobre el acero pulido del altar una rueda plateada giraba constantemente, resplandeciendo entre dos lámparas siempre encendidas de vapor de mercurio; sobre todo ello, silueteada contra el oscuro cielo del este, se erguía una estatua de Dios. El coro, cubierto con sobrepellices, cantaba una antífona —«El Verbo hecho Acero»—, y el pastor permanecía sentado escuchando con las manos unidas en copa bajo el mentón, preguntándose si Dios habría aprobado el sermón que acababa de pronunciar sobre la Segunda Venida.
La mayor parte de la amplia congregación estaba arrebatada con la música. Sólo un hombre de entre los presentes, al final de la última fila de bancos de acero, se agitaba impaciente, apretando con dedos nerviosos el almohadillado de caucho del reposafrentes situado ante él. Tenía que mantener las manos ocupadas, O de otro modo se dirigirían al bulto del bolsillo interior de su sencilla chaqueta marrón. Sus acuosos ojos azules vagaban incesantes a lo largo de las graciosas y supremas líneas del templo de metal, y se desviaban cada vez que llegaban al motivo de la rueda que el arquitecto —probablemente el propio Dios— había incorporado allí donde era posible.
La antífona terminó con una vibrante disonancia y la congregación se arrodilló, las cabezas apoyadas contra los reposafrentes, mientras el pastor pronunciaba la bendición de la Rueda. El hombre de marrón no estaba escuchando en realidad, pero captó unas pocas frases: «Pueda él guiaros en vuestras tareas…, serviros de eterno pivote…, aportaros finalmente la paz del auténtico círculo eterno…»
Entonces se levantó con el resto de ellos, mientras el coro salía al ritmo del órgano electrónico. El pastor había desaparecido directamente por la puerta de la sacristía, mientras los fíeles empezaban a dirigirse con gran ruido hacia las salidas principales. Sólo quedó él sentado en su banco.
No era el tipo de persona a la que se mira dos veces. Tenía el pelo color arena, y un rostro cansado y retorcido; sus dientes eran irregulares y estaban manchados, sus ropas colgaban mal cortadas, y sus ojos estaban ligeramente desenfocados, como si necesitara gafas. Resultaba evidente que el oficio no le había procurado la paz mental.
Al fin, cuando todo el mundo se hubo ido, se puso en pie y volvió a colocar el almohadillado de caucho escrupulosamente en su exacto lugar. Por un momento cerró los ojos y movió los labios sin pronunciar ningún sonido; como si ese acto le hubiera dado el coraje de tomar una decisión, pareció erguirse como un saltador preparándose para tirarse desde el trampolín. Bruscamente abandonó su banco y echó a andar —en silencio sobre la mullida alfombra que recubría la nave— hacia la pequeña puerta de acero en la que figuraba la única palabra SACRISTÍA.
A su lado estaba la campanilla. La hizo sonar.
Poco después la puerta fue abierta por un acólito menor, un joven vestido de gris y llevando unas cadenas metálicas que tintineaban al moverse, las manos enfundadas en unos brillantes guantes grises, el cuero cabelludo oculto bajo un casquete de acero liso. Con una voz que la práctica había hecho impersonal, el acólito dijo:
—¿Desea consejo?
El hombre de marrón asintió, apoyándose nerviosamente en uno y otro pie. Desde el umbral eran visibles varias imágenes devotas y estatuas; bajó la mirada ante ellas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el acólito.
—Karimov —dijo el hombre de marrón—. Julius Karimov.
Se tensó un poco mientras hablaba, sus ojos aleteando sobre el rostro del acólito en busca de alguna reacción. No captó ninguna, y se relajó cuando el joven le dijo que aguardara mientras informaba al pastor.
En el momento en que estuvo solo, Karimov cruzó la sacristía y examinó un cuadro en la pared del fondo: Manufactura Inmaculada de Anson, representando el legendario origen de Dios…, un rayo cayendo del cielo para golpear un lingote de acero puro. Estaba excelentemente pintado, por supuesto; la utilización por parte del artista de la pintura electroluminiscente, en particular para el rayo, era de una gran maestría. Pero a Karimov le provocó una náusea física, y tras algunos segundos tuvo que apartarse.
Finalmente el pastor entró, con su ropa de oficiante que lo identificaba como uno de los Once más próximos a Dios, su casquete —que durante el servicio había ocultado su cráneo afeitado— retirado, sus blancas y estilizadas manos jugueteando con un enjoyado emblema de la Rueda que colgaba en torno a su cuello de una cadena de platino. Karimov se volvió despacio para enfrentarse con él, la mano derecha ligeramente alzada en un gesto muerto antes de nacer. Había sido un riesgo calculado decir su verdadero nombre; pensó que probablemente era todavía un secreto. Pero su rostro auténtico…
No, ningún asomo de reconocimiento. El pastor se limitó a decir con su profesionalmente resonante voz:
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío?
El hombre de marrón cuadró los hombros y dijo, simplemente:
—Quiero hablar con Dios.
Con el aire resignado de alguien acostumbrado a tratar con peticiones de ese tipo, el pastor suspiró.
—Dios está extremadamente ocupado, hijo mío —murmuró—. Tiene que cuidar del bienestar espiritual de toda la raza humana. ¿No puedo ayudarte yo? ¿Hay algún problema en particular sobre el que necesites consejo, o buscas una guía divina generalizada para programar tu vida?
Karimov le miró con desconfianza y pensó: «¡Este hombre cree realmente! Su fe no es tan sólo una fachada para sacar beneficio de ella, sino que cree honesta y profundamente, ¡y eso es mucho más terrible que cualquier otra cosa, más terrible que el hecho de que todos aquellos que estaban conmigo al principio creyeran también!».
Al cabo de un momento dijo:
—Es usted muy amable, padre, pero necesito más que un mero consejo. He… —pareció tropezar con la palabra— rezado mucho y pedido la ayuda de varios pastores, y aún no he alcanzado la paz del auténtico círculo. Una vez, hace mucho tiempo, tuve el privilegio de ver a Dios en el acero; desearía verle de nuevo, eso es todo. No tengo la menor duda, por supuesto, de que Él me recordará.
Hubo un largo silencio, durante el cual los oscuros ojos del pastor permanecieron fijos en Karimov. Finalmente dijo:
—¿Recordarte? ¡Oh, sí, seguro que te recordará! ¡Pero ahora yo también te recuerdo!
Su voz se estremeció con una incontenible furia, y tendió la mano hacia una campanilla en la pared.
Una fuerza nacida de la desesperación fluyó por todo el delgado cuerpo de Karimov. Se lanzó contra el pastor, apartando a un lado el tendido brazo cuando estaba a unos pocos centímetros de su meta, derribando al alto hombre, agarrando la gruesa cadena que llevaba en torno a su cuello y tirando de ella con cada gramo de fuerza que pudo reunir.
La cadena mordió profundamente la pálida carne; como un poseso, Karimov tiró y tiró, enrolló, volvió a sujetarla y tiró de nuevo. Los ojos del pastor se desorbitaron, su boca se abrió pronunciando gruñidos indistintos y casi inaudibles, sus puños golpearon los brazos de su atacante…, se hicieron más débiles, cayeron…
Karimov se echó hacia atrás, estremeciéndose ante lo que había hecho, y se obligó a ponerse tambaleantemente en pie. Murmuró sus más sinceras disculpas al antiguo colega que ahora estaba ya más allá de toda posibilidad de poder oírle; luego se calmó con unas cuantas profundas inspiraciones y se aproximó a la puerta por la que no había entrado en la habitación.
En su trono, tras el dosel de acero en forma de rueda, se sentaba Dios. Sus pulidos miembros relucían bajo la tamizada luz, su cabeza estaba magníficamente esculpida para sugerir un rostro humano pero sin poseer ni un solo rasgo humano…, ni siquiera ojos.
«Ciega e insensata cosa», pensó Karimov mientras cerraba la puerta tras de sí. Inconscientemente, su mano tocó lo que llevaba en el bolsillo.
La voz también era más que humanamente perfecta, un profundo y puro tono, como si fuera un órgano el que hablaba.
—Hijo mío… —dijo.
Y se detuvo.
Karimov lanzó un audible suspiro de alivio, y su nerviosismo cayó de él como si fuera una capa. Avanzó casualmente y se sentó en la central de las once sillas dispuestas en forma de herradura ante el trono, mientras la ciega y brillante mirada del robot se posaba en él y toda la estructura de metal se estremecía de sorpresa.
—¿Y bien? —desafió Karimov—. ¿Cómo te sientes encontrándote con alguien que, para variar, no cree en ti?
El robot se movió de una forma completamente humana, relajándose. Los dedos de acero se cruzaron bajo su mentón mientras estudiaba al intruso con interés en vez de con sorpresa. La voz volvió a canturrear:
—¡Así que eres tú, Negro!
Karimov asintió con una débil sonrisa.
—Así es como acostumbraban a llamarme en los viejos tiempos. Solía pensar que era una estupidez… asignar nombres falsos a los científicos que trabajaban en proyectos ultrasecretos. Pero finalmente resultó tener sus ventajas, para mí al menos. Le di mi propio nombre de Karimov a tu…, esto…, difunto apóstol de fuera y no significó nada para él. Hablando de auténticos nombres, por cierto: ¿cuánto tiempo hace que nadie se ha dirigido a ti como A-46?
El robot se sobresaltó.
—¡Es un sacrilegio aplicarme ese término!
—Sacrilegio… y un cuerno. Iré más lejos y te recordaré lo que esa A de A-46 significa. ¡Androide! ¡Una imitación de un hombre! Un insensato ensamblaje asexuado de partes metálicas que yo ayudé a diseñar, ¡y que se llama a sí mismo Dios! —Un aplastante desprecio tino las últimas palabras—. ¡Tú y tus fantasías de Manufactura Inmaculada! ¡Engendrado por un rayo de los cielos a partir de un bloque de acero en bruto! Hablando acerca de haber creado a los hombres a la propia imagen de Dios… ¡Eres tú el «Dios» que fue creado a imagen del hombre!
Y al que habían incorporado incluso la posibilidad de alzarse de hombros, recordó Karimov con un estremecimiento cuando el robot hizo uso de su facultad.
—Dejemos el sacrilegio a un lado por el momento, entonces —dijo la máquina—. ¿Hay alguna razón válida por la cual puedas negar que yo soy Dios? ¿Por qué la segunda Encarnación no puede ser una Inferración… en acero imperecedero? En cuanto a tu absurda y ridícula creencia de que tú creaste la parte metálica en mí, cosa que de todos modos no tiene la menor importancia, ya que tan sólo el espíritu es eterno, se ha dicho hace mucho tiempo que nadie es profeta en su tierra, y puesto que la Inferración se produjo cerca de tu estación experimental… Karimov se echó a reír.
—¡Qué me condene! —dijo—. ¡Creo que tú mismo estás convencido de ello!
—Estás condenado, sin la menor duda. Por un momento, viéndote entrar en mi sala del trono, creí que habías comprendido el error de tu proceder y que venías a reconocer finalmente mi divinidad. En mi infinita compasión te daré una última posibilidad de hacerlo antes de llamar a mis pastores para que te lleven con ellos. Ahora o nunca, Negro o Karimov o como elijas llamarte: ¿te arrepientes y crees?
Karimov no estaba escuchando. Estaba mirando más allá de la brillante máquina, a la nada, mientras su mano acariciaba el bulto en su bolsillo. Dijo en voz muy baja:
—He estado preparando durante años este momento…, durante veinte años, desde el día en que te pusimos en marcha y empecé a sospechar que nos habíamos equivocado. Pero hasta ahora no había nada que yo pudiera hacer. Y mientras tanto, mientras sudaba y pensaba en un modo de detenerte, he podido presenciar la definitiva humillación de la humanidad.
»Hemos sido esclavos de nuestras herramientas desde que el primer hombre de las cavernas hizo el primer cuchillo para ayudarle a cazar su cena. Después de eso ya no pudo hacer marcha atrás, y proseguimos hasta que nuestras máquinas fueron diez millones de veces más poderosas que nosotros. Nos dimos coches cuando hubiéramos podido aprender a correr; construimos aeroplanos cuando hubiéramos podido hacer que nos crecieran alas. Y luego lo inevitable. Hicimos de una máquina nuestro Dios.
—¿Y por qué no? —respondió el robot—. ¿Puedes nombrar algún aspecto en el cual no sea superior a ti? Soy más fuerte, más inteligente y más duradero que un hombre. Poseo poderes mentales y físicos que superan toda comparación. No siento dolor. Soy inmortal e invulnerable, y sin embargo dices que no soy Dios. ¿Por qué? ¡Por simple perversidad!
—No —dijo Karimov con una terrible franqueza—. Porque estás loco.
»Tú eras la culminación del trabajo de una década de todo 150 nuestro equipo: la docena de cibernéticos más brillantes del mundo. Nuestro sueño era crear un análogo mecánico de un ser humano que pudiera ser programado directamente con la inteligencia extraída de los esquemas de nuestros propios cerebros. En eso tuvimos éxito…, ¡demasiado!
»He tenido tiempo suficiente en los últimos veinte años para efectuar un estudio detallado y descubrir dónde nos equivocamos. Fue un error mío, Dios me perdone… El auténtico Dios, si existe, no tú, fraude mecánico. Siempre, en algún lugar en lo más profundo de mi mente, mientras estábamos construyéndote, había agazapada la idea de que construyendo la máquina que habíamos proyectado nos situábamos a la altura de Dios: ¡construir una inteligencia creativa, algo que nadie excepto Él había conseguido todavía! Eso era megalomanía, y me siento avergonzado por ello, pero estaba en mi mente, y de la mía fue transferido a la tuya. Nadie lo sabía; incluso yo tenía miedo de admitirlo ante mí mismo, porque la vergüenza es una gracia humana salvadora. ¡Pero tú! ¿Qué puedes saber de la vergüenza, de la continencia, de la empatía y del amor? Una vez implantada en tu complejo de neuronas artificiales, esa manía creció hasta que no conoció límites. Y aquí estás. ¡Loco con el anhelo de la gloria divina! ¿Por qué si no la doctrina del Verbo hecho acero, y la imagen de la Rueda, la forma mecánica que no existe en la naturaleza? ¿Por qué si no los problemas que te has tomado para establecer paralelos en tu existencia sin dioses con la del más grande Hombre que jamás haya existido?
Karimov seguía hablando aún en un tono bajo y controlado, pero sus ojos destellaban con odio.
—No tienes alma, y me acusas de sacrilegio. Eres una colección de cables y transistores y te llamas a ti mismo Dios. ¡Blasfemia! ¡Sólo un hombre puede ser Dios!
El robot se agitó con un resonar de miembros metálicos y dijo:
—Todo esto no es simplemente absurdo sino una pérdida de mi valioso tiempo. ¿Para eso has venido…, para desvariar ante mí?
—No —dijo Karimov—. He venido a matarte.
Finalmente su mano se hundió en el abultado bolsillo y extrajo el objeto allí oculto: una pequeña y curiosa arma, de menos de quince centímetros de largo. Un corto tubo de metal se prolongaba hacia delante; en la parte de atrás de la culata surgía un hilo flexible que desaparecía entre sus ropas; bajo su pulgar había un pequeño pulsador rojo.
Dijo:
—Me tomó veinte años diseñar y construir esto. Elegimos un acero para tu cuerpo que sólo una bomba atómica podía destruir; ¿y cómo podía un hombre llegar hasta tu presencia con un arma nuclear a su espalda? He debido esperar hasta conseguir los medios de cortar tu acero tan fácilmente como un cuchillo corta la débil piel del hombre. Aquí está… ¡Y ahora puedo reparar el mal que le he hecho a mi propia especie!
Apretó el pulsador.
El robot, inmóvil hasta ese momento como si fuera incapaz de creer que alguien podía desear realmente hacerle algún daño, saltó en pie, se volvió a medias, y se detuvo paralizado cuando un pequeño agujero apareció en el metal de su costado. El acero empezó a formar pequeñas gotitas en torno al agujero; el área inmediata resplandeció con un color rojizo, y las gotas fluyeron como agua… o sangre.
Karimov mantuvo firmemente el arma, aunque le quemaba los dedos. El sudor resbalaba de su frente. Otro medio minuto, y el daño sería irreparable.
Tras él, una puerta se abrió de golpe. Maldijo, porque su arma no era efectiva contra un hombre. La mantuvo apuntada hasta el último momento; luego fue agarrado por detrás y le sujetaron los brazos, y el arma fue arrancada de su hilo y tirada al suelo y pateada hasta reducirla a pedazos.
El robot no se movió.
La tensión de veinte años repletos de odio estalló, y el alivio de Karimov brotó de una risa histérica que no conseguía dominar. Cuando finalmente lo consiguió, vio que el hombre que lo sujetaba era el acólito menor que le había hecho entrar en la sacristía, y que había otros hombres a su alrededor, desconocidos, mirando en un profundo silencio a su Dios.
—¡Miradlo, miradlo! —gritó Karimov—. Vuestro ídolo no era más que un robot que el hombre que lo construyó podía destruir también. Dijo que era divino, ¡pero ni siquiera era invulnerable! ¡Yo os he liberado! ¿No comprendéis? ¡Yo os he hecho libres!
Pero el acólito no le prestaba ninguna atención. Miraba fijamente al monstruoso muñeco de metal, humedeciéndose los labios, hasta que al fin dijo en una voz que no era ni aliviada ni horrorizada, sino simplemente maravillada:
—¡La llaga en el costado!
Un sueño empezó a morir en la mente de Karimov. Aturdido, contempló a los otros hombres avanzar hacia el robot y mirar el agujero; oyó a uno decir:
—¿Cuánto tiempo se necesitará para reparar el daño?
Y al otro replicar distraídamente:
—Oh, tres días, supongo.
Y comprendió claramente lo que había hecho.
¿No era acaso un viernes, y de primavera? ¿No sabía que el robot había trazado cuidadosos paralelismos entre su propia carrera y la del hombre al que parodiaba? Como la otra, había alcanzado su climax: había habido una muerte, y habría una resurrección… al tercer día…
Y la tenaza del Verbo hecho acero jamás sería rota.
Uno tras otro, los hombres hicieron la señal de la Rueda y se fueron, hasta que sólo quedó uno. Severo, descendió del trono para enfrentarse a Karimov y dirigirse al acólito que lo mantenía firmemente sujeto.
—¿Quién es, entonces? —preguntó el hombre.
El acólito miró a la desmadejada figura que se había derrumbado en un sillón con el peso de todas las eras aplastándole, y su boca se redondeó en una O de comprensión.
—¡Ahora lo entiendo! —dijo—. Se hace llamar Karimov. Pero su auténtico nombre debería ser Iscariote.
• • •
No sé exactamente cómo surgió Judas, pero sospecho que tiene sus raíces en la tendencia que he observado en mí mismo, al igual que en otra gente, de antropomorfizar las máquinas. En una ocasión tuve un coche deportivo Morgan, un encanto de vehículo con una personalidad especial y más bien agresiva, que debía de tener unos ocho años cuando lo compré. Juro que odiaba el tráfico de las horas punta, y se quejaba amargamente cuando estaba aparcado, a menos que yo lo consolara por todos aquellos sobrecalentamientos y marchas de tortuga llevándolo a dar una vuelta dando un rodeo por calles donde pudiera correr libremente a cien por hora.
Espero que nuestra creciente costumbre de trasladar no sólo nuestros trabajos pesados sino también nuestra capacidad de tomar decisiones a nuestros relucientes nuevos artilugios mecánicos no culmine en una adoración literal a la máquina, pero por si acaso eso se produjera…, aquí está la historia.