La región de los grandes caballos

(R. A. Lafferty)

Miren por la ventana. ¿Qué es lo que ven? La lucha de las pandillas en la esquina, con los adolescentes dándose en la cara con abrebotellas; el afilador de cuchillos con su carrito multicolor y sus campanillas tintineantes; una mujer gruesa con un vestido estampado demasiado corto para sus gordas piernas, cortando el césped; un incendio de gran magnitud con niños atrapados en el quinto piso; un perro rabioso aferrado a la pierna de un vendedor de literatura de los Adventistas del Séptimo Día; un inicio de lucha racial con un representante del Movimiento para la Acción Revolucionaria en un camión de propaganda. ¿O nada de eso? No se necesitan poderes especiales de observación para catalogar lo inclasificable. Pero miren de nuevo. ¿Qué es lo que ven? ¿Qué ven normalmente? Una calle vacía. Ahora, cataloguen:

Aceras, sin las cuales los coches circularían por el césped de delante de las casas. Buzones, sin los cuales el contacto con el mundo quedaría disminuido. Postes de teléfono y de electricidad, sin los cuales las comunicaciones se detendrían con un chirrido. Desagües, cloacas y bocas de acceso al alcantarillado, sin los cuales se verían ustedes inundados cuando lloviera. El pavimento, sin el cual su coche no duraría ni un mes sobre las rocas desmenuzadas y aplanadas. La brisa, sin la cual, bueno, un día no es un auténtico día. ¿Qué son todas estas cosas? Son lo obvio. Tan obvio que se convierte en invisible. ¿Por delante de cuántos buzones y bocas de incendio pasan ustedes cada día? ¿Ninguno? Difícil. Pasan ustedes por delante de docenas, pero no los ven. Son los elementos increíblemente valiosos, absolutamente necesarios, totalmente ignorados de una comunidad que funciona bien.

La ficción especulativa es una pequeña comunidad. Tiene sus residentes visibles y llamativos. Knight, Sheckley, Sturgeon, Bradbury, Clarke, Vonnegut. Los vemos y tornamos nota de ellos, y sabemos que están ahí y lo que hacen. Pero la comunidad no reparará en el otro millar de tranquilos autores que también están ahí, esos que escriben historia tras historia, no un trabajo oscuro sino excelentes historias, una y otra vez. El tipo de relato que se lee de un tirón y que, una vez finalizada la lectura, hace pensar y exclamar: «Ésa es una buena historia». Y olvidamos inmediatamente quién la escribió. Quizá más tarde recordemos la historia. «Oh, sí, recuerdo esa en la que…», y luego parpadeamos y decimos: «Pero ¿cómo demonios se llamaba el tipo que la escribió? Ha hecho un montón de cosas, sí, un autor bastante bueno…».

El problema es un asunto de acumulaciones. Cada historia, considerada aisladamente, es excelente. Pero de algún modo nunca forman una totalidad, la imagen de un escritor, la perspectiva de una carrera. Eso es lo triste pero evidente acerca de R. A. Lafferty y de su lugar en la ficción especulativa.

Lafferty es un hombre sustancial, cuya obra es notable. No sólo es competente ficción, sino también ficción genuinamente ejemplar. Lleva escribiendo desde hace… ¿cuántos años? ¿Más de seis pero menos de quince? Algo así. Sin embargo apenas es mencionado cuando los fans se reúnen para discutir de Autores. Incluso pese a figurar en numerosas antologías, ser incluido en los Year's Best SF de Judith Merril en varias ocasiones y en los World's Best de Carr-Wollheim dos veces, y haber aparecido en casi todas las revistas de ciencia ficción, es el hombre invisible.

Aquí debo rectificar. Raphael Aloysius Lafferty saldrá, hablará, hará una declaración, y luego podrán leer ustedes otra de sus extraordinariamente brillantes historias. Y maldita sea, ¡esta vez recuerden!

Habla Lafferty:

No necesariamente por este orden, tengo cincuenta y un años, soy soltero, ingeniero electrónico técnico, y estoy gordo.

Nací en lowa, fui a Oklahoma cuando tenía cuatro años, y excepto cuatro años en el ejército he permanecido allí toda mi vida. También un año como funcionario menor en Washington D. C. La única universidad a la que he acudido fue un par de años a la escuela nocturna de la Universidad de Tulsa, hace ya mucho tiempo, donde estudié principalmente matemáticas y alemán. He pasado cerca de treinta años trabajando en el campo de la electricidad para subcontratistas, principalmente como comprador y controlador de precios. Durante la segunda guerra mundial estuve destinado en Texas, Carolina del Norte, Florida, California, Australia, Nueva Guinea, Morotai (Islas Orientales Holandesas, hoy Indonesia) y las Filipinas. Fui un buen sargento de estado mayor, y en un momento determinado podía hablar bastante bien el malayo y el tagalo (de las Filipinas).

¿Qué puede decir un hombre de sí mismo? Nunca cosas importantes. Fui un enorme bebedor durante algunos años, y lo dejé hace seis. Eso creó un vacío; cuando uno abandona la compañía de los más interesantes bebedores, abandona algo pintoresco y fantástico. Así que lo sustituí escribiendo ciencia ficción. Algo que leí en una revista de escritores me dio la estúpida idea de que la ciencia ficción era un género fácil de escribir. Para mí no lo es. No me alimenté de ella como parecen haberlo hecho la mayoría de los escritores del género.

Mi hobby es el lenguaje. Cualquier lenguaje. Me he gastado al menos un millar de dólares en gramáticas, libros de lecturas, diccionarios y cursos por correspondencia de todas clases. He conseguido llegar a leer bastante bien todas las lenguas románicas, germánicas y eslavas, al igual que el irlandés y el griego; pero realmente el español, el francés y el alemán son las únicas que leo fácilmente a una respetable velocidad. Soy católico del tipo pasado de moda o conservador. En cuanto a la política, soy el único miembro del Partido Centrista Norteamericano, cuyo programa expondré algún día en una historia de Utopía irónica. Soy un andarín compulsivo; déjenme solo en una ciudad extraña, y habré explorado a pie hasta los últimos rincones en una semana. No me considero un tipo demasiado interesante.

De nuevo el recopilador, para un comentario final. Lafferty es casi tan poco interesante como sus historias. Lo cual no es poco decir. Como testimonio a favor en este pleito contra la propia afirmación de R. A. de que es poca cosa, aquí tienen esta historia, una de mis favoritas en este libro.

• • •

«Vinieron y nos quitaron el país», había dicho siempre el pueblo. Pero nadie comprendía.

Dos ingleses, Richard Rockwell y Seruno Smith, recorrían en un buggy el desierto de Thar. Era una comarca desolada, rojiza, más roca que arena. Daba en cierto modo la impresión de que le habían arrancado el manto fértil, dejando al desnudo el árido subsuelo.

Oyeron un trueno, y eso les intrigó. Se miraron, el rubio Rockwell y el moreno Smith. Jamás tronaba en toda la región, entre Nueva Delhi y Bahawalpur. ¿Con qué tronaría ese seco desierto de la India septentrional?

—Vayamos por estas lomas —le dijo Rockwell a Smith, e hizo subir el vehículo por una cuesta—. Aquí nunca llueve, pero una vez quedé atrapado en un riachuelo, en una región donde jamás llovía, y por poco me ahogo.

Volvió a tronar, un trueno sonoro y retumbante, como si quisiera confirmarles que estaban oyendo bien.

—Este riachuelo se llama Kuti Tavdavi, Río Pequeño —dijo Smith, misteriosamente—. Me pregunto por qué.

Dio un respingo, como si a él mismo le sorprendiese lo que acababa de decir.

—Rockwell, ¿por qué he dicho eso? Nunca en mi vida había visto este riachuelo. ¿Cómo acudió a mi mente semejante nombre? Sin embargo, es el tipo de arroyo que, si alguna vez lloviese en estas tierras, podría convertirse en un riachuelo. Aquí no pueden caer lluvias significativas. No hay alturas suficientes para volcar la escasa humedad que podría evaporar el desierto.

—Eso es lo que me pregunto cada vez que vengo —dijo Rockwell, y señaló con un gesto las cumbres que rielaban en la distancia, la Región de los Grandes Caballos, el famoso espejismo—. Si fuera real, la humedad allí condensada caería en lluvias. Y transformaría todo esto en una lujuriosa sabana.

Eran geólogos en busca de minerales; exploraban palmo a palmo las zonas promisorias que había mostrado un relevamiento aéreo. El problema del desierto de Thar era que allí había de todo —plomo, cinc, antimonio, cobre, estaño, bauxita— en proporciones apenas submarginales. Ningún sector del Thar rendiría abultadas ganancias, pero todos ellos resarcirían los gastos.

Ahora relampagueaba en las alturas del espejismo, y eso sí que no lo habían visto antes. El cielo se había nublado y encapotado. Tronaba en ondas sucesivas, y los espejismos sonoros no existen.

—O allí arriba hay un pájaro muy grande y muy movedizo, o está por llover —dijo Rockwell.

Y empezó a llover, una lluvia ligera pero constante. Era un placer sentir esa frescura mientras los dos hombres se zarandeaban en el vehículo recorriendo la tarde. La lluvia en el desierto siempre es un premio inesperado.

De pronto, Smith entonó una alegre canción en una de las lenguas del noroeste de la India, una tonada de ritmo lascivo, aunque Rockwell no entendía las palabras. Abundaba en ritmos dobles y palabras ricas en vocales, como las que podría inventar un niño.

—¿Cómo demonios manejas tan bien las lenguas? —le preguntó Rockwell—. Para mí son difíciles, y eso que tengo una buena formación lingüística.

—Yo no tuve necesidad de aprenderlas. Me bastó recordarlas. Todas se agrupan alrededor del boro jib.

—¿Alrededor del qué? ¿Cuántas lenguas sabes?

—Todas. Las llaman las siete hermanas: punjabi, kashmiri, gujarati, marathi, sindhi, hindi.

—Tus siete hermanas no son más que seis —se burló Rockwell.

—Se dice que la séptima hermana se fugó con un tratante de caballos. Pero a esta séptima doncella se la puede encontrar todavía aquí y allá, alrededor del mundo.

Se apeaban con frecuencia para explorar el terreno. Hasta la coloración de los nuevos arroyuelos era significativa para los geólogos, y aquélla era la primera vez que veían correr agua por la región. Continuaron avanzando lentamente, de a trechos, y así tragaron unas pocas millas barrosas.

En un momento dado Rockwell boqueó, azorado, y estuvo a punto de caerse del vehículo. Había visto sentado a su lado a un desconocido, y eso lo sobresaltó.

Entonces advirtió que era Smith, el Smith de siempre, y la alucinación que acababa de tener lo sumió en el desconcierto. Y muy pronto, otra cosa.

—Algo anda muy mal por aquí —dijo Rockwell.

—Algo anda muy bien por aquí —le respondió Smith, y volvió a entonar otra canción en lengua indostánica.

—Estamos perdidos —anunció Rockwell—. No vemos más allá de nuestras narices a causa de la lluvia, pero no debería haber lomas por aquí. No figuran en el mapa.

—Sí que figuran —canturreó Smith—. Es el Jalo Char.

—¿El qué? ¿De dónde has sacado semejante nombre? En el mapa no figuran alturas por estos lados, y tampoco debería haberlas en el terreno.

—Entonces el mapa está equivocado. ¡Hombre, si es el valle más encantador del mundo! Nos llevará suavemente hasta la cima. ¿Cómo pudo olvidarlo el mapa? ¿Cómo todos hemos podido olvidarlo durante tanto tiempo?

—¡Smith! ¿Qué te pasa? Tienes los ojos como platos.

—Todo va bien, te lo aseguro. He renacido hace apenas un minuto. Es como llegar a casa.

—¡Smith! Vamos sobre césped verde…

—Me encanta. Podría tascarlo como un caballo.

—¡Ese risco, Smith! ¡No debería estar tan cerca! Forma parte delespej…

—Vamos, señor, ése es el Lolo Trusul.

—¡Pero no es real! ¡No está en ningún mapa!

—¿Mapa, señor? Soy un pobre hombre kalo y no sé nada de esas cosas.

—¡Smith! ¡Eres un experto cartógrafo!

—Me suena haber tenido un oficio con un nombre parecido. Pero el risco es real. Lo escalé en mi niñez, en mi otra niñez. Y aquello a lo lejos, señor, es Drapengoro Rez, la Montaña Herbácea. Y el altiplano que está frente a nosotros y que ahora empezamos a trepar es Diz Boro Grai, la Región de los Grandes Caballos.

Rockwell frenó el buggy y se apeó de un salto. Smith lo siguió, ebrio de felicidad.

—¡Smith, estás más loco que una cabra! —boqueó Rockwell—. ¿Y yo? No sé qué ha pasado, pero estamos totalmente perdidos. ¡Smith, fíjate en la hoja de ruta y en los señaladores de situación!

—¿Hoja de ruta, señor? Soy un pobre hombre kalo que no sabe nada…

—Maldito seas, Smith, ¡si tú mismo hiciste esos instrumentos! Si no mienten, nos hemos excedido en trescientos metros de altura, y hemos trepado por espacio de quince kilómetros hasta un altiplano que se supone forma parte de un espejismo. Esos riscos no pueden estar aquí. ¡Smith, nosotros no podemos estar aquí!

Pero Seruno Smith se alejaba ya al trote corto, como quien ve visiones.

—¡Smith! ¿Adonde vas? ¿No me oyes?

—¿Me llama a mí, señor? —preguntó Smith—. ¿Y por ese nombre?

—¿Estaremos los dos tan locos como la región? —gimió Rockwell—. Hace tres años que trabajo contigo. ¿No te llamas Smith?

—Bueno, sí, señor, supongo que puede traducirse al inglés como Horse-Smith o Black-Smith, es decir «herrador» o «herrero». Pero mi nombre es Pettalangro, y voy camino de casa.

Y el hombre que había sido Smith echó a andar cuesta arriba, hacia la Región de los Grandes Caballos.

—Smith, estoy subiendo al buggy y voy a regresar —gritó Rockwell—. Esta región mulante me hiela la sangre. Cuando un espejismo se vuelve real, es el momento de poner pies en polvorosa. ¡Ven conmigo! Estaremos de vuelta en Bikaner mañana por la mañana. Hay un médico allí, y un bar con una buena provisión de whisky. Nos hace falta una de las dos cosas.

—Gracias, señor, pero yo debo subir hasta mi casa —canturreó Smith—. Ha sido usted muy amable al traerme hasta aquí.

—Te dejo, Smith. Un loco es mejor que dos.

—Ashava, Sarishan —entonó Smith, despidiéndose.

—Smith, aclárame un último enigma —gritó Rockwell, tratando de encontrar un resto de cordura a que aferrarse—. ¿Cuál es el nombre de la séptima hermana?

—Caló —canturreó Smith, y desapareció en el altiplano que siempre había sido un espejismo.

En una buhardilla de la calle Olive, St. Louis, Missouri, un matrimonio mitad-y-mitad hablaba mitad-y-mitad.

—El rez ha riserao —dijo el hombre—. Lo puedo sungar como un brishindo. Jalemos.

—De acuerdo —dijo la mujer—, si estás awa.

—Demonios, te apuesto a que puedo ríkear baño en abundancia en el beda que tenemos aquí. Haré que kakko venga a kinnarlo saro.

—Con un poco de bachi podremos estar jalaos para la areat —dijo la mujer.

—¡Nashiva, mujer, nashiva!

—Está bien —dijo la mujer, y empezó a empacar.

En Camargo, en el estado de Chihuahua, México, un mecánico de tez cetrina vendió su negocio por cien pesos y le ordenó a su mujer que juntara las pertenencias, pues se marchaban.

—¿Irnos ahora, cuando el negocio está tan próspero? —preguntó ella.

—Sólo tengo un coche para arreglar, y ése no tiene arreglo —dijo el mecánico.

—Pero si lo retienes bastante tiempo, ese hombre te pagará para que se lo vuelvas a armar aunque no esté arreglado. Eso es lo que hizo la última vez. Y tienes un caballo para herrar.

—Le tengo miedo a ese caballo. Además, ha vuelto. Vámonos.

—¿Estás seguro de que podremos encontrarla?

—Claro que no estoy seguro… Iremos en el carromato y nuestro caballo enfermo tirará de él.

—¿Por qué en el carromato, si tenemos un coche, o algo que se le parece?

—No sé por qué. Pero iremos en el carromato y clavaremos la herradura gigante en el tablón del dintel.

Un trapisondista, en Nebraska, levantó la cabeza y olisqueó el aire.

—Ha vuelto —dijo—. Siempre supe que lo sabríamos. ¿Hay por aquí otros gitanos?

—Yo tengo algo de rart —dijo uno de sus compañeros—. De todos modos este narvelengero dives no es más que una feria de tres al cuarto. Le diremos al patrón que se la meta en su chev y ahuecaremos el ala.

En Tulsa, un mercachifle de coches usados llamado Gipsy Red anunció la liquidación más loca del lugar:

—¡Todo por nada! Me voy. Recojan los papeles y salgan rodando. Nueve montones de chatara fresca y treinta buenos. Todo gratis.

—¿Crees que estamos locos? —preguntaba la gente—. Aquí hay gato encerrado.

Red puso en el suelo la documentación de todos los coches y la sujetó con un ladrillo. Subió al peor coche del lote y se marchó para siempre.

—Todo gratis —canturreaba mientras se alejaba—. Recojan los papeles y vayanse conduciendo.

Todavía están allí. ¿Creen ustedes que la gente está tan loca como para dejarse embaucar por una cosa así, en la que sin duda hay gato encerrado?

En Galveston, una tabernera llamada Margaret les preguntaba a los marinos mercantes cuál era la mejor forma de conseguir un billete hasta Karachi.

—¿Por qué Karachi? —le preguntó uno de ellos.

—Supuse que era el puerto importante más cercano —respondió la muchacha—. Ha vuelto, ¿sabes?

—Esta mañana, no sé por qué, tuve el presentimiento de que había vuelto —dijo él—. Yo también soy un chai. Seguro, ya encontraremos algo que vaya para ese lado.

En miles de lugares, embaucadores y quirománticas, payasos y trujamanes, condes de Condom y duques del Pequeño Egipto parvelaron sus bártulos y se prepararon para rodar.

En todos los países, hombres y familias tomaron decisiones súbitas. Los athinganoi se reunieron en Grecia, en las colinas que circundan Salónica, y allí se les sumaron sus hermanos de Servia y Albania y de los montes Rhodolpes de Bulgaria. Los zingari de Italia septentrional se congregaron alrededor de Pavía y comenzaron a rodar rumbo a Genova para embarcarse. Los boemios de Portugal descendieron hasta Oporto y Lisboa. Los gitanos de Andalucía y de todo el sur de España llegaron a Sanlúcar y a Málaga. Los zigeuner de Turingia y Hannover se apiñaron en Hamburgo en busca de un billete transoceánico. Los gioboga y sus primos de sangre mezclada, los shelta provenientes de todos los cnocs y coills de Irlanda, encontraron barcos en Dublín, Limerick y Bantry.

Desde la Europa central, los tsigani emprendieron viaje hacia el este. La gente partía de los doscientos puertos de cada continente y transitaba por las mil carreteras, muchas de ellas tiempo atrás olvidadas.

Balauros, calés, manusch, melelo, tsigani, moro, romaní, flamenco, sinto, cicara, el pueblo de los mil nombres viajaba por millares. El Romaní Raí estaba de mudanza.

Los dos millones de gitanos del mundo volvían a casa.

En el Instituto, Gregory Smirnov platicaba con sus amigos y colegas.

—¿Recuerdan ustedes la tesis que presenté hace varios años: que «hace poco más de un milenio visitantes extraterrestres descendieron en la Tierra y se llevaron una tajada de nuestro planeta»? —dijo—. Todos ustedes opinaron que mi tesis era ridícula, pero mis conclusiones se basaban en análisis isostáticos y austáticos practicados con toda minuciosidad. No cabe la menor duda de que así fue.

—En realidad, es cierto que nos falta una tajada —dijo Aloysius Shiplap—. Tú calculaste que la tajada robada tenía un área de unas diez mil millas cuadradas, y no más de una milla de espesor en la parte más ancha. Dijiste entonces que creías que la querían como muestra para estudiarla en sus laboratorios. ¿Sabes algo nuevo acerca de nuestra tajada perdida?

—Estoy por cerrar el caso —dijo Gregory—. La han devuelto.

En verdad, era muy sencillo, jekvasteskero, de una sencillez gitana. Son los gachés, los no gitanos del mundo, los que dan explicaciones complicadas de las cosas simples.

«Vinieron y nos quitaron nuestro país», habían dicho siempre los gitanos, y eso era lo que había sucedido.

Los visitantes extraterrestres deslizaron una lámina por debajo de la tajada y la mecieron suavemente para desembarazarla de la fauna nerviosa, y luego se la llevaron para estudiarla. Dejaron, a modo de señalador, un simulacro inmaterial de ese altiplano, en la misma forma en que nosotros ponemos a veces etiquetas con nombres o figuras para identificar el lugar en que más tarde colocaremos un objeto. Dicho simulacro era a menudo visto por los humanos como un espejismo.

Los visitantes extraterrestres también dejaron simulacros en la mente de la fauna superior que huyó de esa tierra en movimiento. Eso creó en ellos una especie de instinto nostálgico por el terruño perdido, que les impidió afincarse en ninguna parte hasta la hora del retorno; con ese instinto se entrelazaban premoniciones, agorerías y sobreentendidos.

Ahora, los visitantes acababan de devolver la tajada de tierra, y la antigua fauna regresaba a ella.

—¿Y qué harán ahora los… mm… visitantes extraterrestres, Gregory? —preguntó Aloysius Shiplap en el Instituto, con una sonrisa paternal.

—Bueno, Aloysius, me imagino que se llevarán otra tajada de nuestra Tierra para estudiarla —respondió Gregory Smirnov.

Terremotos de escasa intensidad sacudieron durante tres días la región de Los Ángeles. Se evacuó a la población de toda el área. Luego resonó desde el cielo un silbato atronador que parecía querer decir: «Bajen a tierra todos los que han de quedarse en tierra».

Entonces sacaron una nueva tajada de escasa profundidad, con toda su superestructura. Desapareció. Y pronto fue olvidada.

De la Enciclopedia General del Siglo XXH, vol. 1, pág. 389:

ANGELEMOS. (Véase también Gitanos Automovilistas y Recolectores de Ciruelas.) Grupo étnico mixto de origen desconocido, muy afecto a los vagabundeos en automóvil. Se predice que serán los últimos usuarios de este vehículo, y aún se producen para su mercado varios modelos arcaicos sobrecargados de cromo. Este pueblo no es mendicante; muchos de sus miembros poseen una inteligencia superior. A menudo se dedican al comercio; por lo general son agentes de bienes raíces, jugadores, testaferros, gerentes de fábricas de diplomas por correspondencia y promotores de una y otra especie. Rara vez permanecen durante mucho tiempo en un mismo lugar.

Sus esparcimientos son curiosos. Viajan durante horas y hasta días por las viejas y casi abandonadas carreteras y autopistas. Se ha dicho que la mayoría de los angelenos consumen narcóticos, pero Harold Freelove (que vivió varios meses como angeleno) ha demostrado que esta afirmación es falsa. Lo que inhalan durante las fiestas (cazuelas de smog) es un humo negro de carbón y residuos de petróleo mezclados con monóxido. La finalidad de estas experiencias no es clara.

La religión de los angelenos es una mezcla de antiguos cultos con un poderoso componente escatológico. El tema del paraíso está representado por una alusión a un místico «Sunset Boulevard». El idioma de los angelenos es un argot colorido y chispeante. La explicación que ellos dan de su origen es vaga:

—Vinieron y nos quitaron el dizz —dicen.

• • •

Todos somos primos. No creo en la reencarnación, pero el único sistema de reencarnación que satisface a la justicia es que cada ser se convierta sucesivamente (o a veces simultáneamente) en cada uno de los demás seres. Eso requeriría unos cuantos miles de millones de vidas; el escritor que tiene un agudo sentimiento de clan intenta hacerlo en una sola.

Todos somos gitanos, como en esta parábola, y poseemos un instinto de regreso al hogar y el recuerdo de un lugar más acogedor y excelente, una realidad que está enmascarada como un espejismo. Si ese lugar más excelente está aquí o en otro sitio o en otro tiempo es algo que no sé, como tampoco sé si será nuestro mundo inmediato cuando esté lo suficientemente vivo; pero tengo una intuición al respecto que a veces cruza por toda la comunidad. Existen, o deberían existir, esas alturas resplandecientes; y nos pertenecen. La controversia (o la polaridad) está entre nosotros mismos como individuos y como miembros de las especies incandescentes, confrontadas con la cosa escatológica. Lo expresaría de una forma más inteligente si supiera cómo.

Sin embargo, no he escrito esta historia para desarrollar esta noción, sino para citar un nombre. Existe realmente una Margaret la tabernera; no la de la historia, por supuesto (ya que debemos respetar la desautorización: «Cualquier parecido con personas reales vivas o muertas es pura coincidencia»), sino otra del mismo nombre…, y es gitana. «Pon mi nombre en una historia, simplemente Margaret la tabernera —me dijo—. No me importa a quién, aunque se lo apliques a un perro.» «Pero tú no lo sabrás —le dije—, tú no lees nada, ni ninguna de las personas que te rodean.» «Lo sabré —aseguró ella—, cuando alguien lo lea algún día, cuando llegue al nombre de Margaret la tabernera. Sé cosas así.»

No de mí, sino de algún otro lector que lo lea, Margaret recibirá la intuición, y ambos lo sabrán. «Hey, el viejo murciélago lo hizo», dirá Margaret. Ignoro lo que el lector-emisor atrapado en medio de todo esto pensará o dirá.

Estoy contento de ser un miembro de esta augusta aunque a veces picara compañía que interviene en esta producción. Tiene un aire de excelencia, y algo de ella quedará sobre mí. Somos, todos nosotros, condes de Condom y duques del Pequeño Egipto.