Ersatz

(Henry Slesar)

El acto de colaboración entre escritores, completamente opuesto al acto de colaboración entre amantes, es sólo satisfactorio cuando ha terminado, nunca mientras está siendo realizado. He tenido el fastidio y el placer de haber colaborado con quizá media docena de escritores en los once años que llevo como profesional. (Nunca he sido amante de ninguno de ellos.) Con Avram Davidson escribí una especie de disparate tan cargado de chistes personales y referencias literarias que me sentí obligado a escribir un artículo de 10.000 palabras explicando la historia para acompañar a las 7.000 palabras de ficción antes de conseguir publicarlo. No por casualidad, la historia se llamaba Up Chistopher to Madness (De Christopher hasta la locura), y el artículo se titulaba Scherzo por Schizoids (Scherzo para esquizoides). Con Huckleberry Barkin escribí una historia de seducción humorística (términos que considero contradictorios) para Playboy titulada Would yon Do It for A Penny? (¿Lo haría usted por un centavo?); y con Robert Silverberg una historia policiaca titulada Ship-Shape Pay-Off (Atildado sí paga). Incluso escribí una historia con Budrys en una ocasión.

Pero el trabajo en colaboración es generalmente algo desmoralizador, lleno de trampas tales como el desacuerdo conceptual, el choque de estilos, la latente pereza, la verbosidad, la confusión, y simplemente el escribir mal. Cómo se las arreglaban Pratt y De Camp o Nordhoff y Hall es algo que nunca he acabado de entender. Sin embargo, con dos escritores sí he podido colaborar siempre con facilidad, y los productos resultantes han superado lo que cualquiera de los dos aisladamente hubiéramos podido conseguir. El primero es Joe L. Hensley, que aparece en otra parte de esta antología, y del cual hay mucho que decir; pero en otro lugar. El segundo es Henry Slesar, del cual hay muchas cosas que decir aquí. Me siento feliz de tener la oportunidad de decirlas porque han estado en mi cabeza desde hace muchos años, y como rozan la naturaleza de un poema de amor, no son obviamente la clase de cosas que uno pueda decirle a un hombre a la cara.

(El concepto de afecto entre hombres ha sido tan castrado —literalmente— que desplegar cualquier signo de alegría ante la presencia, la compañía o la comprensión de otro hombre es tomado por los patanes como un signo seguro de homosexualidad. No quiero dignificar la implicación, pero sí afirmaré claramente que yo no suscribo la vil teoría de que existe algo entre Batman y Robín aparte una gran fraternidad. Alguna gente tiene una garganta que parece un albañal.)

Creo que el elemento operativo en toda colaboración que tenga éxito es el compañerismo. Basado en el respeto, la admiración y la confianza en la moralidad del otro hombre, el sentido de la habilidad en el trabajo y el sentido de la justicia. Para aceptar el juicio de otro escritor en la forma y dirección de una historia, uno debe primero respetar y admirar lo que el otro ha hecho por sí mismo. Debe haber hecho sus pruebas. Luego tiene que sentirse inconscientemente seguro para seguir el instinto del otro hombre en cuanto a todo lo que se dice en la historia, en términos generales y en términos de ética y moralidad. Sólo entonces se sentirá seguro dejando que la creación aún informe sea moldeada por otras manos. Y finalmente, por las extensiones e implicaciones de la amistad, uno sabe que el otro hombre desea un conjunto unificado, un producto de dos mentes y talentos individuales, antes que una historia que ha sido robada del almacén de ideas de otro hombre. Sí, creo que la amistad debe estar presente en la colaboración para que ésta sea un éxito. Henry Slesar y yo hemos sido amigos durante más de diez años.

Conocí a Henry tras una conferencia que di en la Universidad de Nueva York en 1956. La presunción de decirles yo a una clase de futuros escritores creativos cómo funcionar en la arena comercial, tras sólo un año de trabajo profesional, era asombrosa. Pero aparentemente (Henry me lo ha dicho numerosas veces), hasta entonces aquella clase había sido alimentada con grandes cantidades del habitual pienso literario, numerosas teorías extraídas de textos ineptos, pero muy pocos consejos prácticos de cómo vender lo que la clase había escrito. Puesto que yo era un escritor que no tenía dificultades en ser publicado —desde hacía poco tiempo, sin embargo, por aquel entonces—, me sentí justificado explicándoles simplemente cómo obtener el mejor contrato y cómo impedir ser engañado, antes que cómo conseguir retomar la antorcha de Chejov. (Comentario: como queda demostrado por la preponderancia de escritores sólo en este volumen, los escritores memorables nacen, no se hacen. Creo en esto firmemente. Oh, es posible aprender a manejar el idioma de una forma competente, incluso es posible aprender a manejar una intriga como un ordenador. Pero eso es algo distinto: es la diferencia entre ser un autor y ser un escritor. El primero pone su nombre en los libros, el segundo escribe. Entre todos los cursos de literatura que he conocido —como alumno, conferenciante, oyente o espectador interesado—, sólo he encontrado uno que pareciera saber de qué estaba hablando. Se trataba de la serie de clases dadas por Robert Kirsch en la Universidad de California en Los Ángeles. En los primeros diez minutos dejó bien claro que, si sus oyentes no sabían ya escribir, entonces era mejor que se apuntaran a otro tipo de curso, porque él estaba dispuesto a enseñarles las superficialidades, pero la chispa de la creatividad tenía que estar ya allí, o simplemente pasarían su tiempo en una constante masturbación. Se nace, no se hace, pese a lo que algunas agencias literarias les digan a sus pobres víctimas tras haberles hecho pagar los honorarios correspondientes.)

Tras la clase, Henry yo nos encontramos a menudo. Él era por aquel entonces director creativo en la agencia de publicidad de Robert W. Orr. (Henry es el hombre que creó el célebre anuncio para Life Saver consistente simplemente en una página llena de caramelos alineados en filas y la frase: «No chupe esta página». Ganó un premio, el anuncio y Henry.) Pero aparte los discos de Bix Beiderbecke, la única pasión de Henry es escribir. Nunca he encontrado a un hombre que deseara tanto poner las palabras sobre el papel y que, desde un principio, supiera hacerlo con tanto talento. Durante el primer año de su carrera vendió historias a Ellery Queen's Mystery Magazine, Playboy y una docena más de revistas de primera línea. Nos encontrábamos por la tarde, ya fuera en mi pequeño apartamento de la calle Ochenta y dos Oeste, cerca de la avenida Amsterdam, o en su enorme residencia dominando la avenida West End, y tras algunas horas de charla entre nosotros y nuestras esposas (en aquellos tiempos yo estaba casado con la Zona de Desastre n.° 1), desaparecíamos en el despacho de Henry y escribíamos un relato corto. Completo en una tarde. Normalmente historias de ciencia ficción o policíacas: The Kissing Dead, Sob Story, Mad Dog, RFD # 2, The Man wiíh the Creen Nose. Trabajábamos bien juntos, aunque no de una forma enteramente racional. A veces yo empezaba con un título y la primera frase, escribiendo algo tan insólito y peculiar que no daba lugar a seguir un argumento. O Henry iniciaba la historia y escribía un millar de palabras de una complicadísima intriga, abandonándola en mitad de un diálogo. De tanto en tanto trazábamos un esquema por anticipado de lo que queríamos hacer. Pero fuera cual fuese la forma o la dirección empleada, siempre obteníamos una historia publicable de la colaboración. Vendimos todo lo que escribimos juntos. Era como un juego de salón, una diversión, una afición que nos pagaba en buenos ratos y en dinero para cigarrillos.

Henry Slesar nació en 1927 en Brooklyn. Es la personificación de la virtud, del tacto y del honor en un campo singularmente avaro de tales cualidades: es un publicista. Ha sido vicepresidente y director creativo de tres de las más importantes agencias de Nueva York, y ahora es presidente y director creativo de su propia agencia: Slesar amp; Kanzer, Inc., fundada en 1965. Como escritor ha publicado más de 600 historias, novelas, etc., en revistas tales como Playboy, Cosmopolitan, Diners Club Magazine, todas las revistas para hombres, todas las revistas de misterio y la mayor parte de las revistas de ciencia ficción. Ha figurado cincuenta y cinco veces en antologías, ha escrito tres novelas, incluida The Gray Flannel Shroud (El sudario de franela gris), que ganó en 1959 el Edgard de la Asociación de Escritores de Misterio de Norteamérica como la mejor novela de misterio del año. Ha visto publicadas dos recopilaciones de sus relatos cortos, ambas prologadas por Alfred Hitchcock, el cual siente una gran predilección por Henry, quien ha escrito más de sesenta guiones de televisión, la mayor parte de los cuales para las series de Hitchcock de media hora y una hora. Ha escrito también para las series 77 Sunset Strip, The Man from U.N.C.L.E., Run for Your Life, y media docena de bien pasados guiones para episodios piloto de nuevas series. Ha escrito también cuatro guiones cinematográficos para la Warner Bros.

Henry está casado con una de las mujeres más encantadoras que pueda tener un escritor —la O. en su seudónimo: O. H. Leslie—, y tiene una hija —la Leslie del seudónimo—. Viven juntos en la ciudad de Nueva York, lo cual es a la vez práctico y agradable.

La historia de Henry Slesar en esta antología tiene sólo 1.100 palabras. Casi la mitad de la longitud de esta introducción, acabo de darme cuenta. Hay dos comentarios que debo hacer a este extraño hecho. En primer lugar, mi admiración y amistad por Slesar no conoce límites…; no los simples límites de la charla o conversación. En segundo lugar, y esto es más importante, Henry Slesar es un maestro en la historia ultracorta. Puede matarles a ustedes con una sola línea. Le bastan 1.100 palabras para conseguir lo que en autores de inferior categoría requeriría 10.000 palabras. Si existe actualmente en Norteamérica un escritor de historias ultracortas que sea mejor que él, no puedo recordar su nombre, y sin embargo tengo muy buena memoria.

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Había mil seiscientas Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los pocos civiles que quedaban aún en el continente americano; mil seiscientos refugios a prueba de radiaciones donde el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso. Sin embargo, en cinco agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de encontrar alguna. En su armadura de aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada, pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia, cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un enemigo a quien matar.

Era un Portacohetes de tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba sujetos a la espalda, cohetes que debían ser puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes y la cuenta atrás de un Portacohetes de primera clase. Tod había perdido los otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se resistía a sus desesperados avances amorosos.

Luego, a primera hora de la mañana, tras asegurarse de que el resplandor que surgía por el este era el sol y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises. Avanzó tambaleante, y supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una Estación de Paz. En la puerta, un hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le ayudó a entrar.

—Gracias a Dios —dijo Tod, dejándose caer en una silla—. Gracias a Dios. Ya casi había renunciado…

El jovial viejo le palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación. Como empleados de una estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las botas, soltando sus armas. Le abanicaron, masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que su barba de meses había desaparecido.

—Ya está —dijo el director de la estación, frotándose satisfecho las manos—. ¿Se siente mejor, soldado?

—Mucho mejor —dijo Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—. ¿Cómo va la guerra para usted, civil?

—Muy dura —dijo el hombre, perdiendo su jovialidad—. Sin embargo, hacemos todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible. Pero relájese, soldado; pronto le traerán comida y bebida. No será nada especial; nuestras provisiones de ersatz están muy bajas. Hay un nuevo buey químico que hemos estado guardando; se lo daremos. Creo que está hecho a base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.

—¿Tiene usted cigarrillos? —dijo Tod. El otro extrajo un cilindro amarronado.

—También ersatz, me temo; fibras de madera tratadas. Pero arde, al fin y al cabo.

Tod lo encendió. El humo acre ardió en su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.

—Lo siento —dijo el director de la estación tristemente—. Es lo mejor que tenemos. Todo, todo es ersatz; nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida…; la guerra es dura para todos.

Tod suspiró y se reclinó. Cuando la mujer surgió por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se clavaron primero en la comida. Ni siquiera se dio cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas harapos moldeaban sus pechos y caderas. Cuando se inclinó hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre. Él alzó la vista y sus ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.

—Te sentirás mejor después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito. Hacía cuatro años desde la última vez que había visto a una mujer como aquélla. La guerra se las había llevado las primeras, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la comparativamente relativa seguridad de la batalla. Sorbió el guiso y lo halló detestable, pero lo apuró hasta el final. El buey hecho de madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a las que se había acostumbrado. El pan sabía a algas, pero lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.

—Estoy cansado —dijo finalmente—. Me gustaría dormir.

—Sí, por supuesto —dijo el director de la Estación de Paz—. Por aquí, soldado, venga por aquí.

Lo siguió hasta una pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro de metal. El sargento se dejó caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con suavidad la puerta tras él. Sin embargo, Tod sabía que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado. Su mente estaba demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de mujer crispaba todo su cuerpo.

La puerta se abrió y ella entró.

No dijo nada. Se dirigió hacia el camastro y se sentó junto a él. Se inclinó y le besó en la boca.

—Mi nombre es Eleanora —susurró, y él la abrazó ansiosamente—. No, espera —dijo, soltándose de su abrazo.

Se alzó del camastro y se dirigió hacia el rincón.

Él la contempló mientras se desprendía de sus ropas. El rubio cabello se deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente. Dejó escapar una risita, y se ajustó de nuevo la peluca. Luego se llevó las manos atrás y soltó el sujetador; cayó al suelo, revelando un plano y velludo pecho. Iba a quitarse el resto de la ropa interior cuando el sargento empezó a gritar y echó a correr hacia la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y súplica. Él golpeó a la criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente, su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas. El sargento no se detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.

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Ersatz es una historia rechazada. Me fue devuelta por un editor que simplemente me dijo: «No me gustan las historias de guerra futura». No fue el único con esa actitud. Algunos editores y directores de revistas tienen la sensación de que las guerras futuras no constituyen realmente una «visión peligrosa», y prefieren que sus autores se mantengan lejos de este tema. Los conflictos atómicos son «trillados». Los holocaustos postatómicos son «clichés». El Armagedón está «superado». En el mundo de la ficción, al menos, existe la opinión de que nuestro trauma de miedo nuclear está curado, y que los lectores prefieren que no se les recuerden las ruinas y las radiaciones. Pero el campo de juego de la ciencia ficción es el futuro, y el futuro debe ser extrapolado a partir de los ingredientes del presente. Y si no creen ustedes que esos ingredientes de catástrofe se hallan aún entre nosotros, su radio necesita pilas nuevas, necesita unas gafas de más dioptrías y tiene un tapón de cera en sus oídos. Personalmente, espero que nuestros autores, y en Particular los escritores de ciencia ficción, que poseen talentos y privilegios especiales, continúen inundando el mundo con nuevas obras sobre el tema, para mantener despierto nuestro miedo a lo que pueda venir, y tenernos permanentemente preocupados con la prevención y la cura. Para mí, la visión más peligrosa de todas es la teñida de rosa, y me alegro de que el recopilador de este volumen lleve gafas de cristales transparentes.