Primavera
Los cortadores de hielo, abriendo amplios boquetes en éste, precipitan el momento del deshielo en los estanques, puesto que el agua si es agitada por el viento, aun en tiempo frío, va consumiendo el hielo que la rodea. Esto, sin embargo, no es lo que ocurrió este año en Walden ya que pronto se formó una nueva capa en el lugar de la anterior. Esta laguna no se deshiela tan pronto como las otras de las cercanías, dada su mayor profundidad, y, también, el hecho de que no hay corriente alguna que la atraviese y ayude a fundir o resquebrajar el hielo. Nunca he visto que éste se fundiera durante el invierno, ni siquiera en el de 1852-53, por lo demás harto duro en las lagunas. El deshielo empieza normalmente alrededor del 1 de abril, una semana o diez días más tarde que en la laguna de Flint o en la de Fair Haven, y comienza a fundir por la parte norte, en los lugares menos profundos, que son también los que se helaron primero. Es, de todos los lagos de la zona, el que mejor refleja el avance de la estación, puesto que es el menos afectado por los cambios temporales de la temperatura. Una ola de frío durante algunos días de marzo puede retrasar bastante el deshielo en las otras lagunas; no obstante, la temperatura de Walden aumenta casi constantemente. Un termómetro situado en mitad de sus aguas el 6 de marzo de 1847 señaló 32.° Farenheit, es decir, el punto de congelación; situado cerca de la orilla, llegó a 33.°F; introducido el mismo día en el centro de la laguna de Flint, marcó 32,5.°F; y a doce perchas de la orilla, allí donde el agua no es muy profunda, bajo palmo y medio de hielo, señaló 36.°F. Esta diferencia de tres grados y medio en la temperatura de las aguas profundas y superficiales del estanque de Flint y el hecho de que sea relativamente poco profundo explican el que se derrita antes que Walden. El hielo en este tiempo, y en las partes menos profundas, era visiblemente más delgado que en el centro; en cambio ocurre a la inversa en pleno invierno, cuando aquél está más caliente. Asi también, cualquiera que haya caminado descalzo junto a la orilla de un lago en verano se habrá podido dar cuenta de que el agua es bastante más caliente donde alcanza ocho o diez centímetros de profundidad que más adentro, y también en la superficie que cerca del fondo. En primavera, el sol actúa no solamente caldeando el aire y la tierra, sino que su calor atraviesa una capa de hielo de un palmo o más y se refleja en el fondo, cuando el calado no es mucho, calentando así el agua y haciendo que se funda la superficie interior de aquél a la vez que, directamente, la exterior. De esta forma el hielo se va tornando irregular, y al dilatarse, las burbujas de aire que contiene terminan por llenarlo de orificios como un panal de miel, el cual acaba por fundirse con sólo una lluvia de primavera. El hielo, como la madera, tiene grietas; y cuando un bloque comienza a deshacerse o «resquebrajarse», es decir, a tomar el aspecto de panal, las burbujas de aire, cualquiera que sea su situación, se disponen en ángulo recto con la superficie del agua. Y donde una roca o un tronco de árbol sumergidos quedan cerca de la superficie, el hielo es mucho más delgado aún y se funde con frecuencia a causa del calor reflejado; así, me han contado que durante un experimento realizado en Cambridge para congelar el agua de un recipiente de madera de escaso fondo, a pesar de que el aire frío circulaba por debajo de él y por los lados, la reflexión del sol en aquél compensaba de sobras este hecho. Cuando en medio del invierno, una lluvia tibia funde la nieve helada sobre la laguna dejando en el centro un hielo duro, transparente o no, como resultado del calor reflejado, habrá siempre una franja de hielo blanco y deteriorado, aunque más grueso, de una percha o más de ancho, a lo largo de toda la orilla; y como ya he dicho, las burbujas que hay en el interior del hielo actúan asimismo como espejos reflectantes que funden el que les queda por debajo.
El paso de las estaciones se reproduce cada día en pequeña escala en el estanque. Por lo general, cada mañana el agua poco profunda se caldea con más rapidez que la otra, aunque, al fin de cuentas, no mucho, y cada tarde se enfría también antes hasta que vuelve a llegar la mañana. El día es el resumen del año: la noche es el invierno; la mañana y la tarde, la primavera y el otoño respectivamente, y el mediodía podría ser el verano. Los crujidos y crepitaciones del hielo indican un cambio en la temperatura. En una hermosa mañana, después de una fría noche, el 24 de febrero de 1850, jornada que dediqué a la laguna de Flint, me di cuenta, sorprendido, de que cuando golpeaba el hielo con mi hacha, éste resonaba como un enorme gong, igual que si hubiera dado sobre el parche tenso de un tambor. El lago empezó a crujir casi una hora después de la salida del sol al ser alcanzado por los primeros rayos, que caían oblicuos sobre las colinas; la desperezaba y bostezaba como un hombre al despertar, en medio de un tumulto cada vez mayor, que se prolonga tres o cuatro horas. Se tomó una pequeña siesta al mediodía y volvió a rugir con la llegada de la noche, cuando el sol dejó de hacerse sentir. Cuando el tiempo evoluciona normalmente, el estanque lanza sus cañonazos vespertinos con una gran regularidad, pero durante el día, al estar lleno de grietas y al ser el aire menos denso, pierde por completo su resonancia, y ni los peces ni las ratas almizcleras, probablemente, podrían ser aturdidos por un golpe dado sobre el hielo. Los pescadores afirman que «cuando la laguna truena» los peces tienen miedo y no muerden el anzuelo. La laguna no suele sonar cada noche, y yo no soy capaz de predecir con exactitud el momento en que el trueno va a dejarse oír; pero, aunque yo no pueda advertir un cambio en el tiempo, la laguna sí. ¿Quién imaginaría que una criatura tan enorme, fría y de piel tan gruesa fuese tan sensible? Tiene, no obstante, su ley, que acata estentóreamente, de igual modo que los capullos determinados a abrirse con la primavera. La tierra está viva y cubierta enteramente de papilas. La laguna más grande es tan sensible a las variaciones atmosféricas como la columna de mercurio en su capilar.
Uno de los atractivos de la vida en los bosques es que ofrece lugar y ocasión de ver la llegada de la primavera. El hielo aparece un buen día acribillado de agujeros como un panal de miel y mis tacones se hunden en él con facilidad. Las colinas, las nieblas y los rayos del sol, progresivamente más cálidos, van fundiendo la nieve paulatinamente; los días se alargan sensiblemente y me doy cuenta de que podré terminar el invierno sin necesidad de reponer los troncos de mi leñera, pues ya no habrá necesidad de grandes fuegos. Busco los primeros signos de la llegada de la primavera para tener la suerte de oír el canto de algún pájaro que llega o el chillido de la ardilla estriada, cuyas provisiones deben estar casi terminadas, o para ver como deja la marmota sus cuarteles de invierno, aventurando una salida. El 13 de marzo, después de haber oído cantar al ruiseñor azul, al pinzón cantarín y al turpial de dorso rojo, el hielo aún tenía casi dos palmos de espesor. Y con el gradual caldeamiento del tiempo, el cielo no resultaba apreciablemente más gastado por el agua, ni roto ni arrastrado por la corriente, como ocurre en los ríos, pues si bien cerca de la orilla estaba completamente fundido en una anchura de media percha, el centro aparecía tan sólo como acribillado y saturado de agua, de tal forma que era fácil atravesar con el pie un grueso de medio palmo; sin embargo, al día siguiente por la tarde, tras una lluvia tibia seguida de nieblas caliginosas, puede que hubiera desaparecido con la bruma, desvanecido en el ancho entorno. Un año crucé la laguna a pie cinco días antes de que se deshelara por completo. En 1845, Walden se vio libre de hielo el 1 de abril; en 1846, el 25 de marzo; en 1847, el 8 de abril; en 1851, el 28 de marzo; en 1852, el 18 de abril; en 1853, el 23 de marzo, y en 1854, hacia el 7 de abril.
Todos los sucesos relacionados con el deshielo en ríos y lagunas, y con la llegada del buen tiempo son muy interesantes para nosotros los que vivimos en un clima de cambios extremos. Con la llegada de los días más cálidos, quienes viven cerca de la orilla oyen como el hielo cruje durante la noche con un «vuup» retumbante, tan sonoro como una salva de artillería, como si el entramado gélido se descoyuntara de parte a parte, y, a los pocos días, lo ven desaparecer rápidamente. De igual modo sale el caimán de su yacija en el fango, haciendo retemblar la tierra. Un viejo que desde siempre ha venido observando de muy cerca la Naturaleza, y que parece estar tan perfectamente al corriente de sus manifestaciones como si de joven la hubieran puesto en dique seco y él hubiera ayudado a colocar su quilla, un hombre que ha llegado ya al máximo de sus posibilidades y que apenas puede adquirir más conocimientos sobre ella, aunque viviere tanto como Matusalén, me contó —y quedé muy sorprendido al oírle expresar extrañeza ante un hecho natural, pues me había imaginado que no había secreto alguno entre ellos— que un día de primavera había tomado su escopeta y su barca con la intención de entretenerse cazando patos. Había hielo aún en los prados, pero no en el río, de modo que pudo descender sin dificultades desde Sudbury, lugar donde habitaba, hasta el estanque de Fair Haven, que le sorprendió sobremanera por su sólida capa de hielo, en cantidad tal que no habría sido de esperar en tiempo tan caluroso. Al no ver pato alguno escondió su bote en la parte norte de la laguna, tras un islote, y se agazapó al acecho entre la maleza de la parte sur. El hielo se había derretido en una anchura de tres o cuatro perchas a lo largo de la orilla y ofrecía una superficie líquida tranquila y turbia sobre un fondo de lodo, como gusta a los patos; pensó, pues, que no tardarían en presentarse. Después de aguardar inmóvil durante casi una hora, oyó un ruido sordo que parecía provenir de lejos, fuerte e impresionante, distinto a cualquier otro conocido, que se expandía y aumentaba en intensidad, como si su fin fuere memorable y universal, rugido agitado y acelerado, que se le antojó de pronto como de una enorme bandada de pájaros que viniere para posarse; tomando su fusil, se incorporó rápidamente, ansioso y lleno de impaciencia, para descubrir, con gran estupor, que la totalidad de la masa de hielo se había requebrajado durante el tiempo que había permanecido al acecho, y se dirigía hacia la orilla, y que el ruido percibido no era otro que el causado por los bordes de hielo al roce de la orilla, al principio suave y desdibujado, y más tarde creciente y avasallador, arrancando ecos a considerable distancia antes de calmarse. Llega por fin el momento en que los rayos solares alcanzan el ángulo necesario y en que los vientos tibios portadores de nieblas y lluvias funden las orillas nevadas; y el sol, dispersando las brumas, sonríe al paisaje, a cuadros rojos y blancos, que exhala un perfume como de incienso, en medio del cual debe buscar su camino, saltando de islote en islote, el viajero que pretenda atravesarlo animado por la música de mil arroyos y regatos que murmuran pictóricos de la sangre invernal de que son portadores.
Pocas cosas me causan tanta alegría como el observar, de entre los fenómenos de la Naturaleza, las formas que toman la arena y la arcilla cuando se escurren, mezcladas con agua, por la pendiente de una profunda hendidura sobre la vía férrea que seguía siempre para volver al pueblo; fenómeno bastante raro, cuando es de cierta envergadura, aunque el número de taludes hechos con esta clase de materiales haya debido multiplicarse desde la invención de los tendidos férreos. Este material consistía de areniscas más o menos finas, de ricos y variados coloridos, mezcladas generalmente con un poco de arcilla. Cuando llega el deshielo en la primavera, o bien en un día cálido de invierno que provoque un cierto derretimiento, la arena comienza a descender a guisa de lava por las pendientes, surgiendo a veces rebosante de entre la nieve, donde antes no podía presumirse siquiera su presencia. Son innumerables los arroyuelos que se cruzan y entrelazan, formando una especie de producto híbrido, que obedece tanto a las leyes del agua como a las del reino vegetal, y que a medida que va fluyendo arrastra hojas y lianas llenas de savia y crea montones de ramas pulposas de un palmo o más de espesor que, vistas de cerca y con atención, parecen los tallos recortados, bulbosos y escamosos de los liqúenes, o bien os recuerdan los corales, las patas de un leopardo, las garras de los pájaros, masas de sesos, pulmones e intestinos, cuando no excrementos de todas clases. Es una vegetación realmente grotesca, cuyas formas y colores vemos a menudo reproducidos en bronce, especie de arquitectura de hojarasca, más antigua y típica que el acanto, la achicoria, la hiedra o las viñas, y aun que cualquier otra hoja vegetal, y que está destinada quizá, bajo ciertas circunstancias, a plantear un enigma a los geólogos venideros. Ese cortado me producía la impresión de hallarme en una caverna, con sus estalactitas expuestas a la luz del día. Los diferentes matices de la arena son extraordinariamente ricos y agradables, puesto que engloban los diferentes colores del hierro, rojizos, amarillentos, marrones y grises. Cuando en su camino descendente esta masa vegetal, llega a la zanja que queda al pie del talud, se extiende, se aplana, se divide en distintas porciones que, perdiendo su forma semicilíndrica y tornándose cada vez más planas y anchas, se deshacen por ser más líquidas, hasta formar unas hebras casi lisas, aún coloreadas de forma admirable y variada, en las que cabe descubrir todavía las formas de la vegetación original; por último, dentro ya del agua, se transforman en bancos semejantes a las barras de las desembocaduras de los ríos, y las formas vegetales se pierden en las ondulaciones del fondo.
El talud entero, de seis a doce metros de altura, resulta revestido de una espesa capa de esa hojarasca, agrietada, rasgada, mezclada con arena en una extensión de un cuarto de milla en uno o en los dos lados, como resultado de un solo día de primavera. Este follaje arenoso es notable porque aparece súbitamente. Cuando veo un lado del talud estéril, pues el sol llega primero a uno de ellos, y el otro con una vegetación exuberante, nacida en una hora, no puedo evitar la asombrosa sensación de hallarme casualmente en el laboratorio del Artista que nos creó, al mundo y a mí, y de haber llegado en el momento en que con la máxima energía se está trabajando en ese talud, que se dota generosamente de un adorno de formas inéditas. En cierto modo, me siento más cerca de las partes vitales del mundo, puesto que este desbordamiento arenoso es una masa foliácea semejante a las entrañas del cuerpo de un animal. Así, no es raro que se encuentre en esa arena el origen de la hoja de una planta. Ni ha de extrañar que la tierra se manifieste externamente en forma de hojas, de tanto como labora internamente con esta idea. Los átomos han aprendido esta ley y la tienen presente, y la hoja del árbol puede contemplar ahí su prototipo. Internamente, tanto en el globo como en el cuerpo animal, no es sino un lóbulo grueso y húmedo, imagen especialmente aplicable al hígado y a los pulmones y a los panículos de grasa ( labor, lapsus, flujo o corrimiento hacia abajo, caída; o, globus, lóbulo, globo; también lap y flap y muchas otras palabras); externamente, una hoja seca y delgada, hasta porque la f y v no son sino una b comprimida y disecada. Las consonantes de lób(ul)o son lb, la suave masa de la b (monolobulada o de B bilobulada), con una l líquida detrás, que la empuja adelante. En globo, glb, donde la gutural g suma al significado el apoyo de la garganta. Las plumas y alas de los pájaros son hojas más secas y delgadas aún. Y, así, se pasa igualmente de la tosca lombriz a la airosa y volandera mariposa. La tierra misma trasciende y avanza continuamente, haciéndose salada en su órbita. Hasta el hielo se forma así, como delicadas hojas de cristal que diríase colocadas en los moldes que el follaje de las plantas acuáticas hubiera impreso en el espejo de las aguas. El árbol entero no es sino una hoja, y los ríos son hojas aún más grandes cuya pulpa es la tierra que los separa, mientras que las ciudades y pueblos son los huevos depositados por los insectos en los recodos.
Cuando el sol se pone, la arena deja de fluir, pero llegada la mañana, los riachuelos vuelven a moverse, a dividirse y subdividirse sin cesar formando miríadas de arroyos. Y así es como se forman, probablemente, los vasos sanguíneos. Si miráis de cerca, notaréis que de la masa que se funde primero surge una corriente de arena blanda y esponjosa, cuya punta es como una gota, como un dedo que palpa lenta y ciegamente para abrirse camino hacia abajo, hasta que, con la ayuda del calor y de la humedad, y al tiempo que el sol se eleva, la parte más fluida, en sus esfuerzos por someterse a las leyes que rigen también la parte más lenta, se separa de esta última formando un canal sinuoso, una arteria en el interior de otras, en la que podemos ver una pequeña corriente plateada, de luces centelleantes, que corre desde las hojas o ramas pulposas hasta un nivel inferior, desapareciendo aquí o allí en la arena. Es maravilloso ver cómo se coloca, rápida, y no obstante perfectamente, esa arena a medida que va fluyendo, haciendo uso de los mejores materiales que encierra la tierra para formar los bordes nítidamente recortados de su canal. Y así se originan los ríos.
En los silicatos que el agua transporta podemos ver, quizá, el sistema óseo; y en la tierra, más fina, y en la materia orgánica, las fibras musculares o el tejido celular. ¿Qué es el hombre sino lodo? La punta del dedo humano no es otra cosa que una gota solidificada. Los dedos de la mano y del pie han crecido hasta un límite conveniente a partir de la masa que se fundía en el cuerpo. ¿Quién sabe hasta qué punto crecería, se desarrollaría el cuerpo humano bajo un cielo más propicio? ¿No es la mano una hoja de palma con sus lóbulos y venas? Y si queremos, podemos ver la oreja como un liquen, umbilicaria, colocado en un lado de la cabeza con su lóbulo colgante. Los labios —labium, de «labor» (?)— penden o caen bordeando los flancos de la cavernosa boca. La nariz es, sin duda, una gota congelada o estalactita; pero mayor es la del mentón, sobre la que confluyen las corrientes que resbalan por el rostro. Las mejillas, a su vez, no son sino la pista que discurre desde las cumbres de la frente hasta el valle del rostro, obstaculizada y difusa por los pómulos. Cada abultamiento redondeado de la hoja de la planta es como una gota más densa y, por tanto, retrasada, sea grande o pequeña; y estos lóbulos son los dedos de la hoja, la cual se extiende en tantas direcciones como lóbulos contenga; y si tuviera más color o contara con otras influencias bienhechoras, aún más lejos se proyectaría.
Parece, por consiguiente, que esta fina ladera ilustraba perfectamente el principio que rige las operaciones de la Naturaleza. El Creador de esta tierra se limitó a patentar una hoja. ¿Qué Champollion nos descifrará este jeroglífico para que podamos, al fin, darle la vuelta a la hoja? Este fenómeno me resulta más excitante que toda la fertilidad y exuberancia de los viñedos. Es cierto que hay en su carácter algo de excrementicio, y que son innumerables los órganos y entrañas de toda suerte que encierra, como si ese globo hubiera sido vuelto del revés; pero tal sugiere, al menos, que la Naturaleza posee entrañas, y aun más, que es la madre de la humanidad.
He aquí que la escarcha se retira del suelo; llega la primavera. Es augurio de la floración y del verdor que seguirán, al igual que la Mitología precede a la poesía común. No conozco nada más eficaz para purificarnos de los flatos e indigestiones invernales. Y ello me confirma que la tierra está aún en sus principios y extiende sus dedos infantiles hacia todas partes. Renacen los cabellos en cráneos desnudos; nada hay que sea inorgánico. Los montones foliáceos se desparraman a lo largo del talud como escorias de una fundición, demostrando que la Naturaleza trabaja «a todo ritmo». La tierra no es sólo un simple fragmento de historia muerta, estrato sobre estrato, como páginas de un libro hecho para que geólogos y anticuarios las estudien, sino que es poesía viva, al igual que las hojas de un árbol que preceden a las flores y frutos; no es tierra fósil, sino tierra viva, de tal modo, que la vida animal y vegetal es simplemente parasitaria si la comparamos con su intensa vida interior. Sus convulsiones levantarán algún día nuestros restos de sus tumbas. Mandad fundir vuestros metales e introducidlos en los más bellos moldes que podáis encontrar, y jamás me conmoverán tanto como los formas que adopta esta tierra en fusión. Y no es tan sólo la tierra, sino sus instituciones, las que son maleables como la arcilla en manos del alfarero.
Antes de que pase mucho tiempo, tanto en este talud como en cada colina, llanura o valle, el hielo saldrá del suelo como el animal de su sueño invernal en la madriguera, y se irá en busca del mar entre músicas o se transformará en nubes para emigrar hacia otros cielos. Thaw, el dios del deshielo, sutilmente persuasivo, es más poderoso que Thor con su martillo. El primero funde el hielo, el otro sólo puede romperlo.
Cuando el suelo queda parcialmente libre de nieve y su superficie se ha secado algo por efecto de los días tibios, me era grato buscar las primeras señales del tiempo nuevo que atisbaban apenas al exterior entre la majestuosa belleza de la vegetación ya marchita que logró resistir el invierno: siemprevivas, olidagos, junquillos y las graciosas gramíneas salvajes, más visibles y a menudo más graciosas que en verano, como si su belleza no madurase hasta entonces; igual ocurre con la planta del algodón, la espadaña, el verbasco, la candelaria, el corazoncillo, la espirea y otras plantas de tallo duro, graneros inagotables que alimentan a los primeros pájaros llegados, plantas discretas como velo de viuda para la naturaleza invernal. Mis preferencias se inclinan hacia los juncos de tallo inclinado, con su punta en forma de haz, que nos traen durante el invierno el recuerdo del estío, a los cuales gusta de imitar el arte, y que dentro del reino vegetal guardan en la mente del hombre ideal relación que la astronomía. Es un estilo antiguo, más viejo que el de Grecia o Egipto. Muchos de los fenómenos invernales nos sugieren una ternura y una frágil delicadeza inexplicables. Estamos acostumbrados a ver en el invierno un tirano violento y tumultuoso, cuando en realidad adorna las trenzas del verano con la dulzura de un amante.
Cerca ya la primavera, las ardillas coloradas se acercaban hasta mi casa, por parejas, viniendo hasta mis pies mientras leía o escribía, sin cesar de chillar y parlotear, regalándome fantasías vocales y arrullos de lo más divertido y raro que podáis imaginar; y cuando yo daba impaciente con el pie en el suelo, ellas parloteaban aun más alto, como si no tuvieran respeto o temor alguno en sus excitados juegos y retando a la humanidad a que la hiciera callar. ¡A ver si es verdad! ¡Chicarí, chicarí! Se hacían las sordas ante mis protestas o eran incapaces de notar su fuerza, y reemprendían sus denuestos de modo irresistible. ¡El primer gorrión de la primavera! ¡Es el año que comienza con una esperanza más joven que nunca! Los primeros cantos, débiles y argentinos, que podéis oír en los campos aún semidesnudos y húmedos son los del ruiseñor azul, los del pinzón cantarín y los del turpial de espalda roja ¡cómo si los últimos copos de invierno cayeran resonando! ¿Qué nos pueden importar ahora todas las historias, cronologías, tradiciones y revelaciones escritas? Los arroyos cantan madrigales y odas a la primavera. El gavilán de los pantanos, que roza con su vuelo la pradera, está buscando ya la vida que despierta en el fondo del lodo. El ruido subterráneo de la nieve que se funde resuena en todos los valles, y el hielo de los pantanos se disuelve con rapidez. El pasto flamea sobre las lomas como un fuego invernal et primitus oritus herba imbridus primoribus evocata[38], como si la tierra dejara asomar su calor interno para saludar el retorno del sol; pero esta llama no es amarilla, sino verde; símbolo de la eterna juventud, la hoja de hierba, como una larga cinta verde arranca desde el seno de la tierra hacia el verano; detenida por la escarcha en su camino, pero recomenzándolo pronto, y apartando el heno del año anterior con el empuje de la vida nueva. Crece de forma regular, como el arroyo que aflora en la tierra, y se me antoja casi idéntica a éste porque al secarse durante los largos días de junio es la hierba la que recoge su agua y deja que cada año beban los rebaños de esa fuente eterna, de la que pronto el segador recolecta también su provisión para el invierno. Y así es como muere nuestra vida humana hasta las raíces, para elevar de nuevo su rebote verde a la eternidad.
El estanque de Walden funde con rapidez. Hay un canal de dos perchas de ancho a lo largo de las riberas norte y oeste, y más ancho aún en la parte este. Una gran losa de hielo se ha roto separándose del resto. Oigo un pinzón saltarín entre los matorrales de la ribera: iolit, olit! chip, chip, chip, chi, char… chi uis, uis, uis. Él también aporta su ayuda al hielo. ¡Qué hermosas son las amplias y prolongadas curvas que orillan el hielo, semejantes a las de la ribera, pero más regulares! El hielo se ha vuelto extraordinariamente duro a causa de un frío reciente, intenso aunque pasajero, y se muestra ondulado y bruñido como el suelo de un palacio. El viento se desliza en vano sobre su superficie opaca en dirección al este hasta alcanzar la superficie abierta que hay más allá. Es maravilloso ver esta cinta líquida que brilla al sol, la faz desnuda del estanque llena de juventud y alegría como si expresara el contento de los peces de su interior, no menos que el de las arenas de la ribera; es un reflejo plateado cual produjeren las escamas de un leuciscus; es como si fuera un solo pez en movimiento. Este es el contraste entre el invierno y la primavera. La laguna de Walden estaba muerta y he aquí que ahora ha revivido. Pero, ya he dicho, este año el deshielo ha sido más regular.
El paso del invierno y sus borrascas a la dulzura del tiempo en calma, del sopor de las horas oscuras a la vivacidad de las claras, es una crisis inolvidable, que todas las cosas proclaman. Al final, parece instantánea. De repente, una oleada de luz llenó mi casa pese a la proximidad de la noche, de las nubes invernales que surcaban el cielo y del goteo helado de los aleros. Miré por la ventana y héte aquí que, allí donde ayer todo era gris, frío y helado, ¡se extendía ahora la laguna transparente, tranquila y llena de esperanza, como en una tarde de verano, reflejando en su seno el cielo, aunque éste seguía velado, como si se tratara del espejismo de un horizonte lejano! Oí a lo lejos el canto de un petirrojo, el primero… me pareció, tras miles de años, y al que recordaré dentro de miles más con la misma, dulce y poderosa voz de siempre. ¡Oh, el canto del petirrojo al atardecer de un día de verano en Nueva Inglaterra! ¡Si pudiere encontrar la rama donde posa! ¡Sí, ésta! Por lo menos no se trata del Turdus migratorius. Los pinos tea y las encinas de los alrededores de mi casa, que durante mucho tiempo habían nacido tristemente, recuperaron con rapidez su verdadero carácter y se me ofrecieron más vivos, verdes, rectos y animados, como si la lluvia los hubiera lavado y sanado. Sabía que no iba a llover más.
Con sólo mirar cualquier rama del bosque, o hasta el propio montón de leña, se puede asegurar si el invierno ha marchado o no. Al caer la noche, me estremecí al oír el trompeteo de los gansos salvajes volando bajo sobre el bosque, viajeros cansados y tardíos de los lagos del sur, que se dejaban caer por fin libremente entre quejas y consuelos mutuos. Desde la puerta pude oír el ruido de sus alas, cuando, al dirigirse hacia mi casa, advirtieron la luz que había en ella, y con un griterío ensordecedor dieron media vuelta y se posaron sobre la laguna. Entré, cerré la puerta, y pasé mi primera noche de primavera en el bosque.
Por la mañana los observé nadando en la laguna envueltos en bruma, a unas cincuenta perchas de mi puerta componiendo una bandada tan grande y escandalosa que Walden parecía ser un lago artificial creado para su diversión. Pero cuando fui hasta la orilla se elevaron inmediatamente, batiendo fuertemente las alas en obediencia a una señal de su jefe, y cuando se hubieron colocado en formación regular, cada uno en su sitio, en número de veintinueve, describieron algunos círculos sobre mi cabeza y tomaron después rumbo al Canadá, mientras el guía emitía sus «jonk» a intervalos regulares, a la espera de romper su ayuno en estanques más cenagosos. Una bandada de patos se elevó al mismo tiempo y tomó la ruta del norte en la misma estela de sus escandalosos primos.
Durante una semana fui oyendo a mi alrededor el grito ronco de un ganso solitario que en la mañana brumosa buscaba a su pareja, al tiempo que llenaba el bosque de un clamor de vida demasiado rica para aquél. En abril se vio volar de nuevo a las palomas en pequeñas y rápidas bandadas, y, llegada su vez, oí también trinar a los vencejos en mi claro; y aunque no me hubiera parecido que el pueblo contara con tantos como para poder cederme una parte, gocé en creer que aquéllos pertenecían a una raza antigua y peculiar, pobladora ya de los árboles huecos antes de la llegada del hombre blanco. En casi todos los climas, la tortuga y la rana cuentan entre los precursores y heraldos de esta estación, testigo de cantos y vuelos de pájaros de plumaje de nuevo brillante, de plantas que nacen y florecen y de vientos que soplan para corregir la ligera oscilación de los polos y mantener el equilibrio de la Naturaleza.
Como en su momento, cada estación nos parece la mejor; así, la llegada de la primavera se nos antoja la creación del Cosmos a partir del Caos y la Edad de Oro hecha realidad.
Eurus ad Auroram Nabathaeaque regna recessit,
Persidaque, et radiis juga subdita matutinis.
«El viento del Este se retiró hacia la Aurora y al reino de Nabatea
y el Persa, y sometió las crestas a los rayos matutinos»[39].
Nació el hombre. Quién sabe si ese Artífice de cosas, el origen de un mundo mejor, lo hizo de la divina simiente; o si la tierra, apenas recién separada del alto éter, retuvo algunas semillas de cielo afín.
Un solo y suave aguacero basta para dar a la hierba un verde con mucho más vivo. Igual se aclaran nuestros deseos bajo la influencia de mejores pensamientos. Afortunados seríamos si pudiéramos vivir siempre en el presente, aprovechando cada uno de los sucesos que nos ocurren, como la hierba que cambia al influjo del más ligero rocío; y quizás así nos pasaríamos el tiempo tratando de disimular la ligereza que nos hizo perder oportunidades pasadas, a lo cual llamamos «cumplir con nuestro deber». Nos descuidamos en invierno, cuando ya está aquí la primavera. En una bella mañana de primavera quedan perdonados todos los pecados de los hombres. En un día como éste, el vicio concede una tregua; mientras un sol así nos llene de sus rayos, el más vil pecador puede arrepentirse. Y nuestra recobrada inocencia nos hace comprender la inocencia de los demás. Este vecino, al que ayer creíais ladrón, borracho o disipado, y por el que podíais sentir piedad o desprecio al haceros desesperar del mundo, ahora, cuando el sol brilla y calienta la primera mañana de primavera creando un mundo nuevo, lo podéis encontrar dedicado a cualquier tarea sencilla; y veréis como sus venas, embotadas por el desenfreno, se dilatan con serena alegría bendiciendo la nueva jomada, y como al influjo de la primavera y de su renovada inocencia le son perdonados los pecados. No sólo es un aura de buena voluntad lo que le rodea, sino también un algo de santidad, que intenta expresarse a tientas, quizás a ciegas o por camino equivocado, como instinto apenas consciente; durante un tiempo, breve pero real, la parte sur de la colina no resuena con charlas vulgares.
Podéis ver también algunos delicados retoños, bellos e inocentes, prestos a saltar de su seca y dura coraza para comenzar a vivir un nuevo año, tan tiernos y frescos como la planta más joven.
Hasta él ha accedido al gozo del Señor. ¿Por qué el guardián no deja abiertas las puertas de la prisión? ¿Por qué el juez no abandona el caso, y el pastor a su congregación? Porque no obedecen la señal que Dios les ha hecho ni aceptan el perdón que Él libremente ofrece a todos.
Cada día se produce un retorno a la bondad con el aliento tranquilo y bienhechor de la mañana, hecho que con respecto al amor por la bondad y aversión al vicio nos aproxima un poco a la primitiva naturaleza del hombre, como en su caso ocurre con los jóvenes tocones del bosque cuando han sido talados los árboles. De igual modo, un día de mal hacer estorba a los gérmenes de la virtud que comenzaban a asomar y desarrollarse, y terminan destruyéndolos.
Después de que los brotes de la virtud han sido así repetidamente dañados, ya no es suficiente el soplo bienhechor de la tarde para guardarlos. Y cuando este aliento no basta, la naturaleza del hombre no se diferencia en mucho de la de los animales. Y el prójimo de aquél, viendo que la naturaleza de ese hombre es tan parecida a la da la bestia, piensa que jamás le cupo la facultad de la razón. ¿Son esos acaso los sentimientos naturales y verdaderos del hombre?
Primero se creó la Edad de Oro que, sin juez
ni ley, amaba naturalmente la justicia y la fidelidad.
Sin temores ni castigos, sin tablas de bronce
con palabras ominosas, las gentes, suplicantes y sin miedo a
las arengas del juez, vivían seguras, sin necesidad de vengador.
El pino derribado en la montaña no había descendido aún
hasta las olas del océano para conocer un mundo nuevo,
y los mortales no conocían más riberas que las suyas.
La primavera era eterna, y el soplo de plácidos céfiros
acariciaba tibiamente las flores nacidas de ninguna semilla.[40]
El 29 de abril, mientras pescaba desde la orilla del río cerca del puente de Mine-Acre-Corner, entre los lirios del valle y las raíces del sauce, donde se esconden las ratas almizcleras, oí un ruido singular, como el de las tablillas que los niños hacen entrechocar entre los dedos, cuando, al levantar la vista, reparé en un halcón, delgado y airoso, del tamaño de un chotacabras, que sucesivamente se elevaba como una ola para caer después a una o dos perchas de mí, girando sobre sí mismo y mostrando la cara interna de sus alas, relucientes como una cinta de raso al sol o como el interior anacarado de una concha. Este espectáculo me hizo evocar imágenes de cetrería y toda la nobleza y poesía que se asocian a este arte. Parecióme que podría llamarse Merlin, pero no me gusta mucho este nombre. Fue el vuelo más etéreo que jamás me haya sido dado presenciar. No revoloteaba simplemente como una mariposa ni se cernía en lo alto tal como hacen las grandes rapaces, sino que jugaba, orgulloso y seguro de sí mismo, con las corrientes aéreas, remontándose, lanzando su grito, bajando en bella y libre caída, girando a menudo como una cometa, y volviendo a recomenzar tras ese precipitado descenso, como si no se hubiera posado jamás en térra firma. Parecía no tener compañero alguno en el universo, y se divertía solo, no necesitando sino de la mañana y del aire para jugar. Pero, no había soledad en él, sino que la impartía a la tierra bañada por el sol. ¿Dónde, en aquellos cielos, paraban la madre que lo incubó, sus hermanos y su padre? Ocupante del aire, no parecía más relacionado con la tierra que por el huevo antaño eclosionado en alguna grieta rocosa. ¿O acaso fue puesto su nido en un rincón de las nubes, tejido con hilos de arco iris y de crepúsculo, y revestido de suaves calinas de la tierra de estío? Sus dominios se hallaban ahora en algún escarpado nubarrón.
Además de todo esto, obtuve un delicioso plato de pescados de oro, plata y brillante cobre, que parecía una corona de joyas. ¡Ah!, cuántas veces he penetrado en estas praderas pantanosas durante una bella mañana de principios de primavera saltando de terreno en terreno, de una raíz de sauce a otra, mientras el valle del río salvaje y la floresta habían sido inundados por una luz tan pura y brillante que hubiera despertado a los muertos, si en verdad dormitaran éstos en su sepulcro, tal como creen algunos. ¿Es necesaria alguna otra prueba de la existencia de la inmortalidad? Todas las cosas han de vivir con semejante luz. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulturero, tu victoria? La vida en nuestro pueblo sería bastante monótona si no fuera por los bosques aún inexplorados y las praderas que lo circundan.
Tenemos necesidad de ser tonificados por la naturaleza agreste, de recorrer a veces las arenas de las orillas, donde acechan el alcaraván y el rascón, de oír el grito de la chocha, de sentir el olor de los juncos que murmuran allí donde sólo el pájaro más salvaje y solitario puede vivir y donde la marta se agazapa panza al suelo. Pero al mismo tiempo que intentamos explorar y aprender, deseamos que todo siga misterioso e inexpugnable, que la tierra y el mar sean infinitamente salvajes, ariscos e insondables, puesto que en realidad tal son. Jamás nos cansamos de la Naturaleza; y es preciso que nos confortemos con la vista de su fuerza inagotable, de sus vastos y gigantescos rasgos, de las riberas de los océanos salpicadas de naufragios, de las vastedades vírgenes, con sus árboles vivos y sus árboles muertos, de las nubes preñadas de tormentas, de la lluvia de tres semanas que desborda los cauces. Necesitamos ver superadas nuestras propias limitaciones, ver criaturas que viven libremente donde nosotros no osamos aventurarnos. Nos gusta ver a los buitres alimentándose y obteniendo fuerza y salud de la carroña que nos disgusta y horroriza. En la cuneta del camino de mi casa había un caballo muerto, que a menudo me obligaba a dar un rodeo, sobre todo de noche y con atmósfera pesada, aunque me compensaba por ello el constatar el enorme apetito y envidiable salud de la Naturaleza. Me complace, pues, el ver que ésa es tan rica en vida que puedan ser sacrificadas miríadas de animales para servir de comida a otros, y que criaturas delicadas puedan ser aplastadas, suprimidas o reducidas a pulpa tranquilamente: las garzas engullen renacuajos, las tortugas y sapos son aplastados en los caminos y ¡hay lluvia portadora a veces de carne y sangre! Son tantas las posibilidades de accidente que penden sobre nosotros, que no deberíamos siquiera pensar en ellas. El hombre consciente conserva la impresión de que existe una inocencia universal. El veneno, a fin de cuentas no envenena, y no hay ninguna herida mortal. La compasión es una postura que no puede aplicarse por sistema; ha de ser expeditiva, y sus llamadas mal casan con lo estereotipado.
A principios de mayo, los robles, nogales, arces y otros árboles de hojas incipientes que resurgían entre los pinares en torno a la laguna daban al paisaje una claridad semejante a la del sol, sobre todo en los días nublados, como si aquél lograra romper al fin la bruma, aquí y allá, para plantar sus pálidos rayos en la ladera. El 3 o 4 de mayo sorprendí a un somormujo bañándose, y aquella semana oí también al chotacabras, al tordo de Wilson, al pardillo, al tirano de los bosques, al pipit y a otras aves, y aún antes que a éstos, al zorzal. Y había visto ya cómo el papamoscas, alas temblorosas y garras tiesas como para sostenerse dando pie en el aire, echaba una ojeada a mis ventanas y puerta, para ver si mi cabana era lo bastante cavernosa para su gusto.
El polen color de azufre de los pinos cubrió muy pronto las aguas, las piedras y los tocones podridos a lo largo de la orilla, y en tal cantidad que se hubiera podido llenar un barril. Es lo que se da en llamar «lluvias de azufre», como la citada en el drama de Calida en el Sakhuntala: «Riachuelo amarillento por el polvo dorado de los lotos». Y así van pasando los días hasta llegar al verano, como un paseante que avanza entre hierba cada ves más alta.
Con ello dio fin mi primer año de estancia en los bosques, pauta que siguió también el segundo. Al fin, abandoné Walden el 6 de septiembre de 1847.