El reconocimiento

(J.G. Ballard)

Tengo esta teoría. De hecho, tengo todo un granero lleno de teorías, pero tengo esta teoría en particular acerca de los hombres que se convierten en líderes de movimientos. No me sentiría en absoluto sorprendido al descubrir (gracias al hallazgo de algunos nuevos Manuscritos del Mar Muerto, por ejemplo) que de pronto Jesús se volvió (por decirlo así) en la cruz, miró hacia abajo y dijo: «¿Cómo diablos me metí en esto?». ¿Pensó realmente que iba a convertirse en la cabeza visible de un gran movimiento? ¿Lo pensó Gandhi? ¿Lo pensó Hitler? Bueno, sí, él quizá sí, pero, quién lo esperaría de un enlucidor bajito y feo? ¿Y Stokeley Carmichael? ¿Y J. G. Ballard? ¡Ah! ¡Ya hemos llegado!

Jim Ballard, del que tengo la impresión de que escribe historias peculiarmente ballardianas —historias difíciles de encajar en un estilo o una temática o una aproximación pero todas ostentando la marca de fábrica Ballard—, es el líder incontestado de la «escuela británica de ciencia ficción». Estoy seguro de que si le dicen ustedes esto a Ballard (que quiere que se pronuncie Bhalard), se les quedará mirando con ojos muy abiertos como si estuvieran ustedes locos. Por supuesto no escribe como el líder de un movimiento, puesto que un movimiento implica generalmente ejemplos fáciles de citar, una jerga, claridad, y una fuerte dosis de predictibilidad. Ninguna de esas cosas se halla presente en la obra de J. G. Ballard.

Entre sus libros más celebrados están The Drowned World (El mundo sumergido), The Wind from Nowhere (El viento de la nada), Terminal Beach (Playa terminal), The Volees of Time (las voces del tiempo), Billenium (Bilenio) y The Crysíal World (El mundo de cristal). Ninguna de esas obras contiene ideas tan revolucionarias u originales que puedan justificar racionalmente el término de «nuevo movimiento». Sin embargo, en su conjunto, presentan una especie de estilo literario enriquecido, una aproximación tenebrosa pero en cierto modo más clara —quizá la palabra adecuada sea «intensa»— al material de literatura especulativa. Hay un aroma de surrealismo en la obra de Ballard. No, tampoco es eso. Es, en algunos aspectos, serena, como es serena la filosofía oriental. Resignada pero vital. Parece existir una realidad sobreimpuesta que cubre la fantasía pura que yace debajo de la concepción ballardiana. Francamente, la obra de Ballard desafía las categorías o el análisis cuidadoso. Es como una litografía a cuatro colores. El más exquisito paisaje de Wyeth, al ser examinado más y más minuciosamente, empieza a parecerse al puntillismo, y al final a nada excepto a una serie de desconectadas manchitas de color. Lo mismo ocurre con las historias de Ballard, cuando se examinan como partes desconectadas. Una vez leídas, una vez asimiladas tal como son, se convierten en algo mucho más grande que la suma de todas sus partes.

La historia que van a leer aquí es una de ellas. Es un notable ejemplo de Ballard en la cúspide de su misterio, de su pulsión. La historia dice todo lo que se necesita decir acerca de Ballard el escritor. En cuanto a Ballard el hombre, la información es tan dispersa como sus historias: nació en Shanghai, China, en 1930, de padres ingleses; durante la segunda guerra mundial fue internado en un campo de prisioneros japonés, y en 1946 fue repatriado a Inglaterra; más tarde estudió medicina en la Universidad de Cambridge.

Corno he dicho en otro lugar de esta antología con respecto a otra historia, no tengo ni idea de si es ciencia ficción, fantasía, alegoría o un cuento premonitorio. Todo lo que sé con seguridad es que es inmensamente interesante, provocador, y encaja a la perfección con algo que dijo Saúl Bellow acerca de la excusa para la existencia de una historia. Dijo, en 1963: «… Una historia debe ser interesante, muy interesante, tan interesante como sea posible…, inexplicablemente absorbente. No puede haber otra justificación para ninguna obra de ficción».

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La noche de San Juan un pequeño circo visitó la ciudad en el País del Oeste donde estaba pasando mis vacaciones. Tres días antes la enorme feria itinerante que siempre venía a la ciudad en verano, equipada con la gran noria, tiovivos y docenas de casetas y puestos de tiro al blanco, había ocupado su sitio habitual en la gran plaza central de la ciudad, así que el segundo recién llegado tuvo que montar sus carros en el gran terreno despejado detrás de los almacenes a lo largo del río.

Al oscurecer, mientras paseaba por la ciudad, la gran noria giraba por encima de las luces multicolores, y la gente cabalgaba en los tiovivos y paseaba cogida de la mano por la calle adoquinada que daba la vuelta a la plaza. Más allá de todo aquel ruido, las calles que conducían al río estaban casi desiertas, y me alegré de poder pasear solo entre las sombras por delante de los escaparates a oscuras. La noche de San Juan, la víspera del solsticio de verano, me parecía un momento adecuado tanto para la reflexión como para la celebración, el momento de observar atentamente los cambiantes movimientos de la naturaleza. Cuando crucé el río, cuyas oscuras aguas fluían a través de la ciudad como una reluciente serpiente, y entré en los bosques que se extendían a un lado de la carretera, tuve la indiscutible sensación de que el bosque se estaba preparando también, y que dentro de sus huecos incluso las raíces de los árboles se deslizaban por el suelo como si probaran sus fuerzas.

Venía de regreso de aquel paseo, y estaba cruzando el puente, cuando vi llegar a la ciudad el pequeño circo itinerante. La procesión, que se acercaba al puente por una carretera lateral, consistía en no más de media docena de carromatos, cada uno de ellos arrastrando una alta caja provista de barrotes y tirados por un par de viejos caballos. A la cabeza, una mujer joven con un rostro pálido y los brazos desnudos cabalgaba un garañón gris. Me arrimé a la balaustrada en el centro del puente y observé cómo la procesión llegaba a la orilla. La joven dudó, tirando de las gruesas riendas de cuero, y miró por encima de su hombro a los carromatos que se habían ido juntando. Empezaron a cruzar el puente. Aunque la pendiente que había hasta su centro era ligera, los caballos apenas parecían capaces de alcanzar la parte superior, vacilando sobre sus debilitadas piernas, de modo que tuve mucho tiempo para realizar un primer escrutinio de aquella extraña caravana que debería preocuparme más tarde.

Animando a su cansado garañón, la joven pasó junto a mí… Al menos a mí me pareció que era joven, pero su edad parecía más bien una cuestión de humor, del suyo y del mío. Debía volver a verla en varias ocasiones…; a veces me parecía poco más que una niña de doce años, con un mentón aún sin formar y unos ojos que lo miraban todo muy abiertos sobre unas huesudas mejillas. Más tarde se me aparecía como de mediana edad, con los cabellos grises y la tensa piel revelando el huesudo cráneo bajo ellos.

Al principio, mientras miraba desde el puente, tuve la impresión de que debía de tener unos veinte años, presumiblemente la hija del propietario de aquel gastado circo. Mientras pasaba trotando por mi lado, una mano sujetando las riendas, las luces de la distante feria se reflejaron intermitentemente en su rostro, revelando una nariz aquilina y una boca firme. Aunque no era hermosa, poseía esa curiosa cualidad atractiva que a menudo he observado en las mujeres que trabajan en las ferias, una elusiva sexualidad pese a sus gastadas ropas y su entorno. Cuando pasó por mi lado me miró, sus tranquilos ojos clavándose en algún punto impreciso de mi rostro.

Los seis carromatos la siguieron, los caballos tirando fatigosamente de las pesadas jaulas mientras subían la pendiente del puente. Tras los barrotes tuve un atisbo de paja removida y una especie de caseta en un rincón, pero no había el menor signo de animales. Supuse que estaban también demasiado mal alimentados como para hacer algo más que dormir. Cuando hubo pasado el último carromato vi al único otro miembro de la troupe, un enano con una chaquetilla de piel que conducía el carro que cerraba la caravana.

Caminé tras ellos cruzando el puente, preguntándome si serían los últimos en llegar de la feria ya instalada. Pero por la forma como vacilaron al otro lado del puente, la joven mirando a derecha e izquierda mientras el enano se sentaba agazapado a la sombra de la jaula frente a él, comprendí que no tenían ninguna relación con la brillante noria y las diversiones que habían ocupado la plaza. Incluso los caballos, inmóviles e indecisos, con las cabezas bajas para evitar las luces de colores, parecían conscientes de esta exclusión.

Tras una pausa, avanzaron a lo largo de la estrecha calle que seguía el curso del río, los carromatos bamboleándose cuando las ruedas de madera resbalaban en el borde cubierto de hierbas. Un poco más adelante había un terreno despejado lo suficientemente grande que separaba los almacenes junto a los muelles de las casitas con terraza que había debajo del puente. Una única farola en su parte norte derramaba una débil luz sobre la cenicienta superficie. Para entonces la oscuridad había caído ya sobre la ciudad y parecía aislar aquel triste pedazo de terreno, ni siquiera animado ya por el movimiento del río.

La procesión se dirigió hacia aquel oscuro recinto. La joven hizo dar la vuelta a su caballo sacándolo de la calle, y condujo a los carromatos por entre las cenizas hasta la alta pared del primer almacén. Se detuvieron allí, los carromatos aún en línea, los caballos obviamente felices de verse protegidos por la oscuridad. El enano saltó de su percha y trotó hacia la joven, que estaba desmontando del garañón.

En aquel momento yo estaba avanzando a lo largo de la ribera a poca distancia de ellos. Algo inconcreto acerca de aquella extraña pequeña troupe me intrigaba, aunque pensando retrospectivamente en ello pienso que tal vez fueran los tranquilos ojos de la joven cuando me miró los que me habían aguijoneado más de lo que me había parecido en aquel momento. Sin embargo, estaba desconcertado por lo que parecía la falta total de objetivo de sus existencias. Pocas cosas hay tan tristes como un circo itinerante, pero éste se veía tan desgastado y miserable que parecía quitarles toda posibilidad de obtener algún beneficio en ningún lugar. ¿Quién era aquella extraña mujer pálida y su enano? ¿Imaginaban que alguien iba a acudir realmente a aquel deprimente terreno junto a los almacenes para ver sus ocultos animales? Quizá simplemente estaban llevando a un grupo de viejas criaturas a algún matadero especializado en animales circenses y se habían detenido allí para pasar la noche antes de seguir su viaje.

Sin embargo, como sospechaba, la joven y el enano estaban moviendo ya los carromatos en la inconfundible forma en que se preparan para montar un circo. La mujer tiraba de las bridas mientras el enano trotaba entre sus piernas, azotando los tobillos de los caballos con su sombrero de fieltro. Los dóciles brutos tiraban de sus carros, y al cabo de cinco minutos las jaulas estaban dispuestas en un burdo círculo. Los caballos fueron desuncidos, y el enano, ayudado por la joven, los condujo hacia el río, donde empezaron a mordisquear tranquilamente la oscura hierba.

Hubo un asomo de movimiento dentro de las jaulas, y una o dos formas pálidas se agitaron entre la paja. El enano trepó por los escalones de la caravana y encendió una lámpara sobre un hornillo que pude ver por la puerta abierta. Regresó con un cubo de metal y recorrió las jaulas. Echó un poco de agua en cada una de las escudillas que había en ellas, y las empujó hacia las casetas con el mango de una escoba.

La mujer le siguió, pero parecía tan poco interesada como el enano en los animales que había dentro de las jaulas. Cuando él dejó a un lado el cubo, tomó una escalera y la mantuvo apoyada mientras él trepaba al techo de la caravana. Bajó un puñado de carteles atados juntos mediante una tira de lona. Tras soltarlos, el enano llevó los carteles a las jaulas. Trepó de nuevo por la escalera y empezó a atar los carteles en los barrotes.

A la débil luz de la farola tan sólo podía ver los deslucidos dibujos pintados hacía muchos años en el estilo tradicional de los rótulos feriales, los motivos florales y los ornamentos pintados en torno a las imprecisas letras. Acercándome a las jaulas, alcancé el borde del terreno. La joven se volvió y me vio. El enano estaba asegurando el último de los carteles, y ella se inmovilizó junto a la escalera, sujetándola con una mano y mirándome con ojos inmóviles. Quizá fuera su actitud protectora hacia la diminuta figura que se movía sobre ella, pero pareció mucho más vieja que cuando la había visto aparecer por primera vez con toda su colección de animales en las afueras de la ciudad. A la débil luz su cabello se había vuelto casi gris, y sus brazos desnudos parecían arrugados y consumidos por el trabajo. Cuando seguí aproximándome, pasando junto a la primera de las jaulas, se volvió para seguirme con los ojos, como si intentara interesarse un poco por mi llegada a la escena.

Arriba en la escalera hubo un destello de movimiento. Deslizándose de las manos del enano, el cartel resbaló del techo y cayó al suelo junto a los pies de la mujer. Retorciendo sus cortos brazos y piernas, el enano se deslizó escalera abajo. Quedó de cuatro patas en el suelo, oscilando como una peonza hasta que recuperó el equilibrio. Golpeó su sombrero contra sus botas para quitarles el polvo y luego empezó de nuevo a trepar por la escalera.

La mujer sujetó el brazo del enano. Movió la escalera un poco más hacia la jaula, intentando apoyarla mejor contra los barrotes.

Con un impulso, movido más o menos por la simpatía, avancé hacia ella.

—¿Puedo ayudarles? —dije—. Quizá pueda alcanzar el techo. Si me dan el cartel…

El enano dudó, mirándome con sus tristes ojos. Parecía dispuesto a dejarme ayudarles, pero permaneció allí con el sombrero en una mano como si un misterioso conjunto de circunstancias le impidiera decirme nada, alguna división de la vida tan formal e impasible como las de las castas más rígidas.

La mujer, sin embargo, me hizo un gesto hacia la escalera, volviendo el rostro hacia otro lado mientras yo apoyaba los travesaños contra los barrotes. A la débil luz contempló los caballos masticando la hierba junto a la orilla.

Trepé por la escalera, y entonces tomé el letrero que me tendía el enano. Lo fijé en el techo, colgándolo de los dos medios ladrillos dejados allí para tal fin, y leí las frases pintadas en el gastado papel. Mientras descifraba las palabras «maravilloso» y «espectacular» (obviamente los carteles no tenían ninguna relación con los animales de las jaulas, y habían sido robados de alguna otra feria o encontrados en algún basurero), observé un brusco movimiento en la jaula debajo de mí. Hubo un agitarse entre la paja, y una criatura de piel pálida se retiró a su madriguera.

Esta agitación de la paja —no podía decir si el animal había actuado por miedo o como una advertencia defensiva— había desprendido un fuerte y oscuramente familiar olor. Permaneció a mi alrededor mientras bajaba de la escalera, apagado pero vagamente ofensivo. Miré la caseta intentando ver al animal, pero había apilado la paja junto a la puerta.

El enano y la mujer me hicieron un gesto con la cabeza cuando me volví en la escalera. No había hostilidad en su actitud —el enano, en todo caso, parecía a punto de darme las gracias, su boca moviéndose en un silencioso rictus—, pero por alguna razón parecían incapaces de entrar en contacto de ninguna clase conmigo. La mujer estaba dándole la espalda a la farola, y su rostro, suavizado por la penumbra, parecía ahora pequeño y apenas formado, como el de un chiquillo callejero.

—Ya están listos —dije con una alegría forzada. Con algo parecido a un esfuerzo, añadí—: Queda muy bien.

Miré a las jaulas cuando no hubo ninguna respuesta. Uno o dos de los animales estaban sentados detrás de sus casetas, sus pálidas formas indistintas a la débil luz.

—¿Cuándo abren? —pregunté—. ¿Mañana?

—Hemos abierto ahora —dijo el enano.

—¿Ahora?

Sin saber si era una broma, hice un gesto vago hacia las jaulas, pero obviamente la afirmación había sido hecha con toda seriedad.

—Entiendo…, abren esta noche. —Buscando algo que decir, ya que parecían dispuestos a quedarse allí conmigo indefinidamente, añadí—: ¿Cuándo se van?

—Mañana —me dijo la mujer en voz baja—. Tenemos que irnos por la mañana.

Como si aquello hubiera sido una señal, ambos dieron una vuelta por la pequeña pista, echando a un lado los trozos de periódico y otras basuras. Cuando me alejé, desconcertado por el propósito de todos aquellos lamentables preparativos, ya habían terminado, y permanecían de pie aguardando entre las jaulas a sus primeros clientes. Hice una pausa en la orilla junto a los caballos que seguían pastando, cuyas tranquilas siluetas parecían tan insustanciales como las del enano y su ama, y me pregunté qué extraña lógica los habría traído a la ciudad, donde una segunda feria, infinitamente más grande y alegre, estaba ya en pleno funcionamiento.

Al pensar en los animales, recordé el peculiar olor que flotaba en torno a las jaulas, vagamente desagradable pero que me recordaba un olor que yo creía conocer bien. Por alguna razón estaba convencido también de que aquel olor familiar era la clave para descubrir la extraña naturaleza del circo. Junto a mí los caballos desprendían un agradable aroma a salvado y a sudor. Sus cabezas inclinadas, bajadas hacia la hierba junto al borde del agua, parecían ocultarme algún secreto disimulado dentro de sus luminosos ojos.

Caminé de vuelta hacia el centro de la ciudad, aliviado al ver la iluminada superestructura de la noria girando por encima de los techos. Los tiovivos y las casetas de atracciones, las galerías de tiro al blanco y el túnel del amor formaban parte de un mundo familiar. Incluso las brujas y los vampiros pintados en la casa de los horrores eran pesadillas predecibles. Por contraste, la joven —¿era realmente joven?— y su enano eran viajeros de un país desconocido, de un reino varío donde nada tenía ningún significado. Era esta ausencia de motivación inteligible lo que me había parecido tan turbador en ellos.

Vagué entre la multitud bajo las marquesinas, y movido por un impulso decidí subir a la noria. Mientras esperaba mi turno con el grupo de hombres y mujeres jóvenes, las góndolas electrificadas de la rueda se elevaban muy arriba en el aire nocturno, de tal modo que toda la música y la luz de la feria parecían haber sido atrapadas por el estrellado cielo.

Subí a mi góndola, compartiéndola con una joven y su hija, y pocos momentos más tarde estábamos dando vueltas en el brillante aire, con toda la feria extendiéndose bajo nosotros. Durante los dos o tres minutos de la vuelta, estuve atareado gritándole a la joven y a su niña mientras nos señalábamos mutuamente los lugares familiares de la ciudad. Sin embargo, cuando nos detuvimos un momento arriba de la rueda para que los pasajeros de abajo descendieran, observé por primera vez el puente que había cruzado antes aquel anochecer. Siguiendo el curso del río, vi la única farola que iluminaba el enorme terreno baldío cerca de los almacenes donde la mujer de rostro pálido y el enano habían instalado su circo rival. Mientras nuestra góndola se movía hacia delante e iniciaba el descenso, las imprecisas formas de dos de los carromatos fueron visibles a intervalos entre los tejados.

Media hora más tarde, cuando la feria empezaba a cerrar, caminé de vuelta hacia el río. Pequeños grupos de personas se diseminaban cogidas del brazo por las calles, pero cuando llegué a la vista de los almacenes estaba casi solo entre los redondos adoquines que serpenteaban por entre las casitas con terraza. Luego apareció la farola, y el círculo de carromatos más allá.

Para mi sorpresa, habían acudido algunas personas. Me detuve en la calle bajo la farola y observé a las dos parejas y a un tercer hombre que estaban vagabundeando entre las jaulas e intentando identificar a los animales. De tanto en tanto se acercaban a los barrotes y miraban por entre ellos, y sonaron unas risas cuando una de las mujeres pretendió echarse atrás alarmada. El hombre que estaba con ella tomó unas briznas de paja en su mano y las arrojó a la puerta de la caseta, pero el animal se negó a aparecer. El grupo prosiguió su circuito por las jaulas, parpadeando a la débil luz.

Mientras tanto el enano y la mujer permanecían silenciosos a un lado. La mujer estaba de pie junto a los escalones de la caravana, mirando a sus clientes como si no le importara que acudieran o no. El enano, con su enorme sombrero ocultándole el rostro, permanecía pacientemente de pie al otro lado de la pista, variando su posición a medida que los visitantes proseguían su vuelta. No llevaba ninguna bolsa ni taco de billetes, y parecía probable, si no razonable, que la entrada fuera gratuita.

Algo de aquella atmósfera peculiar, o quizá su fracaso en hacer que los animales salieran de sus casetas, parecía transmitirse al grupo de visitantes. Tras intentar leer los carteles, uno de los hombres empezó a golpear con un palo los barrotes de las jaulas. Luego, perdiendo bruscamente interés, se alejaron todos juntos, sin echar una mirada atrás ni a la mujer ni al enano. Cuando pasó ante mí el hombre del palo hizo una mueca y agitó una mano ante su nariz.

Aguardé hasta que se hubieron ido y entonces me acerqué a las jaulas. El enano pareció recordarme…; al menos no hizo ningún esfuerzo por alejarse sino que se me quedó mirando con sus ojos tristes. La mujer se sentó en los escalones de la caravana, mirando las cenizas del suelo con la expresión de un niño cansado que no piensa en nada.

Eché una ojeada a una de las jaulas. No había ningún signo de animales, pero el olor que había hecho alejarse al grupo anterior era realmente muy pronunciado. El fuerte olor familiar se enroscó en mi olfato. Me dirigí hacia la joven.

—Ha tenido algunos visitantes —comenté.

—No demasiados —respondió—. Sólo han venido unos pocos.

Iba a decirle que no podía esperar que viniera mucha gente si ninguno de los animales de las jaulas estaba preparado para hacer su aparición, pero la mirada de perro apaleado de la joven me contuvo. La parte superior de sus ropas revelaba un pequeño pecho de niña, y parecía imposible que aquella pálida joven hubiera sido puesta al frente de una empresa tan lúgubre. Buscando una excusa que pudiera consolarla, dije:

—Es más bien tarde, está la otra feria… —Señalé a las jaulas—. Ese olor, también. Quizás usted esté acostumbrada a él, pero es probable que repugne a la gente. —Forcé una sonrisa—. Disculpe, no pretendía…

—Comprendo —dijo ella, como quien acepta un hecho trivial—. Por eso tenemos que irnos tan pronto. —Señaló al enano—. Los limpiamos cada día.

Estaba a punto de preguntar qué animales contenían las jaulas —el olor me recordaba el pabellón de los chimpancés en el zoo—, cuando hubo una conmoción en dirección a la orilla del río. Un grupo de marineros, con dos o tres chicas entre ellos, avanzaba tambaleándose por el camino de arrastre. Recibieron la visión del circo con grandes gritos. Cogidos del brazo, escalaron la orilla con paso de borrachos, luego avanzaron por las cenizas hasta las jaulas. El enano se apartó de su camino, y observó desde las sombras entre dos de los carromatos, el sombrero en la mano.

Los marineros se dirigieron a una de las jaulas y apretaron sus rostros contra los barrotes, empujándose los unos a los otros y dándose codazos en las costillas y silbando en un esfuerzo por animar a la criatura fuera de su caseta. Se dirigieron a la siguiente jaula, tirando y empujando.

Uno de ellos le gritó a la mujer, que permanecía sentada en los escalones de la caravana.

—¿Ha cerrado usted, o qué? ¡El pasajero no quiere salir de su agujero!

Hubo un rugir de risas ante aquello. Otro de los marineros hizo sonar uno de los bolsos de las chicas contra los barrotes, y luego rebuscó en sus bolsillos.

—Monedas fuera, muchachos. ¿Quién vende las entradas?

Descubrió al enano, y tiró la moneda hacia él. Un momento después una docena de monedas cruzaban el aire y caían como una lluvia sobre la cabeza del enano. Éste corrió de un lado para otro, protegiéndose con su sombrero, pero no hizo ningún esfuerzo por recoger las monedas.

Los marineros se trasladaron a la tercera jaula. Tras un infructuoso esfuerzo por atraer al animal hacia ellos, empezaron a agitar el carromato de un lado para otro. Su buen humor empezaba a esfumarse. Cuando me aparté de la joven y me dirigí hacia las jaulas, varios de los marineros habían empezado a trepar por los barrotes.

En aquel momento una de las puertas de las jaulas se abrió. Cuando golpeó contra los barrotes se hizo el silencio. Todos retrocedieron un paso, como si esperaran la aparición de algún enorme tigre saltando sobre ellos desde su caseta. Dos de los marineros avanzaron y sujetaron la puerta. Mientras la cerraban, uno de ellos miró al interior de la jaula. Repentinamente saltó dentro. Los otros le gritaron, pero el marinero pateó la paja a un lado y cruzó hacia la caseta.

—¡Está completamente vacía!

Un grito de alegría respondió a su frase. Cerrando de un portazo —curiosamente, la cerradura estaba por el interior—, el marinero empezó a dar saltos dentro de la jaula, gesticulando como un babuino entre los barrotes. Al principio pensé que debía de estar en un error, y miré hacia la joven y el enano. Ambos contemplaban a los marineros, pero no parecían temer ningún peligro del animal que había dentro. Entonces un segundo marinero entró en la jaula y arrastró la caseta hasta los barrotes, y pude ver que estaba desocupada.

Involuntariamente me descubrí mirando a la joven. ¿Era ése pues el propósito de aquel extraño y patético circo de animales…, que no había animales en absoluto, al menos en la mayoría de las jaulas, y que lo que se exhibía era simplemente nada, tan sólo las propias jaulas, la esencia de la prisión con todas sus ambigüedades? ¿Era un zoo en lo abstracto, algún tipo de extraño comentario sobre el significado de la vida? Sin embargo, ni la joven ni el enano parecían lo bastante sutiles para ello, y posiblemente había una explicación mucho más sencilla. Quizás antaño había habido animales, pero habían muerto, y la muchacha y su compañero habían descubierto que la gente seguía viniendo y contemplando las jaulas vacías, con mucha de la misma fascinación que los visitantes de los cementerios abandonados. Tras un tiempo habían dejado de cobrar entrada, limitándose a vagar sin rumbo de ciudad en ciudad…

Antes de que pudiera seguir esta línea de pensamiento hubo un grito a mis espaldas. Un marinero pasó corriendo, rozando mi hombro. El descubrimiento de la jaula vacía había extirpado todo sentimiento de moderación, y los marineros estaban persiguiendo al enano entre los carromatos. Al primer asomo de violencia la mujer se había puesto en pie y había desaparecido en el interior de la caravana, y el pobre enano había quedado a sus propios medios. Uno de los marineros le hizo la zancadilla y le arrancó el sombrero de la cabeza, mientras la pequeña figura permanecía tendida en el suelo agitando las piernas en el aire.

El marinero frente a mí agarró el sombrero, e iba a lanzarlo al techo de uno de los carromatos. Dando un paso adelante, sujeté su brazo, pero se soltó con un movimiento brusco. El enano había desaparecido de la vista, y otro grupo de marineros estaba intentando volcar uno de los carromatos y empujarlo hacia el río. Dos de ellos se habían metido entre los caballos y estaban alzando a sus chicas a los lomos de éstos. El garañón gris que había conducido a la comitiva cruzando el río se apartó bruscamente y echó a correr a lo largo de la orilla. Corriendo tras él en medio de aquella confusión, oí un grito de advertencia detrás de mí. Hubo un ruido de cascos sobre la blanda tierra, y un grito de mujer cuando el caballo me arrolló. Recibí un golpe en la cabeza y en el hombro, y caí pesadamente al suelo.

Habrían transcurrido unas dos horas cuando desperté, tendido en un banco junto a la orilla. La ciudad estaba silenciosa bajo el cielo nocturno, y podía oír los débiles sonidos de una rata de agua moviéndose junto al río y el distante chapotear del agua en torno al puente. Me senté y me sacudí el rocío que se había formado sobre mis ropas. Más allá, el círculo de carromatos del circo s, erguía aún bajo la claridad naciente, con las imprecisas formas de los caballos inmóviles junto al agua.

Recuperándome un poco, me dije que después de haber sido golpeado por el caballo debía de haber sido trasladado hasta el banco por los marineros y dejado allí para que me recobrara por mis propios medios. Tanteando mi cabeza y hombro, miré a mi alrededor en busca de alguna señal del grupo, pero la orilla estaba desierta. Poniéndome en pie, caminé lentamente en dirección al circo, con la vaga esperanza de que el enano me ayudara a ir hasta casa.

Cuando estaba a unos veinte metros vi moverse algo en una de las jaulas, su blanca forma pasando por delante de los barrotes. No había ninguna señal ni del enano ni de la joven, pero los carromatos habían sido puestos de nuevo en su lugar.

De pie en el centro de las jaulas, miré inseguro a mi alrededor, consciente de que sus ocupantes habían salido finalmente de sus casetas. Los angulosos cuerpos grises seguían siendo indistintos en la semioscuridad, pero tan familiares como el penetrante olor que brotaba de las jaulas.

Una voz gritó detrás de mí una única palabra obscena. Me volví para descubrir su procedencia, y vi a uno de los ocupantes contemplándome con ojos fríos. Mientras miraba alzó su mano y movió sus dedos en un gesto procaz.

Una segunda voz llamó, seguida por un coro de insultos y groserías. Con un esfuerzo, conseguí aclarar mi cabeza, y entonces inicié una atenta caminata en torno a las jaulas, satisfaciéndome por última vez respecto a la identidad de sus ocupantes. Excepto la del final, que estaba vacía, todas las demás estaban ocupadas. Las delgadas figuras permanecían desvergonzadamente frente a los barrotes que las protegían de mí, sus pálidos rostros brillando a la débil luz. Finalmente reconocí el olor que surgía de las jaulas.

Mientras me alejaba, sus burlonas voces me llamaban a mis espaldas, y la joven, despertada de su cama en la caravana, me observaba en silencio desde los escalones.

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El reconocimiento expresa una cordial repugnancia hacia la raza humana…, no injustificada. El humor de los tiempos parece ser el del egocentrismo, si bien de una extraña clase… Calibán dormido sobre un espejo manchado de vómitos. Pero quizá la historia ilustre también la paradoja de que la libertad real sólo se encuentra en una prisión. A veces resulta difícil decir a qué lado de los barrotes estamos, puesto que los espacios reales entre los barrotes son las suturas en nuestro propio cráneo. Originalmente jugué con la noción del narrador entrando en una jaula y uniéndose al circo, pero eso hubiera destruido un punto muy importante. La historia no es, de hecho, un pedazo de duramente ganada misantropía, sino un comentario sobre algunas de las más inusuales perspectivas que nos separan. Los personajes más importantes, cuyas motivaciones son la clave de la historia, son la mujer joven y el enano. ¿Por qué prosiguen esa interminable gira en su deprimente circo?