¿Qué le ocurrió a Auguste Clarot?
(Larry Eisemberg)
No tengo nada que decir de Larry Eisenberg. Excepto que debería ser internado. No tengo nada que decir acerca de su cosa que sigue a continuación, excepto que por haberla aceptado yo debería ser internado. Y si ustedes se desternillan como yo lo hice leyéndola, entonces deberían ser internados, puesto que esa maldita cosa no tiene el menor sentido; y no me importa si intenté rechazarla diecisiete veces, y no me importa si Larry Ashmead en Doubleday tuvo la misma reacción y dijo «adelante, incluyela», ¡porque todo el mundo sabe que Ashmead debería estar internado desde hace años!
Esto es lo que Eisenberg tiene que decir de sí mismo: «He estado publicando desde 1958, primero humor, luego ciencia ficción, luego ciencia ficción humorística. Mi Dr. Belzov's Kasha OH Diet (Dieta de aceite de gachas de trigo del doctor Belzov), una guía para gordos, apareció en Harper's. The Pirokin Effect (El efecto Pirokin), en la que demuestro que hay judíos en Marte, se halla en el décimo volumen anual del The Year's Best SF (La mejor ciencia ficción del año) de Judith Merril. Por los alrededores de julio de 1966, Limericks for the Loo (Refranes jocosos para el retrete), una colección original de refranes obscenos (escritos en colaboración con George Gordon), fue publicada en Inglaterra. Games People Shouldn't Play (Juegos que la gente no debería jugar), con el mismo coautor, fue publicada en Estados Unidos en noviembre de 1966. Para mantener a mi esposa y a mis dos hijos, trabajo en la investigación en el campo de la electrónica biomédica».
¡Una historia verosímil, evidentemente! Y a aquellos que se pregunten por qué una pieza como la que sigue ha sido incluida en un libro de «visiones peligrosas», déjenme asegurarles que convenció a todo el mundo que la leyó de que debía figurar aquí, lo que convierte a esta historia en la cosa más peligrosa desde Tifoide Mary. Sujétenlo ustedes…; yo avisaré a la policía.
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(¿Quién entre nosotros no ha especulado jamás sobre el lugar donde puede hallarse el juez Cráter? En París la desaparición de Auguste Clarot causó el mismo alboroto.)
Cuando fui llamado con rapidez a la desordenada oficina de Emile Becque, salvaje director de L'Expresse, supe en lo más profundo de mis huesos que me aguardaba una misión de extraordinarias dimensiones. Becque me fulminó con la mirada cuando entré, su visera verde echada hacia delante como un puntiagudo pico.
Nos sentamos allí, sin decir nada ninguno de los dos, pues Becque es un firme creyente de la telepatía mental. Tras varios momentos no capté nada excepto ondas de odio por mis enormes notas de gastos y luego, de pronto, supe. Se trataba de l'affaire Clarot. Me levanté de un salto y grité:
—No voy a decepcionarle, Emile.
Y salí tambaleándome (casi cegado por las lágrimas) de su oficina.
Era una misión intrigante, y me costaba creer que me había sido asignada. La desaparición de Auguste Clarot, químico ganador del premio Nobel, hacía unos quince años, había convertido todo París en un hervidero. Incluso mi madre, una egocéntrica burguesa que solía apretar con disimulo los tomates para reducir su precio, me había hecho observar que la Tierra difícilmente podía haberse tragado a un científico tan eminente.
Siguiendo un impulso, acudí a ver a su esposa, Madame Ernestine Clarot, una formidable mujer con un negro bigote y un pecho imponente. Me recibió con dignidad, una infusión de manzanilla y un retrato de su esposo orlado por crespones. Intenté engañarla y hacerle revelar algo aludiendo a los rumores de que Clarot se había ido a Buenos Aires con una poulet de Montmartre. Aunque sus ojos se llenaron de lágrimas ante aquel atroz insulto, Madame Ernestine defendió tranquilamente el honor de su esposo. Yo enrojecí hasta la raíz de los cabellos, me disculpé un millar de veces, y me ofrecí incluso a batirme en duelo con cualquiera que ella designara, pero ella no quiso ahorrarme el dolor de mi humillación.
Más tarde, en el café Pére-Mére, discutí el asunto con Marnay, un hombre encantador, despreocupado, pero completamente indigno de toda confianza. Me dijo, por su honor, que podía descubrir para mí (a un cierto precio) el paradero de Clarot. Supe que estaba mintiendo, y él sabía que yo sabía que estaba mintiendo, pero bajo un sádico impulso acepté su oferta. Palideció, vació su pernod de un trago, y empezó a tamborilear con dedos furiosos el sobre de la mesa. Era evidente que se encontraba ahora sujeto por el honor a descubrir a Clarot, pero no sabía cómo conseguirlo.
Le dediqué a Marnay un cortés adieu y abandoné el café Pére-Mére. Tan distraído estaba Marnay que no se dio cuenta de que las consumiciones estaban por pagar hasta que estuve casi fuera de su vista. Ignoré sus frenéticas llamadas y establecí una relación temporal con una encantadora jovencita que estaba patrullando el bulevar Sans Honneur.
Por la mañana, al despertarme, la jovencita se había marchado con mi billetera, conteniendo entre otras cosas quinientos francos nuevos y una lista de afrodisiacos que le había comprado a una gitana. Tuve una discusión de mil diablos con el conserje, que no creyó la veracidad de mi historia ni por un momento. Se puso a insultarme violentamente mientras yo le contaba mi desgracia, y empezó a golpearme cuello y brazos con una botella de chianti a la que, helas, le había quitado la paja que la cubría.
Me senté en el bordillo de la acera, lleno de moraduras, sin un céntimo, y preguntándome qué podía hacer. No podía volver a Emile Becque y explicarle cómo me habían engañado. El honor me impedía una acción tan humillante. Pero el destino, disfrazado en forma de tarjeta de crédito perdida por un turista norteamericano, intervino. A las pocas horas había comido y bebido suntuosamente, tras vestirme de pies a cabeza en la elegante boutique para caballeros Manchoulette.
Aspiré el embriagador aire de París en el crepúsculo y me detuve unos instantes, contemplando las oscilantes posaderas de las enérgicas mujeres que se apresuraban hacia los asuntos del corazón. De pronto vi a un enorme chino tambaleándose bajo un terrible fardo de ropa para lavar. Me guiñó un ojo y tiró el fardo a mis desprevenidos brazos, haciéndome caer al suelo. Cuando conseguí levantarme de nuevo, pateando y debatiéndome contra el montón de nauseabundas ropas, se había desvanecido en un quiosco cercano.
Miré el fardo, aterrado ante la perspectiva de lo que podía contener, pero finalmente dominé mis nervios y desaté los dobles nudos. No había nada dentro excepto cuatro calzoncillos y once camisas sucias, dos de ellas con cuellos que necesitaban urgentemente una vuelta. Una nota escrita dentro, casi dolorosa en su intensidad, imploraba que no se almidonaran los calzoncillos.
Mientras meditaba acerca del secreto significado de aquel acontecimiento, Marnay apareció ante mí como una sombra materializándose de entre el humo. Me miró intensamente, sus ojos inyectados de las más curiosas líneas rojas, me tendió una tarjeta de visita blanca grabada en relieve, y luego cayó de bruces, víctima (supe más tarde) de un reventón de su vejiga, un caso médico que no había sido registrado en los anales desde hacía más de un siglo.
Tomé la tarjeta y agité una de sus blancas puntas bajo mi nariz. Una fragancia a la vez embriagadora y repelente me inundó. La tarjeta llevaba impreso un nombre, A. Systole, y una dirección, 23 rué de Daie. Empujando el cadáver hasta un arbusto de escaramujo donde algún perro aventurero lo descubriría seguramente antes de la mañana, me dirigí hacia la residencia de Monsieur Systole. Era, descubrí, una oscura estructura de piedra arenisca, de no más de catorce metros de altura, pero mantenida en buen estado gracias a un propietario constante y cuidadoso.
Me dirigí a la gárgola que servía de llamador justo en el momento en que un pequeño caniche que pasaba por la acera se volvía y empezaba a ladrarme de la manera más arisca posible. Siempre me he enorgullecido de mantener relaciones amistosas con los caniches, y me sorprendí enormemente ante las desagradables muestras de animosidad de aquella neurótica criatura. Abatí el llamador una vez, dos veces, suavemente pero con firmeza, debido a que la correa del caniche estaba muy gastada y amenazaba con romperse ante sus insistentes tirones.
Un rostro rubicundo apareció tras un panel deslizante de caoba, un rostro demasiado bien alimentado y que había vivido demasiado. Uno de los enormes ojos parpadeó en mi dirección, y luego la puerta se abrió de par en par y unos fuertes dedos me agarraron del codo y me ayudaron a entrar. Más tarde, ante un ardiente anisette, Clarot, porque naturalmente era él, me lo contó todo.
—¿Ha visto usted a mi esposa? —dijo, animándome con un movimiento de cabeza.
—Por supuesto que sí —dije disculpándome.
—Entonces comprenderá usted por qué he preferido desaparecer. Pero ¿cómo iba a vivir? Presentarme ante cualquier laboratorio químico hubiera sido muy expuesto. Decidí consagrar todos mis esfuerzos en una aventura a la vez creativa y lucrativa; algo que no requiriera una inversión de demasiados francos.
—Y tuvo éxito, por supuesto —exclamé, incapaz de contenerme.
—Extraordinario —dijo Clarot. Se puso en pie y estiró su enorme corpulencia como un monstruoso gato—. Venga conmigo y se lo mostraré —dijo jactancioso.
Seguí su cojeante silueta habitación tras habitación, todas amuebladas al estilo chino moderno, apartando mis ojos de algunos de los ejemplos más extremados. Abajo, en el sótano, estaba el más desordenado de todos los laboratorios, con retortas rotas por todos lados, un inactivo mechero Bunsen tirado a un lado, y un mortero de productos químicos solidificados con la maza clavada en la masa.
—Fue en estas sagradas estancias donde descubrí la sustancia aromática que excita a todos los perros —dijo Clarot—. Una vaharada, y el más tranquilo de los canes se convierte en un monstruo rabioso, dispuesto a atacarme y a despedazarme a mordiscos.
—¿Y qué maldito uso puede tener una sustancia así? —exclamé. Clarot colocó su dedo a un lado de su nariz, sagazmente.
—Hace que me muerdan una y otra vez —dijo, sonriendo torcidamente.
—¿Morderle? ¡Dios misericordioso!
—Olvida usted la ley, mi querido amigo. Soy juicioso, por supuesto, y me cuido mucho de la pernera de mis pantalones impregnada en ese aromático avance tan sólo dentro del radio de acción de los perros más pequeños. Sin embargo, algunos de esos pequeños bichos muerden como demonios.
Se inclinó y se masajeó pensativamente la tibia.
—Pero los propietarios se muestran generosos ante la amenaza de una denuncia —continuó—. Al menos la mayoría de ellos. Vivo bastante bien gracias a ello, como puede ver.
—Entonces ¿el olor de su tarjeta?
—Era el aromatique Clarot.
—¿No le importará que todo esto aparezca en L'Expresse? —dije, pues todo buen periodista que se haga valer desea proteger sus fuentes.
—¿Importarme? —dijo Clarot frívolamente—. ¿Por qué debería importarme? Mientras charlábamos, he rociado abundantemente las perneras de sus pantalones con mi aromático. Cuando pulse el botón color chartreuse de esta pared, liberaré a mis sabuesos hiper-tensos, que procederán a despedazarlo a usted en fragmentos realmente pequeños.
Fue un gran error por parte de Clarot. La vida muelle lo había dejado muy poco en forma, y me costó muy poco patear y debatirme, librarlo de sus pantalones y colocar en su lugar los míos en sus desnudas piernas. Luego pulsé el botón color chartreuse y salí de la habitación, ignorando los gritos de súplica de Clarot.
Mientras abandonaba la casa de piedra arenisca, fui golpeado en la base del cráneo por una cocotte corta de vista, que había sido traicionada por Clarot y que me confundió con él debido a que llevaba sus pantalones color corzo. Su golpe me envió a la calzada, donde estuve a punto de ser atropellado por un Funke azul, un coche deportivo inglés.
Pasé en la sala común del Hópital des Trois Bailes, amnésico, más de tres meses. Una vez recobrada la memoria, me arrastré hasta las oficinas de L'Expresse y descubrí que Emile Becque había sido estrangulado por el enorme chino, que había interpretado mal su silencio telepático ante su exigencia de que le pagara la cuenta de la lavandería.
El nuevo director, un sombrío bretón, escuchó mis embrolladas explicaciones con incansable atención. Cuando hube terminado, me escoltó hasta la puerta y depositó la puntera reforzada en hierro de su zapato en mis posaderas, permitiéndome así abandonar el despacho a una velocidad realmente extraordinaria.
No me quedaba pues más remedio que ir a ver a Madame Clarot de nuevo. Tras un galanteo corto pero apasionado, se unió a mí en mi apartamento de encima de la Taberna de los Cuatro Grifos. Ya no bebe manzanilla, y pienso con considerable nostalgia en el día en que me acogió con helada sobriedad. Pero creo que le debo esto a Clarot.
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Puede que, aunque yo no me haya dado cuenta de ello, Auguste Clarot esté lleno de simbolismo desplazado. Quizá sea incapaz de soportar la escalada de fraternidad en Vietnam, el mal trato discriminatorio a los hombres de color, y los abultados clichés voceados aquí y allá. Auguste Clarot fue para mí una alegre catarsis, y espero que lo sea también para los lectores.