La raza feliz
(John T. Sladek)
Ésta es la segunda de las dos historias que he incluido de autores de los que no sabía nada. Me llegaron, las dos, por mediación de Robert Mills, mi propio agente literario. La nota que las acompañaba decía simplemente: «Te gustará su línea de pensamiento». En el negocio, eso es llamado la subvenía. De joven, cuando trabajaba en una librería de Times Square, una zona donde se inventó (o al menos se perfeccionó) la venta forzada, utilizaba la subvenía —o la «jeta», como la llamábamos— con sólo dos artículos. El primero era un libro titulado The Alcoholic Woman (La mujer alcohólica). Era ostensiblemente un volumen de historias de casos clínicos dedicados a estudiantes de medicina, que trataba de aberraciones psiquiátricas relacionadas con el alcoholismo femenino. Pero había un párrafo, en la página 73 si no recuerdo mal, que era extremadamente picante. Algo acerca de lesbianismo, contado de una forma más bien gráfica por la propia borracha. Cuando entraba alguno de esos vendedores de comercio de manos húmedas procedentes de Mashed Pótalo Falls, Wyoming, en busca de «lectura apasionante» (porque no se sentía capaz de coger alguna chica de bar y pasar una buena velada con ella), lo llevábamos a la parte de atrás de la tienda y le mostrábamos el libro. Se abría invariablemente por la página 73. «Tome, lea donde quiera», le decíamos, metiendo su nariz directamente en ese párrafo, como si fuera una bolsa de plastelina. Sus ojos se hacían agua. Un par de huevos escalfados. Siempre compraba el libro. Le sacábamos catorce pavos por la cosa. (Creo que ahora ha salido en edición de bolsillo, por medio pavo, pero entonces estábamos en los días anteriores al pomo duro.) La página 73 contenía la única acción realmente «apasionante» del libro. El resto era un batiburrillo de terapias de electroshock y lavados de estómago. Pero la jeta funcionaba maravillosamente.
El otro artículo era una navaja italiana de veinte centímetros, en un precioso estuche. Cuando un cliente pedía un cuchillo, yo abría la vitrina y sacaba aquella navaja. Se la mostraba, cerrada, para que viera que no había ningún botón o palanquita. Luego movía negligentemente mi muñeca en un rápido movimiento hacia abajo, y la hoja saltaba restallante, con un estremecimiento. Normalmente hacía eso a un par de centímetros por debajo del nudo de la corbata del cliente. Los ojos se desorbitaban. Dos huevos escalfados. Etcétera. Siete pavos cada venta. No fallaba ni una vez.
Uno sólo puede utilizar este truco con unas mínimas garantías de éxito cuando sabe con absoluta certeza que tiene entre las manos un artículo vendible, algo que va a entrarles por los ojos. Bob Mills era lo suficientemente listo como para usar ese truco conmigo. Sabía que tenía un artículo vendible. La raza feliz de John T. Sladek es una historia fabulosamente buena.
Sladek nació en lowa el 15/12/1937, y diecinueve años más tarde acudió a la Universidad de Minnesota como el estudiante número 449731. Estudió ingeniería mecánica, luego literatura inglesa. Abandonó los estudios para ponerse a trabajar (cartilla de la Seguridad Social número 475-38-5320) como redactor técnico, camarero, y para el Gran Ferrocarril del Norte como guardagujas número 17728. Dio tumbos por Europa con el pasaporte número D776097, hasta que se encontró haciendo cola ante la sopa benéfica de Saint-Severin, en París. Trabajó como dibujante en Nueva York, luego regresó a Europa. Ahora vive en Inglaterra, registrado como Extranjero número E538368. Ha publicado en New Worlds, Escapade, Ellery Queen's Mysíery Magazlne, y en otros sitios. Acaba de terminar su primera novela de ficción especulativa, The Reproductive System (El sistema reproductivo).
Lo único molesto acerca de Sladek o su historia es su inclinación hacia las cifras. Sigan adelante.
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1987
—No lo sé —dijo James, alzándose de los almohadones esparcidos por el suelo como brillantes hojas—. No puedo decir que sea realmente feliz, ya sabes. ¿Ginebra, o alguna falsificación?
—Vamos, hombre, no me exijas decisiones, dame algo de beber —dijo Porter.
Estaba tendido sobre el diván negro y mullido que llamaba «el diván de psiquiatra» de James.
—Ginebra, entonces.
James pulsó un botón, y un vaso de martini, escarchado y casi comestible, se deslizó a la hornacina en la pared y se llenó. Sujetándolo por la base, se lo pasó a Porter, luego alzó sus tupidas cejas en dirección a Mayra.
—Nada —dijo ésta en español.
Estaba tumbada en un «sillón», realmente una pieza de escultura, y uno de sus pies desnudos se había tendido para acariciar la pierna de Porter.
James se preparó para él un martini y se lo quedó mirando con desagrado. «Si rompes este vaso —pensó—, ni siquiera te quedará ningún trozo cortante para, digamos, cortarte las venas.»
—¿Qué estaba diciendo? Oh…, no puedo afirmar que sea realmente/efe, pero tampoco estoy…, esto…
—¿Triste? —lo animó Mayra, mirando por debajo de la visera de su gorra de cazador.
—Deprimido. No, no estoy deprimido. Así que debo de ser feliz —terminó, y ocultó su confusión tras el vaso.
Mientras daba unos sorbos la miró de nuevo, desde sus bien formados tobillos hasta su horrible gorra de cazador marrón. El año anterior por aquella época llevaba una gorra de béisbol, azul con galones dorados. Podía recordarlo porque ese año todas las chicas del Village llevaban gorras de béisbol. Mayra Katyovna iba siempre por delante del pelotón, tanto en el vestir como en sus pinturas.
—¿Cómo sabes que eres feliz? —preguntó ella—. La semana pasada yo también creía que era feliz. Acababa de terminar mi mejor obra, e intenté ahogarme. La Máquina me drenó completamente. Luego me sentí triste.
—¿Por qué querías suicidarte? —preguntó James, intentando mantenerla enfocada.
—Tuve la sensación de que después de una obra perfecta el artista debía ser destruido. Durero acostumbraba a destruir las planchas de sus grabados tras algunas impresiones.
—Lo hacía por dinero —murmuró Porter.
—De acuerdo, entonces como aquel arquitecto en Arabia. Cuando hubo creado su magnum opus, el sultán hizo que lo cegaran, a fin de que no pudiera hacer copias más baratas. ¿Entendéis lo que quiero decir? Se supone que la vida de un artista debe conducir a su obra maestra, no más allá. Porter abrió los ojos y dijo:
—¡Existe! El fin de la vida es la vida. Existe, hombre, es todo lo que tienes.
—Eso suena a existencialismo barato —refunfuñó ella, apartando su pie—. Porter, te estás volviendo cada vez más como esos malditos musulhombres.
Porter sonrió airadamente y cerró los ojos.
Era el momento de cambiar de tema.
—¿Habéis oído ese acerca del marciano que creyó que era un terrestre? —dijo James, utilizando su agradable tono profesional—. Bueno, pues resulta que va a su psiquiatra…
Mientras seguía con su chiste, estudió a los dos. Mayra no presentaba ningún problema, ni siquiera con su dramática tentativa de suicidio. Pero Porter era preocupante.
O. Henry Porter, ése era su nombre completo adoptado, en honor de un autor de segunda fila de antaño. Porter era también escritor, o lo había sido. Hasta hacía unos pocos meses, había sido considerado como un genio, uno de los pocos del siglo xx.
Algo había ocurrido. Quizás el declive general de lectores. Quizás existía un elemento de autofracaso en él. Por la razón que fuera, Porter se había convertido en apenas algo más que un vegetal. Incluso cuando hablaba, lo hacía con los clichés más manidos de la vieja moda de hacía veinte años. Y cada vez hablaba menos.
Vagamente, James relacionaba aquello con las Máquinas. Porter había sido expuesto a las Máquinas de Entorno Terapéutico por más tiempo que la mayoría, y quizá su genio se había entremezclado con lo que fuera que ellas estuvieran curando. James había dejado de ejercer hacía demasiado tiempo para adivinar de qué se trataba, pero recordaba casos similares.
—«Así que por eso brilla en la noche» —terminó James. Como había esperado, Mayra se echó a reír, pero Porter sólo forzó una sonrisa, más allá de su habitual expresión de mística beatitud.
—Es un viejo chiste —se disculpó James.
—Tú eres un viejo chiste —declaró Porter—. Un estrujacabezas sin cabezas que estrujar. ¿Qué demonios haces todo el día?
—¿Qué es lo que te corroe? —dijo Mayra al ex escritor—. ¿Qué es lo que te ha sacado de las profundidades?
James fue a buscar otra bebida en la hornacina de la pared. Antes de llevarla a sus labios, dijo:
—Creo que necesito algunos nuevos amigos.
Tan pronto como se hubieron ido lamentó su grosería. Sin embargo, parecía no haber ninguna razón para seguir comportándose como un ser humano. Ya no era un psiquiatra, y aquéllos no eran sus pacientes. Cualquier pequeño trauma que sufrieran podía ser rápidamente reparado por sus Máquinas. Pero pese a todo, tendría que hacer un gran esfuerzo para dejar a un lado las neurosis de sus amigos si no era capaz de discar AMIGOS y pedir un nuevo grupo.
Tan sólo habían pasado unos pocos años desde que las Máquinas habían empezado a velar por la felicidad, salud y continuidad de la raza humana, pero apenas podía recordar la vida antes de Ellas. En el polvoriento espejo de su inactiva memoria no quedaban más que unas pocas manchas claras. Recordó su trabajo como psiquiatra en los tests de Entorno Terapéutico.
Recordó la discusión con Brody.
—De acuerdo, funciona en algunos casos de prueba. Pero hasta el momento esos artilugios no han hecho nada que un psiquiatra cualificado no pueda hacer —dijo James.
—Admitido —convino su superior—. Pero tampoco han cometido ningún error. Doctor, esa gente está curada. Es más, ¡es feliz!
Una franca envidia estaba pintada en el macizo rostro del doctor Brody. James se dio cuenta de que su superior tenía de nuevo problemas con su esposa.
—Pero doctor —empezó James—, esa gente no está aprendiendo a vivir con su entorno. Es su entorno el que está aprendiendo a vivir con ellos. ¡Eso no es medicina, es mimo!
»Cuando alguien está deprimido, recibe una dosis de ritalina, ritmos alegres de la Muzik, y algún buen amigo acude a visitarle inesperadamente. Si es maniaco o violento recibe thorazina, música suave, historias melancólicas en la televisión, y quizás una ducha fría. Si está aburrido, recibe excitación; si está frustrado, recibe algo que romper; si…
—De acuerdo —le interrumpió Brody—. Déjeme hacerle la pregunta de los sesenta y cuatro dólares: ¿puede usted hacer algo mejor?
Nadie podía hacer nada mejor. El enorme complejo de las Máquinas de Entorno Terapéutico hizo avanzar la medicina un milenio en un solo año. El gobierno tomó el control, para asegurar que todo el mundo, por modestos que fueran sus medios, tuviera a su disposición los mejores especialistas del país, con los últimos datos y técnicas. En efecto, esos especialistas estaban de servicio las veinticuatro horas del día en casa de cada paciente, manteniéndolo vivo, en buena salud y razonablemente feliz.
Además, ni siquiera estaban limitadas al tratamiento. Las Máquinas poseían extensiones que registraban las junglas de todo el mundo, espiando a los curanderos y aprendiendo nuevas medicinas. La investigación de medicamentos y dietas se convirtió en su campo, así como los cultivos científicos y el control de natalidad. A partir de 1985, cuando se puso de manifiesto que las Máquinas podían —y de hecho lo hacían— llevarlo todo mejor, y que casi todo el mundo deseaba ser paciente suyo, el gobierno de los Estados Unidos dimitió. Otras naciones le siguieron.
Por aquel entonces nadie trabajaba, en absoluto, por lo que James sabía. La gente tenía una única tarea: ser feliz.
Y eran felices. La felicidad era garantizada por cada relé y transistor, desde los que controlaban el aire acondicionado hasta los del complejo principal de ordenadores llamado MEDCENTRAL, en Washington…, ¿o estaba en La Haya ahora? James no había leído un periódico desde que la gente había dejado de matarse los unos a los otros, desde que las noticias se habían trasladado a la meteorología y al deporte. De hecho, había dejado de leer los periódicos desde que habían empezado a aparecer los anuncios de empleos para médicos.
No eran trabajos, sólo Actividades Felices…, simulacros de empleos inventados por las Máquinas. En esos empleos uno no encontraba nunca un problema insoluble o siquiera difícil. Uno terminaba su trabajo diario sin haber agotado su mente ni su cuerpo. El trabajo ya no era trabajo, sino terapia, y como tal, era constantemente gratificante.
La felicidad, la normalidad. James veía la personalidad de todo el mundo desmoronarse, como diferentes e intrincados copos de nieve fundiéndose finalmente en un barro vulgar e informe.
—Estoy borracho, eso es todo —dijo en voz alta—. El alcohol es un depresivo. Necesito otra copa.
Se tambaleó ligeramente mientras cruzaba la habitación en dirección a la hornacina. El suelo debió de detectarlo, puesto que en vez de un martini el botón que pulsó extrajo una muestra de sangre de su pulgar. En un segundo la pared había analizado su sangre y le presentó un vaso de líquido. Un letrero se iluminó: «Beba esto de un trago inmediatamente. Vuelva a dejar el vaso en su sitio».
Apuró el líquido, de un sabor agradable, y de inmediato se sintió soñoliento y agradablemente cálido. De algún modo consiguió llegar al dormitorio, la puerta se abrió para dejarle pasar, y se dejó caer en la cama.
Tan pronto como James R. Fairchild, AAAAGTR-RH01A, estuvo dormido, los mecanismos entraron en acción para salvar su vida. En realidad no había ningún peligro inmediato, pero MED 8 informó un descenso en sus expectativas de vida de 0,00005 años como resultado de su exceso, y MED 19 evaluó su comportamiento, registrado en cinta magnética, como incrementando su índice de suicidio en unos peligrosos quince puntos. Una unidad de diagnóstico se desprendió de la pared del cuarto de baño y avanzó oscilando hasta el dormitorio, deteniéndose silenciosa y exactamente a su lado. Extrajo más sangre, comprobó el pulso, la temperatura, la respiración, cardio y encefalograma, e hizo una radiografía de su abdomen. No habiendo recibido instrucciones de comprobar los reflejos rotulianos, recogió su instrumental y se marchó rápidamente.
En el salón, una máquina ama de llaves zumbó de un lado para otro realizando su trabajo, destruyendo los almohadones naranja, la escultura, el diván y la alfombra. Las paredes adoptaron un tono imperceptiblemente cálido. La nueva alfombra hada juego con él.
El mobiliario —elegido y servido sin el conocimiento del durmiente— era estilo Reina Ana, y lo bastante numeroso como para llenar la habitación. La ropa de cama de polietileno fue dejada en su lugar mientras se desinfectaba la habitación.
En la cocina, FARMO 9 encargó y recibió una nueva provisión de antidepresivos.
Siempre era el sonido de un tractor lo que despertaba a Lloyd Young, y aunque sabía que era un sonido artificial, le gustaba lo mismo. Casi hacía que su día empezara bien. Permaneció tendido escuchando durante un momento antes de abrir los ojos.
Demonios, los auténticos tractores no hacían ningún ruido. Trabajaban por la noche, cavando sus surcos y labrando en una hora un campo que a un hombre le hubiera llevado doce. Las Máquinas bombeaban nuevos y extraños productos químicos al suelo, y aplicaban calor, para forzar dos cosechas completas de maíz en un corto verano de Minnesota.
No resultaba de mucha utilidad ser granjero, pero él siempre había deseado tener una granja, y las Máquinas decían que uno podía tener todo lo que quisiera. Lloyd era casi el único hombre por aquella zona que aún vivía en el campo, sólo él y doce vacas y un perro medio ciego, Joe. No había mucho que hacer, con Ellas dirigiéndolo todo. Podía ir a observar cómo eran ordeñadas las vacas, o bajar con Joe a buscar el correo, o mirar la televisión. Pero era una vida tranquila y pacífica, y a él le gustaba.
Excepto por Ellas y su molesta forma de hacer las cosas. Habían deseado proporcionarle a Joe un nuevo juego de ojos máquina, pero Lloyd se había negado, diciendo que si el buen Dios hubiera deseado que el perro viera, nunca lo habría dejado ciego. Lo mismo les dijo con respecto a la operación del corazón. Casi parecía como si no tuvieran otra cosa que hacer que preocuparse por él. Siempre estaban incordiándole, él que siempre había sabido cuidarse de sí mismo a lo largo del MIT y de veinte años de ingeniero.
Cuando Ellas lo habían automatizado todo, se había encontrado sin trabajo, pero no podía odiarlas por ello. Si las Máquinas eran mejores ingenieros que él, ¡bien, adelante!
Abrió los ojos y vio que era tarde para el ordeño si no se apresuraba. Sin siquiera pensarlo, eligió el mono azul pálido con cordoncillo rosa de su guardarropa, se echó a la cabeza un sombrero de paja azul y se dirigió a la cocina.
Su cubo estaba junto a la puerta. Hoy era plateado…, ayer había sido dorado. Decidió que le gustaba más el plateado, la leche parecía más fresca y blanca en él.
La puerta de la cocina se negó a abrirse, y Lloyd se dio cuenta de que eso significaba que debía ponerse los zapatos. Maldita sea, cómo le hubiera gustado ir descalzo. Maldita sea, le hubiera gustado un montón.
También le hubiera gustado ordeñar él mismo las vacas, pero Ellas le habían explicado lo peligroso que era. ¡Uno podía recibir una coz en la cabeza antes siquiera de darse cuenta de ello! A regañadientes las Máquinas le habían permitido finalmente ordeñar, cada mañana, una vaca que había sido inyectada con tranquilizantes y cuyas patas habían sido atadas a un marco de acero.
Se puso sus toscos y confortables zapatos azules y tomó de nuevo su cubo. Esta vez la puerta de la cocina se abrió fácilmente, y mientras lo hacía un gallo cantó en la distancia.
Sí, había habido un montón de puertas cerradas en la casa de Lloyd. Las suficientes como para convertirlo en un hombre amargado, de no haber sido por Ellas. Sabía que podía confiar en Ellas, pese a que lo habían dejado sin trabajo en los setenta. Durante diez años se había limitado a ir de un lado para otro, intentando conseguir trabajo en alguna fábrica, cualquier cosa. Al final de la cuerda, sí, hasta que Ellas lo habían salvado.
En el establo, Betsy, su vaca Jersey favorita, había sido ya tranquilizada y sujetada cuando llegó. La Muzik dejaba oír un melodía alegre y festiva, perfecta para el ordeño.
No, no eran las Máquinas las que te harían todas esas cochinadas, él lo sabía bien. Era la gente. La gente y los animales, las cosas vivas que intentaban constantemente darte en la cabeza. Quería mucho a Joe y Betsy, mucho más de lo que quería a la gente; no confiaba realmente en ella.
Uno podía confiar en las Máquinas. Se preocupaban por ti. El único problema con Ellas era…, bien, que sabían demasiado. Siempre estaban tan terriblemente atareadas, y eran tan terriblemente listas…; hacían que uno se sintiera inútil. Casi como si les molestara.
Fueron de todos modos diez minutos deliciosos, y cuando se dirigió al frío depósito de la leche para vaciar el cubo en el receptáculo que conducía Dios sabía dónde, Lloyd sintió un extraño impulso. Deseaba probar la leche cálida, algo que había prometido no hacer. Ellas le habían advertido de posibles enfermedades, pero esa mañana se sentía demasiado bien como para preocuparse. Se llevó el plateado cubo a los labios…
Y un rayo de luz le golpeó, arrojándole contra el suelo. Al menos parecía un rayo de luz. Intentó ponerse en pie, y descubrió que no podía moverse. Una niebla verdosa empezó a brotar del techo. ¿Qué diablos era todo aquello?, se preguntó, y se sumió en el sueño en medio de un charco de leche derramada.
La primera unidad MED informó que no había heridas superficiales. Lloyd C. Young, AAAAMTL-RHO1AB, estaba descansando bien, el pulso alto, la respiración normal. MED 8 desinfectó cuidadosamente la zona y destruyó todas las huellas de leche derramada. Mientras MED 1 lavaba su estómago y limpiaba su nariz, garganta, esófago y tráquea, MED 8 cortó y destruyó todas sus ropas. Una unidad calefactora de emergencia lo mantuvo a una temperatura adecuada hasta que pudieron construirse nuevas ropas. Pese al suelo almohadillado, el paciente se había fracturado un dedo del pie al caer. Se decidió no moverle sino construir una cama y un dispositivo de tracción allí mismo. MED 19 recomendó un castigo terapéutico.
Cuando Lloyd despertó, la televisión cobró vida, mostrando a un hombre de pelo blanco y modales amistosos.
—Tiene usted toda mi simpatía —dijo el hombre—. Ha sobrevivido usted por los pelos a lo que llamamos «Accidente Mortal Número Uno», una desafortunada caída en su propio hogar. Nuestras Máquinas fueron en parte responsables de ello, mientras intentaban salvar su vida de… —el hombre vaciló, mientras un letrero destellaba tras él: ENVENENAMIENTO BACTERIANO. Luego prosiguió—: arrancándole físicamente del peligro. Puesto que ése era el único medio del que disponíamos, su daño no podía ser evitado.
»Excepto por usted mismo. Sólo usted puede salvar su vida, en último extremo. —El hombre señaló a Lloyd—. Sólo usted puede hacer que toda la ciencia moderna sirva para algo. Y sólo usted puede ayudar a hacer que descienda nuestra impresionante tasa de mortalidad. Usted cooperará, ¿verdad? Gracias.
La pantalla se apagó, y el aparato emitió un folleto.
Era un informe completo de su accidente, y una advertencia sobre la leche no pasteurizada. Debería guardar cama durante una semana, decía, y le animaba a que hiciera uso de su teléfono y AMIGOS.
El profesor David Wattleigh estaba sentado en la templada agua de su piscina en el sur de California y soñaba con nadar. Pero estaba prohibido. Los artilugios tenían alguna forma de saber lo que estaba haciendo, suponía, puesto que cada vez que se sumergía más profundamente que hasta el pecho, el motor del resucitador chasqueaba una advertencia junto a la piscina. Sonaba como el ladrido de un perro pastor. O quizá, pensó, un Guardián de los Cielos, un antimefistófeles venido a tentarle virtuosamente.
Wattleigh se sentó perfectamente rígido por un momento, luego extrajo a regañadientes su rollizo y rosado cuerpo del agua. Ah, no era mejor que un baño. Mientras entraba en la casa, dirigió una mirada de odio y de desprecio a la acuclillada Máquina.
Parecía como si cualquier cosa que deseara hacer estuviera prohibida. Desde el día en que se había visto obligado a abandonar la literatura inglesa del siglo XIX, las coacciones de las mechanica se habían ido cerrando en torno a Wattleigh, apartándole de sus antiguos placeres uno tras otro. Habían sido suprimidos su pipa y su oporto, los suculentos desayunos, su natación de la mañana. En lugar de su biblioteca, ahora existía una especie de máquina distribuidora que, cada día, le «distribuía» dos páginas de Dickens cuidadosamente expurgado. Pasajes alegres, llenos de color, pintorescos, escritos en gruesos caracteres de parvulario. Lo deprimían completamente.
Sin embargo no se sentía enteramente vencido. Pronunciaba un anatema contra las Máquinas en cada una de las cartas que escribía a Delphinia, una dama imaginaria a la que conocía, y luchaba obstinadamente contra su comedor a cada desayuno.
Si bien el comedor no le privaba realmente de comida, haría todo lo posible por menguar su apetito. En varias ocasiones se había pintado de amarillo bilioso, había tocado música fuerte y estridente, y había exhibido retratos de gente gorda desnuda en sus paredes. Cada día le ofrecía un nuevo truco, y cada día Wattleigh era más listo que él.
Ahora se vistió con sus ropas académicas y entró en el comedor, preparado para la batalla. Hoy, observó, la habitación estaba tapizada de terciopelo verde e iluminada por un candelabro dorado. La mesa del comedor era sólida, de madera de roble, sin pulir. No había ni una pizca de comida sobre ella.
En su lugar había una mujer rubia y bonita.
—Hola —dijo, saltando de la mesa—. ¿Eres el profesor David Wattleigh? Soy Helena Hershee, de Nueva York. He obtenido tu nombre a través de AMIGOS, y he venido a conocerte.
—Oh…, ¿cómo está usted? —balbuceó él. Por toda respuesta, ella se desnudó.
MED 19 aprobó lo que siguió como tendente a debilitar aquella dañina ilusión, «Delphinia». MED 8 proyectó un año de tratamiento, y descubrió que la pérdida de peso resultante podía añadir tanto como 0,12 años a las expectativas de vida del paciente Wattleigh.
Cuando Helena se hubo ido a dormir, el profesor jugó algunas partidas con el Ajedrecista Ideal. Wattleigh había pertenecido antiguamente a un club de ajedrez, y no deseaba perder por completo el contacto con el juego. Uno podía oxidarse muy fácilmente. Se sentía sorprendido al comprobar cuántas veces el Ajedrecista Ideal tenía incluso que hacer trampas para dejarle ganar.
Pero ganaba, partida tras partida, y el Ajedrecista Ideal agitaba cada vez su cabeza de plástico de un lado a otro y murmuraba sonriendo:
—Esta vez me ha ganado, Wattleigh. ¿Hacemos otra?
—No —dijo Wattleigh, absolutamente desanimado.
Obedientemente, la Máquina dobló el tablero dentro de su pecho y se fue rodando a algún lugar.
Wattleigh se sentó en su escritorio y empezó a escribirle una carta a Delphinia.
«Mi querida Delphinia —rasgueó su vieja pluma de acero sobre el fino y satinado papel—. Hoy se me ha ocurrido algo, mientras estaba (nadando) bañándome en Brighton. A menudo te he hablado casi siempre para quejarme de su comportamiento, de mi sirviente, M—. Esa cosa, porque no me decido a llamarlo ni «él» ni «ella», se ha mostrado muy irritado por el hecho de que te escribo, hasta el punto de despuntar mis plumas y esconderme el papel. No me he rendido ante esta detestable actitud porque me siento ligado a ti…, sí, ligado, por un extraño (y terrible secreto) destino que me hace dudar a veces de quién es el amo y quién el criado. Eso me recuerda algunas antiguas comedias en las cuales amo y criado cambian sus papeles, y lo mismo hacen ama y doncella, y luego se encuentran. Me refiero, por supuesto, a las obras de»
Allí terminaba la carta, ya que el profesor no podía encontrar el nombre adecuado. Después de escribir, y tachar, «Dickens, Dryden, Dostoievski, Racine, Rousseau, Camus», y una docena de nombres más, se le acabó la tinta. Sabía que era inútil pedir más tinta, porque la Máquina se oponía absolutamente a aquella carta…
Mirando por la ventana, vio una ambulancia pintada a brillantes rayas amarillas y rosas. De modo que el médico de la puerta de al lado se iba al país de los zombies, ¿eh? O, más correctamente, al Hospital para Asocíales. En el este les llamaban «musulhombres»; allí, «zombies»; pero todo venía a ser lo mismo: los muertos vivos que no necesitaban casas sofisticadas, juegos, tinta. Necesitaban únicamente alimentación intravenosa, y poco más. Las cortinas se corrieron por sí mismas, y así Wattleigh supo que el médico estaba siendo sacado en aquel momento. Terminó su pensamiento interrumpido.
…y de todos modos él tampoco estaba completamente satisfecho con aquella carta. No había mencionado a Helena, el desayuno, su resucitador que le gruñía, y tantas otras cosas. Podría llenar volúmenes, si tan sólo tuviera tinta para escribir, si tan sólo su memoria no le fallara cuando se sentaba a escribir, si tan sólo…
James permanecía con el codo apoyado en la repisa de mármol de la chimenea del apartamento de Mayra, observando a los demás huéspedes y midiéndolos. Había allí un granjero de Minnesota, increíblemente estúpido, que proclamaba haber sido en su tiempo ingeniero, pero que apenas sabía lo que era una regla de cálculo. Estaba Mayra, en compañía de un joven musculado que James había odiado a primera vista, un ex matemático llamado Dewes o Clewes. Mayra se preparaba para jugar una partida de ajedrez con un tipo gordo de California, mientras la chica de éste, una cosita rubia llamada Helena Hershee, se situaba al lado para mirar.
—Soy prácticamente un campeón —explicaba Wattleigh, colocando las piezas—. De modo que quizá debiera darle una torre o dos.
—Si usted quiere… —dijo Mayra—. Hace años que no juego. Todo lo que recuerdo es el Mate del Tonto.
James se dirigió hacia donde estaba Helena y observó el juego.
—Soy James Fairchild —dijo, y añadió de forma casi desafiante—: Doctor en Medicina.
Los labios de Helena, pintados con un lápiz labial demasiado brillante, se abrieron.
—He oído hablar de usted —murmuró—. ¿Es usted el agresivo doctor Fairchild que cambia tan rápidamente de amigos?
Los ojos de Mayra se alzaron del juego. Parecía como si sus ojos no tuvieran pupilas, y James adivinó que estaba atiborrada de ritalina.
—James no es agresivo en absoluto —dijo—. Pero se vuelve loco cuando alguien no le deja psicoanalizarle.
—No molesten el juego —dijo Wattleigh.
Apoyó ambos codos sobre la mesa en una actitud de concentración.
Helena no había oído la observación de Mayra. Se había vuelto para mirar al musculoso matemático que hablaba con Lloyd.
—Demonios, sí. Las Máquinas deben hacer todo lo necesario para criar y educar a los niños. De otro modo, tendremos una explosión demográfica. ¿Me sigue? Quiero decir que faltará comida…
—Me pregunto realmente dónde los encuentras, Mayra —dijo James. Hizo un gesto hacia el joven—. ¿Qué le ocurrió a ese «escritor»? ¿Porter, se llamaba? Cristo, aún puedo oírle diciendo: «¡Existe, hombre!»
James se echó a reír.
Mayra levantó de nuevo la cabeza, y las lágrimas brotaron de sus ojos sin pupilas.
—Porter fue al hospital. Ahora es un musulhombre —dijo con voz clara—. Me gustaría poder sentir algo por él, pero Ellas no me dejarán.
—… Es como la ley de Malthus, o la ley de algún otro. Los animales crecen más rápido que los vegetales —prosiguió el matemático, hablando con el granjero.
—Jaque mate —dijo Mayra, y se puso en pie—. James, ¿tienes un cigarrillo dulce? ¿Chocolate?
El hombre extrajo un cilindro de color naranja brillante.
—Sólo naranja amarga, me temo. Pregunta a la Máquina.
—Tengo miedo de preguntarle nada, hoy —dijo ella—. No deja de drogarme… James, se llevaron a Porter hace un mes, y desde entonces no he sido capaz de pintar. Dime, ¿crees que estoy loca? La Máquina cree que sí.
—La Máquina siempre tiene razón —dijo él, partiendo la punta del cigarro con los dientes.
Viendo a Helena que se había apartado para sentarse en el sofá chino de Mayra, se disculpó con un gesto de la cabeza y la siguió.
Wattleigh seguía sentado, estudiando desconcertado el Mate del Tonto.
—No puedo comprenderlo, simplemente no puedo comprenderlo —dijo.
—… Es como la liebre y la tortuga —rugió el matemático. Lloyd asintió solemnemente—. La lenta nunca podrá atrapar a la otra, ¿entiende?
—Bien, creo que ha llegado usted a algo —dijo Lloyd—. Ha llegado usted a algo. Sólo que creía que el lento era el vencedor.
—Oh.
Dewes (o Clewes) se sumió en un silencio pensativo. Mayra vagó por la habitación, tocando rostros como si fuera una persona ciega buscando a alguien a quien conocía.
—¡Pero no puedo comprenderlo! —dijo Wattleigh.
—Yo sí —murmuró James tras la punta de su cigarro.
El humo agridulce era tan espeso como un líquido en su boca. Lo comprendía, perfectamente. Los miró a todos, uno por uno: un ex matemático que ahora tenía problemas con la diferencia entre la aritmética y la geometría; un ex ingeniero lo mismo; una pintora a quien no se le permitía pintar, ni siquiera sentirlo; un antiguo «campeón» de ajedrez que no podía jugar. Quedaba Helena Hershee, amiga de aquel pobre y estúpido Wattleigh.
—¿Antes de las Máquinas…? —empezó.
—… Yo era juez —respondió ella, pasando sus dedos provocativamente por la nuca de él—. ¿Y tú? ¿Qué clase de médico eras tú?
1988
—Fue durante la segunda guerra mundial —dijo Jim Fairchild. Estaba tendido de espaldas en el largo sofá de piel de tigre, con un ejemplar de HotRod Komiks echado sobre sus ojos.
—Creía que había empezado en los sesenta —dijo Mayra.
—Sí, pero el nombre Musulhombre empezó en los campos de exterminio nazis. Había en ellos alguna gente que no podía… soportarlo. Dejaron de comer, de ver y de oír. Todo el mundo empezó a llamarlos «Musulhombres», porque se parecían a los musulmanes, místicos…
Su voz se desvaneció, porque estaba pensando en la segunda guerra mundial. Los buenos viejos días, cuando el hombre dictaba sus propias reglas. Sin Máquinas que te dijeran lo que debías hacer.
Llevaba viviendo con Mayra varios meses. Era su chica, exactamente como la otra Mayra, la de Hot Rod Komiks, era la chica del otro Jim, Jim (Infíerno-sobre-ruedas) White. Ocurría algo divertido con los komiks. Eran como la vida real, y al mismo tiempo eran mejores que la vida.
Mayra —su Mayra— no era intelectual. No le gustaba leer y pensar, como a Jim, pero eso carecía de importancia, ya que se suponía que los hombres eran quienes leían, pensaban, luchaban y mataban. Mayra permanecía sentada en el taburete color lavanda en el rincón, naciendo bocetos con sus lápices de colores. Alzando su largo y delgado cuerpo del sofá, Jim caminó hacia ella, la rodeó y examinó el boceto.
—Su nariz está torcida —dijo.
—Eso no importa, tonto. Es un dibujo de modas. Es sólo el vestido lo que cuenta.
—¿Y cómo es que tiene el pelo rubio? La gente no tiene el pelo rubio.
—Helena Hershee lo tiene.
—¡No, no lo tiene!
—¡Lo tiene!
—No, no es rubio, es… No es rubio.
Entonces ambos se callaron, porque la Muzik estaba interpretando su canción favorita. Cada uno tenía su propia canción favorita; la de Jim era Blap; y la de Mayra, Sí, ya sé que apenas me preocupo por ti; pero ambos tenían una canción favorita común. Se titulaba Kabriolé tragedia, y era una de las canciones en las cuales la Muzik imitaba sus voces, cantando casi en armonía:
Jim Gunn tenía un hermoso kabriolé, y Mayra era su chica.
Se amaban el uno al otro con un amor tan verdadero, el más verdadero de todo el mundo.
Pero a Jim no le dejaban conducir su koche, y Mayra no podía ver.
Kabriolé tragediaaaaaa.
La canción siguió desgranando cómo Jim Gun deseaba más que nada en el mundo pagar una operación de ojos a su chica, que deseaba admirar su koche kabriolé. Así que condujo hasta una tienda y la atracó; pero alguien reconoció su koche. La policía le disparó, pero:
Él besó a su Mayra una última vez; el policía le disparó a ella también.
Pero ella dijo: «¡Puedo ver tu kabriolé, Jim!
¡Es hermoso, todo dorado y azul!».
Él sonrió y murió abrazándola,
feliz de que al fin pudiera ver.
Kabriolé tragediaaaaaa.
Naturalmente, en la vida real Mayra podía ver muy bien. Jim no tenía ningún koche, y no había policías. Pero para ellos era cierto, de todos modos. En cierto sentido que no podían expresar, sentían que su amor era una tragedia.
Notando que Jim se sentía solitario y triste, Mayra se alzó y le besó en la oreja. Se tendió a su lado, e inmediatamente se durmieron.
El censo de MEDCENTRAL señalaba una población de 250.000.000 en NORTAMER, estabilizada. Excepto algunos pocos fallos en las incubadoras, y una cuba de embriones infectados por accidente, todo funcionaba como estaba previsto, con los índices de nacimientos y muertes igualados. La norma se había deslizado una vez más hacia lo asocial, y el CONTROL UTERINO indicaba un 90,2 por ciento de admisiones de adultos en los dos principales hospitales.
A los anormales agudos se les hada regresar a la adolescencia, puesto que no existía ningún otro método completamente satisfactorio de normalizarlos sin terapia de shock, y sus contraindicaciones concurrentes.
Lloyd sacó su reloj de bolsillo de la pechera de su mono de tela escocesa. Las manos del Ratoncito estaban alzadas señalando directamente hacia arriba, indicando que tenía el tiempo justo para ir a buscar el correo antes de que empezaran los dibujos animados campestres en la televisión. Movido por un impulso, Lloyd se metió el reloj en la boca y masticó. Era delicioso, pero le proporcionó muy poco placer. Todo era demasiado fácil, demasiado muelle. Deseaba que le ocurrieran cosas excitantes, como aquella vez en los dibujos animados campestres en la que Angus el Negro intentó matar al héroe, Lloyd el Blanco, rompiendo su Máquina, y Lloyd el Blanco lo había ensartado con una horca jeringa y lo había enviado al hospital.
El Joe máquina, sabiendo que era la hora de ir a buscar el correo, salió corriendo de la casa. Agitó su cola y gimió impaciente. No importaba que no fuera un perro de verdad, pensó Lloyd mientras se dirigían hacia el buzón. A Joe seguía gustándole que le rascaran las orejas. Uno podía afirmarlo con sólo mirar sus ojos. Estaba más vivo y era mucho más divertido que el primer Joe.
Lloyd se detuvo un momento, recordando lo triste que se había sentido cuando Joe murió. Era un pensamiento agradablemente melancólico, pero ahora el Joe máquina estaba bailoteando a su alrededor y ladrando con ansiedad. Siguieron su camino.
El buzón estaba lleno a rebosar de correo. Había un nuevo komik, titulado Lloyd el granjero y Joe, y una caja enorme de juguetes nuevos.
Pero más tarde, cuando Lloyd hubo leído el komik y mirado los dibujos campestres en la televisión y jugado un poco con su juego de construcciones, seguía sintiéndose todavía deprimido. No era bueno estar solo todo el tiempo, decidió. Quizá debería ir a Nueva York y ver a Jim y Mayra. Quizás allí las Máquinas fueran diferentes, no tan autoritarias.
Por primera vez otro pensamiento, más extraño aún, lo invadió. Quizá debería irse a vivir a Nueva York.
QUERIDA DELPHINIA —escribió Dave con letra de imprenta—. ÉSTA SERÁ MI ÚLTIMA CARTA DIRIGIDA A TI, PUESTO QUE YA NO TE QUIERO. AHORA SÉ LO QUE ME HACÍA SENTIRME MAL: ERAS TÚ. TÚ ERES REALMENTE MI MÁQUINA NO ES ASÍ JA JA APUESTO A QUE NO SABÍAS QUE YO LO SABÍA.
AHORA QUIERO A HELENA MÁS QUE A TI Y VAMOS A IRNOS A NUEVA YORK Y A VER A MONTONES DE AMIGOS Y A ASISTIR A MONTONES DE FIESTAS Y A DIVERTIRNOS MUCHO Y NO ME PREOCUPARÉ SI NO TE VEO NUNCA MÁS.
BESOS, Y MUCHA SUERTE A UNA BUENA CHICA,
DAVE W.
Después de que un terremoto destruyera a los diecisiete millones de ocupantes del Hospital del Oeste, MEDCENTRAL ordenó que el resto se trasladaran inmediatamente al Este. Todos los anormales que no vivían cerca del Hospital del Este fueron persuadidos también de que evacuaran la zona en dirección a Nueva York. La persuasión fue como sigue:
Gradualmente, fueron incrementadas la humedad y la presión hasta un 0,9 de incomodidad, mientras a nivel subliminal se destellaban imágenes de Nueva York alrededor de cada paciente.
Dave y Helena habían venido en metro desde Los Ángeles, y se sentían cansados y de mal humor. El viaje en metro en sí duraba tan sólo dos o tres horas, pero habían pasado una hora adicional en el taxi hasta casa de Jim y Mayra.
—Es un taxi eléctrico —explicó Dave—, y sólo se mueve a un par de kilómetros por hora. Estoy seguro de que nunca volveré a hacer este viaje.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo Mayra—. Nos hemos sentido terriblemente tristes y solitarios.
—Sí —añadió Jim—, y he tenido una idea. Podemos formar un club contra las Máquinas. Lo tengo todo planeado. Nosotros…
—Babay, habíales de los zombies…, quiero decir, de los musul-hombres —dijo Helena.
Dave habló mirando excitada y locamente a su alrededor.
—Sí, eso, tenían como un millón de coches llenos de ellos en el tren, todos empaquetados en botellas de cristal. Al principio no estaba seguro de qué diablos eran, así que me acerqué y miré a uno. Era un hombre sin pelo y todo pellejo, completamente doblado en una botella dentro de otra botella. Era extraño.
Para festejar su llegada, la Muzik interpretaba las canciones favoritas de los cuatro: Zonk, Sí, ya sé que apenas me preocupo por ti, Blap y Ése es mi babay, mientras las paredes se hacían transparentes por un momento, mostrando una impresionante vista de las torres doradas de Nueva York. Lloyd, que no hablaba con nadie, estaba sentado en el rincón, llevando el compás de la música. No tenía ninguna canción preferida.
—Quiero llamarlo el Jim Fairchild Club —dijo Jim—. La finalidad de este club será librarnos de las Máquinas. ¡Fuera de una patada!
Mayra y Dave se sentaron a jugar una partida de ajedrez.
—Sé también cómo podemos hacerlo —prosiguió Jim—. Éste es mi plan: ¿quién instaló las Máquinas originalmente? El gobierno de los Estados Unidos. Bien, ya no hay ningún gobierno de los Estados Unidos, así que las Máquinas son ilegales. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Helena.
Lloyd siguió tabaleando con el pie, aunque la Muzik había dejado de sonar.
—Están fuera de la ley —dijo Jim—. ¡Deberíamos matarlas!
—Pero ¿cómo? —preguntó Helena.
—Aún no he estudiado todos los detalles. Dadme tiempo. Porque, como sabéis, las Máquinas nos la han jugado buena.
—¿Cómo ha sido eso? —preguntó Lloyd, como si estuviera muy lejos de allí.
—Todos teníamos buenos trabajos y éramos inteligentes. Hace mucho tiempo. Ahora nos estamos volviendo estúpidos. (¿Entendéis?
—Correcto —admitió Helena.
Abrió una botellita y empezó a pintarse las uñas de los pies.
—Creo que las Máquinas están intentando convertirnos a todos en musulhombres —dijo Jim, mirando intensamente a su alrededor—. ¿Alguno de vosotros desea ser embutido dentro de una botella? ¿Eh?
—Una botella dentro de una botella —corrigió Dave, sin alzar la vista de su juego.
—Creo que las Máquinas nos están drogando para volvernos musulhombres —prosiguió Jim—. O nos están aplicando algún tipo de rayo quizá, que nos hace cada vez más estúpidos. Algo como los rayos X, quizá.
—Tenemos que hacer algo —dijo Helena, admirando su pie. Mayra y Dave empezaron a discutir acerca de los movimientos que tenía el peón.
Lloyd siguió tabaleando con el pie, marcando el compás.
1989
Jimmy tenía una buena idea, pero nadie deseaba escucharla. Recordó que cuando era pequeño había una Máquina de Huevos que sacaba los huevos de sus cascaras y los metía dentro de unas cosas de plástico. Era divertido la forma como la Máquina hacía aquello. Jimmy no sabía por qué era tan divertido, pero reía y reía, simplemente pensando en ello. Tontos, tontos, tontos huevos.
Mary tenía una idea, una idea auténticamente buena. Sólo que no sabía como explicarla, así que tomó un lápiz y dibujó un gran ¡Gran! dibujo de las Máquinas: Mamá Máquina y Papá Máquina y todos los pequeños Bebés Máquina.
Loy-loy estaba hablando. Estaba construyendo una casa de cubos.
—Ahora pongo la puerta —decía—. Ahora pongo la pequeña ven-ta-na. Ahora la… ¿Por qué la ventana es más pequeña que la casa? No lo sé. Esta es la chimenea y ésta es la torre, y ahora abro la puerta y… ¿dónde está toda la gente? No lo sé.
Helena tenía un martillo de madera, y estaba hundiendo todas las clavijas. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
—¡Una, dos, tres! —dijo—. ¡Banga-banga-bang!
Davie había sacado el ajedrez y alineado todas las figuras, de dos en dos. Quería alinearlas de tres en tres, sólo que por más que lo intentaba no podía. Aquello lo irritó y empezó a llorar.
Entonces una de las Máquinas llegó y le metió algo en la boca, y todos los demás quisieron también, y alguien se puso a gritar y llegaron más Máquinas y…
El mensaje codificado llegó a MEDCENTRAL. Los últimos cinco anormales habían sido curados, y todas las funciones físicas y mentales reducidas a la norma. Todos los datos pertinentes relativos a ellos fueron trasladados a SUMINISTROS UTERINOS, que los cronometró a las 4.00 horas HMG, día 1, año 1989. MEDCENTRAL dio su conformidad a las coordenadas de tiempo, y luego se desconectó.
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La raza feliz plantea una versión de lo que me gusta calificar de Horrible Utopía. La obra de lonesco La soprano calva había mostrado ya un mundo sin mal. En cierto sentido, ése fue mi modelo; intenté mostrar un mundo sin dolor. En ambos casos se obtiene el mismo fenómeno: sin mal o sin dolor, las preferencias y las elecciones carecen de sentido; la personalidad se difumina; los personajes se funden con su entorno, y el pensamiento se vuelve superfluo y desaparece. Creo que ésos son los resultados inevitables de la consecución de la Utopía, si cometemos el error de asumir que Utopía es igual a felicidad perfecta. Después de todo, existe un centro del placer en la cabeza de cada uno. Insertemos un electrodo en él, y presumiblemente conseguiremos una felicidad constante y perfecta al coste de un centavo de electricidad al día.
Si no de felicidad, entonces ¿de qué material construiremos nuestra Utopía? ¿La evitación del dolor, quizá? ¿La perfecta seguridad contra la enfermedad, los accidentes, los desastres naturales?
Obtendremos eso únicamente al precio de perder el contacto con nuestro entorno…, en última instancia al precio de perder nuestra humanidad. Nos veremos «eterizados», en los dos sentidos que Eliot da a la palabra: aturdidos e irreales.
Para algunos, esta historia puede parecer en sí misma irreal e hipotética. Sólo puedo señalar que docenas de firmas electrónicas están actualmente inventando y desarrollando nuevos equipos de diagnóstico; dentro de poco tiempo los médicos dependerán casi por entero de las máquinas para obtener diagnósticos certeros. No hay razón alguna para que debamos detenernos ahí, o en ningún otro punto antes de llegar a los médicos mecánicos.
Si elegimos construir máquinas para que nos curen, debemos estar seguros de que sabemos qué poder les estamos dando y qué es lo que les pedimos a cambio. En La raza feliz el agente a través del cual el mundo anestésico surge a la vida es una especie de genio, el Esclavo del Aprietabotones. Es un genio de mente literal, y nos proporcionará exactamente lo que pidamos, ni más ni menos. Norbert Wiener hizo notar la semejanza entre el comportamiento de las máquinas de mente literal y el de los agentes mágicos de los cuentos de hadas, mitos, historias de fantasmas e incluso chistes modernos.
Sémele deseaba que Zeus hiciera el amor con ella exactamente igual a como lo haría con una diosa…, pero resultó que él lo hizo con el rayo. El aprendiz de brujo pensó que ya estaba harto de ser el ayudante del mago. Wells escribió acerca de un empleado más bien estúpido que detuvo repentinamente la rotación de la Tierra. En un extremo del espectro figuran historias de horror como The Dancing Partner (La pareja de baile) o The Monkey's Paw (La pata de mono), y en el otro la broma de Lennie Bruce acerca del hombre que deja a un genio a cargo de su tienda, y el primer cliente le pide al genio: «Hazme un chocolate malteado».
Si decimos que realmente deseamos salud, seguridad, vernos libres del dolor, debemos estar dispuestos a dar a cambio nuestra individualidad. El uso de cualquier herramienta implica una pérdida de libertad, como señalaba Freud en El malestar en la cultura. Cuando el hombre empezó a utilizar un hacha de mano perdió la libertad de andar a cuatro patas; y lo que es más importante, perdió la libertad de no usar el hacha de mano. Ahora hemos perdido la libertad de no utilizar los ordenadores, y ya no es cuestión de darles poder sobre nosotros, sino de cuánto poder, de qué clase, y cuan rápido capitularemos ante ellos.
En una ocasión un profesor de la Universidad de Minnesota me habló de un fin de trimestre en que iba retrasado en la confección de las notas. El secretario del departamento no hacía más que llamarle, preguntándole si aún no estaba listo para dar las calificaciones. Finalmente le llamó un empleado de la administración. Al saber que las notas aún no estaban listas, el empleado dijo exasperado:
—¡Pero profesor, las máquinas están esperando!
Sí, ciertamente, están esperando.