Si todos los hombres fueran hermanos, ¿dejarías que alguno se casara con tu hermana?

(Theodore Sturgeon)

Ésta será la introducción más corta de este libro. ¿Porque de todos los escritores incluidos en esta antología el único que realmente no necesita introducción es Theodore Sturgeon? Bueno, así es, ciertamente. ¿Por qué nada de lo que nadie pueda decir es capaz de preparar al lector a lo que sigue, la primera historia de Sturgeon en más de tres años? Es un punto válido. ¿Por qué cada nueva historia de Sturgeon es una experiencia largamente esperada, sin parangón con ninguna otra, de modo que para qué molestarse en dorar el caviar? De acuerdo, aceptaré eso.

Pero ninguna de esas razones me sirve para explicar por qué soy incapaz de escribir una introducción tan suculenta como las otras que figuran en este libro. La verdadera razón es que Sturgeon salvó recientemente mi vida. De una forma literal.

En febrero de 1966 cometí uno de esos increíbles fallos de la vida que desafían toda explicación o análisis. Me casé con una mujer…, una persona…, alguien cuya mente es completamente extraña a uno del mismo modo que puede serlo la mente de un marciano. La unión fue un desastre, una pesadilla de cuarenta y cinco días que me dejó más al borde del abismo de lo que nunca había estado. En el preciso momento en que pensaba con toda seguridad que ya no podría seguir sujetándome a…, a nada, recibí una carta de Ted Sturgeon. Formaba parte del intercambio de cartas que dieron como resultado el obtener esta historia para la antología, pero estaba dirigida enteramente a lo que me estaba ocurriendo a mí. Reunió de nuevo los muelles sueltos de mi vida. Era uno de esos ejemplos de honesta preocupación a los que (con suerte) uno puede aferrarse en un terrible momento de impotencia y desesperación. Demuestra la más obvia característica de la obra de Sturgeon…, el amor. (En una ocasión hablamos de eso. Resultó claro tanto para Sturgeon como para mí mismo que yo no conocía virtualmente nada acerca del amor y en cambio estaba totalmente familiarizado con el odio, mientras que Ted no conocía casi nada acerca del odio pero lo sabía completamente todo del amor en casi todas sus manifestaciones.) Me gustaría, con permiso de Ted, citar algunos fragmentos de aquella carta. Dicen infinitamente más acerca de su obra y de sus motivaciones que cualquier otra cosa que yo pretenda decir. A partir de ahora, pues, habla Sturgeon:

Querido Harlan: Desde hace dos días no he podido apartar de mi mente tu situación. Quizá sería más exacto decir que tu situación está constantemente en mi cabeza, como una miga seca de inquietud que no puede ser expulsada ni disuelta ni tragada y que cada vez que me muevo o intento engullirla me estrangula.

Supongo que el aspecto que más me exaspera es el de «injusticia». La injusticia no es un fenómeno aislado y homogéneo, como tampoco lo es la justicia. Una ley es una ley, haya sido violada o no, pero la justicia es recíproca. Que una cosa así te haya ocurrido a ti es una injusticia más grande que si le hubiera ocurrido a los más representativos de esta población en expansión demográfica.

Sé exactamente el porqué, también. Es una injusticia porque tú te hallas del lado de los ángeles (que, dicho sea de paso, no parecen muy dispuestos a echarte una mano en este momento). Perteneces al pequeño grupo de los Buenos Chicos. Y eres así no por algún proceso de intelectualización y decisión, sino reflexivamente, instantáneamente, de manera glandular, ya se manifieste en la caja de un supermercado donde tengas que enfrentarte a esos tipos de la John Birch, o en una sala de billar dando la cara a un famoso matón, o dejándote las entrañas frente al rodillo de tu máquina de escribir.

No hay falta de amor en el mundo, pero hay una gran carestía de lugares donde ponerlo. No sé por qué es así, pero la mayoría de la gente que, como tú, tiene una inherente habilidad para trepar por los más escarpados riscos con uñas y dientes, tiene poco de él, o está tan equipada con picas y ganchos de acero que no puede verlo. Cuando se muestra en un hombre así —como ocurre contigo—, cuando se ilumina, debería ser cuidado y reverenciado. Ésta es la esencia de la injusticia que se ha cometido contigo. No debería ocurrir, pero si debe ocurrir, no debería ocurrirte a ti.

Tienes motivos para sentir muchas cosas, Harlan: cólera, indignación, pesar, tristeza… Theodor Reik, que ha hecho algunas brillantes autopsias del amor, declara que su fin no se halla en ninguna de esas cosas; si es así, hay muchas posibilidades de que algunas de ellas estuvieran ahí desde el principio. Termina con la indiferencia…; realmente termina con la auténtica indiferencia. Ésta es una de las cosas más tristes que conozco. Y en toda mi vida sólo he hallado a un escritor, en una ocasión, que fuera capaz de describir el momento exacto en que se produjo, y era el relato más triste que haya leído nunca. Te lo envío ahora en tu aflicción. El principio tras el obsequio se llama «contrairritación». Léelo en una buena disposición…, si puedes. Me gustaría que supieras que si de alguna forma te ayuda y sostiene, tienes todo mi respeto y afecto. Sinceramente tuyo, T. H. STURGEON.

Así terminaba la carta que me ayudó y me sostuvo. Junto con la carta iba el número 20 de los Twenty Lave Poems based on the Spanish of Pablo Neruda (Veinte poemas de amor basados en el texto castellano de Pablo Neruda), por Christofer Logue. De Songs (Canciones), Hutchinson amp; Co., Londres, 1959. Es esta libertad de dar, esta habilidad y deseo de encontrar amor y ofrecerlo libremente en todas sus formas, lo que hace de Sturgeon la criatura mítica que es. Complejo, atormentado, luchador, bendecido por una increíble gentileza y, sobre todo lo demás, con un enorme talento, lo que acaban de leer es el alma de Theodore Sturgeon. Se lo ruego, pasen a lo mejor que pueden encontrar en cualquier escritor: una muestra de la obra que motiva toda una vida. Y gracias.

• • •

El Sol se convirtió en Nova en el año 33 D. E. (D. E. significa «Después del Éxodo».)

También se podría decir que el Éxodo tuvo lugar más o menos un siglo y medio D. I., si aceptamos que D. I. quiere decir «Después de la Impulsión». La Impulsión, para evitar tecnicismos, consistía en un dispositivo algo más simple que la mujer y considerablemente más complicado que el sexo, que posibilitaba que un vehículo espacial dejara de existir aquí mientras simultáneamente aparecía allí, eliminando las limitaciones impuestas por la velocidad de la luz. Se podría redactar un informe realmente impresionante sobre la astrología mediante el empleo de la Impulsión, con todos los detalles de orientación aquí y allí y las hasta cierto punto filosóficas dificultades de establecer relaciones entre ellos, pero este relato no encaja en ese tipo de ciencia ficción.

Convendría más a nuestros propósitos, en cambio, informar que la transformación del Sol en Nova fue plenamente advertida; que los primeros cincuenta años D. I. fueron empleados en perfeccionar el dispositivo de Impulsión y en explorar con vehículos no tripulados, que localizaron gran cantidad de planetas aptos para el establecimiento humano; podríamos agregar que los cien años siguientes se utilizaron en preparar a la humanidad para la partida. Naturalmente eso dio origen a innumerables grupos ideológicos con muy interesantes planes para lograr una u otra Cultura Perfecta, la mayoría de los cuales estaban en desacuerdo con el resto. La Impulsión, sin embargo, había proporcionado a la Tierra un acopio tan grande de mundos nuevos separados por distancias subjetivas tan insignificantes entre ellos y el planeta de origen que los disidentes no necesitaban insistir demasiado en su desacuerdo; bastaba con postularse para otro mundo nuevo y se eliminaba el problema. Las comparaciones entre tantas y tan variadas teorías culturales eran realmente fascinadoras, pero este relato tampoco pertenece a ese tipo de ciencia ficción. Por lo menos, no del todo.

De todos modos, el caso fue que en un lapso de poco menos de tres décadas Terra fue despoblada con ayuda de muchos miles de naves que partían hacia cientos de mundos (dejando atrás, por supuesto, a ciertos recalcitrantes que, por supuesto también, ciertamente murieron); y los nuevos mundos fueron colonizados con gran variedad de hechos heroicos, así como también de éxito.

Sucedió, sin embargo (de una manera demasiado abstrusa para ser descrita en este tipo de relato de ciencia ficción) que la Central de Impulsión de la Tierra, un computador central, era no sólo la única manera de seguir el rastro de todos los mundos, sino también el único modo de mantenerlos comunicados entre sí, y cuando esta instalación sumó su efímera mancha brillante al océano deslumbrador de la Nova, desapareció toda posibilidad de que los nuevos mundos se encontraran unos con otros sin el arduo proceso de búsqueda por medio de naves no tripuladas. Les llevó largo tiempo a cada uno de los mundos nuevos desarrollar la necesaria tecnología, e incluso un tiempo más largo aún para que dicha tecnología se tornara operacionalmente productiva, pero al fin, en un planeta que se llamó a sí mismo Terratu (el sufijo significaba tanto «también» como «dos»), pues resultó ser el tercer planeta de una estrella tipo GO, apareció algo que fue llamado Archivos, una especie de índice y centro distribuidor de todos los mundos habitados conocidos, que convirtió a dicho planeta en la central de comunicaciones y despachos, tanto para su propio comercio con ellos como para las relaciones de unos con otros; en suma, algo muy beneficioso para todos. Un efecto colateral, por supuesto, fue la convicción desarrollada en Terratu de que, por el hecho de ser la Central de Comunicaciones, era también el centro del universo, y por lo tanto debía controlarlo; pero después de todo, esos son los gajes del oficio que aquejan a todas las entidades conscientes.

Y ahora ya estamos en condiciones de determinar con exactitud qué tipo de relato de ciencia ficción es éste.

—Charli Bux —restalló la voz de Charli Bux—, para ver al Director de Archivos.

—No lo dudo —contestó la bonita chica del escritorio, con el frío tono que las chicas bonitas reservan para los visitantes apurados e indignados, que claramente ignoran, o no les interesa, que la chica sea bonita—. ¿Concertó la entrevista con anterioridad?

El hombre parecía joven y agradable, a pesar de su prisa e indignación. Sin embargo, el modo en que disimulaba esas cualidades, fijando —por fin— sus ojos entrecerrados en la cara de ella vuelta hacia arriba, sin demostrar en ningún momento signos de. haber reparado en su hermosa juventud, logró que la chica lo catalogara como desagradable.

—¿Tiene un libro de citas? —replicó él, fríamente.

Ella no encontró ninguna respuesta adecuada, pues tenía un libro de esa especie; es más, estaba abierto delante de ella. Colocó una dorada y bien cuidada uña sobre el nombre inscrito, comparándolo, con entusiasmo negativo, con su cara, y siguió el renglón hasta la hora anotada. Echó una rápida mirada al reloj de su escritorio, posó una uña en un intercomunicador y dijo:

—Un tal señor Charli…, este…, Bux quiere verlo, señor Director.

—Hágalo pasar —contestó el intercomunicador.

—Puede pasar.

—Ya lo sé —fue la seca respuesta.

—Usted no me gusta.

—¿Cómo dice? —preguntó él.

Pero evidentemente estaba pensando en otra cosa y antes de que ella pudiera repetir la observación desapareció por la puerta interior.

El Director de Archivos había desempeñado sus funciones el tiempo suficiente como para esperar de sus interlocutores cortesía, respeto y sumisión, y además eso le complacía. Charli Bux irrumpió en su despacho, arrojó estrepitosamente una carpeta sobre el escritorio, se sentó sin ser invitado, e inclinándose hacia delante rugió:

—Maldita sea…

Gracias a que había sido prevenido, el Director de Archivos no se sorprendió. Había planeado exactamente todo lo que debería hacer para manejar a aquel joven impetuoso, pero al tener que enfrentar la medida real del temperamento de Bux comprobó que sus planes eran menos útiles que despreciables. Estaba sorprendido, pues una rápida ojeada a su boca abierta y a los febriles movimientos de sus manos —gesto que creía perdido y olvidado mucho tiempo atrás— echó por tierra cualquier plan que pudiera haber trazado previamente.

—Uf…, la puta que lo parió —gruñó Bux, mientras su rabia se desinflaba notoriamente—. La grandísima puta que lo parió. —Miró a las horrorizadas cejas del viejo e hizo una mueca—. Creo que no es culpa suya. —La mueca desapareció—. Pero de todas las estúpidas demoras que he soportado en mi vida, ésta ha sido sin duda la peor. ¿Tiene usted idea de la cantidad de oficinas en las que he entrado y salido con esto —golpeó la pesada carpeta— desde que volví?

El Director de Archivos lo sabía perfectamente, pero de todos modos preguntó:

—¿Cuántas?

—Demasiadas, pero así y todo la mitad de las que recorrí antes de ir a Vexvelt.

Al decir eso cerró los labios con un chasquido y se inclinó hacia delante nuevamente, clavando su brillante y penetrante mirada, como dos rayos láser gemelos, en el viejo. El Director se descubrió a sí mismo luchando por no ser el primero en desviar la mirada, pero el esfuerzo lo obligó a recostarse cada vez más atrás, hasta que por último se apoyó en los almohadones de su sillón, con la barbilla apenas levantada. Comenzó a sentirse un poco ridículo, como si se hubiera visto obligado con engaños a trabarse en lucha con el criado de un desconocido.

Fue Charli quien primero apartó la vista, pero ésa no fue una victoria del viejo, ya que la mirada del muchacho dejó sus ojos en forma tan perceptible como si su pecho se hubiese librado de la presión de la palma de una mano, y literalmente se desplomó hacia delante al aliviarse la fuerza que lo retenía. Sin embargo, aunque hubiese sido una victoria para él, Charli Bux pareció despreocuparse por completo del asunto.

—Creo que voy a contarle todo acerca de… cómo llegué a Vexvelt —dijo, tras una larga y concentrada pausa—. No tenía pensado hacerlo, o al menos iba a decirle sólo lo que creía que usted necesitaba saber. Pero recuerdo lo que tuve que pasar para llegar hasta allí, y lo que todavía estoy pasando desde que regresé, y al parecer todo es lo mismo. Ahora las trabas han desaparecido. Ignoro qué las reemplazará pero, por todos los demonios del infierno, ya han conseguido sacarme de quicio, ¿entiende?

Si esas palabras eran un intento de llegar a un acuerdo, el Director de Archivos no tenía la menor idea de qué se trataba.

—Creo preferible que empiece por algún sitio —dijo diplomáticamente; y luego agregó, sin levantar la voz pero con inmensa autoridad—: Y con calma.

Charli Bux lanzó una sonora carcajada.

—Nunca paso más de tres minutos con alguien sin que me pida que me calme. Bienvenido al Club de Apaciguadores de Charli; miembros: la mitad del universo; miembros potenciales: todo el resto. Lo siento. Nací y me crié en Biluly, donde no hay más que vientos alisios, cañones de roca desnuda y arrecifes, y donde la única manera de susurrar es a gritos. —Hizo una pausa y prosiguió más apaciguado—. Pero no vamos a ponernos ahora a discutir el asunto. Estoy hablando de un leve detalle aquí, y otro pormenor allá, que puestos juntos y sumados dan la idea de que existe un planeta del que nadie sabe nada.

—Hay miles…

—Quiero decir, un planeta del que nadie quiere que se sepa nada.

—Supongo que habrá oído hablar de Magdilla.

—Sí, con catorce tipos de microsporas alucinógenas desperdigadas en la atmósfera y con carcinógenos en el agua. Nadie quiere ir allí, y nadie quiere que otros vayan, pero nadie le impide a uno conseguir información sobre Magdilla. No, me refiero a un planeta que no es noventa y nueve por ciento Terrón Optimum, ni noventa y nueve con noventa y nueve, sino tantos nueves que se podría cambiar el sistema de referencia y llamar a la propia Terra noventa y siete por ciento en comparación con él.

—Eso sería lo mismo que decir «ciento dos por ciento del normal» —acotó presurosamente el Director.

—Si usted prefiere las tablas estadísticas a la verdad… —gruñó Bux—. Aire, agua, clima, flora, fauna y recursos naturales con seis nueves decimales, tan fáciles de obtener como en cualquier lugar, o más… Y nadie sabe nada de él. O si lo saben, fingen que lo ignoran. Y si uno los acorrala un poco lo mandan a otro departamento.

El Director extendió las manos.

—Yo diría que las circunstancias son una prueba suficiente. Si no hay contacto con ese, hum, notable lugar, eso demuestra que lo que quiera que posea se puede obtener tanto o más fácilmente mediante las rutas establecidas…

—¡Sí, obtener una mierda! —gritó Bux. Luego se dominó y meneó la cabeza con amargura—. Perdóneme otra vez, señor Director, pero este asunto ya hace mucho que me enfurece. Lo que usted acaba de decir es lo mismo que si un par de trogloditas comentara «No tiene sentido edificar una casa ya que todo el mundo vive en cuevas». —Al ver los ojos cerrados, los largos y pálidos dedos apoyados en las blancas sienes, Bux reiteró—: Ya le he dicho que lamento haber vociferado de esa forma.

—En todas las ciudades de todos los planetas habitados —dijo el Director de Archivos pacientemente—, en todo el universo conocido, existen clínicas públicas gratuitas donde todas las reacciones a las tensiones pueden ser debidamente diagnosticadas, tratadas o prescritas con eficacia, rapidez y dignidad. Confío en que no lo tome como una intromisión en su vida privada si formulo una observación, en absoluto profesional (ya lo ve, no pretendo ser un terapeuta): en algunos momentos un ciudadano no tiene conciencia de sufrir agudas tensiones o estrés, aunque ello pueda ser claramente, quizá dolorosamente evidente para otros. Y no sería una descortesía, ni una falta de delicadeza, que un comprensivo extraño sugiriera a ese ciudadano que…

—Lo que usted quiere decir con toda esa palabrería es que tendría que hacerme revisar la cabeza.

—De ninguna manera. No soy un especialista. Pienso, sin embargo, que una visita a una de esas clínicas…, hay una a pocos pasos de aquí, podría tornar las… relaciones entre nosotros mucho más fáciles. Me será muy grato concederle otra cita cuando se sienta mejor. Quiero decir cuando…, este…

Terminó la frase con una sonrisa helada y se inclinó hacia el intercomunicador.

Desplazándose casi como una nave movida por impulsión, Bux pareció dejar de existir en la silla destinada a los visitantes y reapareció instantáneamente al lado del escritorio, con un robusto y largo brazo extendido, en tanto su vigorosa mano bloqueaba el camino hacia el intercomunicador.

—Primero escúcheme —dijo suave, muy suavemente. Eso en sí mismo eran tan asombroso como si el Director de Archivos hubiese empezado a barritar como un elefante—. Escúcheme, por favor.

El viejo retiró la mano, pero la entrelazó con la otra y ubicó el nítido juego de dedos en el borde del escritorio. Parecía la imagen del empecinamiento.

—Mi tiempo es considerablemente limitado, y su legajo es demasiado voluminoso.

—Es muy voluminoso porque soy un perro de presa que persigue detalles; eso no es una jactancia, es un defecto. A veces no sé dónde detenerme. Puedo ir al grano con suficiente rapidez…, todo este material lo confirma. Quizá la décima parte sería suficiente, pero vea, a mí me importa un comino. En realidad me importa tres cominos. De cualquier forma, usted ha presionado justo el botón correcto en Charli Bux. «Hacer nuestras relaciones más fáciles.» Bueno, correcto. No voy a putear, no voy a insultar, y no le voy a tomar demasiado tiempo.

—¿Puede hacer todo eso?

—¡Mierda, sí…! Hum… —Disparó al Director su sonrisa de treinta mil bujías; luego echó atrás la cabeza y tomó aliento. Miró de nuevo hacia delante y dijo apaciblemente—: Sin duda puedo hacerlo, señor.

—En tal caso…

El Director de Archivos agitó la mano en dirección a la silla de los visitantes. Charli Bux, incluso un contrito Charli Bux, era aún demasiado ancho y alto. Pero una vez ubicado, se quedó en silencio por un lapso tan largo que el viejo se agitó impaciente. Charli levantó rápidamente la vista y se excusó.

—Sólo estoy tratando de ordenar todo, señor. Gran parte le parecerá digna de que me prescriban un tratamiento de shock y una larga estancia en el manicomio, lo sé, y eso sin ser modesto en cuanto a sus conocimientos profesionales. Una vez leí un cuento acerca de una niñita que tenía miedo a la oscuridad porque había un hombrecito rojo y peludo, con colmillos venenosos, escondido en el armario. Todo el mundo se empeñaba en decirle: «No, no, no hay tal hombrecito. Debes ser sensata, debes ser valiente». Hasta que un día la encontraron muerta; tenía una mordedura similar a la de una víbora, y su perro había matado a una criatura roja y peluda… Puedo decirle que hubo una especie de confabulación para impedirme obtener información acerca de un planeta, hasta que me enfurecí y decidí ir allí para enterarme por mí mismo. «Ellos» hicieron todo lo posible para impedírmelo; me hicieron ganar un sorteo cuyo premio mayor era un viaje a donde deseara, excepto allí, y donde pudiera invertir el tiempo de mis vacaciones. Puedo agregar que cuando lo rechacé me dijeron que no había Guía de Impulsión orbitando alrededor de ese planeta, y que estaba demasiado lejos para alcanzarlo a través del espacio normal. ¡Y eso era una maldi…, una sucia mentira, señor! Luego, cuando descubrí una manera de alcanzarlo mediante sucesivas etapas, comenzaron a poner trabas a mis registros de crédito, de manera que no me fuera posible comprar mi pasaje. En resumen, no puedo culparlo por colgarme el rótulo de paranoico y aconsejarme que vaya a hacerme ver la cabeza. Sólo que todo eso fue real, que todas las cosas sucedieron realmente y no fueron meros desvaríos, sin importar lo que todo el mundo más dos tercios de Charli Bux (en el momento en que «ellos» terminaron conmigo) creyeran. Poseía algunas evidencias y creía en ellas. Disponía de una tonelada de opiniones en contra. Se lo aseguro, señor, tenía que ir. Tuve que hundirme hasta las rodillas en el suave pasto de Vexvelt, aspirar el olor a cedro de un fogón de campamento y sentir el cálido viento en mi cara —«y mis manos entrelazadas con las de una chica llamada Tyng, junto con mi corazón y mi esperanza, y una deslumbrante maravilla coloreada como un amanecer y con gusto a lágrimas»— para permitirme a mí mismo creer que no me había equivocado y que existía un planeta llamado Vexvelt, que tenía todas las cosas que sabía que tenía —«y más, más, oh, mucho más de lo que alguna vez te diré, viejo». Al fin quedó silencioso, con la mirada lejana y luminosa.

—¿Por qué motivo comenzó esa… búsqueda? Charli Bux levantó la cabeza y su mirada se perdió a lo largo del tiempo, hasta recalar en detalles siempre presentes en él.

—Uf, casi me había olvidado de todo. Trabajaba en el Interworld Bank and Trust, alimentando una computadora en el centro distribuidor. No era un trabajo tan aburrido como pueda parecer. Resulta que durante un tiempo fui minerólogo, y los cargamentos significaban para mí algo más que un nombre, una cantidad y un precio. Puedo comentarle exactamente cada uno de los ítems. Feldespato. Se utiliza en las porcelanas y cristales de estilo antiguo. Creo que tengo una memoria muy retentiva. En ese momento el feldespato molido y embalado costaba veinticinco créditos la tonelada en los muelles.

Pero había un cliente que lo traía a ocho y medio, F.O.B. Llamé a la firma sólo para controlar; como podrá imaginar, a mí no me interesaba mucho, pero una cifra equivocada podía embrollar los resúmenes estadísticos de importación y exportación por varios años. El tenedor de la compañía revisó los libros y me confirmó que era correcto: ocho y medio la tonelada de feldespato de alta calidad, molido y embalado. Provenía de un intermediario de Leteo con el cual no habían podido comunicarse nuevamente.

»No me preocupé más por el asunto hasta que me topé con otra anomalía. Niobio esta vez. Algunos lo llaman columbio. Entre otras cosas se utiliza en las aleaciones de aceros inoxidables. Nunca había visto cotizaciones por lingotes inferiores a ciento treinta y siete créditos, pero allí había algunos, no muchos, sin embargo, a noventa créditos con flete incluido. Y algunas planchas también, a un treinta por ciento menos de lo que jamás las había visto, y con flete incluido. Controlé aquellos datos; eran correctos. Bien fundidos y puros, dijo el encargado. Me había olvidado de eso también, o por lo menos así lo creía, cuando apareció aquel tripulante del espacio. —«Moxie Magiddle era su nombre. Un hombrecito de ojos estrábicos, con una enorme risa que sacudía las paredes del bar del espaciopuerto. Tomaba solamente alcohol, y nunca se había pinchado con una jeringa. Me contó acerca de un tipo con una enorme cabeza de tornillo dorada en el ombligo. Y me contó montones de anécdotas de todas las épocas y lugares. Conocía muchísimas historias y tenía un don maravilloso para contarlas»—. Mencionó de pasada que Leteo era un sitio donde la ley es «Diviértete» y nadie la quiebra jamás. El lugar era sólo un gran punto de transbordo, descanso y rehabilitación. Un mundo acuático con sólo una porción de tierra en los trópicos. Siempre cálido, siempre plácido. Sin industrias, sin agricultura, simplemente con…, bueno, facilidades. Miles de hombres gastan cientos de miles de créditos, y unas pocas docenas se embolsan millones. Todo el mundo es feliz. Mencioné el feldespato. Creí que de esa forma parecería que yo también conocía Leteo.

—«Y metí asquerosamente la pata; Moxie me miró como si fuera la primera vez que me veía y no le gustara lo que estaba viendo. Si lo que yo decía era mentira, tal mentira era bastante estúpida. No se extrae feldespato de un pantano, compañero. ¿Me estás tomando el pelo o qué? Y así se frustró una velada perfecta.»—. Dijo que no podía proceder de Leteo pues es un mundo acuático.

»Creo que también podía haber olvidado eso si no hubiera sido por el café. Se llamaba café Blue Mountain; la etiqueta proclamaba que descendía en línea directa de la Vieja Tierra, de una isla llamada Jamaica. Agregaba que sólo podía haber sido cultivado en una tierra alta y fría de los trópicos, ya que era una auténtica planta de montaña. Me gustó mucho más que cualquier café que hubiera tomado en mi vida, pero cuando fui a comprar más comprobé que habían vendido la totalidad de las existencias. Conseguí que el gerente revisara los libros y le seguí la pista a través de un mayorista de Terratu hasta encontrar al intermediario, y luego al importador; ¡realmente me gustaba ese café!

»De acuerdo con esto último, venía de Leteo. Tierra alta, fresca y montañosa, y todo eso. El puerto de Leteo era tropical, sin duda, pero para tener algunas tierras frescas debería poseer montañas que fueran realmente montañas.

»El feldespato que venía, aunque no fuera posible, de Leteo (¡y menos a esos precios!) me hizo recordar el niobio, así que controlé eso también. No había la menor duda. Leteo nuevamente. Sin embargo, no es posible obtener lingotes y planchas de niobio puro sin minas, ni fundiciones, ni talleres de laminación.

»Mi siguiente día libre lo pasé allí, en los Archivos, y conseguí la historia de Leteo desde su fundación (lo juro) hasta Ylem y la Gran Explosión. Era un pantano. Prácticamente lo había sido siempre, y había algo que no encajaba.

»Era tan sólo un detalle pequeño, y probablemente existía una explicación simple. Pero simple o no, me molestaba. —«Y además me había hecho quedar fatal frente a ese maldito tipo. Viejo, si yo te dijera cuánto tiempo me pasé rondando el espaciopuerto en busca del pequeño gnomo del espacio, me detendrías ahora mismo y me enviarías directamente a un tratamiento de shock. Estaba obsesionado… No con el tipo de obsesión que provoca la adicción, sino como si tuviera una pequeña y profunda astilla clavada en el pie, que realmente no lastima, pero que no deja de hacerse notar a cada paso que damos. Y por fin un día, meses más tarde, allí estaba el viejo Moxie Magiddle, quien se encargó de extraer la espina. Al principio no me reconoció. Pequeño adefesio gracioso… Tenía los sesos equipados para olvidar cualquier cosa que no le gustara. Aquel asunto del feldespato… Cuando un compinche con quien le gustaba tomar unas copas y chismorrear un rato demostraba ser un mentiroso sabelotodo, demasiado estúpido para darse cuenta de que no podría seguir adelante con la farsa…, aquello reducía a Charli a menos cero, no importa la cantidad de bebida que pagara. Cuando por fin conseguí acorralarlo (lo único que faltó fue que luchara con él) y le conté toda la historia del feldespato, el niobio, el café cultivado en tierras montañosas, todo verificado y vuelto a verificar, facturado, cargado, embarcado, asegurado, y todo absolutamente producido en Leteo, y le mostré las malditas pruebas, comenzó a reírse hasta que casi se le saltaron las lágrimas, un poco por sí mismo, un poco por la situación, y en gran parte por mí. Pasamos una noche estupenda; bebimos alcohol juntos. ¿Sabe una cosa?: nunca comprenderé cómo Moxie Magiddle puede soportar tanto licor. Pero me dijo de dónde provenían esos embarques, y me dio una vaga idea de por qué nadie quería admitirlo. Y me dijo el nombre que les dan a todos los varones vexveltianos.

»—Lo mencioné un día a un estibador —prosiguió Charli en voz alta—, y me resolvió el misterio. El feldespato y el niobio, así como también el café, provienen de Vexvelt, y son transportados a Leteo por intermediarios locales, quienes muy a menudo retienen parte de las mercancías y las venden por su cuenta para arañar algunos créditos más, y luego lo sepultan entre todos los misterios locales.

»Pero cualquier planeta que pueda sacar provecho de mercancías de esa calidad a esos precios, ¡y para colmo transbordadas!, sin duda podría obtener mayores beneficios si las negociara directamente. Además, el niobio es el elemento 41, y la hipótesis de Elkhart sostiene que si en un planeta se encuentra algún elemento de los períodos tres a cinco, hay grandes posibilidades de hallarlos a todos. ¡Y aquel café! En aquella época solía pasarme las noches en vela preguntándome qué podrían tener en Vexvelt que les gustara demasiado para exportarlo, si valoraban tan poco aquel café que se desprendían de él.

»Bueno, después de todo eso, era lógico que viniera aquí a buscar datos sobre Vexvelt. ¡Oh!, estaba clasificado en los bancos de memoria, es verdad, pero si alguna vez se había comerciado con ese planeta los datos se habían borrado de los registros mucho tiempo antes…; cada cincuenta años se eliminan los ítems inactivos de las células de memoria. Ahora sé que los correspondientes a esa información han sido ya limpiados por lo menos cuatro veces, pero es posible que las últimas tres ya no contuvieran ningún dato.

»¿Qué cree que contenían los Archivos sobre Vexvelt?

El Director de Archivos no contestó. Sabía lo que contenían los Archivos con respecto a Vexvelt. Sabía también, dónde estaba y dónde no estaba. Además sabía cuántas veces aquel testarudo joven se había preocupado por el misterio, con cuántos ingeniosos enfoques había encarado el problema, lo poco que había conseguido y lo mucho menos que conseguiría él o cualquier otro que lo intentara en la actualidad. Pero no dijo nada.

Charli Bux levantó los dedos y empezó a enumerar.

—Astronomía: sin observaciones más allá de los dos años luz. Nada más que planetas hermanos (todos muertos) y satélites dentro de esos años luz. Cosmología: las exploraciones por medio de cámaras, si alguna vez se llevaron a cabo (¡y deben de haberlo hecho, o ese maldito lugar ni siquiera estaría registrado!), han dejado de efectuarse. Por lo tanto ni siquiera hay manera de saber en qué parte del espacio real se encuentra. Geología: sin datos. Antropología: sin datos. Luego aparecen algunas tonterías, como la tensión local del hidrógeno y las emisiones de la estrella madre, pero no son de mucha ayuda. Y por último el informe de Extrapolaciones Comerciales: sin intercambio. Considerado indeseable. Ni una palabra sobre quién hizo el informe, ni por qué dijo lo que dijo.

»Traté de soslayar el problema buscando los informes de exploraciones tripuladas, pero en conexión con Vexvelt sólo pude encontrar los nombres de tres astronautas. Trosan: tuvo problemas cuando volvió de allí, y fue ejecutado. ¿Sabía que acostumbrábamos a matar a cierto tipo de delincuentes hace seiscientos o setecientos años?… No sé por qué lo hicieron. De cualquier manera, aparentemente fue después de archivar su informe. Luego vino Balrou. Oh, Balrou sí que entregó un informe. Puedo repetírselo completo palabra por palabra: «En vista de las condiciones reinantes en Vexvelt el contacto con ellos no es recomendable». Fin. Dada la cantidad de palabras, ése debe de ser el informe más caro que jamás se haya archivado.

«Lo es», pensó el Director de Archivos, pero no lo dijo en voz alta.

—Luego alguien llamado Allman exploró Vexvelt, pero según reza el informe, «a su regreso se comprobó que Allman sufría fatiga mental a causa del confinamiento, y su juicio estaba tan severamente deteriorado por esa causa que su informe se considera desechable». Eso significa que fue destituido, ¿no es así, señor?

«Sí», pensó el viejo, pero respondió en voz alta:

—No sabría decirle.

—De modo que así estamos —prosiguió Charli Bux—. Si quisiera podría presentar un caso clásico de lo que los antiguos libros llamaban manía persecutoria; sólo tendría que referir los hechos tal como realmente pasaron. Incluso tengo derecho a pensar que «ellos» me eligieron como blanco perfecto y prepararon todas esas insinuaciones, feldespato a bajo costo, café de inmejorable calidad…, como carnadas que no me sería posible ignorar ni tampoco resistir. ¿Y acaso no tengo derecho a preguntarme si una caricatura viviente con un nombre ridículo, Moxie Magiddle, estaba trabajando para «ellos»? ¿Y qué sucedió luego, cuando abierta y honestamente reservé pasaje para Vexvelt como meta de mis vacaciones? Me contestaron que no había Guía de Impulsión orbitando Vexvelt; sólo se lo podía alcanzar por el espacio normal. Eso era una mentira, pero no había forma de probarlo desde aquí, o incluso desde Leteo… Moxie mismo nunca lo supo. Entonces quise hacer una reserva para Vexvelt, vía Leteo y un transporte de espacio real, y me contestaron que Leteo no era recomendada como escala intermedia para turismo, y que de todos modos desde allí no había transportes de espacio real hacia ningún lado. Por lo tanto hice una reserva para Botil, pues sabía que era una escala de turismo y que poseía lanzaderas de espacio real, así como naves charter. Las cartas estelares lo designan Kricker III, mientras que Leteo es Kricker IV. Fue entonces cuando gané esa mier…, ejem, el sorteo, y un viaje gratis al hermoso, hermoso Zeenip, paraíso de paraísos, con sus dos canchas de golf cubiertas de treinta y seis hoyos cada una, y sus baños de leche gratuitos. Doné el premio a una sociedad de beneficencia cualquiera (dije que lo hacía para ahorrar impuestos) y fui a retirar el pasaje para Botil, tal como había planeado. Pero me encontré con que debía recomenzar todos los trámites desde el principio, ya que habían anulado mis reservas al enterarse de que había ganado el premio. Parecía razonable, pero me llevó tanto tiempo rehacer todo que perdí el transporte reservado y una semana de mis vacaciones. Más tarde, cuando fui a abonar el pasaje, resultó que mi tarjeta de crédito estaba a cero, y me tomó otra semana completa corregir ese lamentable error. En ese momento el servicio de turismo disponía de un solo pasaje, y en vista de que la gira turística completa excedería el tiempo de mis vacaciones en dos semanas, anularon nuevamente la reserva…; estaban absolutamente seguros de que el asunto no me interesaba.

Charli Bux se miró las manos y se las estrujó. La Oficina de Archivos se llenó con un ruido crujiente, pero al parecer Bux no lo advirtió.

—Creo que en ese momento cualquiera en su sano juicio hubiera captado el mensaje, pero «ellos» me habían subestimado. Déjeme que le explique lo que quiero decir exactamente. No quiero decir que yo sea un hombre de acero, y que cuando me propongo algo no hay nada que me detenga. Tampoco pretendo fanfarronear con el coraje de mis convicciones; tenía muy poco de que convencerme. Pero existía una cadena íntegra de coincidencias sobre las cuales nadie quería explicarme nada. Incluso aunque la explicación con toda probabilidad fuera estúpidamente simple. Por otra parte, nunca me creí especialmente valiente.

»Sólo me sentía… asustado. ¡Oh!, también estaba frustrado y furioso, pero fundamentalmente asustado. Si alguien me hubiese ofrecido una explicación razonable, me habría olvidado inmediatamente de todo el asunto. Si alguien hubiera regresado de Vexvelt diciendo que se trataba de un planeta de atmósfera envenenada (con un buen depósito de feldespato y al menos una montaña), me habría reído de todo el problema. Pero esa secuencia íntegra, en especial la última etapa cuando traté de reservar pasaje, realmente me había asustado. Había llegado a un punto en el cual lo único que podía satisfacerme en lo que respecta a mi salud mental era estar de pie y caminar por la superficie de Vexvelt, y enterarme de qué se trataba. Y eso era precisamente lo único que no se me permitía hacer. Por lo tanto no podía obtener una prueba concreta, y en esas condiciones, ¿quién podía asegurarme que no iba a pasar los siguientes doscientos años preguntándome cuándo iba a clavarme una nueva astilla en un dedo? Un hombre puede sufrir por algo, señor, pero también puede sufrir el miedo de sufrir de algo. No, yo me sentía intimidado, y permanecería en ese estado de ánimo hasta que todo se aclarara.

—Bien. —El viejo se había mantenido tanto tiempo en silencio, escuchando, que su voz sonaba áspera y distinta—. Me parece que había un camino mucho más simple para solucionar el problema. En cada ciudad, en cada mundo humano hay clínicas gratuitas donde…

—Ya es la segunda vez que lo menciona —lo interrumpió Charli Bux—, y tengo algo que decir al respecto, pero no en este momento. En cuanto a visitar a un charlatán arregla cerebros, usted sabe tan bien como yo que eso no cambiaría las cosas en absoluto. Un amigo mío me dijo un día que se iba a morir de cáncer en un lapso de ocho semanas, «justo a tiempo», agregó, y me palmeó la espalda con tanta fuerza que me hizo ver las estrellas, «justo a tiempo para mi funeral». Y se fue calle abajo aullando de alegría como un idiota.

—¿Habría sido mejor que hubiese permanecido acurrucado en su lecho, aterrorizado y dolorido?

—No puedo contestarle a una pregunta de ese tipo, lo único que sé es que lo que presencié estaba mal. De cualquier manera…, allá fuera hay algo llamado Vexvelt, y no me haría sentir mejor que me metieran en una máquina y al salir pensara que no existe nada llamado Vexvelt, y no me diga que no es eso exactamente lo que esos amistosos y serviciales lava cerebros harían conmigo.

—Pero no comprende, usted ya no sería…

—Puede llamarme retrógrado, exaltado o ignorante si lo desea. —El vozarrón de Charli Bux se había elevado de nuevo, y parecía lo suficientemente enojado como para no preocuparse por ello—. ¿Conoce la vieja frase «dentro de cada hombre gordo existe un hombre delgado gritando que quiere salir»? Simplemente, no me es posible librarme de la idea de que si algo es cierto, podrían aguijonearme, golpearme o torturarme hasta que ría, arañe y llore, y admita que después de todo no tenía razón, e incluso salga a la calle y pronuncie discursos y convenza a otra gente, pero en el fondo siempre existirá una parte de mí con la boca amordazada y las manos atadas, despedazándome las tripas para tratar de salir y gritar que sí, que es cierto. Pero ¿por qué estamos hablando de mí? Yo vine aquí para hablar de Vexvelt.

—Antes dígame algo…, ¿cree usted realmente que existen ciertos «ellos» que quieren detenerlo?

—Demonios, no. Creo que estoy enfrentado con alguna estupidez arcaica que se ha transformado en algo habitual y establecido, y ésa es la razón por la cual no aparece información en los Archivos. No creo que en nuestros días alguien pueda ser tan estúpido. Prefiero pensar que la gente de este planeta puede mirar cara a cara a la verdad y no sentirse atemorizada. Y si se asusta puede encararla. En lo que respecta a esa carrera de obstáculos para obtener pasajes para mis vacaciones, al parecer existía una buena razón para cada uno de los episodios aislados que sucedían. La ciencia y las matemáticas han llevado a cabo un trabajo muy sagaz para explicar el mecanismo de la «buena» y «mala» suerte, pero ninguna de ellas ha sido desechada jamás.

—Así es —el Director de Archivos unió los dedos y echó una mirada a la punta de los mismos—. ¿Y cómo se las arregló al fin para llegar a Vexvelt?

El rostro de Bux resplandeció con su amplia sonrisa luminosa.

—He oído mucho acerca de esta sociedad libre, y acerca de cómo siempre existe alguien dispuesto a recortar un borde aquí o a pulir una esquina allá. Acaso haya algo de verdad en ello, pero hasta el momento no se ha conseguido quitarle a un hombre la libertad de ser un condenado estúpido. Por ejemplo, la libertad de renunciar a su trabajo. Le he dicho que se había encadenado una serie interminable de malas rachas, pero las malas rachas pueden superarse con tanto ingenio y tan fácilmente como un superpoderoso cerebro maestro llamado «ellos». Pienso que la mayoría de las malas rachas tienen origen dentro de los esquemas de un hombre. De esa forma se desfasa y cada paso que da lo aleja más del sendero señalado. Si no puede volver a entrar en órbita y trata de mantener el ritmo, sin duda encontrará delante de él una interminable fila de piedras, ubicadas en los lugares exactos, donde todas y cada una puedan romperle las canillas. En ese caso lo mejor es encaminarse río arriba. Quizá sea un territorio inexplorado y lleno de peligros, pero una cosa es segura: no tendrá que sufrir un camino de agonías absolutamente ineludibles y absolutamente planeadas.

—¿Cómo llegó a Vexvelt?

—Ya se lo he dicho. —Esperó un segundo; luego sonrió—. Se lo repetiré. Renuncié a mi trabajo. «Ellos», o «el destino perdedor», o los piojosos y malolientes hados, o cualquier cosa que haya puesto su mira en mí… podían hacerlo sólo porque siempre sabían donde me encontraba, cuándo iba a estar en el siguiente lugar y qué era lo que quería. De esa forma, siempre me estaban esperando. Por lo tanto, decidí encaminarme río arriba. Esperé a que finalizaran mis vacaciones y dejé mi alojamiento sin ningún equipaje; me dirigí a la sucursal de mi banco y saqué todos mis créditos antes de que pudiera sufrir algún golpe adverso. Luego tomé una nave de Impulsión hasta Lunatu; allí reservé pasaje en una nave mixta con destino a Leteo.

—Reservó pasaje, pero nunca abordó la nave.

—¿Cómo lo sabe?

—Estoy preguntándole.

—¡Ah!… Es verdad, nunca puse los pies en aquella pequeña y cómoda cabina. Lo que hice, en cambio, fue deslizarme hacia abajo por el conducto de carga y enterrarme en la bodega número dos, junto con una tonelada de avena. Me encontraba en una posición muy interesante, señor. En cierto modo lamento que nadie me haya desenterrado de allí para interrogarme. Se supone que uno no debe viajar como polizón, pero la ley dice, y sé exactamente lo que dice, que un polizón es aquel que aborda una nave sin pasaje. Pero yo lo tenía, y además lo había pagado totalmente, y todos mis papeles estaban en regla para el lugar adonde me dirigía. Lo que facilitó un poco las cosas fue que en ese sitio a nadie le importaban un cuerno los papeles.

—Y usted creyó que podría llegar a Vexvelt pasando por Leteo…

—Creí que tenía una posibilidad, y no conocía otra. En primer lugar, los cargamentos de Vexvelt habían llegado a Leteo; en caso contrario no me habría visto envuelto en este asunto. No sabía si se había utilizado un transporte vexveltiano o una nave mercante (si hubiera sido una nave de línea me habría enterado), ni cuándo podía arriba otra, ni si ésta volvería directamente a Vexvelt cuando despegara nuevamente. Todo lo que sabía era que sin duda algunas naves de Vexvelt habían hecho escala allí, y que era el único lugar adonde era probable que volvieran. ¿Tiene usted idea de lo que pasa en Leteo?

—Tiene su reputación.

—Sí, pero, ¿usted sabe?

El viejo mostró una punzada de irritación. En forma paralela al hecho de ser respetado y obedecido, se había acostumbrado a catequizar, y no a ser catequizado.

—Todo el mundo tiene noticias acerca de Leteo.

—«Ellos» no, señor —dijo Bux, sacudiendo la cabeza.

—Ese tipo de cosas tienen su función específica. —El viejo levantó las manos y las bajó nuevamente—. La humanidad siempre…

—¿Usted aprueba Leteo y lo que sucede allí?

—Uno nunca aprueba o desaprueba —dijo el Director de Archivos tiesamente—. Uno está informado y acepta que para ciertos sectores de la especie humana a veces es necesaria una válvula de escape como ésa, se da cuenta de que Leteo no tiene ninguna pretensión de ser otra cosa que lo que realmente es, y entonces…, bueno, uno acepta y sigue adelante con otras cosas. ¿Cómo llegó a Vexvelt?

—En Leteo —prosiguió implacablemente Charli Bux— uno puede hacer lo que quiera con cualquier ser humano, o con cualquier combinación de ellos, siempre y cuando pueda pagarlo.

—No lo pongo en duda. Ahora bien, la segunda etapa de su viaje…

—Hay hombres que son seducidos por la morbosidad…, por las enfermedades, señor Director de Archivos, por muñones de miembros amputados. Y hay gente en Leteo que cultiva esa clase de morbosidad para atraer a ese tipo de hombres. Viejas arpías, señor, con sucias pieles correosas, y muchachitos, y niñas…

—Termine con esa nauseabunda…

—Sólo un minuto. Una de las inquebrantables tradiciones no escritas de Leteo es que, cuando uno paga por hacer algo, algún otro puede pagar para verlo.

—¿Ha terminado? —No era Bux el que gritaba ahora.

—Ustedes aceptan a Leteo; lo eximen de culpas.

—No he dicho que lo aprobara.

—Comercian con ellos.

—Bueno, por supuesto que lo hacemos. Pero eso no significa que nosotros…

—El tercer día…, mejor dicho, noche, de mi estancia ahí —dijo Bux, interrumpiendo lo que seguramente iba a transformarse en un balbuceo impotente—, doblé la esquina de una de las avenidas principales y tomé por una calle lateral; sé que no fue un acto muy inteligente por mi parte, pero en ese momento se desarrollaba una feroz pelea precisamente entre el sitio donde yo estaba y la esquina; los disparos cruzaban en todas direcciones. Me disponía a doblar a la derecha para retomar otra avenida, que veía claramente al final de la callejuela.

»No puedo describirle la rapidez con que sucedió todo, ni explicarle de donde salieron…; ocho, creo, en una callejuela angosta y no demasiado oscura, que solamente un minuto antes parecía desierta.

»Fui sujetado simultáneamente por todos lados, levantado y estampado de espaldas contra el suelo. Una luz brillante se fijó sobre mi cara.

»—¡Mierda, no es él! —dijo una mujer.

»Una voz de hombre ordenó que me dejaran levantar. Me izaron; incluso alguien comenzó a sacudirme el polvo de la ropa. La mujer que había estado sosteniendo la linterna comenzó a disculparse, y lo hizo con bastante amabilidad. Explicó que habían oído decir que por allí había un… Me pregunto si debería usar la palabra…

—¿Lo cree necesario?

—Oh, sospecho que no es imprescindible; usted la conoce. A bordo de cada nave, en cada equipo de construcción, en cualquier comunidad agrícola, en fin, en todos los lugares donde los hombres trabajan o se reúnen, es el único proyectil verbal que puede iniciar una pelea con plena seguridad. Si no lo hace, la víctima nunca más podrá mirar de frente a nadie. La mujer lo usó de una manera tan incidental como si hubiera dicho terrestre o leteano. Dijo que había uno en la ciudad, exactamente allí, y que intentaban atraparlo. Le contesté: «Bueno, ¿qué les parece?», que es la única frase que conozco que puede ser ubicada en cualquier momento, y acerca de cualquier tema. Otra de las mujeres comentó que yo parecía bastante corpulento, y me preguntó si no me gustaría unirme a ellos para atizarle. Uno de los hombres dijo que le parecía bien, pero reclamó la cabeza para sí. Otro de los tipos comenzó a discutir con él por eso, y una tercera mujer, quitándose uno de los zapatos, abofeteó a los dos con un solo movimiento de la suela embarrada. Les ordenó que cerraran el pico o la próxima vez usaría el tacón. La otra mujer, la de la linterna, se rió tontamente y comentó que Helen era «moi güeña pá eso». Hablaba con un hermoso acento «cuidadosamente cultivado». Agregó que Helen podía arrancarle un ojo a alguien tan prolijamente como un cirujano. La tercera mujer gritó de pronto: «¡Traigan excrementos de perro!». Los trajeron; estaban demasiado secos. Uno de los hombres se ofreció para humedecerlos. La mujer no aceptó; dijo que eran suyos y que ella se ocuparía de ablandarlos. En ese mismo momento y allí mismo se puso en cuclillas para orinar. Pidió que la iluminaran, pues no veía lo suficiente para apuntar. La enfocaron con la luz. Era una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. ¿Algo anda mal, señor?

—Me gustaría que me dijera cómo estableció contacto con Vexvelt —contestó el viejo algo sofocado.

—¡Pero si es lo que estoy haciendo! —protestó Charli Bux—. Uno de los hombres se agachó y comenzó a mezclar la inmundicia con las manos. Y entonces, por una especie de sexto sentido, la luz se apagó… ¡y ellos se habían esfumado!… Una mano surgió de la nada y me empujó hacia atrás, contra la pared de una casa. No se oía ni un solo ruido, ni siquiera una respiración. En ese momento el vexveltiano dobló la esquina y se internó en el callejón. Cómo se enteraron de que se acercaba es algo que está más allá de mi capacidad de comprensión.

»La mano que me había empujado pertenecía a la mujer de la linterna, como descubrí en cuestión de segundos. En verdad no creí que su mano quisiera estar en el lugar donde la encontré. La agarré e intenté retenerla, pero la mujer la desenganchó y la retiró. En ese momento la linterna que llevaba me golpeó en una pierna, y el hombre caminaba hacia nosotros. Era un tipo grande, erguido, con ropas claras, lo que en ese momento me pareció una demostración de inconsciencia, más que de coraje. Avanzaba con agilidad y al parecer miraba atentamente a su alrededor, pero no podía vernos.

»Si todo estuviera sucediendo en este preciso momento, después de todo lo que sé de Vexvelt, y acerca de Leteo también, no titubearía un solo instante; sabría exactamente cómo actuar. Usted debe comprender que yo no sabía absolutamente nada en aquellos momentos. Quizá fue ese ocho contra uno lo que me fastidió. —Por un momento se quedó pensativo—. O tal vez aquel café. Lo que estoy tratando de decir es que actué de la misma forma en aquel instante, en mi ignorancia, en que lo haría ahora, sabiendo todo lo que sé.

«Arranqué la linterna de la mano de la mujer y en dos largos saltos me adelanté unos seis o siete metros. Encendí la linterna y enfoqué la luz en el lugar de donde yo mismo había salido. Dos de los hombres habían trepado como insectos por la desnuda pared del edificio, dispuestos a dejarse caer sobre la espalda de la víctima. La mujer hermosa estaba agazapada sobre la punta de los pies y apoyada en una mano; en la otra sostenía la inmundicia aquella, lista para tirarla. Lanzó un grito absolutamente animal, y la arrojó, sin dar en el blanco. Los otros se habían acurrucado de nuevo contra paredes y cercas, y ahora, a la luz, por un largo segundo parecieron aplastarse un poco más aún, parpadeando.

»—Tenga cuidado, amigo —dije por encima del hombro—. Creo que usted es el huésped de honor.

»¿Sabe lo que hizo? ¡Se rió!

»—Por un momento no se acercarán a mí —le dije—. ¡Lárguese!

»—¿Por qué? —me preguntó, apretándose para pasar a mi lado—. Apenas son ocho. —Y se encaminó directamente al sitio en que se encontraban.

»Sentí que algo rodaba cerca de mi pie y lo levanté… ¡era un trozo de ladrillo! Lo que sin duda era la otra mitad me golpeó exactamente sobre el esternón. Me hizo gritar, no pude evitarlo. El hombre alto me gritó que apagara la luz; yo era un blanco perfecto. Lo hice, y pude ver la silueta de uno de los hombres contra la luz de la calle principal en el lejano extremo. Estaba detrás de un cubo de basura y sostenía en la mano un cuchillo tan largo como su antebrazo. Se levantó tan pronto el hombre pasó a su lado. Arrojé el ladrillo y le acerté justo en medio de la nuca. El tipo alto ni siquiera hizo ademán de volverse cuando lo oyó caer y escuchó el ruido del cuchillo que rebotaba en el suelo. Pasó al lado de una de las moscas humanas como si hubiera olvidado que estaba allí, pero no lo había olvidado. Se irguió, lo tomó por los tobillos, lo arrancó de la pared y lo despidió contra el otro hombre, haciéndolo caer sobre el resto de la pandilla.

»Luego se quedó allí de pie, con el dorso de las manos en las caderas, sin jadear siquiera, observando el blasfemante y aullante revoltijo disperso en el pavimento del callejón. Me acerqué y me ubiqué a su lado. Uno o dos de ellos se pusieron de pie y se alejaron renqueando. Una de las mujeres comenzó a gritar…; supongo que maldiciones, pues no se oían las palabras. Volví la luz hacia ella y se calló de inmediato.

»—¿Estás bien? —me preguntó el hombre alto.

»—Con el pecho hundido —le contesté—, pero no te preocupes, puedo usarlo como frutero cuando esté acostado.

»Se rió y, volviendo la espalda al enemigo, me guió en la dirección en que había venido. Se presentó como Vorhidin, de Vexvelt, y yo le dije quién era. Agregué que había estado buscando a un vexveltiano, pero antes de que pudiera proseguir se abrió un negro agujero a la izquierda y una voz susurró: «Rápido, rápido». Vorhidin apoyó una mano en mi espalda y me dio un leve empujón.

»—Entra, Charli Bux de Terratu.

»Y allí fuimos; yo tambaleé a lo largo de algunos escalones, primero porque ignoraba que estaba allí y después porque no estaban en el sitio en que yo supuse que debían estar. Una gran puerta se cerró ruidosamente detrás de nosotros y se encendió una difusa luz amarilla. Allí había un pequeño hombrecito de piel olivácea y brillantes bigotes aceitados.

»—Vorhidin, por el amor de Dios, te dije que no vinieras a la ciudad, ¡Te van a matar!

»—Este es Charli Bux, un amigo —dijo Vorhidin por toda respuesta.

»El hombrecito se adelantó y comenzó a palparlo en los brazos y las costillas para verificar si tenía heridas. Vorhidin se rió y lo hizo a un lado.

»—¡Pobre Tretti! ¡Siempre teme que me suceda algo! No te preocupes por mí, miedoso. Revisa a Charli. Recibió un golpe en las costillas que me estaba destinado.

»El pequeño Tretti emitió un sonido similar a un chirrido y antes de que pudiera impedírselo ya había abierto mi camisa, me había quitado la linterna de la mano y con ella encendida estudiaba la magulladura.

»—Tu próxima mujer podrá admirar una hermosa puesta de sol —bromeó Vorhidin.

»En un abrir y cerrar de ojos Tretti salió y volvió con algo con lo que me roció; era fresco y agradable; parte del dolor se desvaneció.

»—¿Qué tienes para nosotros? —preguntó Vorhidin, y Tretti llevó la luz a otra habitación.

»Allí había pilas de mercancías, en su mayor parte productos manufacturados, utensilios y herramientas. Advertí además un enorme montón de cartuchos de trideo, la mayoría de música y de obras de teatro, pero también una o dos novelas. Casi todo el resto de las cajas era del mismo tipo. Vorhidin tomó un envase de unos veinte kilos y lo hizo girar hasta que vio la etiqueta: Espectroscopio molar.

»—En realidad no necesitamos parte de esta mercancía —dijo—. Pero nos gusta ver qué se está haciendo y cómo está diseñado. Algunas veces son mejores, en otros casos no. Nos agrada comparar, eso es todo.

«Volvió a ponerlo en su lugar suavemente; buscó en el bolsillo y exhibió en la palma de la mano más de una docena de piedras que resplandecían hasta el punto de herir la retina. Una de ellas, azul, sobresalía entre las demás. Tomó la mano de Tretti, la atrajo hacia sí y la llenó de gemas.

»—¿Son suficientes para este embarque?

»No lo pude evitar, eché una mirada en derredor de la habitación e hice un cálculo estimativo del contenido…; cien veces cada cosa que había allí no cubría el valor de esa piedra azul. Los ojos de Tretti se desorbitaron. No podía pronunciar una sola sílaba. Vorhidin meneó la cabeza y le dijo riendo:

»—Muy bien.

»Y metiendo de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón extrajo cuatro o cinco más. Pensé que Tretti iba a echarse a llorar; tenía razón. Lloró.

»Comimos algo y le conté a Vorhidin cómo había llegado allí. Me dijo que era preferible que me llevara consigo. Le pregunté adonde, y me dijo a Vexvelt. Comencé a reír. Le confesé que había estado estrujándome los sesos tratando de encontrar la manera de decir eso mismo, y entonces él también rió y me respondió que en realidad ya la había encontrado, y por dos buenas razones.

»—Primero, te debo un favor por eso —afirmó, inclinando la cabeza en dirección a la pared que daba al callejón—. Segundo, si te quedaras aquí no sobrevivirías a esta noche.

»Quise saber por qué, pues, por lo que había comprobado, allí había peleas, continuamente y luego, una hora más tarde, uno podía ver a los contrincantes bebiendo del mismo jarro. Contestó que no era lo mismo.

»—Nadie ayuda a un vexveltiano. Si lo haces, en lo que a Leteo se refiere te conviertes en uno de ellos.

»Entonces quise saber qué tenía Leteo contra Vexvelt. Dejó de masticar y me miró durante un largo tiempo, como si no me entendiera. Luego dijo:

»—Realmente no sabes nada sobre nosotros, ¿verdad?

»—Bueno, no mucho —le contesté.

»—Entonces ahora hay tres buenas razones para llevarte a Vexvelt conmigo —agregó.

»Tretti abrió las puertas dobles en el extremo más lejano del depósito; allí había un gran camión estacionado, y otro juego de puertas que daban a la calle. Cargamos las cajas en el camión y entramos en él, con Vorhidin al volante. Tretti se subió a una escalera, acercó los ojos a algo, luego hizo girar una rueda.

»—Es un periscopio —me aclaró Vorhidin—. Desde el exterior parece el asta de una bandera.

»Tretti agitó una mano en dirección a nosotros. Las lágrimas corrían nuevamente por sus mejillas. Apretó un interruptor y las puertas se abrieron, dejándonos el paso libre. El camión salió del almacén haciendo rechinar las ruedas, mientras las puertas se cerraban rápidamente a nuestras espaldas. Vorhidin condujo el camión con el cuidado con que podría hacerlo una ancianita. El parabrisas y las ventanillas eran de cristal polarizado, con vista en un solo sentido. Varias veces me pregunté qué harían aquellas hordas de borrachos y degenerados si pudieran ver el interior.

»—¿De qué están asustados? —le pregunté a Vorhidin. Al parecer no entendió la pregunta. Le aclaré—: La mayoría de las veces la gente forma una pandilla para atacar a alguien porque de una forma u otra está asustada. ¿Qué suponen que vais a quitarles?

»—Su decencia —dijo después de reírse, y eso fue todo lo que pude sacarle en el camino al espaciopuerto.

»El navío vexveltiano estaba ubicado a varios kilómetros de la terminal, en un camino endemoniado, más allá del límite del pavimento y cerca de algunos árboles. Se había declarado un incendio cerca de la nave. Cuando nos aproximamos pude comprobar que en realidad no era cerca, sino que habían encendido fuego debajo mismo de la nave. Allí había reunida una considerable multitud, quizá más de cincuenta personas, la mayoría mujeres, la mayoría borrachos. Bailaban y se tambaleaban por los alrededores y arrastraban ramas y leña debajo de la nave. Esta se encontraba apoyada sobre la cola, al estilo de los antiguos cohetes químicos de los cuentos de hadas.

»—Estúpidos —masculló Vorhidin, y movió algo que llevaba en la muñeca.

«Inmediatamente el cohete comenzó a rugir sordamente, y todos huyeron dando alaridos. Hubo una gran explosión de vapor y las ramas saltaron hacia todos lados; durante unos momentos el pavimento se colmó de gente corriendo, cayéndose y gritando, y de bicicletas y vehículos que daban vueltas alocadamente y chocaban unos con otros. Al rato todo se aquietó y pudimos acercarnos. Una enorme escotilla se abrió y de ella surgió un gran botalón con su marco, el cual descendió hasta el nivel del suelo. Vorhidin enganchó y acerrojó el transporte en su alvéolo, me hizo señas de que lo siguiera, aseguró los controles y volvió a tocar el mando que llevaba en la muñeca. Toda la sección de carga del camión comenzó a desplazarse, incluidos nosotros, mientras el remolque se dirigía de regreso al depósito por sus propios medios.

»La única tripulación que llevaba la nave era un joven oficial de comunicaciones —añadió Charli Bux cuidadosamente.

Con brillantes alas negras por cabello, pedacitos de cielo en los ojos almendrados y una boca plena e insinuante. Se apretó largamente a Vorhidin, expresando con su risa un mensaje que no podía decirse con palabras; él estaba a salvo.

—Tamba, éste es Charli. Viene de Terratu y luchó por mí.

Entonces ella se acercó y lo abrazó y lo besó también; aquella boca increíble, aquella cálida, suave y al mismo tiempo fuerte boca. Compartieron el beso por una hora, pues durante una hora sintió los labios de ella sobre los suyos, aunque ella lo había besado sólo un segundo. Durante una hora entera la boca de ella difícilmente pudo estar más cerca de ella misma que de la propia y asombrada carne de Charli.

—La nave se encaminó hacia el sol y el norte celeste —prosiguió Charli—. Mantuvo su curso dos días. Leteo tiene dos lunas; la más pequeña es sólo una roca, un asteroide. Vorhidin equiparó las velocidades con esta última, flotando a la deriva a un kilómetro escaso de distancia.

La primera noche Charli colgó su litera en el mamparo de popa y se tendió allí, sufriendo penosamente el empuje de los reactores, tan intenso como el de su corazón y sus riñones. Nunca había visto una mujer como aquélla…, que había dejado de ser niña sólo poco tiempo atrás. Tan alegre, tan total y estrictamente ella misma.

—La ropa molesta en una nave, ¿no crees? —le dijo media hora después del despegue—. Sin embargo, Vorhidin piensa que debo pedir tu opinión, ya que las costumbres son diferentes de un mundo a otro, ¿no es así?

—La nave y las costumbres son vuestras, no mías —apenas fue capaz de decir Charli.

Ella le dio las gracias, luego tocó la pequeña pieza brillante que llevaba en el cuello y los vestidos cayeron a sus pies.

—De esta manera la intimidad es mucho mayor —aclaró cuando se alejaba—. Una puerta cerrada significa mucho más para las personas desnudas; está cerrada por un motivo real, y no por la posibilidad de ser visto en paños menores.

Tomó sus ropas y las ubicó en uno de los camarotes. Era el de Vorhidin. Charli se recostó débilmente contra el mamparo y cerró los ojos. Los pezones de Tamba eran como su boca, plenos y suplicantes. Vorhidin también andaba despreocupadamente desnudo, pero Charli no se quitó la ropa; los vexveltianos no hicieron comentario alguno al respecto. La noche resultó muy larga. Durante un rato parte del peso de Charli se transformó en cólera, y eso lo ayudó a soportarlo. Viejo y canoso hijo de su madre, lo bastante viejo como para ser el padre de Tamba… Pero no podía durar y se rió de sí mismo. Recordó la primera vez que había ido a un club de esquí. Allí había todo tipo de gente: jóvenes, viejos, ricos, trabajadores, profesionales; pero había una diferencia. Aquel lugar, por ser lo que era, ocultaba a los sedentarios de cara maquillada y hombros caídos, a los sibaritas regordetes. Alrededor de Charli sólo había ojos claros, espaldas erguidas y pieles curtidas por el frío y la diversión. Los que caminaban no lo hacían ociosamente, iban a algún lado; los que descansaban lo hacían alegremente, con un bien ganado reposo. Así era el aura de Vorhidin…; no sólo una cuestión de piel y ojos claros, que ciertamente los tenía; esas mismas cualidades estaban en su interior, en sus huesos, irradiaban desde su mente. Era algo muy difícil de explicar, pero resultaba un placer convivir con eso. El segundo día, muy temprano, Vorhidin se le acercó cuando se encontraban solos en el cuarto de control y le preguntó si le gustaría dormir con Tamba esa noche. Charli boqueó como si le hubieran golpeado en el estómago con un puñado de hielo molido. Se sonrojó y tartamudo:

—Si ella, si ella…

Se preguntaba fuera de sí, cómo haría para pedírselo. En realidad no tenía motivos para preocuparse.

—¡Él está encantado, querida! —gritó Vorhidin, y la cara de Tamba se asomó en el corredor.

—Te lo agradezco mucho —dijo sonriendo.

Y entonces (después de la larga noche), aquél fue el día más largo de su vida; pero ella dejó que todo sucediera a su debido tiempo, dulce, fuerte y sin apuros. Después se quedó tendido mirándola, con un asombro tan duradero y absoluto que la hizo reír. Inundó su cara con el negro cabello y con sus besos y por fin lo inundó por completo con aquella flexible y dócil fuerza suya. Esta vez fue más violenta y exigente, hasta que con un grito final Charli cayó desde la cumbre misma del placer y el goce al más directo, total y absoluto sopor que hubiera conocido nunca. Veinte minutos después, quizás, abrió los ojos y encontró su mirada sumergida profundamente en una celeste gloria, los ojos de ella tan cerca de los suyos que sus pestañas se mezclaban. Más tarde, mientras conversaban en la sala de oficiales con las manos entrelazadas, se volvió y descubrió a Vorhidin de pie en la puerta de entrada. Se acercó a ellos con un largo paso y ubicó un brazo en torno de cada uno. Nadie habló. ¿Qué se podía haber dicho?

—Hablé mucho con Vorhidin —siguió diciendo Charli Bux al Director de Archivos—. Nunca conocí a un hombre tan seguro de sí mismo, de lo que quería, de lo que le agradaba, de lo que creía. Lo primero que dijo cuando mencioné el tema del comercio fue «¿Para qué?». Jamás en toda mi vida pensé que alguien pudiera preguntar eso. Todo cuanto hice, al igual que cualquiera, fue comerciar donde pude y en la mayor escala posible. Pero él quería saber para qué. Pensé en las gemas entregadas a cambio de esa chatarra que llevábamos en la bodega y en el niobio puro al precio de simple manganeso. Un comerciante llamaría a eso ignorancia, otro quizás un buen negocio, y ambos tratarían de conseguir más…; cuentas de vidrio a cambio de marfil. Pero se ha tenido noticias de culturas que comerciaban de esa forma por razones éticas o religiosas: dar siempre más de lo que se recibe en la moneda del otro tipo. O quizás eran simplemente ricos. Acaso había tanta riqueza en Vexvelt que la única forma en que la podían invertir era…, bueno, como él dijo, en manufacturas; así podían comparar diseños «Algunas veces mejores que los nuestros, en otros casos no». Se lo pregunté.

»Me lanzó una profunda mirada, que al metro y medio de distancia en que nos encontrábamos me pareció como si estuviera ahogándome en los inefables lagos azules de los ojos de Tamba, pero ¡cuidado!, no pienses en eso cuando hables con este viejo de pie ante un equipo de rayos X.

»—Sí, supongo que somos ricos —contestó por último—. No necesitamos muchas cosas.

»—De cualquier manera —argüí—, podríais obtener precios mucho más bajos por los pocos productos con los que comerciáis.

»Se rió un poco y sacudió la cabeza.

»—Uno tiene que pagar por lo que obtiene; lo contrario no es correcto. Si haces una «buena operación», como tú la llamas, terminas con más de lo que tenías antes; por lo tanto no lo has pagado. Eso es tan antinatural como si los niveles de energía fueran de menor a mayor; es contra las leyes de la ecología y la entropía.

—Luego agregó: —No puedes entenderlo.

»Y era verdad. No lo entendía ni lo entiendo todavía.

—Continúe —dijo el Director de Archivos.

—Tenían su propia plataforma de Impulsión en la parte opuesta de la luna de Leteo, y su propia guía orbitando Vexvelt. Ya le he dicho que durante todo ese tiempo había pensado que el planeta estaba cerca de Leteo; pues bien, no era así.

—Veamos, eso no lo entiendo. Las plataformas y las guías son un servicio público. Usted dice que viajaron dos días. ¿Por qué no usó la correspondiente al espaciopuerto de Leteo?

—No podría decirlo, señor. Bueno…

—¿Y bien?

—Simplemente, estoy pensando en esa chusma embriagada que prendía fuego debajo de la nave.

—Ah, sí. Quizá, después de todo, la plataforma de la luna es una precaución inteligente. Yo he sabido siempre, y usted lo ha puesto claramente en evidencia, que esa gente no es popular. Perfectamente…; ustedes efectuaron un salto por Impulsión.

—Hicimos un salto por Impulsión. —Charli guardó silencio unos instantes y revivió aquel momento de revelación, en el cual contempló la negrura salpicada de motas de talco y una luna pequeña como un terrón que se transformaba en el gran arco de un horizonte nimbado de púrpura, de verde marmóreo y dorado y plata y azul bruñido, con el resplandor cromado que procedía del océano del planeta—. Había un remolcador esperándonos, de modo que descendimos sin ningún problema. El espaciopuerto era pequeño, incluso comparado con Leteo…; ocho o diez dársenas, con el área de los depósitos debajo de ellas; los recintos para las tripulaciones y pasajeros los rodeaban, protegidos por una cubierta. No hubo ningún tipo de formalidades. Supongo que no hay suficientes viajes espaciales para justificarlas.

—Seguramente no hay extranjeros —dijo el viejo con suficiencia.

—Desembarcamos directamente en la cubierta y salimos de la nave.

Tamba salió primero. Era un día de sol con cálida brisa, y si existía alguna diferencia decisiva entre esa gravedad y la de Terratu, las piernas de Charli no la registraron. La diferencia en la atmósfera sin embargo era profunda. Antes nunca había conocido un aire tan claro, tan embriagador, tan limpio; excepto en algunos climas fríos, pero ese era cálido. Tamba se quedó junto a la silenciosa rampa que se desplazaba «hacia arriba»; la muchacha tenía la mirada perdida en las colinas, en la cadena de montañas más espléndida que Charli hubiera visto, ya que poseía todo lo que un libro de fotos de paisajes montañosos debe tener: suaves y pronunciadas alturas, hirsutas selvas, empinados farallones grises y ocres, almidonados ropajes de blanca nieve tendidos sobre sus picos para secarse al sol. Detrás se extendía una dilatada llanura limitada por un río, por un lado, y las bases de la colina por el otro. Y más allá el mar, con su ancha y dorada playa que curvaba un amoroso brazo en torno del verdoso hombro del océano. Cuando se acercaba a la pensativa Tamba, la cálida brisa jugueteaba y reía alrededor de ellos, y la corta túnica de ella voló de sus hombros como una nube, hasta que por fin tornó a envolver a la muchacha. Eso detuvo la marcha, el aliento y el corazón de Charli; ¡era una visión tan encantadora! Al acercarse a ella, al observar a la gente debajo que subía por una rampa y descendía por otra, comprendió que allí la ropa respondía solamente a dos convenciones: comodidad y belleza. Hombres, mujeres y niños usaban lo que preferían, cintas o túnicas, zuecos, diademas, fajines o faldas, o un anillo, ó una cinta para el cabello, o nada en absoluto. Recordó una maravillosa reflexión de un filósofo pre-Nova llamado Rudolfky y la murmuró entre dientes:

—La modestia no es una virtud tan simple como la honestidad. Ella se volvió y sonrió; pensó que la frase le pertenecía. Charli devolvió la sonrisa y no aclaró el equívoco.

—No te molesta esperar un momento, ¿verdad? Mi padre vendrá en seguida y nos iremos. Te alojaré con nosotros, ¿de acuerdo?

No le preocupaba. Esperaría, ensimismado en el restallante colorido de la montaña y el adagio del mar. Todo estaba bien.

No había nada, ninguna manera, ninguna palabra para expresar su respuesta excepto elevar los puños tensos tan altos como pudiera y gritar tan intensamente como fuera posible y concentrarlo todo en risas y lágrimas.

Una vez registrados los comprobantes de carga, Vorhidin se unió a ellos, antes de que Charli hubiera salido de su éxtasis. Éste había intercambiado miradas con la chica, quien sonrió y lo tomó del brazo con ambas manos, acariciándolo; y él rió y rió.

—Ha tomado demasiado Vexvelt de una sola vez —explicó la chica a Vorhidin, quien puso su enorme y cálida mano en el hombro de Charli y rió con él hasta que él se apaciguó.

Cuando pudo recobrar el aliento y los espejuelos de lágrimas se apartaron de sus ojos, Tamba le dijo:

—Vamos allí.

—¿Dónde?

Ella lo señaló con mucho cuidado. Tres esbeltos árboles oscuros, similares a álamos, surgían como una súplica entre el alegre revoltijo de un luminoso y cimbreante pasto verde.

—A aquellos tres árboles.

—No puedo ver ninguna casa…

Vorhidin y Tamba rieron al unísono: su respuesta les había encantado.

—Ven con nosotros.

—No tenemos que esperar a…

—Ya no hay necesidad de esperar. Ven.

—La casa distaba un breve trecho del espaciopuerto —continuó Charli en alta voz—, pero desde ninguno de ambos lados podía verse. Era una casona, con árboles que la rodeaban, e incluso crecían a través de ella. Me hospedé con la familia y comencé a trabajar. —Palmeó la gruesa carpeta y continuó—: Es esto. Obtuve toda la ayuda que necesitaba.

—¿La consiguió realmente? —Al parecer al Director de Archivos le interesó más ese dato que cualquier pormenor que hubiese escuchado anteriormente—. Así que lo ayudaron, ¿no es así? ¿Cree que estaban ansiosos de comerciar?

La respuesta a esa pregunta sin duda era muy importante.

—Sólo puedo decir esto —respondió Charli Bux cuidadosamente—: solicité esa información; se trataba de un catálogo de los recursos comerciales de Vexvelt y de los precios F.O.B. estimativos. Ninguno es tan elevado como para no llegar a un arreglo práctico y factible; cada uno eliminaría cualquier competencia. Existen múltiples razones. La primera, por supuesto, la constituyen los recursos en sí mismos: son muy fáciles de obtener e increíblemente abundantes. En segundo término tenemos los métodos de extracción; que superan cualquier sistema que usted haya podido soñar; y los de recolección y preservación… Bueno, las ventajas son innumerables. A primera vista parece un planeta pastoril, pero no lo es. Es la cueva del tesoro, trabajada y organizada, planeada y concebida como en ningún otro planeta del universo conocido. Esa gente nunca ha tenido una guerra, así como tampoco hubo nunca que modificar el plan cultural originario; y el que tienen funciona, señor, funciona. Y ha producido gente física y mentalmente sana, que cuando encara una tarea lo hace sin segundas intenciones, con…, bueno, puede parecer una palabra insólita para expresarlo, pero es la única que se adapta: con alegría… Sin embargo, puedo advertir claramente que usted no quiere oír hablar de eso.

El anciano abrió los ojos y miró directamente a su visitante. Ante la catarata de palabras de Bux, había desviado la cara, cerrado los ojos, fruncido los labios y dejado que las manos se extraviaran sobre sus sienes y cerca de sus oídos, como si estuviera haciendo un esfuerzo supremo para impedir que las palmas se apretaran fuertemente sobre ellos.

—Todo cuanto puedo oír es que un mundo que ha sido dejado de lado por toda la especie humana y que se ha mantenido alejado por su propia voluntad ahora lo está utilizando a usted para promover un contacto que nadie desea. ¿Lo desean ellos? No lo conseguirán, por supuesto. Pero ¿tienen una idea de lo que sucedería con su mundo si todo eso —señaló la carpeta con un ademán— fuera cierto? ¿Cómo piensan que podrían controlar a los exploradores? ¿Tienen algo especial en materia de defensa, de la misma forma que lo tienen en los otros ítems?

—Realmente no lo sé.

—¡Yo sí lo sé! —El anciano estaba mucho más enojado de lo que Bux lo había visto antes—. ¡Su defensa es lo que ellos son! Nadie se acercará nunca a ellos, nunca. Ni aunque despojen su propio planeta de todo lo que posee, refinen todo el lote, lo arrastren a sus expensas a su espaciopuerto y allí lo regalen.

—¿Ni aunque puedan curar el cáncer?

—Casi todos los tipos de cáncer son curables.

—Ellos pueden curar todo tipo de cáncer.

—Nuevos métodos se descubren cada…

—Ellos han poseído esos métodos desde hace no sé cuántos años. Siglos. ¡El cáncer no existe entre ellos!

—¿Sabe usted cuál es ese tratamiento?

—No, yo no, pero a un equipo clínico no le llevaría más de una semana averiguarlo.

—Los cánceres incurables no son materia de análisis clínicos. Son considerados enfermedades psicosomáticas.

—Lo sé. Eso es exactamente lo que el equipo clínico descubriría.

Hubo un largo y tenso silencio.

—Usted no ha sido totalmente franco conmigo, muchacho.

—Es verdad, señor. Otra larga pausa.

—De lo dicho por usted se deduce que están libres de cáncer a causa del tipo de cultura que han organizado.

Esta vez Bux no respondió, sino que dejó pendientes en el aire las palabras del anciano a fin de que pudieran ser oídas nuevamente, reinterpretadas. Al fin el Director de Archivos continuó con una voz que era casi un estremecido y furioso susurro.

—¡Eso es abominable! ¡Abominable! —Un hilo de saliva corrió por su barbilla, pero pareció no notarlo—. Preferiría mil veces morir…, ser devorado vivo por el cáncer…, volverme loco furioso, antes que vivir con una cordura como ésa.

—Quizás otros estén en desacuerdo con usted.

—¡Nadie podría estarlo! ¿Hizo la prueba? ¡Hágala! ¡Lo despedazarían! Eso es lo que le hicieron a Allman. ¡Eso es lo que le sucedió a Balrou! Nosotros mismos matamos a Trosan…; fue el primero, y no sabíamos que la chusma lo haría por nosotros. Y eso fue hace mil años, ¿lo entiende? Y toda esa…, toda esa… basura va a ir a parar a los archivos secretos con los demás, y algún día algún otro estúpido con excesiva curiosidad y poca decencia, y con la mente totalmente corrompida por la perversión, se volverá a sentar aquí con algún otro Director de Archivos, quien lo echará tal como yo lo estoy echando a usted y le dirá que cierre la boca y salve la vida, pues si la abre lo despedazarán. ¡Salga! ¡Salga! ¡Salga!

Su voz se había elevado hasta tornarse una especie de chillido y luego un alarido agudo que al rasparle la garganta se había transformado en un doloroso susurro; por fin se acalló; los viejos ojos brillaban y tenía la barbilla húmeda.

Charli Bux se levantó con lentitud. Estaba pálido por la conmoción.

—Vorhidin trató de hacérmelo entender —dijo serenamente—, y no quise creerle. No podía creerle. Le contesté: «Sé más que ustedes acerca de la ambición; no serán capaces de resistirse a esos precios». Agregué: «Sé más acerca del miedo que ustedes; no serán capaces de desechar la cura definitiva para el cáncer». Vorhidin se rió de mí, pero me proporcionó la ayuda que necesitaba.

»En cierta ocasión empecé a decirle que sabía más acerca de la cordura que yace en el interior de todos nosotros, muy desarrollada en algunos, y que ese elemento podría prevalecer. Pero a medida que hablaba me di cuenta de que estaba equivocado al respecto. Ahora sé que estaba equivocado en todo, incluso en la ambición, en el miedo, y que era él quien tenía razón. Me dijo que Vexvelt poseía la defensa más inexpugnable y menos costosa jamás planeada: la cordura. Tenía razón.

Charli Bux se dio cuenta entonces de que el viejo, intercambiando enloquecidas miradas con las suyas a medida que hablaba, de algún modo había dejado de oírlo dentro de su mente y había desconectado los oídos. Se quedó allí, con su vieja cabeza caída a un lado, jadeando como un perro famélico en un cubo de basura, hasta que pensó que ya podía volver a gritar nuevamente. Sin embargo no lo logró.

—¡Salga! ¡Salga! —logró carraspear.

Charli Bux salió. Dejó la carpeta donde estaba; como Vexvelt, esa carpeta se defendía por su condición de inmiscible: en el lenguaje químico, «noble como el oro».

No fue Tamba después de todo, sino Tyng, quien capturó el corazón de Charli.

Cuando llegaron a la hermosa casa, tan cerca de todo y sin embargo tan privada, tan recluida, fue presentado a la familia. El radiante —casi caliente— cabello rojo de Breerho, junto al de Tyng, puso en evidencia que ambas eran madre e hija. Vorhid y Stren, los hijos varones, uno en la niñez y el otro en la adolescencia, eran erguidos y tenían hombros anchos como su padre, en tanto que los admirables rasgos de sus ojos finamente delineados demostraban que eran hermanos de Tyng y Tamba.

Había también otros dos muchachos, una adorable niña de doce años llamada Fleet, quien estaba cantando cuando llegaron a la casa (por ese motivo se detuvieron y postergaron las presentaciones), y un robusto alborotador cuyo nombre era Handr, posiblemente el ser humano más feliz que cualquiera de ellos hubiera conocido jamás. A su debido tiempo, Charli conoció a los padres de ambos chicos; la morena Tamba se parecía mucho más a la madre de ellos que a la pelirroja Breerho.

Al principio hubo una catarata de nombres y caras, que su mente sólo captó parcialmente como en un calidoscopio a medida que todos se hacían presentes en la habitación; en cierto modo, Charli se sintió tímido. Pero en ese aposento había un amor que él jamás sospechó que existiera, y mucho más afecto y cariño.

Antes de la caída de la tarde ya se sentía parte de la familia, aceptado y subyugado. Y como Tamba había conmovido su corazón y asombrado su cuerpo, todos los cálidos y expectantes sentimientos recién despertados se concentraron en ella, quien por cierto parecía deleitarse en su compañía y se mantenía permanentemente junto a él. Cuando los pequeños se fueron bostezando, y luego los otros también se marcharon y quedaron casi solos, él le pidió, le rogó, que fuera a su lecho. Ella fue tan gentil y cariñosa como era posible, pero también absolutamente firme en su negativa.

—Pero querido, realmente en este momento no puedo. No puedo. He ido a Leteo y ahora estoy de vuelta, y he prometido…

—¿Prometido a quién?

—A Stren.

—Pero yo pensé… —Había pensado excesivas cosas, y no le era posible clasificarlas o incluso aislarlas unas de otras. Bueno, quizá no había entendido los parentescos…; después de todo, había cuatro adultos y seis pequeños; ya tendría tiempo de aclararlo todo al día siguiente—. ¿Quieres decir que prometiste a Stren que no te acostarías conmigo? —añadió.

—No, tontito. Esta noche me acostaré con Stren. Por favor no te enojes. Habrá muchas oportunidades. Mañana. ¿Por la mañana? —Se rió y le tomó la cara con las dos manos, sacudiéndole la cabeza como si quisiera disipar su enfurruñamiento—. ¿Mañana muy temprano?

—No imaginé que mi primera noche aquí habría de ser así. Lo siento. Creo que hay muchas cosas que no entiendo —masculló, desolado. Luego la angustia se abatió sobre él como un proyectil y ya no le preocuparon ni los huéspedes, ni los anfitriones, ni las nuevas costumbres, ni nada—. Te quiero —gritó—. ¿Acaso no lo comprendes?

—Por supuesto, por supuesto que lo entiendo. Yo también te quiero, y nos querremos mucho, mucho tiempo. ¿Cómo pudiste suponer que no lo sabía?

Su perplejidad era tan genuina que él pudo advertirla incluso a través de las brumas de su dolor. Y contestó, tan cerca de las lágrimas como según le pareció podía llegar un adulto, que simplemente no entendía.

—Ya entenderás, amor, ya entenderás. Hablaremos hasta que comprendas, no importa el tiempo que lleve. —Y luego añadió, con una crueldad absolutamente inocente—: Pero lo haremos mañana, ahora tengo que irme. Stren me está esperando. Buenas noches, querido mío.

Y después de besar el extremo de la cabeza que él apartaba, salió rápidamente caminando sobre la punta de sus pies desnudos.

Sus palabras le habían llegado tan hondo que era imposible guardarle rencor. Sólo podía sufrir. Nunca había sabido hasta esos dos últimos días que pudiera sentir con tanta intensidad o soportar tanto dolor. Enterró la cara en los almohadones del largo sofá del… ¿salón?…, o como quiera que se llamara ese lugar en que las nociones de interior y exterior estaban tan enredadas como su corazón, pero mucho más armoniosamente, y se entregó al sufrimiento.

Al cabo de un tiempo alguien se arrodilló junto a él y tocó levemente su cuello. Torció la cabeza sólo lo suficiente para ver quién era. Era Tyng, con su cabello luminoso en la penumbra, y su cara, al menos lo que podía ver de ella, llena de compasión.

—¿Te agradaría que me quedara en lugar de ella? —preguntó.

—¡Nadie puede estar en su lugar! —gritó él, con la absoluta franqueza de alguien que se siente agobiado.

La autenticidad y la pena de ella eran inequívocas. Así lo afirmó Tyng; lo acarició una vez más y se deslizó de la habitación. En el curso de la noche Charli consiguió despertarse lo suficiente para encontrar el cuarto que le habían asignado, y así gozó de un poco de calma en el más completo de los vacíos.

Una vez despierto al llegar el día, buscó otro alivio para su pena; trabajar e iniciar el catálogo de recursos del planeta. Todos trataron de un modo u otro de comunicarse con él pero, a menos que se tratara de cuestiones de trabajo, se cerró ante cualquier contacto (excepto, por supuesto, con respecto al irresistible Handr, quien se transformó rápidamente en su amigo para toda la vida). Encontró a Tyng cerca de él cada vez con mayor frecuencia, y le fue muy útil; no se había vuelto tan áspero e irritable como para rehusar una estilográfica o un texto de referencia (abierto en el lugar oportuno) cuando se los colocaban en la mano exactamente en el momento en que los necesitaba. Tyng permanecía con él muchas horas, atenta pero absolutamente silenciosa, hasta que él condescendía a preguntarle tal o cual dato, o deseaba informarse acerca de pesos y medidas, o cálculos de horas-hombres expresados en el sistema de Vex-velt. Si ella lo ignoraba, lo averiguaba con un mínimo de demora y con absoluta claridad. Sabía, sin embargo, mucho más de lo que él había supuesto. Y así llegó un momento en que Charli empezó a charlar como un papagayo y a planear ansiosamente con ella el siguiente día de trabajo.

Nunca hablaba con Tamba. No se proponía herirla, pero podía percibir su avidez por establecer contacto con él, y no se sentía capaz de soportarla. Por consideración, ella dejó simplemente de intentarlo.

Una secuencia estadística particularmente compleja lo mantuvo trabajando sin interrupción dos días y dos noches consecutivas. Tyng lo acompañó todo el tiempo sin una sola queja, hasta que al fin, en las primeras horas de la tercera madrugada, puso los ojos en blanco y se desplomó. Charli se incorporó, tambaleándose sobre sus piernas dormidas por haber permanecido tanto tiempo sentado, se sacudió las estadísticas de los ojos, acomodó a Tyng en la mullida alfombra de piel, y enderezó una de sus piernas, que tenía doblada. Bajo la suave luz que surgía de la lámpara se veía exquisita, en especial porque Charli sabía de antemano que lo era, incluso bajo el más brillante de los resplandores. Las sombras suaves ponían de relieve el alabastro de la piel, y sus pálidos labios inconscientes ya no eran más oscuros que su tez; extrañamente, se asemejaba a una escultural figura sin vida. Usaba un vestido al estilo cretense, con un ajustado peto que sostenía sus senos desnudos y sujetaba la falda transparente. Como pensó que el cinturón podía impedirle respirar, lo desabrochó y lo apartó del cuerpo de Tyng. A la altura del diafragma, donde antes había estado el cinturón, la piel, si no a la vista, por lo menos se ofrecía al tacto hinchada y surcada de arrugas. La masajeó suavemente mientras perseguía indefinidos pensamientos a través de las brumas de la fatiga: pirofilita, Leteo, hermano, sales de vanadio recuperables, Vorhidin, precipitados, Tyng mirándome… Tyng lo observaba en la semioscuridad. Apartó los ojos de ella y su mirada recorrió el cuerpo de Tyng hasta su propia mano. Esa mano había dejado de moverse poco tiempo atrás, y había permanecido inmóvil por propia voluntad. ¿Tenía Tyng los ojos cerrados o abiertos? Se inclinó hacia delante para ver y perdió el equilibrio. Ambos penetraron en un profundo sueño, con los labios unidos, pero sin siquiera haberse besado.

El viejo Platón, en los tiempos anteriores a la Nova, decía que el primitivo ser humano era un cuadrúpedo, con dos sexos. Una noche terrible, durante una tormenta engendrada por las fuerzas del mal, todos los seres humanos fueron divididos en dos; y desde entonces cada uno ha buscado la otra mitad de sí mismo. Cada uno de los seres de sexos opuestos puede hacer algo, pero habitualmente eso en cierto modo resulta incompleto. Ahora bien, cuando una parte encuentra su otra mitad, ningún poder de la tierra puede mantenerlas separadas, ni apartarlas una vez que se han unido. Eso sucedió aquella noche, en algún momento de un sueño tan profundo que ninguno de los dos pudo recordarlo jamás. Lo que les sucedió fue que se desplazaron hacia lugares desconocidos donde nada había existido antes, y ése fue el comienzo de algo eterno. La esencia misma de una cosa como ésa es la aceptación, y para no ser juzgado a su vez, Charli Bux dejó de juzgar en exceso y comenzó a aprender, hasta cierto punto, los modos de vida que lo rodeaban. Y esa vida sin duda ocultaba muy poco. Los niños dormían donde elegían. Sus juegos sexuales no eran ni más entusiastas ni más frecuentes que sus otros juegos…, ni tampoco más disimulados. Se hablaba menos de sexo de lo que había podido comprobar en grupos de cualquier edad. Siguió trabajando intensamente, pero ya no se ocultó los hechos. Percibió una gran cantidad de cosas que no se había permitido ver antes, y descubrió con sorpresa que, después de todo, no eran el fin del mundo.

Entonces tuvo que enfrentar un nuevo y terrible golpe. Charli dormía a veces en la habitación de Tyng, y otras ella lo hacía en la de él. Una mañana temprano se despertó solo, recordó un aspecto escurridizo del trabajo, se levantó y se encaminó pesadamente hacia la habitación de ella. Se dio cuenta del significado de aquel suave canturreo demasiado tarde para pasarlo por alto; y transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera comprender su furia ante el descubrimiento de que aquella canción no le pertenecía solamente a él. Se encontró dentro del cuarto antes de poder detenerse; después salió, cegado y tembloroso.

Estaba sentado en la tierra húmeda, en el verde hueco debajo de un sauce, cuando Vorhidin lo encontró. (Nunca supo cómo lo había hallado, ni siquiera cómo se le ocurrió buscarlo.) Miraba fijamente hacia delante, y lo había hecho tanto tiempo que los globos oculares se le habían secado. Parecía gozar con la agonía. Había hundido los dedos con tanta fuerza en la tierra que sus manos estaban enterradas hasta las muñecas. Tres uñas se habían roto al doblarse hacia atrás, pero él aún seguía presionando.

Vorhidin permaneció completamente silencioso al principio, limitándose a sentarse a su lado. Esperó un tiempo que le pareció suficiente y luego pronunció suavemente el nombre del muchacho. Charli no se movió. Entonces Vorhidin le puso una mano sobre el hombro, y el resultado fue sorprendente. Charli Bux no movió nada visible, excepto los tendones de la mandíbula y la garganta, y al contacto con la mano del vexveltiano vomitó. Fue lo que clínicamente se denomina un «vómito proyectante». Empapado y manchado desde las caderas a los pies, con los ojos secos y la mirada fija, Charli permaneció sentado inmóvil. Vorhidin, que entendía lo que había sucedido y posiblemente lo había esperado, permaneció donde se encontraba, con una mano en el hombro del joven.

—¡Dilo! —gritó.

Charli Bux giró lentamente la cabeza para mirar al hombretón. Enfocó los ojos y parpadeó, luego parpadeó nuevamente. Escupió el gusto agrio de su boca y sus labios se retorcieron y temblaron.

—Dilo —repitió Vorhidin, con voz calma pero apremiante, pues sabía que Charli no había podido contener las palabras y preferido vomitar antes que pronunciarlas.

—T…, t… —Charli tuvo que escupir nuevamente—. ¡Tú! —gritó enronquecido—. ¡Tú…, su padre! —gritó al fin, y en una fracción de segundo se transformó en un derviche furioso, en un molino de viento, en un tigre aullante.

Las manos embarradas y ensangrentadas, absolutamente fuera de dominio por el exceso de furia, no llegaron a convertirse en puños. Vorhidin se agazapó en el lugar donde se encontraba y recibió los golpes sin intentar defenderse más allá de un ocasional movimiento de la cabeza para proteger sus ojos. Luego podría curar cualquier daño que los golpes pudieran causarle, pero si esos golpes no se descargaban, Charli Bux jamás se curaría. Todo siguió y siguió por un largo rato, pues algo dentro de Charli no le permitía mostrar fatiga, y probablemente ni siquiera sentirla. Cuando el último de los recursos lo abandonó, el colapso fue súbito y total. Vorhidin se arrodilló gruñendo, se puso penosamente de pie, se inclinó sobre el terrestre, salpicándolo con su sangre, lo levantó en sus brazos y lo transportó a casa.

A su debido momento Vorhidin le explicó todo. Tomó largo tiempo, ya que al principio Charli no podía admitir ninguna razón, y menos de Vorhidin, y posteriormente sólo en pequeñas dosis. La síntesis de medio centenar de conversaciones es la siguiente:

—En la antigüedad —dijo Vorhidin— un desconocido escribió: «Lo que no sabes no es lo que te hiere, sino lo que sabes que no es así». Contéstame algunas preguntas. No te detengas a pensar. (Eso es tonto. Nadie fuera de Vexvelt se detiene a pensar en el incesto. Hablan mucho, así, y muy rápido, pero no piensan.) Yo preguntaré y tú responderás. ¿En cuántas especies bisexuales, pájaros, animales, peces e insectos incluidos, se advierten indicios del tabú del incesto?

—Realmente no puedo decirlo. No recuerdo haber leído nada al respecto, pero además, ¿quién va a escribir sobre ese asunto? Yo diría que unos pocos. Eso sería sólo natural.

—Estás equivocado. Doblemente equivocado, a decir verdad. El Homo sapiens tiene la exclusividad, Charli…; a todo lo largo y ancho del universo sólo la humanidad tiene el tabú del incesto. Segundo error: no sería natural, no lo fue, no lo es y no lo será nunca.

—Es sólo una cuestión de términos, ¿no es así? Yo lo llamaría natural. Quiero decir que es parte de la naturaleza humana. No es necesario aprenderlo.

—Ahí está el error. Tiene que ser aprendido. Estoy en condiciones de documentarlo, pero eso puede esperar; más tarde consultaremos la biblioteca. Por el momento acepta mi argumento.

—Sólo por el momento.

—Gracias. ¿Qué porcentaje de gente crees que se siente atraída sexualmente por sus hermanos o hermanas?

—¿A qué edad te estás refiriendo?

—No interesa.

—Los impulsos sexuales no se manifiestan hasta una determinada edad, ¿no es así?

—¿Es así? ¿Y cuál dirías que es la edad promedio?

—Oh…, depende del indivi… Pero has dicho «promedio», ¿no? Digamos alrededor de los ocho. Nueve quizá.

—Falso. Espera a tener hijos y lo comprobarás. Yo diría que a los dos o tres minutos. Apostaría a que también existen bastante antes de eso.

—¡No lo creo!

—Ya sé que no lo crees —contestó Vorhidin—. De todos modos es verdad. ¿Y qué me dices acerca del progenitor de sexo opuesto?

—Bueno, eso debería darse en una etapa de la conciencia capaz de captar la diferencia.

—Bien…, ahora no estás tan equivocado como de costumbre —dijo en tono bondadoso—, pero te asombraría saber lo temprano que suele suceder. Pueden oler la diferencia mucho antes que verla. Unos pocos días, tal vez una semana.

—No lo sabía.

—No lo dudo ni por un momento. Ahora, vamos a olvidarnos de todo lo que has visto aquí. Vamos a suponer que estás de vuelta en Leteo y yo te pregunto: ¿cuáles serían los efectos en una cultura si cada individuo tuviera una inmediata y aceptable relación sexual con todos los demás?

—¿Relación sexual? —Charli emitió una risita nerviosa—. Exceso sexual lo llamaría yo.

—No hay nada de eso —dijo llanamente el hombretón—. Teniendo en cuenta quién seas y cuál es tu sexo, puedes hacerlo hasta que no puedas más o puedes seguir hasta que por último no suceda nada. Un hombre puede pasarlo muy bien con un desahogo sexual moderado dos veces al mes, o menos. Otro podría recurrir normalmente a él ocho o nueve veces al día.

—Yo no llamaría normal a eso.

—Yo sí. Insólito quizá, pero ciento por ciento normal para el tipo que lo hace, siempre que no sea patológico. Lo que quiero decir es que capacidad es capacidad, ya sea para el contenido de una taza, para un caballo de fuerza o para la altura límite de un avión. Hombre o máquina, no los dañarás si te mantienes dentro de los parámetros para los que fueron diseñados. Lo que sí causa daños, y algunos de la peor especie, es la culpa y el sentimiento de pecado, en los casos en que el pecado no es más que una suerte de apetito natural. He leído historias verídicas de muchachos que se suicidaron a causa de una polución nocturna, o porque sucumbieron a la tentación de masturbarse después de cinco o seis semanas de abstinencia…, algo que por supuesto les preocupaba, manteniéndolos absolutamente obsesionados por lo que no debería tener mayor importancia que aclararse la garganta. Me gustaría poder decir que este tipo de cuento de horror sólo existe en los viejos libros, pero en muchos mundos, incluso en este mismo momento, aún está sucediendo.

»La culpa y el pecado resultan más fáciles de comprender para alguna gente si la sacas de la esfera del sexo. Existen algunas ortodoxias religiosas que requieren una dieta específica, con absoluta exclusión de algunos productos. Dado un suficiente adoctrinamiento por un tiempo adecuado, puedes mantener a un hombre comiendo (pongámosle un nombre arbitrario) «flim» mientras el «flam» está prohibido. De esa forma, seguirá adelante con su magro y mohoso flim, y vivirá semimuerto de hambre en un depósito completamente lleno de hermoso y fresco flam. Puedes hacerlo enfermar, o incluso matarlo, si posees la suficiente habilidad para convencerlo de que el flim que acaba de comer era en realidad flam disfrazado. O puedes enloquecerlo haciéndole insinuaciones hasta que adquiera un auténtico gusto por el flam, y se conseguirá una buena provisión, la esconderá y la mordisqueará cada vez que luche con la tentación y pierda.

«Imagina en consecuencia el poder de la sensación de culpa cuando no es simplemente una cuestión de flim y flam, de ortodoxia manufacturada, lo que está violando, sino una profunda presión de alguna parte de las células de nuestro interior. Es algo tan demente y peligroso como implantar una estructura ético-culpable que impide o inhibe ceder a las necesidades del complejo vitamínico B o del potasio.

—Pero ahora estás hablando de necesidades vitales y factores de supervivencia —le interrumpió Charli.

—¡Demonios, vaya si lo estoy haciendo! —dijo Vorhidin, parodiando el estilo de Charli, e hizo una mueca rápida, muy cómica y muy exacta, imitando su luminosa sonrisa—. Y ahora ha llegado el momento de retomar algunos hechos que mencioné anteriormente, las cosas que pueden herirte mucho más que la ignorancia: las cosas que tú sabes que no son así. —De pronto se rió—. Eso es bastante cómico, ¿sabes? He estado en un montón de mundos, algunos de ellos a kilómetros y años de distancia unos de otros en miles de pormenores; sin embargo, esto que estoy a punto de demostrarte, en particular esta conversación de «cierra-los-ojos», «cierra-la-mente», puedes encontrarla en cualquier lugar adonde vayas. ¿Estás listo? Dime entonces: ¿qué tiene de malo el incesto? Retiro lo dicho…; tú me conoces. No me lo digas a mí. Díselo a un extraño, a un drogadicto o a un dipsomaniaco que encuentras en el bar de un espaciopuerto. —Separó las manos, colocó los dedos de tal manera que uno casi podía ver brillar el cristal del imaginario vaso que sostenía, y dijo con voz pastosa—: Dígame, eshtranjero, ¿qué…, qué hay de malo asherca de…, del inshesto, eh?

Cerró uno de los ojos y volvió el otro en dirección a Charli.

Charli se detuvo a pensarlo.

—¿Quieres decir moralmente, o qué?

—No, vamos a prescindir de esa parte. Correcto o incorrecto dependen de demasiadas cosas que varían de un lugar a otro, aunque yo tengo algunas teorías al respecto. No, nos quedaremos sentados en este bar y vamos a aceptar que el incesto es simplemente algo terrible, y partamos de ese punto. ¿Qué es lo realmente malo de él?

—Te unes a parientes demasiado próximos y obtienes descendencia defectuosa. Idiotas, niños sin cabeza y todo eso.

—¡Ya lo sabía! ¡Lo sabía! —cantó victorioso el vexveltiano—. ¿No es maravilloso? Desde las profundidades rocosas de una cultura de la Edad de Piedra, pasando por los brocados y los pantalones hasta la rodilla de las grandes civilizaciones operísticas, hasta las tecnocracias computarizadas, donde injertan electrodos en la cabeza y derivan los pensamientos en una caja…, haces esa pregunta y obtienes esa respuesta. Es algo que todo el mundo simplemente sabe, y por lo tanto no es necesario buscar una evidencia.

—¿Y adonde quieres ir a buscar evidencias?

—A la hora de la comida, donde se pueda ingerir cerdo idiota o vacas débiles mentales. Cualquier criador de ganado te lo dirá; una vez que obtienes una raza que quieres conservar y desarrollar, apareas los padres con las hijas y las nietas, y luego hermanos con hermanas. Y continúas así indefinidamente hasta que el rasgo deseable se transforma en recesivo, y entonces te detienes allí. Pero puede darse el caso de que nunca llegue a ser recesivo. De cualquier manera, es algo sumamente raro que algo ande mal en la primera generación; pero aquí, en el bar, estás plenamente convencido de que es así. Y estás preparado para decir que cada retrasado mental es el producto de una relación incestuosa. Es mejor que no lo hagas, porque herirías los sentimientos de algunas personas bastante simpáticas. Ésa es una tragedia que puede suceder a cualquiera, y dudo que haya más posibilidades entre progenitores emparentados entre sí que las que hay en los otros casos.

»Pero todavía no adviertes lo más gracioso…, o quizás es la parte más extraña de eso que tú simplemente sabes que no es así. El sexo es un tema bastante popular en la mayoría de los mundos. Casi todos los aspectos que habitualmente se mencionan no tienen nada que ver con la procreación. Por cada mención al embarazo o al nacimiento, yo diría que hay cientos que tratan solamente del acto sexual en sí. Pero refiérete al incesto, y la respuesta siempre se centra en la descendencia. ¡Siempre! Para considerar y analizar una relación amorosa o de placer entre parientes consanguíneos, aparentemente hay que hacer algún tipo de esfuerzo mental que nadie, en ninguna parte, parece capaz de cumplir con facilidad…; y algunos son absolutamente incapaces.

—Tengo que admitir que nunca se me ocurrió. Pero entonces, ¿qué está mal en el incesto, con o sin embarazo?

—Aparte de las consideraciones morales, quieres decir… La primera consideración moral es que es un concepto horrendo, porque siempre ha sido horrendo. Biológicamente hablando, diría que no hay nada malo en el incesto. Iría incluso un poco más allá, siguiendo al doctor Phelvelt… ¿Has oído hablar de él?

—No lo creo.

—Era un biólogo teórico que consiguió que prohibieran sus libros en mundos donde antes no se había censurado nada…, incluso en mundos donde la ciencia y la libertad de palabra son piedras fundamentales del total de su estructura. Sea como fuere, Phelvelt tenía un tipo de mente muy especial, siempre dispuesto a encarar el siguiente paso, no importa a donde lo llevara, sin admitir que hay ocasiones en que no hay ningún lugar. Pensaba bien, escribía bien y tenía una considerable cantidad de conocimientos aparte de los de su especialidad, y un verdadero arte para desenterrar los que no conocía. Él denominó a esa tensión sexual entre parientes consanguíneos un «factor de supervivencia».

—¿Cómo llegó a eso?

—Mediante una serie de senderos separados que luego se unieron en un mismo lugar. Todo el mundo sabe que hay presiones evolutivas que producen mutaciones en las especies. No se había escrito mucho (antes de Phelvelt) acerca de las fuerzas estabilizadoras. Pero ¿no te das cuenta de que la cría de razas puras es una de ellas?

—No; así a primera vista no lo entiendo.

—¡Pues entiéndelo, hombre! Toma a un animal como ejemplo. El toro cubre a sus vacas; cuando paren terneras y las terneras crecen, las cubre también. A veces llega a una tercera o incluso una cuarta generación antes de ser desplazado por un toro más joven. Y en el curso de ese tiempo las características de la manada se han purificado y reforzado. No es fácil que nazcan animales con leves diferencias de metabolismo que los induzcan a alejarse de los campos de pastoreo que los demás utilizan. Nunca vas a encontrar vacas con cuartos traseros tan altos que el toro necesite llevar algo en qué subirse en el momento del galanteo. —Después de la carcajada de Charli continuó—: Y ahí lo tienes: estabilización, purificación, mayor valor de supervivencia…, todo como resultado de la presión involutiva, de criar sin mezclar la raza.

—Comprendo, comprendo. Y lo mismo sería aplicable a los leones, los peces, las ranas arbóreas, o…

—O a cualquier animal. Se han dicho muchas cosas acerca de la naturaleza: que es implacable, cruel, despilfarradora, etcétera. Yo prefiero pensar que es… razonable. Admito que a veces llega a ese estado en forma cruel, y otras, demasiado pródigamente. Pero sin duda encara las cosas con una solución pragmática, que es la única que funciona. Me parece razonable proveer de una presión que tienda a estandarizar y purificar un estado exitoso, y reclamar el exógeno, la infusión de sangre nueva, solamente una vez en varias generaciones…

—Es bastante más de lo que siempre hemos hecho nosotros —contestó Charli—, si lo miras de ese modo. Cada generación es un nuevo exógeno que mantiene la sangre en continua agitación, cada organismo está lleno de presiones que no han tenido ni la más mínima posibilidad contra el medio ambiente.

—Supongo que puedes argumentar que el tabú del incesto es el responsable de la inquietud y el desasosiego que llevaron a la humanidad a salir de las cavernas, pero eso es algo demasiado simple para mi gusto. Hubiera preferido una humanidad que se moviera un poco más lentamente, con más seguridad, y nunca volviera atrás. Pienso que la exogamia ritual, que convirtió la procreación involutiva (o entre parientes consanguíneos) en un delito y a «la hermana de la difunta esposa» en una ley contra el incesto, es la responsable de otro tipo de inquietud.

De pronto se puso muy serio.

—Existe una teoría según la cual debe permitirse que ciertos esquemas de hábito normales sigan su curso. Tomemos el reflejo de succión, por ejemplo. Se ha dicho que los niños que han sido destetados tempranamente generan actividades orales que los hostigan durante toda la vida: mastican pajitas, fuman, prefieren beber directamente de la botella, se manosean nerviosamente los labios, etcétera. Tomando esto como analogía, volvamos a examinar las inquietudes de la humanidad a lo largo de la historia. ¿Quién sino un hato de frustrados que nunca en su vida permitieron todas las formas del amor dentro de la familia pudo acuñar un concepto tal como el de «madre patria» y consagrarle e inmolarle sus vidas? Ahí se advierte una gran necesidad de amar al padre, pero también de derribarlo. ¿Acaso la humanidad no ha enaltecido a sus bienamados padres, a sus hermanos mayores, no los ha amado, venerado y muerto por ellos, no se ha rebelado, los ha matado y reemplazado? Muchos de ellos se lo merecían, lo concedo, pero hubiera sido mejor que los otros hubieran ascendido por sus propios méritos y no porque los arrastraba una marea profunda, absolutamente sexual, de la cual no podían hablar porque les habían enseñado que era algo inmencionable.

»Ese mismo tipo de corrientes circula dentro de la unidad familiar. La llamada rivalidad entre hermanos es demasiado conocida para describirla, y la frecuencia de amargas rencillas entre hermanos constituye una especie de cliché en la mayoría de las culturas y en su literatura. Sólo muy pocos psicólogos se atrevieron a postular la explicación más obvia, es decir que con enorme frecuencia esos antagonismos son confusos sentimientos amorosos, bien condimentados con horror y culpabilidad. Este esquema demuestra con certeza la causa de los conflictos entre hermanos, y es un problema que una vez expuesto ofrece su propia solución… ¿Has leído alguna vez a Vexworth?… ¿No?, pues deberías; creo que te fascinaría. Fue un ecólogo, en su estilo un gigante de tanta envergadura como Phelvelt.

—Un ecólogo… ¿Eso tiene relación con la vida y el medio ambiente, no?

—La ecología es todo lo relacionado con la vida y su entorno; estudia ambas cosas como recíprocas, como fuerzas interactuantes que se controlan mutuamente. Es obvio que el principal objetivo y propósito de toda forma de vida lo constituye la supervivencia óptima; pero esta «supervivencia óptima» es un término absolutamente desprovisto de significado si no consideramos el medio ambiente en que debe desarrollarse. A medida que el entorno cambia, el organismo debe cambiar sus hábitos y medios, incluso su diseño básico. El ser humano se caracteriza por transformar su medio ambiente, y en la mayor parte de nuestra historia y en la mayoría de los lugares hemos introducido esos cambios sin tener en cuenta el punto de vista ecológico. Eso es indefectiblemente un desastre. Significa superpoblación, más allá de la capacidad de producir alimentos y alojamientos suficientes; la eliminación de los recursos naturales irremplazables; la contaminación del abastecimiento de agua. Y significa también la distorsión y frustración de las necesidades psicosexuales dentro del medio ambiente natural.

»Vexvelt fue fundado por esos dos científicos, Phelvelt y Vexworth, Charli, y recibió su nombre de ellos. Hasta donde me es posible saberlo, es la única cultura planeada sobre bases ecológicas. Nuestras pautas sexuales derivan de la base ecológica, y en realidad representan una parte muy pequeña de nuestra estructura. Sin embargo, por ese único aspecto de nuestras vidas, somos evitados y rehuidos, y aún más, nos hemos convertido en innombrables.

A Charli le tomó largo tiempo incorporar esas ideas, y más tiempo aún analizarlas y asimilarlas. Pero durante todo ese lapso vivió rodeado de belleza y plenitud, de gente, chicos y grandes, que era capaz de una concentración total en el arte y el aprendizaje, en la construcción y el procesado; de gente que entregaba a cada uno de los demás y a su país, al agua y al aire, solamente un poco más de lo que recibía. Terminó su informe principalmente porque lo había comenzado; pero por un tiempo estuvo indeciso acerca de lo que haría con él.

Cuando por fin fue a hablar con Vorhidin y le dijo que quería quedarse en Vexvelt, el hombretón sonrió, pero meneó la cabeza.

—Yo sé qué es lo que quieres, Charli…, pero ¿lo sabes tú?

—No entiendo lo que quieres decir. —Miró el oscuro tronco de uno de los álamos de Vexvelt; Tyng estaba allí, como una flor, como una orquídea—. Es más que eso, más que mi deseo de ser un vexveltiano. Vosotros me necesitáis.

—Nosotros te amamos —dijo sencillamente Vorhidin—, pero… ¿necesitarte?

—Si yo vuelvo —aclaró Charli Bux—, y Terratu se apodera de mi informe, ¿qué crees que sucederá con Vexvelt?

—Dímelo tú.

—Primero vendría Terratu para comerciar, y luego otros, y más tarde otros; y entonces comenzarían a pelearse entre ellos, y a luchar con vosotros… Necesitáis aquí a alguien que conozca todo eso, que realmente lo conozca, y que pueda encarar el asunto cuando comience. Y comenzará, con toda seguridad, incluso sin mi informe; más tarde o más temprano, alguien será capaz de hacer lo que yo hice: un embarque de feldespato, una chapa de metal puro… Os destruirán.

—Ellos nunca se acercarán a nosotros.

—Eso crees tú. Escucha, no tiene ninguna importancia el hecho de que esos mundos os desaprueben. Existe una fuerza mucho mayor aún: la codicia.

—No en este caso, Charli. Eso es lo que quiero que seas capaz de entender. Hasta que no lo comprendas en lo más profundo de ti mismo, nunca podrás vivir aquí. Nos excluyen, Charli. Si hubieras nacido aquí, no importaría tanto para ti. Pero si te juegas el todo por el todo por nosotros, ése será un compromiso total. Al tomar esa decisión debes hacerte a la idea de que quedarás completamente excluido de todo lo que has conocido siempre.

—¿Qué te hace suponer que no lo he comprendido?

—Dices que necesitamos defensas. Afirmas que los comerciantes de otros mundos nos explotarán. Eso significa que no lo entiendes. Charli, escúchame. Regresa a Terratu. Trata de promover con el mayor énfasis posible el intercambio comercial con Vexvelt. Observa cómo reaccionan. Entonces sabrás… y estarás en condiciones de decidir.

—¿Y no tienes miedo de que esté en lo cierto y por mi culpa Vexvelt sea saqueado y aniquilado?

Vorhidin sacudió su gran cabeza, sonriendo.

—Ni una pizca, Charli Bux. Ni una pizquita —contestó.

Y así Charli regresó y entrevistó (después de las debidas demoras) al Director de Archivos, y supo lo que tenía que saber. Y cuando salió de allí contempló al que había sido su mundo natal y, a través de él, todos los mundos que se le parecían, y se encaminó al lugar secreto donde estaba posado el navio de Vexvelt. Tyng estaba allí, y Tamba, y Vorhidin.

—Llevadme a casa —dijo Charli.

En los últimos segundos previos a la Impulsión, miró a través de la escotilla la brillante faz de Terratu por última vez en su vida y preguntó:

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cómo es posible que los hombres hayan llegado a odiar una cosa hasta tal punto que son capaces de morir enloquecidos y desesperados antes de aceptarla? ¿Cómo pudo suceder eso, Vorhidin?

—No lo sé —contestó el vexveltiano.

• • •

Ahora ya saben qué tipo de historia de ciencia ficción es ésta; y quizá también algo acerca de las historias de ciencia ficción que no sabían antes.

Siempre me he sentido fascinado por la habilidad de la mente humana para fabricarse una verdad y luego dar un paso más (lo cual es realmente el secreto básico de todo el progreso humano), y por la incapacidad de tanta gente para aprender el truco. Un caso concreto: «Queremos hacer desaparecer toda esa basura de los quioscos y de las librerías». Pregunten por qué, y la mayoría de tales cruzados responderán simplemente: porque es «basura», y se sorprenderán de que ustedes les hagan la pregunta. Pero unos pocos darán un paso adelante: «Porque los niños pueden meter las manos en ella». Eso satisface un poco más, pero pregunten: «¿Y qué pasa si lo hacen?», y una minoría aún más pequeña pensará en ello y responderá: «Es malo para ellos». Pregunten de nuevo: «¿En qué es malo para ellos?», y un puñado puede llegar a responder: «Los excita». Para entonces la mayoría de los cruzados probablemente se habrán ido ya, pero si aún quedan un par de ellos pregúntenles: «¿En qué puede perjudicar a un niño el sentirse excitado?», y si consiguen ustedes que den un nuevo paso adelante tendrán que salirse del área de las convicciones emocionales y penetrar en el área de la investigación científica. Tales estudios están disponibles para todo el mundo, e invariablemente muestran que dichas excitaciones son por completo inocuas… De hecho, es completamente anormal que alguien no se sienta o pueda sentirse excitado. El único daño posible que puede producirse proviene no de la propia respuesta sexual sino de la actitud punitiva y de culpabilidad del entorno social…, procedente en su mayor parte de aquellos mismos que están llevando adelante la cruzada.

Buscando a mi alrededor algún área más o menos intocada en la cual ejercitar esta técnica del un-paso-más, me tropecé con ésta. Eso fue al menos hace veinte años, y he tenido que esperar hasta ahora para hallar un lugar donde algo tan perturbador fuera bien recibido. Por supuesto, me siento muy agradecido por ello. Espero que el relato provoque algunas discusiones fructíferas.

¡Qué tortuosa y fértil génesis, Harlan! Creo, sobre todo, que me obsesionaba el deseo desesperado de ofrecerte lo mejor de mí mismo, manteniéndome lo más cerca posible de la finalidad de la antología; un sentimiento inflamado por las noticias que recibí del agente Robert P. Mills respecto a que te sentías amargamente decepcionado por algunos de los relatos que habías recibido, de donde mi deseo de compensar en lo posible los fallos de los otros. Todo ello mezclado con una serie de frustrantes experiencias personales que incluían una profunda depresión el 4 de septiembre y un proceso de recuperación muy difícil (aunque coronado con un completo éxito) después. Esta historia es la primera desde hace largo, largo tiempo, y por eso tiene un significado especial para mí; espero que lo tenga también para ti.

Veamos: aquel sábado, el 12, era el tercer día de tres días y tres noches de intenso trabajo, y al final había conseguido enderezar las cosas tal como quería. Parece ser que tengo unos buenos amigos, a los que llamaré Joe y Selma (porque tengo la sensación —muy fuerte— de que llegarás a conocerlos algún día). Ellos estaban cerca y me ayudaban, y eran unos amigos admirativos (y admirables) que estuvieron conmigo durante todo mi forcejeo, y que viven en Kingston. Desde el mediodía (del sábado) hasta el atardecer estuvieron en mi casa haciendo café y animándome más o menos intensamente; decía que no importaba si perdíamos la última recogida en Woodstock, que estarían por allí hasta que estuviera todo terminado y correrían a la oficina central de correos en Kingston, donde admitirían el paquete aunque fuera a última hora de la noche del sábado. Por la tarde Selma tuvo que irse, pero Joe se quedó. Hacia las seis Selma llamó para saber cómo iban las cosas, porque ahora sus propios asuntos se estaban haciendo urgentes: Joe tenía que tomar un autobús a Stroudsburg, donde pasaría una semana. Él le dijo que le preparara la maleta, que había tiempo suficiente. Finalmente terminé, y él tomó los sobres (uno para Ashmead y el otro para ti), saltó a su coche y partió como una tromba. Me sentía tan exhausto que no pude dormir, y me pasé casi toda la noche con la mirada vidriosa; cuando tú llamaste al día siguiente estaba casi delirando.

Llegamos a…, ¿qué día era, jueves? Me sentía más normal, y me mordía las uñas intentando adivinar si te habría gustado la historia o la habrías odiado, así que te llamé, para descubrir con auténtico horror que no la habías recibido. Los acontecimientos aquí también se habían complicado: mi esposa se había ido a México, y yo tenía a los cuatro chicos a mi cargo. De modo que cuando colgué llamé a Ashmead y descubrí que tampoco él había recibido el manuscrito; me quedé sentado intentando hallar una alternativa para no volverme loco. Me sentía un poco como el tipo de la historia, hablando acerca de lo que «ellos» le estaban haciendo. Luego llamé a Selma y se lo dije, y ella simplemente no lo creyó. Dijo que volvería a llamarme. Telefoneó a Stroudsburg y le preguntó a Joe, y Joe también se horrorizó. Al parecer había llegado a casa aquel sábado justo a tiempo para cambiarse de ropa, tomar la maleta y hacerse llevar hasta el autobús. Creía que había echado los sobres al correo, y ella también lo creía. Entonces, ¿dónde estaban?

Subí a mi coche y conduje hasta su casa. Selma estaba en lo que yo llamaría eufemísticamente un Estado de Ánimo. Gracias a Dios, porque preocupándome por su Estado de Ánimo dejé de pensar en el mío. Supongo que la idea se nos ocurrió a ambos en el mismo momento, porque prácticamente chocamos nuestras cabezas al ponernos en pie a un tiempo para ir a mirar en su coche… Y allí estaban los malditos sobres, con todas las etiquetas rojas y blancas de urgente pegadas por todas partes, caídos debajo del asiento delantero derecho. Le hice prometer que no se suicidaría hasta después de hablar de nuevo conmigo, y que entonces quizá lo hiciéramos juntos, y corrí hacia Woodstock, donde sabía que llegaría a tiempo para la última recogida.

Todo esto, siendo la pura verdad, es demasiado increíble para cualquier libro de ficción, y no está destinado al uso que dices quieres hacer para incluirlo en el libro. Estoy un poco confuso acerca de lo que dijiste que querías, pero era algo así como que deseabas una biografía (oh, sí, recuerdo haber dicho que esa simple idea me producía amnesia) y algunas palabras acerca de las circunstancias que habían producido la historia. De acuerdo, intentaré ambas cosas: te las adjunto aparte.

De todos modos, Harlan, te guste o no te guste la historia, me alegro de que me la hubieras pedido, y me alegro de haberla escrito. Rompí un montón de glaciares. He vuelto a mi relato para Playboy, y voy a comenzar finalmente a enviarles historias con regularidad. He releído la historia dos veces; la primera vez la he encontrado horrible, y la segunda, maravillosa. Tiene un tipo de estructura que nunca había utilizado antes; por lo general utilizo un personaje «angular», que es el único que piensa, siente y recuerda, y con el que se identifica el lector, mientras que todos los demás actúan coléricamente o dicen cosas dolorosas o no tienen recuerdos a menos que los expresen en voz alta. Pero en ésta me he recreado (más o menos) en las mentes de los personajes secundarios, y he observado al protagonista a través de sus ojos. También ese truco de la intercalación de pensamientos y la interrupción en cursiva es algo que voy a perfeccionar y a utilizar de nuevo… Lo que estoy intentando decir es que tú pusiste las herramientas en mis manos y me hicieron sentirme bien. De modo que gracias. Aunque no te guste. En ese caso te devolveré el anticipo. Estoy trabajando de nuevo, así que puedo hacerlo.