Economía
Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla del vecino más próximo, en una cabaña que construí yo mismo junto a la orilla de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, al tiempo que me ganaba el sustento con la labor de mis manos. Allí viví dos años y dos meses. Heme aquí de nuevo en la civilización.
No impondría mis cosas a la atención de los lectores de no haber sido por las pesquisas, que algunos considerarán impertinentes, y yo no, dadas las circunstancias, llevadas a cabo por mis conciudadanos en cuanto a mi modo de vida. Algunos querían saber qué comía; otros, si me sentía solo, si tenía miedo y cosas parecidas. Los ha habido interesados en averiguar qué parte de mis ingresos dedicaba a fines benéficos; otros, que, dotados de abundante familia, deseaban conocer el número de niños pobres a mi cargo. Me excuso, pues, ante aquellos lectores poco interesados en mi persona, por tratar de dar respuesta a alguna de estas preguntas en las páginas que siguen. En la mayoría de libros, el yo o primera persona es omitido; en éste se conserva; en cuanto a egoísmo, esa es la principal diferencia. Es corriente olvidarse de que, a fin de cuentas, es siempre la primera persona la que habla. Y yo no diría tanto de mí si hubiera quien me conociera mejor. Desgraciadamente, me veo reducido a este tema por la parvedad de mi experiencia. Más aun, por mi parte requiero de cada escritor, primero o último, un sencillo y sincero relato de su vida, y no tan sólo lo que ha oído de la de otros; algo así como lo que participaría a los suyos desde tierras lejanas; pues, si ha vivido sinceramente, debe haber sido en un lugar alejado de aquí.
Puede que estas páginas vayan dirigidas en particular a estudiantes pobres. En lo que al resto de los lectores se refiere, que cada uno tome lo que halle a su gusto. Confio en que nadie busque lo que no hay y en que deje, a quien encuentre, que obtenga el mejor provecho.
Gustoso he de hablar de algo que no se relacione con los chinos o con los pobladores de las islas Sandwich, sino con vosotros, que leéis estas páginas y vivís en Nueva Inglaterra; algo acerca de vuestra situación y, en especial, de vuestro entorno, de vuestro mundo y ciudad, al margen de si es necesario o no que sea tan mala como resulta y de si cabe su mejora. Me he movido mucho por aquí y siempre, dondequiera que me haya encontrado, en talleres, oficinas y campos he tenido la sensación de que las gentes hacían penitencia de mil maneras extraordinarias. Lo que he oído acerca de los bramanes que, sentados, se exponían al calor de cuatro ruegos y miraban al sol o que se suspendían cabeza abajo sobre las llamas, cuando no optaban por otear los cielos por encima del hombro «hasta resultarles imposible el recuperar la posición normal, y de tal modo, que, por la torsión del cuello, sólo líquidos podían llegar a su estómago», y aun de aquellos que se encadenaban de por vida al pie de un árbol o que, cual orugas, medían a rastras el ancho de varios imperios, si no les daba por erigirse a la pata coja en lo alto de un pilar, incluso estas formas de penitencia deliberada, pues, son apenas más increíbles y sorprendentes que las escenas de que soy testigo cada día. Los doce trabajos de Hércules eran insignificantes comparados con los que han echado sobre sí mis vecinos, pues aquéllos no eran sino una docena y tenían fin; pero jamás me ha sido dado ver que estos hombres dieran muerte o captura a monstruo alguno o que concluyeran una obra. No tienen un amigo como Iolas, que saje con hierro al rojo la cabeza de la hidra, a la que tan pronto le es cercenada una, surgen dos en su lugar. Veo jóvenes, conciudadanos míos, cuya desgracia estriba precisamente en haber heredado granjas, casas, corrales, ganado y aperos, pues es más fácil proveerse que despojarse de ellos. Más les habría valido nacer en campo abierto y ser criados por una loba, para conocer así, a las claras, la tierra a la que habían sido llamados a trabajar. ¿Quién los hizo siervos de la gleba? ¡A qué santo comer de sus sesenta acres, cuando el hombre ha sido condenado sólo a su porción de barro! ¿Por qué cavarse ya la fosa apenas nacidos? Tienen que dedicar su vida a sacar adelante todas estas cosas, tratando de no consumirse en el empeño.
¡Qué de pobres almas inmortales he visto sofocadas y exhaustas bajo esta carga, arrastrándose por el camino de la vida con un granero de veinticinco metros por quince a cuestas, sin tiempo de limpiar, siquiera por encima, sus augianos establos, y con cien acres para labranza, siega, pastos y aun bosque! Quienes nada tienen, y por no tener se hallan libres de pechar con tanto impedimento heredado, encuentran ya suficiente ardua la tarea de someter y cultivar su legado de carne.
Pero el hombre trabaja bajo engaño, y pronto abona la tierra con lo mejor de su persona. Por falaz destino, comúnmente llamado necesidad, se ocupa en acumular tesoros, como dice un viejo libro, que la polilla y la herrumbre echarán a perder y los ladrones saquearán. Que una vida así es de necios, lo comprenderá llegado a su final, si no antes. Se cuenta que Deucalion y Pirra hicieron hombres y mujeres lanzando piedras al azar por encima de sus cabezas:
Inde genus durum sumus, experiensque laborum,
Et documenta damns qua sumus origine nati,
que sonoramente traduce Raleigh como:
De ahí nuestro recio temple,
hecho al dolor y a la brega, y
prueba sobrada de nuestra roqueña estirpe.
Y en eso acaba, la obediencia ciega a un desatinado oráculo que hacía lanzar piedras sin reparar en donde caían.
La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, se afanan tanto por los puros artificios e innecesarias labores de la vida, que no les queda tiempo para cosechar sus mejores frutos. De tanto trabajar, los dedos se les han vuelto torpes y demasiado temblorosos.
Realmente, el jornalero carece día tras día de respiro que dedicar a su integridad; no puede permitirse el lujo de trabar relación con los demás porque su trabajo se depreciaría en el mercado. No le cabe otra cosa que convertirse en máquina. ¿Cómo puede recordar su ignorancia —condición que le exige su crecimiento— quien tan a menudo tiene que usar de sus conocimientos? Debiéramos alimentarlo y vestirlo a Meces, gratuitamente, y reponerlo con nuestros cordiales antes de juzgarlo. Las mejores cualidades de nuestra naturaleza, al igual que la lozanía de las frutas, sólo pueden conservarse con delicadeza. Y no es ésta, ciertamente, la que aplicamos a nuestras relaciones con el prójimo. Algunos de vosotros, sabido es, sois pobres, os es difícil la vida, y aun en ocasiones, diríase que en la pugna con ella os falta incluso el aliento. No dudo de que algunos de los que me estáis leyendo sois incapaces de pagar las cenas que os habéis tomado o los zapatos y ropas que ajáis o habéis ajado ya del todo; tampoco, de que habéis acudido a esta página en tiempo prestado o hurtado, robando una hora a vuestros acreedores. Ante mi vista, que la experiencia ha agudizado, se delata claramente la miseria de vuestras vidas serviles, siempre en las últimas, tratando de entrar en negocios y salir de deudas, lodazal antiguo que ya los latinos llamaban aes alienum o cobre de otro porque algunas de sus monedas eran de este metal; y sin embargo, seguís viviendo y muriendo, para ser enterrados por el cobre ajeno; siempre prometiendo pagar, pagar mañana, y acabando hoy insolventes; tratando de ganar favores, de sumar clientes por industria o maña que no conlleve pena de cárcel, mintiendo, adulando, prometiendo, encerrándolos en una envoltura de cortesía o dispersándoos en etérea y vaporosa generosidad para persuadir a vuestro vecino de que os permita hacerle sus botas o su sombrero, su chaqueta o su coche, o para traerle sus compras; enfermando ya por contar con algo para un día aciago, algo que atesorar en una vieja cómoda o en una media oculta tras el yeso del tabique o, para más seguridad, en la pared de ladrillo, sin que importe dónde ni cuán mucho o cuán poco.
A veces me maravilla que podamos ser tan frivolos, me atrevo a decir; que presenciemos impertérritos este espectáculo indecoroso, bien que un tanto extraño a nosotros, de esa forma de servidumbre llamada esclavitud de los negros. ¡Y son tantos los amos astutos y arteros que someten así tanto al Norte como al Sur! Es difícil tener un capataz sureño; más, si aquél es del Norte; pero que uno se convierta en esclavizador de sí mismo es mucho peor aún. ¡Y habláis de lo divino en el hombre! ¡Mirad al carretero en la ruta, encaminándose al mercado de día o de noche! ¿Bulle algo divino en su interior? ¡Su deber más elevado consiste en abrevar y forrajear sus caballos! ¿Qué interés guarda el destino para él, comparado con los réditos de los embarques? ¿Acaso no trabaja para el Señor Importante? ¿Qué tiene de divino o de inmortal? ¡Mirad cómo se agacha, cómo escurre el bulto, vagamente temeroso durante todo el día, no siendo inmortal ni divino sino esclavo de la opinión en que se tiene por causa de sus propios actos!
Débil tirano es la opinión pública si se la compara con la que de sí guarda cada individuo en particular. No es sino lo que piensa el hombre de sí mismo lo que fragua su destino. Autoemancipación incluso en los confines más remotos de la fantasía y de la imaginación. ¿Qué Wilberforce podrá traérnosla? ¡Pensad también en esas damas que tejen tapetitos de tocador hasta el último de sus días por no revelar un interés excesivamente conspicuo en su destino! ¡Cómo si se pudiera matar el tiempo sin dañar la eternidad!
La mayoría de los hombres llevan una vida de queda desesperación.
Lo que se dice resignación no es más que desesperación confirmada. De la ciudad desesperada huyen al campo vacío de ilusiones, y han de consolarse con la bravura de los visones y las ratas almizcleras. Hasta los llamados juegos y diversiones de la Humanidad ocultan un desaliento tan constante como inconsciente. No cabe solaz en ellos porque éste viene sólo después del trabajo. Pero es señal de sabiduría no desesperar las cosas.
Cuando consideramos, para usar las palabras del Catecismo, cuál es el principal fin del hombre y qué necesidades y recursos verdaderos encierra la vida, diríase que los hombres, en efecto, viven así por elección deliberada, aunque crean en verdad que no les cabe otra opción.
Sin embargo, los espíritus alertas y sanos recuerdan que el sol acude cada día a su cita y que nunca es demasiado tarde para librarse de los prejuicios. Ninguna forma de pensar o hacer, por antigua que sea, puede ser tomada a pies juntillas. Lo que todo el mundo celebra o admite hoy en silencio puede revelarse falso mañana, mera nube pasajera que algunos creyeron portadora de fertilizadora agua para sus eriales. Lo que los viejos declaran que no se puede hacer, el joven prueba y lo consigue. Sea, pues, lo inveterado para aquellos, y la novedad para sus sucesores, pues verdad es que los primeros no supieron suficiente como para mantener siquiera un fuego, mientras que hoy alimentáis de leña una caldera y heos recorriendo el globo con la velocidad de las aves, y de un modo que, para usar del dicho antiguo, no soportaría una persona entrada en años. La vejez no es mejor maestra que la juventud, ni tanto así, pues es más lo que ha perdido que lo que le queda. Se podría dudar incluso de que por vivir, el más sabio de los hombres haya aprendido algo de verdadero valor. Prácticamente, el viejo carece de consejos para los jóvenes tan válidos corno pretende demostrar y se obliga a creer, pues sus experiencias han sido parciales y su vida, por particulares razones, un fracaso; pero puede asimismo que le quede aún algo de fe que desmienta este caudal vivido, y que ahora sólo sea menos joven de lo que fuera antes. Yo he vivido ya unos treinta años en este planeta y he de oír aún la primera sílaba de un consejo valioso o incluso serio de mis mayores. No me han dicho nada, y es probable que ello se deba a simple impotencia. He aquí la vida, un experimento que en su mayor parte no he abordado aún, y en nada me beneficia que otros lo hayan probado. Si poseo alguna experiencia que considero de valor, estoy seguro de que mis mentores no dijeron nada de ella.
Dice un agricultor: «No se puede vivir sólo de hortalizas porque poco es lo que se saca de ellas para hacer hueso», y así, dedica religiosamente gran parte de su día a proporcionarle a su sistema la materia prima de aquéllos, mientras habla sin cesar tras de sus bueyes, que con huesos hechos de condumio vegetal tiran de él y de la pesada reja indiferentes a los obstáculos. Hay cosas verdaderamente necesarias para la vida en determinados círculos, los más desventurados y enfermos, que en otros se consideran de lujo, y aun en unos terceros no llegan a ser objeto siquiera de conocimiento.
Para algunos, el terreno todo de la vida humana parece haber sido recorrido ya por sus predecesores: alturas, valles y vericuetos dignos de interés. Según Evelyn, el sabio Salomón reglamentó incluso la distancia que debía mediar entre los árboles; y los pretores romanos habían determinado con qué frecuencia puede uno recoger las bellotas caídas en la parcela del vecino sin violar la ley, y qué proporción de aquéllas le correspondían entonces a éste. Hipócrates dictaminó a su vez la forma de cortarse las uñas: a ras de las yemas, ni más ni menos. Sin duda alguna, el tedio y el fastidio que se presume hayan agotado la variedad y goces de la vida son tan viejos como Adán. Pero la capacidad del hombre no ha sido medida aún, y es tan poco lo ensayado en este sentido, que no nos ha de caber juzgarlo por algunos precedentes. Cualesquiera que hayan sido tus fracasos hasta ahora «¡No te aflijas, hijo mío, pues ¿quién te atribuirá lo que has dejado de hacer?!». (Visnú Purana.)
Podríamos examinar nuestra vida por medio de mil simplísimos ensayos, como, por ejemplo, ante el hecho de que el mismo sol que madura mis legumbres ilumine al mismo tiempo un sistema de plantas como el nuestro. De haber pensado en ello, me habría evitado algunos errores. Pero no fue ésta la luz a la que yo las cultivé. ¡Las estrellas cierran la figura de maravillosos triángulos! ¡Qué de seres más diferentes y distantes entre sí contemplan la misma desde las numerosas mansiones del Universo! La Naturaleza y la vida humana son tan varias como diversa nuestra constitución. ¿Quién se atreverá a decir qué perspectivas ofrece la vida a otros? ¿Podría ocurrir milagro mayor que el de que nos fuera dado ver con ojos ajenos un instante? Tendríamos que poder vivir todas las edades del mundo en una hora, ¡qué digo!, ¡en todos los mundos de que han sido marco! ¡Historia, Poesía, Mitología! No sé de lectura que pudiere ser más asombrosa y didáctica que la de las experiencias ajenas. La mayor parte de lo que mis convecinos consideran bueno, en lo hondo de mi alma yo lo tengo por malo; y si de algo he de arrepentirme puede que sea de mi buen comportamiento. ¿Qué demonio tomó posesión de mí cuando me porté tan bien? Tú que has vivido setenta años, no sin honor de alguna clase, decir bien puedes lo más sabio que se te ocurra, que en mi interior resonará un eco irresistible que me invite precisamente a alejarme de ello. Una generación abandona las empresas de otra, como si de navios encallados se tratara. Creo que podemos confiar sin reparo bastante más de lo que hacemos, y desechar tanta atención para con nosotros mismos como dediquemos honestamente a otras cosas. La Naturaleza se adapta igual de bien a nuestras debilidades que a nuestra fuerza; de ahí que la incesante ansiedad de algunos tome forma de incurable enfermedad. Exageramos la importancia de nuestro trabajo y, sin embargo, ¡cuánto no dejamos de hacer! ¿Qué ocurriría si cayésemos enfermos? ¡Qué vigilantes somos!, constantemente determinados a no vivir por la fe, si podemos evitarlo. Permanecemos alerta todo el día, para rezar nuestras plegarias con desgana por la noche antes de rendirnos a lo incierto. Así de estricta y sinceramente nos sentimos forzados a vivir, reverenciando nuestra vida y negando toda posibilidad de cambio. No hay otro camino, decimos, cuando en verdad hay tantos como radios cabe trazar desde un centro. Todo cambio se nos antoja un milagro a la vista, y este prodigio se sucede ininterrumpidamente a cada instante.
Confucio decía: «Saber que sabemos lo que sabemos y que ignoramos lo que no sabemos, éste es el verdadero conocimiento». Preveo que cuando alguien haya reducido un hecho de su imaginación a hecho de su entendimiento, a la larga todos los hombres establecerán sus vidas sobre esta base.
Consideremos por un momento en qué consiste la mayor parte de esa inquietud y ansiedad a que me he referido antes, y en qué medida es necesario que nos veamos agobiados, o por lo menos afectados, por ellas. Ventajoso sería el vivir una vida primitiva y de logros cotidianos, aun inmersos en una civilización vertida hacia el exterior, aunque sólo fuere para ganar conocimiento real de nuestras necesidades básicas y de los métodos aplicados a su satisfacción; no menos conveniente sería proceder al estudio de los viejos dietarios mercantiles para saber qué se compraba y vendía comúnmente, qué almacenaban los puestos de comercio; en suma, cuáles eran los bienes de mayor y más perentorio consumo, pues tan verdad es que los progresos del tiempo han ejercido escasa influencia sobre las leyes que en esencia gobiernan la existencia del hombre como que nuestro esqueleto no se distingue, probablemente, del de nuestros antepasados.
Con las palabras necesario para la vida me refiero a lo que entre todo lo que el hombre obtiene con su esfuerzo ha sido de siempre, o por causa de inveterado uso, tan importante para la vida humana que son contados quienes por salvajismo, pobreza o filosofía se atreven a prescindir de ello. En este sentido, para muchas criaturas sólo hay una cosa verdaderamente necesaria: la Comida, que para el bisonte de la pradera se reduce a unas cuantas briznas de hierba y al agua con que se abreva, a no ser que busque asimismo el cobijo del bosque o la sombra de la montaña. Alimento y Refugio: he ahí las necesidades del bruto. En cuanto al hombre, en estas latitudes pueden ser distribuidas en los siguientes apartados: Alimento, Habitación, Vestimienta y Calor, pues a menos que nos hayamos provisto de éstos no estamos preparados para abordar con libertad y probabilidades de éxito los verdaderos problemas de la vida. El Hombre no sólo ha inventado casas, sino el vestido y la elaboración de sus alimentos; y es posible que por el descubrimiento casual del calor del fuego, y luego de sus aplicaciones prácticas, originalmente un lujo, haya surgido la necesidad actual de recogerse junto a él. También los perros y los gatos, vemos, han adquirido esta segunda naturaleza. Con casa y alimento apropiados conservamos nuestro calor interno, pero en exceso de aquéllos, es decir, cuando el calor en torno supera al interno, ¿acaso no nos achicharramos? El naturalista Darwin dice al respecto de los habitantes de la Tierra del Fuego, que cuando los miembros de su partida, bien vestidos y arrimados a las brasas, apenas si lograban librarse del frío, aquellos salvajes desnudos, más alejados, «mostraban la piel sudorosa de tanto ardor».
De igual modo, el aborigen de Australia anda desnudo sin mayor problema, mientras que el europeo se estremece entre sus ropas. ¿No sería posible combinar la resistencia física de estos salvajes con las cualidades intelectuales del hombre civilizado? Dice Liebig que el cuerpo humano es una estufa, y el alimento el combustible que mantiene su fuego interno en los pulmones. Si hace frío comemos más; cuando no, menos. Y es que el calor animal es el resultado de una combustión lenta; la enfermedad y la muerte sobrevienen cuando aquella se acelera en demasía, como se extingue el fuego por falta de combustible o por un tiro defectuoso que le ahoga. Está claro que no debe confundirse el calor vital con el fuego; valga, no obstante, la analogía. De lo dicho parece desprenderse que la expresión vida animal es casi sinónimo de calor animal; pues si podemos considerar el Alimento como Combustible que mantiene el fuego de nuestro interior —y la leña y demás—, únicamente como medio para preparar aquél o para aumentar el calor corporal a modo de aditivo externo, el Cobijo y la Ropa sirven a su vez para retener el Calor así generado y absorbido. La gran necesidad para nuestros cuerpos consiste, pues, en conservarse en calor, en mantener esa vital combustión interna. ¡Y qué de cuidados vertemos no sólo en nuestro Alimento, Ropa y Refugio, sino en nuestro lecho, que no es sino nuestro ropaje nocturno, robando los nidos y plumas de las aves para prepararnos aun otro cobijo dentro del refugio, como hace el topo que dispone su yacija de hojas y hierbas en lo más hondo de su madriguera! El hombre pobre se suele quejar de que éste es un mundo frío, y al frío no menos físico que social culpamos directamente de gran parte de nuestras molestias. En algunos climas, el verano hace posible una vida elisíaca. Salvo para cocinar los alimentos, el combustible es innecesario; el sol es el fuego, y son muchos los frutos que maduran con sus rayos; los alimentos son más variados, y su obtención generalmente más fácil; y la ropa y la casa se necesitan muy poco o nada. Mi propia experiencia me hace ver que ahora, en este país, algunas cosas: un cuchillo, un hacha, una azada, una carretilla, etc., y para el estudioso una lámpara, recado de escribir y acceso a algunos libros cuentan junto a lo necesario y pueden ser obtenidos a precio irrisorio. No obstante, algunas personas mal avisadas se trasladan al otro lado del globo, a regiones bárbaras e insalubres, y se dedican al comercio durante diez o veinte años para poder vivir, es decir, para mantenerse cómodamente en calor, y al fin morir en Nueva Inglaterra. Y el caso es que los ricos ricos no sólo se conservan reconfortablemente abrigados, sino en demasía; como he apuntado antes, resultan «achicharrados», á la mode claro está.
La mayoría de lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no sólo no son indispensables, sino obstáculo cierto para la elevación de la humanidad. En lo que se refiere a estos lujos y comodidades, la vida de los más sabios ha sido siempre más sencilla y sobria que la de los pobres. Los antiguos filósofos chinos, hindúes, persas y griegos fueron una clase de gente jamás igualada en pobreza externa y riqueza interna. No es mucho lo que sabemos de ellos, pero es notable que sepamos tanto. Igual reza para con los más modernos reformadores y bienhechores de la raza. Nadie puede ser observador imparcial y certero de la raza humana, a menos que se encuentre en la ventajosa posición de lo que deberíamos llamar pobreza voluntaria. El fruto de una vida de lujo no es otro que éste, ya sea en la agricultura, en el comercio, en la literatura o en el arte. Hoy hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Y sin embargo, es admirable enseñarla porque un tiempo no lo fue menos vivirla. Ser un filósofo no consiste meramente en tener pensamientos sutiles, ni siquiera en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría hasta el punto de vivir conforme a sus dictados una vida sencilla, independiente, magnánima y confiada. Estriba en resolver algunos de los problemas de la vida, no sólo desde el punto de vista teórico sino también práctico. El éxito de los grandes eruditos y pensadores es como el de los cortesanos, distinto del que disfruta el Rey y aun el hombre cabal; aquéllos se suceden en su conformismo, para vivir prácticamente como lo hicieran sus padres, y no son en modo alguno progenitores de una raza más noble. Pero ¿por qué degeneran los hombres? ¿Qué hace que las familias se extingan? ¿Cuál es la naturaleza de esa abundancia que enerva y destruye las naciones? ¿Estamos seguros acaso de que no se ha introducido ya en nuestra vida? El filósofo va por delante de su época incluso en su forma externa de vivir. No se alimenta, cobija, viste y calienta como sus contemporáneos ¿Cómo se puede ser filósofo sin mantener el propio calor vital por métodos mejores que los del resto de los hombres?
Una vez que el hombre es calentado de las diversas formas que he descrito, ¿qué más desea? Seguramente, no más de lo que ya es suyo con creces: alimento en abundancia, mejores y más espléndidas casas, fuego incesante y más vivo, y otras cosas parecidas. Satisfechas estas necesidades, cabe otra alternativa, además de la obtención de lo superfluo: aventurarse en la vida, toda vez que ya ha dado comienzo a su vacación de haceres más humildes. La tierra se revela apropiada para la semilla puesto que ésta ha proyectado su raicilla hacia abajo y puede elevar ahora su tallo con confianza. ¿Para qué ha enraizado el hombre tan firmemente en la tierra, si no para elevarse hacia los cielos en igual medida? Pues las plantas más nobles son valoradas por el fruto que sacan al fin al aire y a la luz, lejos del suelo, y justamente no se las trata como a las comestibles más humildes que, aun siendo quizá bienales, son cultivadas sólo hasta que han completado su raíz, y a menudo se las rasa con este objeto, de manera que la mayoría de la gente no llega siquiera a conocerlas en flor.
Lejos de mi intención el prescribir reglas a los hombres de naturaleza fuerte y valiente, capaces de cuidar de sus asuntos doquiera se encuentren, y que acaso construyan y gasten con más magnificencia que los opulentos sin empobrecerse por ello y sin saber siquiera en qué (si en realidad hay personas tales como las he soñado); ni tampoco a aquellos que hallan ánimo e inspiración, precisamente, en el estado actual de las cosas, que acarician y miman con el fervor y entusiasmo de amantes —entre los cuales yo, en cierto modo, me incluyo—, ni estoy hablando para quienes cuentan con un buen empleo en cualquier circunstancia y son conscientes de ello; hablo, pues, para la gran masa de descontentos, que se quejan ociosamente de la dureza de su sino y de los tiempos que corren en vez de tratar de mejorarlos. Los hay que culpan enérgica y desconsoladamente a otros porque, dicen, cumplen con su deber. Y tengo también en mi mente a aquellos, al parecer pudientes, que en realidad pertenecen a una clase terriblemente empobrecida, que ha acumulado basura y que no sabe cómo hacer uso o deshacerse de ella, y que de esta forma ha fraguado sus propios grilletes de oro o plata.
Si me atreviera a contar cómo deseaba pasar mi vida años atrás, probablemente sorprendería a algunos de mis lectores, en cierto modo al corriente de su presente transcurrir, y sin duda asombraría a quienes ignoran todo de mí. Me limitaré a apuntar algunas de las empresas que he mimado.
En cualquier circunstancia, de noche o de día, siempre he tenido ansias de mejorar el momento y de hacerlo plenamente mío; de detenerme en la encrucijada de dos eternidades, el pasado y el futuro, que es precisamente el presente, y vivirlo al máximo. Me perdonaréis algunas oscuridades; pero es que mi oficio encierra más secretos que el de la mayoría de los hombres, y aunque aquéllos no son guardados deliberadamente, son inseparables por razón de su naturaleza. Gustoso diría cuanto sé de ella, y no verme obligado, pues, a escribir en mi puerta «PROHIBIDA LA ENTRADA».
Tiempo ha perdí un sabueso, un caballo bayo y una paloma, y aún hoy sigo sus rastros. He hablado mucho de ellos y he repetido hasta la saciedad los nombres a que atendían y las huellas que dejaban. Uno o dos han oído el sabueso y la fuerte pisada del caballo y hasta han visto desaparecer a la paloma por detrás de una nube; parecían tan ansiosos por recobrarlos como si fueran ellos quienes los habían perdido. Para adelantarme no sólo a la salida del sol y al nacimiento del día sino, si fuera posible, ¡a la Naturaleza misma! ¡Cuántas mañanas, en verano e invierno, antes de que ninguno de mis convecinos empezara a preocuparse de sus tareas no he estado yo dedicado ya plenamente a las mías! Muchos han sido los que me han encontrado ya de vuelta: granjeros de camino a Bostón con el alba, o leñadores que se dirigían al trabajo. Verdad es que nunca ayudé materialmente al sol en su salida, pero, no lo dudéis, habría sido de importancia mínima el estar presente tan sólo en el acto.
¡Cuántos días de otoño y de invierno he pasado en las afueras del pueblo tratando de recoger el mensaje del viento para transmitirlo sin dilación! Casi hundí en ello todo mi capital y de milagro no perdí la respiración en la empresa corriendo hacia él. Si hubiera concernido a alguno de los partidos políticos, podéis estar seguros de que habría aparecido en la Gazette sin demora. Otras veces, miraba desde el observatorio de algún árbol o roca, para poder dar la nueva de toda llegada o para esperar al atardecer en la cima de una colina, por si éste me traía algo con las sombras que iba depositando, que nunca fue mucho, y aun, como el maná, para disolverse de nuevo con el sol. Durante mucho tiempo fui reportero de un diario de escasa circulación, cuyo editor jamás consideró oportuno publicar la mayor parte de mis colaboraciones; de modo que, como es suerte frecuente entre escritores, sólo obtuve dolores por mis esfuerzos. Aunque, en este caso, esos fueron a su vez mi recompensa.
Largos años vime investido, por decisión propia, del cargo de inspector de tormentas, de lluvia y de nieve, y cumplí fielmente con mi deber; fui también vigilante y mantenedor de caminos, si no de primer orden, de las sendas del bosque y de los que se entretejían por el campo, y cuidé de que permanecieran practicables durante todas las épocas del año con sus puentes para salvar las cañadas y en todo lugar donde la huella humana testimoniara su utilidad.
He cuidado del ganado salvaje de la villa, que por saltarse los cercados hace ardua la tarea del pastor fiel, y he atendido a los vericuetos y rincones menos frecuentados de la hacienda, aunque no siempre he sabido si era Joñas o Salomón quien laboraba en ella aquel día. ¡Qué me iba a mí en ello! He regado la encendida gayuba, el cerezo silvestre y el almez, el pino rojo y el fresno negro, las uvas blancas y la violeta amarilla, apagando su sed en tiempos de sequía. En suma, ésta fue mi tarea durante largo tiempo, y no lo digo por presumir, atendiendo fielmente a lo mío hasta que se hizo más y más evidente que mis convecinos no abrigaban la menor intención de adscribirme a la lista de funcionarios de la villa ni de ofrecerme una sinecura moderadamente retribuida. Mis cuentas, que puedo jurar haber tenido siempre al día, jamás han sido examinadas y mucho menos aceptadas, por no decir atendidas y liquidadas. Pero, francamente ¡ahí me las den todas!
No hace mucho, un indio errante fue a vender unas cestas a casa de un conocido abogado de mi pueblo. «¿Quiere usted comprar cestas?», preguntó. «No, no queremos ninguna», fue la respuesta. «¡Cómo!», exclamó el indio mientras se dirigía hacia el portón. «¿Acaso pretende usted hacernos morir de hambre?». Al ver que sus industriosos vecinos blancos estaban tan bien de fortuna —que al abogado le bastaba con pergeñar algunas argumentaciones para que, de modo mágico, atrajera junto a sí caudal y fama— se había dicho: «Voy a entrar en negocios, trenzaré cestas; es cosa que puedo hacer». Creyó, así, que una vez confeccionadas aquéllas, él habría cumplido ya con su trabajo y seria entonces cuestión de que el blanco las comprara y cumpliera con el suyo. No se había parado a pensar en que había que hacerlas de tal manera que valiera la pena adquirirlas o, por lo menos, que el otro lo creyera así. También yo tejí un cesto de fina trama, pero no lo suficiente para despertar en nadie interés por él. Con todo, pensé que bien había valido mi tiempo, y en vez de discurrir cómo venderlo me preocupé más bien de cómo evitar la necesidad de tenerlo que vender. La vida que los hombres elogian y consideran lograda no es sino una de las posibles. ¿Por qué exagerar su importancia en detrimento de otras? Consciente, pues, de que mis conciudadanos no iban a ofrecerme un lugar en el juzgado ni curato o prebenda alguna, y de que, por tanto, a mí tocaba velar por lo propio, resolví volcar mi atención de forma más exclusiva en los bosques, donde era más conocido. Y decidí entrar en seguida en acción sin esperar a amasar antes el capital acostumbrado, sino con los escasos medios con que ya contaba. Mi propósito al ir a Walden Pond no tenía nada que ver con si allí se podía vivir a coste exiguo o elevado sino que obedecía más bien a mi deseo de solventar con el mínimo tropiezo algunos asuntos particulares; el verme privado de hacerlo por falta de un poco de sentido común, de ánimo emprendedor de talento comercial no parecía tan triste como tonto.
Siempre he tratado de adquirir hábitos comerciales sólidos, a todas luces indispensables. Si vuestros negocios son con el Celeste Imperio, una pequeña casa de contratación en la costa, en algún punto de Salem, por ejemplo, harán suficiente avío. Exportaréis artículos de producción nacional, sólo productos del lugar, mucho hielo, madera de pino y algo de granito, siempre en naves del país. Esos serán lances venturosos.
Hay que verificar todos los detalles en persona y ser a la vez piloto y capitán, propietario y asegurador; vender, comprar y llevar las cuentas; leer todas las cartas que se reciban y escribir o repasar cada una de las que se envíen; supervisar día y noche la descarga de mercancías importadas y estar en todos los puertos de atraque casi al mismo tiempo —pues, a menudo, el mejor flete será descargado en las riberas de Jersey—; ser vigía uno mismo y otear incansablemente el horizonte, en comunicación constante con todo barco de arribada; mantener ininterrumpidamente el despacho de mercancías para suministro de mercado tan exorbitante como remoto; estar siempre informado del estado de la demanda, de las posibilidades de guerra y de paz en cualquier parte y prever la tendencia seguida por el comercio y la civilización, aprovechándose de los hallazgos de exploraciones previas y recurriendo a toda vía de reciente apertura y a las mejoras introducidas en las técnicas de navegación aunque, a este respecto, bueno es revisar cuidadosamente las cartas al uso, para mejor conocimiento de escollos y bajíos, de faros y señalizaciones, sin olvidarse en modo alguno de corregir las tablas de logaritmos pues, con frecuencia, por error de algún calculador, la nave se estrella contra una roca en vez de ir a descansar junto a muelle amigo —ése fue el misterioso destino de La Perouse—; por tanto, hay que estar al corriente de la ciencia universal, de las vidas y hechos de todos los grandes descubridores y navegantes, aventureros y mercaderes, desde Hannón y los fenicios hasta nuestros días; por último, provechoso es hacer de vez en cuando balance de existencias para conocer exactamente en qué situación os encontráis. Eso de valorar pérdidas y ganancias, intereses mermas y rebajas, cuya precisa determinación requiere de conocimientos verdaderamente universales, es una labor que pone a prueba las facultades humanas.
He pensado que Walden Pond sería un buen lugar para hacer negocio, no sólo por el ferrocarril y el comercio del hielo sino por otras ventajas que acaso no sea de buena política divulgar; es un buen emplazamiento y una buena base. No hay marismas del Neva que reclamar, aunque en todas partes uno se ve siempre obligado a construir sobre sus propios pilares. Se dice que una crecida con hielo en el Neva, con viento del oeste, barrería San Petersburgo de la faz de la tierra.
Y bien, comoquiera que este negocio iba a emprenderse sin el acostumbrado capital de base, puede que no resulte nada fácil conjeturar de dónde iban a salir los medios necesarios, que, quiérase o no, son indispensables para este tipo de aventuras.
En lo que a la indumentaria se refiere, para llegar cuanto antes al aspecto práctico de la cuestión, diré que con más frecuencia nos dejamos llevar del gusto por la novedad y el qué dirán que por criterios de verdadera utilidad. Hagamos que quien ha de trabajar recuerde cuál es el objeto de la ropa: primero, la retención del calor vital, y segundo, en esta sociedad, el cubrir la desnudez; luego podrá juzgar cuánta labor necesaria o importante será capaz de llevar a cabo sin necesidad de aumentar su guardarropa. Los reyes o reinas, que acaso visten sus prendas una sola vez, bien que confeccionadas por un sastre o modista de la Corte, desconocen la comodidad que entraña el uso de vestido que sienta bien, y su posición no es mejor que la de los caballetes de madera en que se cuelga la ropa recién limpiada. Con él tiempo, nuestras prendas se parecen cada vez más a nosotros y revelan el carácter de su usuario, hasta el punto de que vacilamos en deshacernos de ellas, lo que al fin hacemos no sin resistencia y con la misma solemnidad y aparato que acompañaría el renunciar a nuestro propio cuerpo. Ningún hombre ha merecido merma alguna en mi estimación por llevar un remiendo; y, sin embargo, estoy seguro de que por lo común es mayor la ansiedad que causa el deseo de disponer de vestidos a la moda, o por lo menos limpios y sin parches, que de tener una conciencia cabal. Pero, aun si el roto no es zurcido, peor sea quizás el vicio de la imprevisión. Algunas veces he puesto a prueba a algunos de mis conocidos con preguntas como ésta: «¿Quién de vosotros podría llevar un remiendo sobre la rodilla o hasta un par de costuras de más?». La mayoría han reaccionado como si en tal evento les fuera poco menos que el destino. Les sería mucho más fácil renquear por la villa con una pierna quebrada que con un pantalón roto. Y con frecuencia se da el caso de que si a las piernas de un caballero les sobreviniere un percance, éste sea susceptible de arreglo; pero si tal ocurriere con las perneras de su pantalón, no hay remedio ¡pues el hombre acepta no lo que es verdaderamente respetable sino lo respetado! Y así es como conocemos sólo unos pocos hombres, y una gran cantidad de chaquetas y calzones.
Vestid un espantapájaros con vuestro último traje y deteneos desnudos a su lado, ¿quién no saludaría antes al espantajo? Pasando el otro día por un maizal, muy cerca de una chaqueta y sombrero puestos sobre un palo, reconocí en ellos al dueño del lugar, quien se me antojó tan sólo un poco más gastado por la intemperie que cuando lo vi por última vez. He oído hablar también de un perro que ladraba a todo extraño que, vestido, se aproximase a la propiedad de su amo, pero que se mantenía fácilmente tranquilo en presencia de un merodeador desnudo. Seria interesante saber cuánto tiempo conservarían los hombres su rango relativo si fueran desprovistos de sus ropas. ¿Podríais, en tal caso, señalar de un grupo de personas civilizadas quiénes pertenecen a la clase más respetada? Dice la señora Pfeiffer[2] que cuando en el curso de su viaje alrededor del mundo hubo llegado a la Rusia asiática, cerca ya de su país natal, sintió la necesidad de cambiar sus ropas de viaje por otras más apropiadas al acto de su presentación ante las autoridades, «pues ahora se encontraba en un país civilizado, donde la gente es juzgada por sus vestidos». Incluso en nuestras democráticas ciudades de Nueva Inglaterra, la posesión accidental de fortuna y manifestación por vía de alarde de atavío y medios de transporte merecen aprobación y respeto casi universales. Pero aquellos que guardan semejante respeto, aun siendo muy numerosos, apenas son otra cosa que paganos necesitados de los buenos oficios de un misionero. Además, el vestido trajo el coser, trabajo que bien podríais llamar sin fin, por lo menos en cuanto se refiere a un vestido de mujer; no está terminado nunca.
El hombre que al fin ha encontrado algo que hacer no necesitará para ello disponer de un traje nuevo. Servirá el anterior, que polvoriento ha permanecido en la buhardilla durante tiempo indeterminado. Un par de zapatos viejos servirán al héroe más tiempo que a su criado —si acaso héroe alguno ha tenido jamás criado—; los pies descalzos son más viejos que los zapatos y utilizables en igual medida.
Sólo quienes van a tertulias y conferencias legislativas necesitan nuevas levitas, y aun éstas de recambio tan frecuente como cambia el hombre embutido en ellas. Pero si mi chaqueta y mis pantalones, mi sombrero y mis zapatos son apropiados para asistir al culto de Dios, también servirán para otras cosas ¿no? ¿Quién ha visto jamás sus viejos avíos, su vieja chaqueta, realmente gastada, reducida a sus mínimos componentes y en forma tal que no fuera aún un acto de caridad dársela a un pobre muchacho, que acaso pueda cedérsela incluso a alguien todavía más mísero que él? —o ¿debiéramos decir más rico?—, ¿qué bien pudiere apañárselas con menos? Por eso digo: tened cuidado con aquellas empresas que requieren de nuevos vestidos en vez de nuevos usuarios. Si no hay hombre nuevo ¿cómo es posible ajustar la ropa nueva? Si os disponéis a abordar un nuevo empeño, hacedlo en vuestro traje viejo. Lo que todos los hombres desean no es algo que aprovechar sino algo que hacer, o más bien, que crear. Quizá no debiéramos adquirir un nuevo traje, por muy harapiento y sucio que fuera el viejo, hasta no habernos embarcado, empeñado o metido en algo, y de tal forma, que ello nos hiciera sentir como hombres nuevos dentro de aquél, y entonces, el conservarlo sería algo así como el guardar vino nuevo en botellas ya usadas. Nuestra época de muda, como la de los animales de pluma, ha de representar una fase crítica de nuestras vidas. El somormujo se retira a charcas solitarias para hacerlo, y la serpiente y la oruga, de igual modo, se aplican con trabajo y por expansión interna a desprenderse respectivamente de la piel y de su vermiforme envoltura. Y es que los vestidos no son sino nuestra cascara mortal o cutícula externa. De otra forma nos encontraremos navegando bajo pabellón falso, y, a la postre, quedaremos degradados inevitablemente, tanto ante nuestros ojos como frente a la opinión pública. Vestimos prenda sobre prenda como si creciéramos, como las plantas exógenas, por adición desde fuera. Nuestro vestido externo, con frecuencia delgado y de fantasía, es nuestra epidermis o falsa piel, que no participa de nuestra vida y que puede ser arrancada aquí y allá sin consecuencias fatales; nuestras prendas más gruesas, de uso constante, son nuestro tegumento celular o vaina interna; pero nuestra camisa es nuestro liber o corteza verdadera, que no puede ser eliminada más que a la fuerza y por arrancamiento letal. Creo que todas las razas usan en una estación u otra, algo equivalente a la camisa. Es bueno que el hombre vista con tanta sencillez que, en un momento dado, pueda colocar sus manos sobre sí mismo en la oscuridad, y que viva tan preparado y dispuesto, que si un enemigo tomare la ciudad, pueda, como el viejo filósofo, abandonarla sin más y con las manos vacías.
Cuando una prenda gruesa es, a todo efecto, tan buena como tres delgadas, y cabe obtener vestidos a precio apto para toda clientela: un chaquetón puede adquirirse por cinco dólares, y durará por lo menos igual número de años, unos pantalones de batalla por dos dólares, botas de cuero de vaca por un dólar y medio, un sombrero de verano por un cuarto de dólar y una gorra de verano por sesenta y dos centavos y medio —si no se hace en casa, mejor, y a coste nominal— ¿existe hombre alguno que, vestido así, con sus propias ganancias, no se haga acreedor a la reverencia del sabio?
Cuando pido una prenda de una forma determinada, mi costurera me dice con toda seriedad: «Ya no se hacen así», sin acentuar ese se anónimo, como si citara una autoridad tan impersonal como la Parca; el caso es que suele serme difícil obtener lo que pido, sencillamente porque ella no concibe que yo pueda ser tan irreflexivo y que realmente la desee. Cuando oigo esta sentencia lapidaria quedo absorto por un momento en mis pensamientos, y vuelvo para mí sobre cada una de las palabras por separado en busca de su huidizo sentido, de la forma en que ese oráculo anónimo pueda hallarse relacionado conmigo en virtud de una consanguinidad más o menos próxima que, ciertamente, no alcanzo a descubrir, y de qué autoridad le cabe para inmiscuirse en un asunto que me concierne tan particularmente. Por último, inclinado me siento a responder, con igual misterio y ligereza, y sin denotar tampoco énfasis alguno, que «en efecto, últimamente ya no se hacían así, pero ahora vuelven a estar de moda». ¿Qué objeto tiene que me tome medidas, si no atiende para nada a mi carácter, sino sólo a la anchura de mis hombros, como si yo no fuera otra cosa que una percha de que colgar la chaqueta? No veneramos a las Gracias ni a las Parcas, pero sí a la Moda. La mujer hila, teje y corta con autoridad plena. El jefe de los monos en París se pone una gorra de viajero y todos los monos de América hacen lo mismo. A veces dudo de que en este mundo se pueda obtener algo sencillo y honesto con ayuda de los hombres. Éstos tendrían que ser pasados antes por una prensa poderosa que eliminara de sus cabezas todo lo estereotipado, de manera que tardaran un tiempo en volver a las andadas, y aun toparíamos con alguno que, con todo, ocultaría aún una cresa, madurada de algún huevo allí depositado no se sabe cuándo —pues ni siquiera el fuego destruye esas cosas— y toda nuestra labor se habría perdido. Sin embargo, no olvidemos que algo de trigo egipcio llegó a nuestras manos en una momia.
De todas formas, no creo que pueda mantenerse fácilmente la afirmación de que el vestir, sea en este país o en otro, haya llegado a ser un arte. Hoy los hombres se dan maña para usar lo que les resulta asequible. Como náufragos echan mano de lo que encuentran en la costa, y a prudente distancia, en el tiempo o en el espacio, se ríen recíprocamente de su respectiva guisa. Cada generación contempla con hilaridad los gustos pasados. Nos hace tanta gracia la forma de vestir de Enrique VIII o de la reina Isabel como si del rey y la reina de los caníbales se tratara. Todo vestido separado del hombre resulta lastimoso o grotesco. Sólo la mirada grave que se proyecta desde él o la vida sincera que palpita en su interior ponen freno a la r-i-s-a y confieren a aquél verdadero carácter. Que el Arlequín sea presa de un cólico, y sus adornos tendrán que servirle también en ese estado. Cuando el soldado es herido por una bala de cañón, los harapos son tan apropiados como la púrpura.
El gusto infantil y bárbaro de algunos hombres y mujeres por las formas nuevas hace que vivan en constante agitación y que su vista se estrague tratando de averiguar en un cambiante caleidoscopio qué es lo más adecuado en materia de vestir para la generación del momento. Los fabricantes se han percatado, a su vez, de que este gusto es puro capricho. Entre dos modelos que apenas si se diferencian en unos hilos, ocurrirá que uno será prontamente vendido mientras el otro permanece ignorado en un estante, si bien al poco puede que sea éste el que se revele objeto de la mayor y más alocada demanda. En comparación, el tatuaje no es una costumbre tan bárbara como se dice; y no lo es, sencillamente, porque la impresión es intradérmica e inalterable. Me cuesta creer que nuestro sistema productivo sea el mejor para vestir a los hombres. La condición del obrero se está volviendo muy similar a la de su homólogo inglés, hecho del que no cabe maravillarse puesto que, por lo que me ha sido dado oír y observar, el objetivo principal no consiste en que la humanidad vaya honesta y adecuadamente vestida sino, evidentemente, en procurar el enriquecimiento de las empresas. A la larga, los hombres dan sólo en el blanco que les interesa. Por consiguiente, aunque al principio fallen, mejor sería que pusieran sus miras en algo elevado.
En cuanto a la habitación no negaré que se trata de una verdadera necesidad, aunque conocidos son los casos de hombres que se han pasado sin ella largo tiempo y en países más fríos que éste. Dice Samuel Laing que «en su vestido de piel y saco de igual material que se echa por encima de la cabeza y hombros, el lapón duerme noche tras noche encima de la nieve… Y con una temperatura que extinguiría la vida de otros, arropados incluso con vestidos de lana». Él los había visto dormir así aunque, añade: «No son más fuertes que los demás». Pero, el hombre no vivió probablemente mucho tiempo en la tierra antes de descubrir cuan conveniente resultan la casa y las comodidades domésticas, con lo cual se hace más bien referencia a las que reporta la primera y no la familia; con todo, éstas deben ser sumamente parciales y aun ocasionales en aquellos climas donde la casa es inmediatamente asociada en nuestros pensamientos con el invierno o con la estación de las lluvias, mientras que durante dos terceras partes de año, salvo como parasol, resulta innecesaria. En nuestro clima y en verano, hubo un tiempo en que no representaba más que una forma de cobijo para pasar la noche. En las pictografías indias, un jacal simbolizaba una jornada de marcha, y una hilera de ellos, tallados o pintados en la corteza de un árbol, indicaba el número de pernoctas. El hombre no fue hecho tan membrudo y robusto sino para que tratara de estrechar su mundo y de enmurallarse en un espacio que le fuera apropiado. Al principio estaba desnudo a la intemperie; pero, aun cuando ello fuera agradable en días serenos y cálidos, la estación lluviosa y el invierno, por no decir el sol tórrido, habrían marchitado quizá su raza en flor de no haberse apresurado a dar a su desnudez el vestido de una protectora casa. Dícese que Adán y Eva se sirvieron de la parra antes que de ninguna otra ropa. El hombre tenía necesidad de un hogar, de un lugar cálido y cómodo; primero, del calor físico; luego, del de los afectos.
Podemos imaginarnos un tiempo, en plena infancia de la raza humana, cuando algunos emprendedores mortales hallaron su primer refugio en un hueco entre las rocas. Todo niño recomienza en cierto modo el mundo y gusta de permanecer al aire libre incluso cuando llueve o hace frío. Juega a las casas y a los caballos de manera instintiva. ¿Quién no recuerda el interés con que, de joven, exploraba los declives rocosos que pudieren delatar la existencia de alguna cueva? Era el natural anhelo de aquella porción de nuestra ascendencia primitiva todavía viva en nosotros. De la cueva hemos pasado a los techos de hoja de palma, de troncos y ramas, de lienzo entretejido, de hierba y paja, de tablas y cascajos, de piedras y tejas. Al final, no sabemos ya lo que significa vivir al aire libre, y nuestras vidas se han vuelto domésticas en más sentidos de lo que creemos. Entre hogar y campo hay una gran distancia. Y quizá sería bueno que pasáramos más de nuestros días y noches sin que mediara obstáculo alguno entre nosotros y los cuerpos celestes, y que el poeta no hablara tanto bajo techado o que el santo no se acogiera con tanta frecuencia a su protección.
Las aves no cantan en las cuevas, ni las palomas cultivan su inocencia en los palomares.
Con todo, si alguien abriga la intención de construirse una vivienda, le importa ejercitar en el empeño cierta medida de sagacidad yanqui, para no verse más tarde en un taller, en un laberinto sin salida, en un museo, en una prisión, cuando no en un espléndido mausoleo. Considerad primero cuán mínimo puede ser vuestro refugio para cumplir con lo absolutamente necesario. Por aquí he visto a indios Penobscot que vivían en tiendas de un liviano material de algodón, mientras la nieve alcanzaba a su alrededor un par de palmos, y hasta pensé que se alegrarían de que subiera aun más para resguardarles del viento. Antes, cuando la faena de ganarme la vida honradamente, con libertad suficiente para dedicarme también a mis propios empeños, era un asunto que me atribulaba más que ahora —pues, lamentablemente me he vuelto un tanto duro— solía reparar en una gran caja de madera próxima a la vía del tren, de unos dos metros de largo por uno de ancho, donde los trabajadores guardaban sus herramientas por la noche; y se me ocurrió que todo aquel que pudiere hacerse con una semejante por un dólar, después de haberle practicado algunos agujeros de ventilación podría recogerse en ella cuando lloviera y por la noche para, una vez cerrada la tapa, gozar en plena libertad de sus sentimientos y de independencia en su espíritu. No me parecía la peor de las alternativas, y en modo alguno desestimable. Uno podría velar cuanto quisiera y ponerse en marcha tan pronto como se levantara, sin que casero o amo alguno le atosigara a causa de la renta. Más de uno, que no habría muerto de frío en una caja como esa, se ve agobiado hasta la muerte por tener que pagar la renta de otra, sólo que más grande y lujosa. No estoy bromeando. La economía es un tema que puede ser tratado con ligereza, pero que no puede ignorarse.
Con los materiales que la propia Naturaleza suministraba, aquí se construyó en una ocasión una casa confortable para una raza ruda y resistente que vivía gran parte de su tiempo al aire libre. Gookin, que fue superintendente de los indios de la Colonia de Massachusetts, dice en 1674: «Sus mejores casas están cubiertas con gran cuidado, de manera cálida y acogedora, con corteza arrancada de los árboles en aquellas estaciones en que la savia fluye poderosamente hacia arriba, corteza que luego es conformada bajo la presión de pesados troncos… Las casas más pobres aparecen revestidas con unas esteras confeccionadas con una especie de juncos, y resultan tan compactas y cálidas como las primeras, aunque no tan buenas… Las he visto de hasta veinte y treinta o más metros de largo por diez de ancho… Me he alojado en ellas a menudo y las he encontrado tan acogedoras como las mejores casas inglesas». Este autor añade que, por lo común, estaban alfombradas y adornadas con esterillas finamente trabajadas y bordadas, y que se mostraban provistas de utensilios diversos. Los indios habían progresado tanto que sabían cómo regular el efecto del viento reinante mediante una estera accionada por unas cuerdas suspendida encima del respiradero o chimenea del techo. Una vivienda así podía ser levantada por primera vez en un día, o como máximo en dos, y se desarmaba y volvía a armar en lo sucesivo en el plazo de unas pocas horas. Cada familia poseía una, o por lo menos parte. En el estado salvaje, cada familia posee una morada tan buena como la mejor, y suficiente para satisfacer sus necesidades más sencillas y perentorias; pero no creo que me extralimite al decir que si las aves disponen de nidos, los zorros de madriguera y los salvajes de chozas, en la moderna sociedad civilizada no son más dé la mitad las familias que cuentan con albergue propio. En las ciudades y pueblos grandes, donde predomina la civilización, el número de quienes poseen habitación propia apenas si asciende a una pequeñísima fracción de la comunidad. El resto paga una cantidad anual por esta prenda, la más externa, que se ha hecho indispensable tanto en invierno como en verano, y cuyo coste bien podría bastar para adquirir un poblado entero de chozas indias, aunque ahora no hace sino mantenerlos en estado de indigencia durante toda la vida. No deseo insistir en la desventaja que lleva el alquilar frente al poseer, pero es evidente que el indio es dueño de su habitación porque ésta cuesta poco, mientras que el hombre civilizado generalmente alquila la suya porque carece de medios con qué adquirirla; y si me apuran, diré que, a la larga, esos tampoco le bastan para sufragar la renta con desahogo. Pero responde uno: «Por sólo el pago de aquélla, el pobre hombre civilizado se asegura una residencia que es un palacio en comparación con la del salvaje». Una renta anual de veinticinco a cien dólares —estos son los precios en el país— le da derecho a beneficiarse del progreso de siglos: salas espaciosas, pintura limpia y empapelados, chimenea Rumford, revocados interiores, celosías, bomba de cobre, cerrojos de resorte, bodega amplia y muchas otras. Pero ¿cómo se explica que aquel de quien se dice que disfruta de estas cosas sea, en general, un hombre civilizado pobre, mientras que el salvaje, que carece de ellas, sea rico en su condición de tal? Si se afirma que la civilización representa un adelanto real en la situación humana —y creo que, en efecto, lo es; aunque sólo el sabio sabe aprovecharse de ello— debe demostrarse que ha producido mejores viviendas sin hacerlas más costosas; porque el costo de una casa es la cantidad de lo que llamaré vida que hay que dar a cambio, en seguida o a la larga. Puede que el precio de una casa corriente en nuestra vecindad ascienda a unos ochocientos dólares, y que el acumular esta suma le lleve de diez a quince años a un trabajador, incluso si no tiene familia a que subvenir, si estimamos en un dólar por día el valor pecuniario de cada hombre —pues si algunos reciben más, verdad es que otros no llegan a tanto—; de modo que aquél habrá pasado más de la mitad de su vida adulta antes de que haya ganado su albergue. Si, en cambio, suponemos que paga una renta, su elección entre dos males resulta más bien dudosa. ¿Sería cuerdo que en estas condiciones el salvaje cambiara su jacal por un palacio?
Puede pensarse que yo reduzco casi todas las ventajas de la posesión de esta propiedad superflua a un fondo de reserva para el futuro, por lo que al individuo concierne, principalmente para sufragar los gastos de su funeral. Pero cabe que al hombre no se le exija que se entierre. En todo caso, lo dicho subraya una importante diferencia entre el hombre civilizado y el salvaje. No dudo de que al hacer de la vida del hombre civilizado una institución, donde la del individuo es absorbida en gran medida con miras a preservar y perfeccionar la de la raza, se ha pretendido favorecernos. Sin embargo, me gustaría señalar a qué precio han sido obtenidas estas ventajas actualmente y sugerir de paso que posiblemente podemos vivir de manera que nos alcancen sin sufrir por ello ninguna inconveniencia. ¿Qué queréis decir con eso del eterno pobre en vosotros, o de padres que no han comido sino uvas acidas y de niños con dentera?
«Vivo yo, dice el Señor Jehová, que nunca más tendréis por qué
usar este refrán en Israel».
«He aquí que todas las almas son mías; como el alma del Padre,
así la del Hijo; el alma que pecare, esa morirá».
(Ezequiel XVIII, 3, 4)
Cuando pienso en mis vecinos, los granjeros de Concord, cuya posición es por lo menos tan buena como la de las otras clases, observo que la mayoría han estado trabajando veinte, treinta o cuarenta años para poder hacerse realmente con su propiedad, que por lo general han heredado con gravámenes o adquirido con capital prestado —y podemos considerar una tercera parte de su labor como coste de sus casas— aunque lo común es que no la hayan pagado todavía. Verdad es que a menudo, las cargas superan a veces el valor de la alquería, de manera que es esta misma la causa de su mayor aflicción, pese a lo cual se encuentran hombres prestos a heredarla porque, dicen, la conocen bien. Y no deja de sorprenderme que, a decir de los recaudadores, no lleguen siquiera a doce en esta ciudad quienes sean dueños absolutos de lo que regentan. Si deseáis conocer la historia de esas granjas, preguntad en el banco donde han sido hipotecadas. Y es que el hombre que ha pagado cabalmente la suya con su trabajo es tan raro que todos le señalan. Dudo mucho que haya siquiera tres en Concord. Lo que se ha dicho de los comerciantes, que fracasan en su gran mayoría, hasta noventa y siete de cien, es aplicable asimismo a los granjeros. Con respecto a los primeros, no obstante, me replica uno atinadamente que gran parte de sus descalabros— no son verdaderas quiebras pecuniarias sino medios para eludir el cumplimiento de sus compromisos si éstos se les antojan inconvenientes; es decir, que es el carácter moral lo que falla. Pero esto confiere un cariz infinitamente peor a la cosa a la vez que, por lo demás, sugiere que probablemente, ni siquiera aquellos tres logran salvarse de la quema, sino que quizás hayan quebrado de manera más grave que quienes han fracasado honestamente. La quiebra y la repudiación se han convertido en el trampolín desde el que gran parte de nuestra civilización gira y voltea peligrosamente; el salvaje, entretanto, cuenta con la rígida tabla del hambre. Con todo, la Feria de Ganado de Middlesex sigue convocándose brillantemente cada año, como si todos los engranajes de la máquina agrícola estuvieran bien engrasados. El labriego trata de resolver el problema de su subsistencia por medio de una fórmula más complicada aun que aquél.
Para conseguir apenas el mínimo imprescindible especula grandiosamente con puntas de ganado. Con consumada destreza tiende su finísimo cepo al bienestar y a la independencia y, al darse la vuelta, resulta cazador cazado. Por eso es pobre; y por igual razón lo somos todos con respecto a mil comodidades salvajes aun viéndonos rodeados de lujo. Como dice Chapman:
The false society of men
for earthly greatness
all heavenly comforts rarefies to air.
«La falsa sociedad de los hombres
a cambio de la grandeza terrena
convierte en aire todos los bienes celestiales».
Y cuando el granjero ha conseguido su casa, puede que resulte más pobre por ello y que sea ésta la que se ha adueñado de él. A mi entender es perfectamente válida la objeción que hiciera Momo a Minerva con respecto a la casa construida por ésta, «que no era movible y que, por tanto, no sería posible evitar una mala vecindad», inconveniente que podemos denunciar aún hoy, pues nuestras casas suelen ser tan complicadas que más que alojarnos parece que nos tienen presos, y puesto que la mala vecindad que tenemos que evitar es la de nuestras ruines personas. En esta ciudad conozco una o dos familias, por lo menos, que durante casi una generación han estado deseando vender su hogar de las afueras para trasladarse al centro, y no lo han logrado, de modo que sólo la muerte les librará de tal cuita.
Estoy de acuerdo en que, al final, la mayoría se revela capaz de poseer o alquilar una casa moderna, con todas sus ventajas. Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestro habitat, no ha hecho igual con los hombres que han de poblarlo. Ha creado palacios, pero no era tan fácil crear nobles y reyes. Y si los objetivos que persigue el hombre civilizado no tienen más valor que los del salvaje, si empeña la mayor parte de su vida en la satisfacción de necesidades no imprescindibles y de meras comodidades, ¿por qué ha de tener una morada mejor que la de aquél?
Pero ¿qué tal le va a la minoría pobre? Quizá se descubra que justo a medias, pues si en circunstancias externas algunos se encuentran por encima del salvaje, otros, en cambio, no llegan a su nivel. La abundancia de una clase se compensa con la indigencia de la otra. De un lado tenemos el palacio; del otro, el asilo y «el pobre silencioso». Los millares de hombres que edificaron las pirámides destinadas a convertirse en tumba de los faraones egipcios eran alimentados con ajos, y puede que a su muerte no fueran siquiera enterrados. Es posible que el albañil que remata la cornisa del palacio se reintegre, acabada la jornada, a una choza que no sea mejor que una tienda india. Es un error el suponer que en una ciudad en la que existen pruebas evidentes de civilización, la condición que afecta a gran parte de sus habitantes no pueda ser peor que la de los salvajes. Me refiero a los pobres degradados, no a los ricos así. Para darme cuenta de ello me basta con contemplar las chabolas que por doquier se alinean a lo largo del tendido férreo, ese último logro de nuestra civilización; otro tanto cabría decir ante la imagen que con ocasión de mis paseos cotidianos ofrecen a mis ojos tantos seres humanos hacinados en lóbregos cuchitriles, con la puerta abierta durante todo el invierno en ansiosa búsqueda de luz, sin provisión de leña a la vista o siquiera imaginable, donde jóvenes y viejos muestran el cuerpo contraído por el hábito de encogerse ante el frío y la miseria, y los miembros achatados de tanta y tanta escasez. En verdad que es de justicia el reparar en esa clase de hombres a cuyo trabajo se deben los logros que distinguen esta generación.
Y tal es, más o menos, la condición de todos los obreros en Inglaterra, el gran taller del mundo por antonomasia. También podría remitiros a Irlanda, señalada en los mapas como uno de esos puntos blancos o ilustrados. Comparad la condición física del irlandés con la del indio norteamericano o con la del isleño de los mares del Sur, o aun con la de cualquier raza salvaje antes de su degradación por causa del contacto con el hombre civilizado. Con todo, no me cabe la menor duda de que quienes rigen a esas gentes son tan avisados como el promedio de los gobiernos cultos. Su estado, pues, prueba solamente cuánta escualidez puede coexistir con la civilización. No hace falta que me refiera ahora a los trabajadores de nuestros estados sureños que producen las principales exportaciones del país, y que a su vez son productos del entorno. Me limitaré a considerar aquellos cuyas circunstancias se dicen moderadas.
La mayoría de hombres no parecen haber parado mientes jamás en qué significa una casa, y viven pobremente toda su vida, innecesariamente, porque creen su deber el hacerse con una como la del vecino. ¡Cómo si uno estuviera obligado a vestir cualquier prenda que le cortara el sastre o como si, después de haber abandonado el tocado de hojas de palma o de pelo de marmota se quejara de tiempos difíciles por no poderse permitir el lujo de comprarse una corona! Se puede inventar una casa aun más conveniente y lujosa que la que poseemos, aunque todos convinieran en que no habría hombre alguno con medios suficientes para adquirirla. ¿Hemos de esforzarnos siempre por obtener más de estas cosas en lugar de contentarnos alguna vez con menos? ¿Ha de enseñar el ciudadano respetable, por precepto y ejemplo, con prosopopeya gratuita, que es necesario que el joven adquiera un número superfluo de relucientes zapatos y de paraguas, amén de proveer antes de su muerte habitaciones desiertas para huéspedes no menos vacíos? ¿Por qué no han de ser nuestros muebles tan sencillos como los del árabe o los del indio? Cuando pienso en los benefactores de la raza, a quienes apoteósicamente hemos ensalzado como mensajeros del cielo portadores de divinos presentes, no puedo imaginármelos con séquito alguno ni impedimenta de muebles a la moda. Y puestos a conceder —que no sería poco—, ¡qué nuestros muebles fueran tanto más complejos que los del árabe como mayores nuestras facultades morales e intelectuales con respecto a las suyas! Ahora nuestros hogares aparecen abarrotados de ellos, y una buena ama de casa barrería la mayor parte con la basura y aún le quedaría faena matinal por hacer. ¡Faena matinal! ¡Por los arreboles de Aurora y la música de Memnon, ¿cuál debería ser el trabajo matutino del hombre en este mundo?! Yo tenía tres pedazos de piedra caliza sobre el escritorio y con gusto me libré de ellos al ver, espantado, que era necesario quitarles el polvo cada mañana, cuando el mobiliario de mi mente no se había desprovisto aún del suyo. ¿Cómo iba yo a tener, pues, una casa amueblada? Preferiría sentarme al aire libre porque en la hierba no se forma polvo, salvo donde el hombre ha desnudado al suelo de ella. Son los pedantes y los disipados quienes marcan las modas que arrastran rebaños. El viajero que se detiene en las llamadas mejores casas pronto lo descubre, pues sus anfitriones dan por creerle un sardanápalo, y si él se rindiera a sus ternezas pronto se vería en la más absoluta miseria. Opino que en el ferrocarril tenemos tendencia a invertir más en lujo que en seguridad y conveniencia, y así es como sin alcanzar ninguna de aquéllas, amenaza convertirse en un salón moderno, con sus divanes, otomanas y pantallas, amén de un centenar de objetos orientales que nos hemos traído a Occidente y que han sido inventados para el harén y para los afeminados nativos del Celeste Imperio, fruslerías, el conocimiento tan sólo de cuyos nombres debiera avergonzar a Jonathan.[3] Preferiría sentarme sobre una calabaza y disponer enteramente de ella que apretujarme sobre un cojín de terciopelo; transitar libremente en un carro tirado por bueyes que ir al cielo en el suntuoso coche de un tren de excursión, percibiendo un olor infecto durante todo el trayecto.
Las mismas sencillez y sobriedad de la vida del hombre en la Edad Primitiva abonan lo que digo o, por lo menos, denotan que aquél no era más que un transeúnte en la Naturaleza, y que una vez reparadas las fuerzas con alimento y descanso, ponía su vista nuevamente en el camino. Habitó este mundo como si fuera una tienda de campaña, enhebrando valles, cruzando llanuras y escalando montañas. Pero ¡ay! Los hombres se han convertido en herramientas de sus herramientas. Aquel que con toda libertad tomaba el fruto del árbol para calmar su hambre se ha vuelto agricultor; y el que se acogía al árbol en busca de refugio cuenta hoy con una casa. Hemos dejado la acampada de pernocta para fijarnos en la tierra olvidándonos del cielo. Hemos adoptado el cristianismo meramente como si se tratara de una forma mejorada de agri-cultura. Así, hemos edificado una mansión familiar para este mundo y una tumba acorde para el otro. Las mejores obras de arte son la expresión de la lucha del hombre por liberarse de su condición, pero nuestro arte no tiene otro efecto que hacer cómodo este estado inferior y que nos olvidemos del otro. Realmente no hay cabida en este pueblo para una obra de arte, si es que alguna ha llegado hasta nosotros, porque ni nuestras vidas ni nuestras casas y calles le ofrecen un pedestal adecuado. No hay clavo del que colgar un cuadro ni estante donde poner el busto de un héroe o de un santo. Cuando pienso en cómo se construyen y pagan —o no se pagan— nuestras casas, me maravillo de que el piso no ceda bajo los pies del visitante mientras éste admira las chucherías que adornan la mesa del comedor, y dé con él en el sótano, donde, por lo menos, irá a parar a una base de tierra tan sólida como honesta. No puedo evitar el darme cuenta de que esta vida que se dice refinada y rica no es sino algo a lo que se ha accedido de un salto; de modo que, ocupada toda mi atención en rehuir las posibles consecuencias de éste, me sea imposible gozar de las obras de arte que adornan aquélla. Y es que, en ese sentido, recuerdo que el mayor salto jamás dado por acción sólo de músculos humanos ha sido atribuido a unos árabes errantes a quienes parece habérseles registrado una de hasta seis metros de altura. Pero, si no media un apoyo artificial, seguro que el hombre ha de caer de nuevo a la tierra. De ahí, que la primera pregunta que me siento tentado a formular al propietario de esa impropiedad sea: «¿Quién te sostiene? ¿Eres tú uno de los que fracasan o de los tres que alcanzan el éxito? Responde a estas preguntas, y puede que contemple tus fruslerías y las encuentre decorativas». El carro delante del caballo no es ni bonito ni útil. Antes de que podamos adornar nuestras casas con objetos hermosos es necesario desnudar las paredes, tanto como nuestras vidas para hacer nuevos fundamentos sólidos con una gestión doméstica y un vivir hermoso: sin embargo, el gusto por lo bello se cultiva principalmente al aire libre, donde no hay casa ni casero.
El viejo Johnson, hablando en su «Wonder-Working Providence», de los primeros colonos de su ciudad, contemporáneos suyos, nos dice que «como primer refugio, iban a ocultarse en el seno de la tierra, en alguna excavación practicada al efecto en la ladera de una colina, y que echando tierras sobre maderos producían una humeante fogata en el punto más elevado de la vertiente». «Carecerían de casas, añade, hasta que la tierra, por la bendición del Señor, no hubiere hecho fructificar el pan que iba a alimentarlos, y que, aun éste, de puro escaso elprimer año, tenía que ser cortado en finísimas raciones de prolongada duración». En 1650, el Secretario de la Provincia Nuevos Países Bajos escribía en holandés para información de quienes deseaban obtener una concesión de tierras allí que «los pobladores de su provincia, y en especial los de Nueva Inglaterra, que al principio carecen de medio con que construirse granjas como desearían, se ven obligados a cavar una oquedad en el suelo, algo así como un pozo cuadrado de unos dos metros de profundidad y de ancho y largo como juzguen apropiado, para retener luego la tierra mediante una especie de encofrado, cuyas junturas refuerzan por añadidura con cortezas de árboles u otro material que impida la penetración de la tierra. Luego enmaderan el piso y el techo, ese a modo de cielo raso entablado, y por último elevan desde ahí unas perchas cuyo objeto no es otro que dar apoyo a un sombrajo o cobertura de césped o toba, de manera que puedan mantenerse secos y caldeados con sus familias durante dos, tres y hasta cuatro años, en el bienentendido de que es posible añadir tabiques a medida que la dinámica familiar lo haga necesario. Los ricos y principales de Nueva Inglaterra construyeron así sus primeras moradas por dos razones: primero, para no perder tiempo en la edificación y verse por ello faltos de comida en la estación siguiente; y segundo, para no desanimar a las pobres gentes trabajadoras que habían acudido en gran número desde la vieja patria. Transcurridos tres o cuatro años, una vez que el país hubo sido adaptado a la agricultura se construyeron casas hermosas cuyo coste ascendió a muchos miles». Procediendo así, nuestros antepasados revelaron por lo menos cierta medida de prudencia, como si el principio que animara su hacer fuera primariamente la satisfacción de las necesidades más perentorias. ¿Y ahora? Cuando pienso en adquirir una de estas moradas nuestras tan lujosas, me veo inmediatamente disuadido de ello porque, por decirlo así, el país no se ha adaptado aún a la cultura humana y nosotros seguimos obligados a cortar nuestro pan espiritual en rebanadas mucho más finas que lo hicieran nuestros antepasados. No se trata de que debamos renunciar a los adornos arquitectónicos ni siquiera en los periodos más difíciles, pero ¡revistamos primero nuestra casa de belleza, en cuanto nos afecta de manera tan íntima como el caparazón al molusco, y así no nos sentiremos agobiados por ella! Pero ¡ay! he estado ya dentro de una o dos de ellas y sé muy bien como resultan. Aunque no hemos degenerado tanto que no pudiéramos vivir en una cueva o en una tienda, o servirnos de pieles para vestir, en verdad es mejor aceptar las ventajas que la industria e inventiva humanas nos ofrecen, pese a haber sido adquiridas a coste tan elevado. En una comunidad como la nuestra, los tableros y bardas, la cal y los ladrillos son más baratos y más fáciles de obtener que las cuevas adecuadas, que los troncos de buena medida e incluso que las piedras planas o la arcilla de fraguado. Hablo de este tema con pleno conocimiento porque me las he visto con él teórica y prácticamente. Con un poco más de ingenio, podríamos servirnos de estos materiales para hacernos más ricos que los cresos de hoy y para convertir nuestra cultura en una bendición. El hombre civilizado es, al fin y al cabo, un salvaje con más conocimientos y experiencias. Pero, vayamos al grano.
Hacia finales de marzo de 1845 pedí prestada un hacha y me dirigí a los bosques próximos a la laguna de Walden, a un lugar inmediato al emplazamiento previsto para mi cabana, donde empecé a talar algunos pinos blancos de gran altura. Es difícil empezar sin pedir prestado, pero acaso sea ésta la forma más generosa de hacer que el prójimo participe en vuestra empresa. Que era la niña de sus ojos, me dijo el dueño del hacha al entregármela; pero yo se la devolví más afilada aún que cuando la recibiera. Mi lugar de trabajo se hallaba en una ladera de suave pendiente cubierta de pinos que enmarcaban la vista del lago, junto al cual se abría un pequeño campo delimitado aquí y allá por más pinos y nogales. Pese a mostrar ya algunos espacios abiertos, el hielo de la laguna no se había disuelto aún y se veía completamente oscuro y repleto de agua. Aquellos días hubo algunas ventiscas de nieve, pero la mayor parte del tiempo, cuando emprendía el regreso al pueblo siguiendo la vía del ferrocarril, sus dorados taludes de arena se sucedían centelleantes en la brumosa atmósfera, mientras los raíles brillaban al sol de la primavera, y la alondra, el tirano y otras aves se encontraban de nuevo entre nosotros para recomenzar otro año. Eran unos apacibles días de primavera, en los que el invierno del descontento humano[4] iba deshelándose con la tierra, y la vida, hasta entonces aletargada, empezaba a desperezarse.
Un día que mi hacha se había desprendido del mango, después de haberme permitido abatir un nogal verde del que obtuve una cuña que hinqué en el asidero con ayuda de una piedra —para dar luego con todo en una charca para que se hinchara la madera— vi como una culebra, de esas de rayas, se internaba en el agua y se quedaba en el fondo, al parecer sin la menor dificultad, durante todo el tiempo que permanecí allá: más de un cuarto de hora. Puede que esto le resultara posible por no haber salido aún del todo de su estado de sopor. Se me ocurrió que, por igual razón, son muchos los hombres que permanecen en su presente situación, baja y primitiva; pero si sintieran la influencia del impulso primaveral, ese renacer les llevaría necesariamente a una vida más elevada y etérea. Antes me había cruzado ya en la senda con culebras, que en la helada mañana aparecían con parte de su cuerpo aún insensible y rígido, en espera del sol que las deshelare. El día primero de abril llovió, y se derritió el hielo. A primera hora oí a un ganso extraviado que tentaba su camino por la laguna, al tiempo que se exclamaba como si anduviera sin norte o como si fuera un espíritu de la niebla. Continué así varios días, cortando y desmochando ramas con mi hachuela, cepillando parales y cabrios, libre de pensamientos eruditos o de valor que justificara especialmente su comunicación; cantaba para mí:
Men say they know many things;
But lo! they have taken wings,
The arts and sciences,
And a thousand appliances;
The wind that blows
Is all that any body knows.
«Son muchas las cosas que los hombres dicen saber
pero ¡ay! han tomado alas
artes, ciencias
y mil martingalas;
y no es sino el viento que sopla,
lo que los más llegan a conocer».
Desbasté los largueros de más de seis pulgadas, las vigas por dos lados solamente, y los parales y tablazón por un lado, dejando en el resto la corteza, de modo que resultaban tan rectos como los aserrados y mucho más robustos. Como para entonces había obtenido prestadas otras herramientas diversas, cada palo era cuidadosamente entallado y despatillado en su extremo. Mi día no se hacía muy largo en los bosques; solía llevar mi almuerzo de pan y mantequilla envuelto en el mismo periódico que solía leer a la hora de comer, acto que transcurría entre las ramas de pino recién cortadas, las cuales impartían parte de su fragancia a mi magro condumio pues mis manos estaban siempre cubiertas de una espesa capa de resina. Para cuando daba fin a mi tarea, era ya más amigo que enemigo de los pinos, pese a haber derribado más de uno, ya que habían aumentado también mis conocimientos acerca de ellos. A veces, algún vagabundo era atraído por el ruido del hacha, y su presencia y chachara entre las astillas propiciaba siempre un grato descanso.
Comoquiera que no apresuré el trabajo, sino que de él traté de obtener la mayor satisfacción, mi casa quedó ensamblada y lista para cubrir hacia mediados de abril. Para hacerme con los tablones necesarios para ello había comprado ya la cabana de James Collins, un irlandés que trabajaba en el ferrocarril de Fitchburg. Por cierto, que esta cabana se consideraba de calidad fuera de lo común. Cuando fui a verla, el dueño no se encontraba allí, de manera que decidí inspeccionarla primero por fuera, lo que hice inobservado dada la altura y profundidad de la única ventana. Se trataba de una construcción de escasas dimensiones, de techado puntiagudo y sin más caracteres de importancia apreciables a primera vista, pues los cascajos y el lodo, como si se tratara de un montón de estiércol, alcanzaban en derredor una altura de casi metro y medio. El techo era lo más sólido, pese a revelárseme algo alabeado y quizá quebradizo por la acción del sol. No había marco en la puerta, pero se había previsto un paso constante para las gallinas.
La señora Collins apareció de pronto y me invitó a entrar, acto que puso en movimiento a las ponedoras. El interior era oscuro, el piso —en su mayor parte de tierra batida— era húmedo y pegajoso; sólo aquí y allá lo ocultaba algún madero que, sin duda, no soportaría muchas manipulaciones. La mujer encendió una lámpara para enseñarme el interior de la techumbre y paredes, así como que la madera del zaguán se prolongaba hasta debajo del lecho, al tiempo que me advertía que no entrara en el sótano, agujero excavado en la tierra más bien, de algo más de medio metro de profundidad. Según sus propias palabras «había buena madera arriba, buenas maderas en torno, y una buena ventana», de dos vidrios originalmente, de la que últimamente sólo había hecho uso el gato para sus salidas. Había una estufa, una cama, un lugar para sentarse, un niño —nacido allí—, una sombrilla de seda, un espejo dorado y un molinillo de café, visiblemente nuevo, clavado en un tocón de roble joven: eso era todo. James, entretanto, había vuelto, y en seguida cerramos el trato. Yo tenía que pagar cuatro dólares y veinticinco centavos aquella misma noche; él abandonaría la choza hacia las cinco de la mañana, sin vender entretanto nada a nadie; y yo tomaría posesión de ella una hora después, es decir, a las seis. «Bueno sería —dijo— que acudiera a primeras horas para anticiparme a algunas reclamaciones vagas, totalmente injustas, referentes a la renta del suelo y al combustible». Ésta era la única pega, me aseguró. A las seis, en efecto, me crucé con él y familia en el camino. Un gran fardo encerraba todo su mundo: cama, molinillo, espejo y gallinas, todo menos el gato, que se echó al monte y, según supe algún tiempo después, se convirtió en felino salvaje, para caer un día en una trampa tendida a las marmotas y acabar, a la postre, como felino muerto.
Aquella misma mañana desmantelé el chamizo arrancando los clavos, y en repetidos viajes con una carretilla de mano transporté planchas y maderos cerca de la laguna para que se secaran y enderezaran de nuevo al sol. Un zorzal tempranero me regaló un par de notas de paso por el bosque. Más tarde fui informado traicioneramente por un joven llamado Patrick de que el vecino Seeley, un irlandés, aprovechaba los intervalos de acarreo para hacerse con los clavos útiles, pues, suficientemente rectos, se podían aún clavar, y con las argollas y pernos. Luego, viéndome hacer, aquél permaneció impasible frente a mí, a buen seguro con pensamientos primaverales en la mente, mientras contemplaba con todo descaro la devastación, a falta, dijo, de más que hacer. Sin duda, estaba allí para representar a la clase de los espectadores y para ayudar a equiparar este insignificante evento con la deposición de los dioses de Troya.
Cavé mi sótano en la ladera sur de una colina, donde una marmota había excavado antes su madriguera, a través de raíces de zumaque y de zarzamora, y de la laya vegetal más baja, hasta que aquél midió casi dos metros cuadrados por algo más de profundidad y llegué a un fondo de fina arena, donde, ciertamente, no se me helarían las patatas ningún invierno. Dejé los lados en forma escalonada, sin empedrar; pero, no habiendo conocido jamás la luz del sol, la arena sigue aún en su sitio. El trabajo no me llevó más de dos horas; y esa roturación del terreno me produjo especial placer, pues verdad es que en casi todas las latitudes los hombres cavan hasta dar con una temperatura uniforme. En la ciudad, y debajo de la mansión más espléndida, es posible dar aún con el sótano donde, como antaño, se guardan las provisiones; mucho después de que haya desaparecido la superestructura de aquélla, las huellas dejadas en la tierra son indelebles. La casa no es sino una especie de porche edificado a la entrada de una madriguera. Por fin, a primeros de mayo, y con la ayuda de algunos conocidos, más por aprovechar ocasión tan buena para reforzar lazos de vecindad que por verdadera necesidad, levanté la estructura de mi casa, y no ha habido hombre alguno que haya sido más honrado que yo por el carácter de sus ayudadores, los cuales están destinados, confío, a erigir algún día estructuras de más altura. Inicié la ocupación de mi casa el 4 de julio, es decir, tan pronto como la hube dotado de tabiques y techado, tabiques que dispuse con borde biselado, de manera que fueran impenetrables a la lluvia una vez solapados; sin embargo, antes procedí a asentar los fundamentos de una chimenea-hogar en un rincón, para lo cual transporté a brazo colina arriba como dos carretadas de piedras desde la misma orilla de la laguna. Construí mi chimenea en otoño, después de cavar la huerta, antes de que los fríos hicieran necesario disponer de calor; entretanto, cociné al aire libre, a primeras horas de la mañana, lo cual estimo más conveniente y agradable en muchos aspectos que el proceder convencional. Cuando llovía antes de que mi pan estuviera cocido, fijaba unos cuantos tableros o listones por encima del fuego y me sentaba a su abrigo en espera de que mi hogaza estuviera lista, con lo cual obtenía de paso unas horas de grata contemplación. En aquellos días, de gran ocupación para mis manos, leía muy poco; pero, los retazos de papel que revoloteaban por el suelo, mi mesa y mantel de fortuna, me proporcionaban tanto entretenimiento como si se hubiera tratado, de hecho, de la Iliada.
Valdría la pena, quizá, construir de una manera más ponderada de lo que yo lo hice, considerando por ejemplo qué fin guardan en relación con la naturaleza del hombre una puerta, una ventana, un sótano o una buhardilla, y absteniéndonos de construir jamás una superestructura hasta que para ello no diéramos con mejor razón que la vinculada a nuestras necesidades temporales. Opino que existe en el hombre la misma capacidad que permite al ave construir su nido, y ¿quién sabe si, en el caso de que los hombres construyeran sus casas con sus propias manos y proveyeran de alimentos tanto a su persona como a los suyos de modo suficientemente simple, honrado y eficaz, no se desarrollaría umversalmente una facultad poética al igual que cantan las aves umversalmente cuando se hallan empeñadas en similar tarea? Pero ¡ay!, como los cuclillos y los molotros, que ponen sus huevos en los nidos construidos por otras aves, y que no alegran al viajero con sus gorjeos atropellados y ruidosos, así hacemos nosotros… ¿Cederemos siempre al carpintero el placer del construir? ¿Qué significa o qué papel ocupa la arquitectura en la experiencia del común de los mortales? Jamás di en mi inveterado deambular con hombre alguno dedicado a algo tan simple y natural como construirse su propia casa. Pertenecemos a la comunidad. Y no es sólo el sastre quien representa la novena parte del hombre activo; otro tanto cabe decir del predicador, del comerciante y del labriego. ¿Dónde están los límites de esta división del trabajo? ¿Y qué objeto tiene? No me cabe la menor duda de que otro podría pensar por mí; pero no es en modo alguno deseable que lo haga, eximiéndome así de esta labor.
Cierto, hay arquitectos en este país. Así se dice, y yo he oído hablar de uno, por lo menos, poseído de la idea de que el hacer adornos arquitectónicos encierra un núcleo de verdad, una necesidad; y, de ahí, belleza. Eso, como si para él fuera una revelación. Todo conforme, desde su punto de vista, pero apenas mejor que un «dilettantismo» bienintencionado. Reformador sentimental de la arquitectura, empezó por la cornisa, no por los cimientos. Todo consistía en cómo poner un poco de verdad en los ornamentos, ¡qué cada ciruela dulce tuviera su hueso, vamos! (aunque, personalmente, estimo que son más convenientes y saludables las ciruelas acidas), y no cómo iba a construirse cada inquilino, cada usuario, por dentro y por fuera, dejando que los ornamentos o adornos se dispusieran a su aire. ¿Qué persona razonable pudo suponer jamás que los ornamentos eran algo puramente externo, que se hallaban en la piel, o que la tortuga se hizo con su moteado caparazón y el marisco con sus visos madrepóricos por medio de un contrato como el que suministró a los vecinos de Broadway su Iglesia de la Trinidad?
Sin embargo, al hombre le cabe hacer tanto con respecto a la arquitectura de su casa como a la tortuga en cuanto concierne a su coraza; y así, el soldado no tiene necesidad de ser tan vano como para tratar de pintar el color exacto de su valor[5] en su estandarte ¡ya lo descubrirá el enemigo! Y puede que empalidezca llegada la hora. Me pareció, pues, que aquel hombre se inclinaba meramente sobre la cornisa para musitar a los rudos habitantes de la finca sus medias verdades, cuando aquéllos las conocían mejor. Sé que lo que alcanzo a ver hoy de bello en arquitectura ha partido gradualmente desde dentro, de las necesidades y carácter del ocupante, único constructor, de una nobleza y verdad inconscientes, que excluyen toda consideración a lo aparente; toda belleza adicional que de ello resulte tendrá sus raíces en una hermosura de vida igualmente indeliberada. Las viviendas más interesantes de este país, como no ignora el pintor, son las que menos pretensiones tienen: las masías y las cabanas de troncos de los más pobres; es la vida de quienes las habitan y no una o más particularidades de su exterior lo que, en definitiva, las hace pintorescas. E igual de interesante ha de resultar el habitat del poblador urbano cuando su vida sea tan sencilla y grata a la imaginación que no se perciba en el estilo de aquél el menor esfuerzo por causar efecto. Una gran proporción de los adornos arquitectónicos comunes son sencillamente triviales y superfluos, y poco quedaría de ellos tras una tormenta septembrina, ¡fruslerías añadidas!, que por lo demás no afectaría a las cosas esenciales. Quienes carecen de olivas y vino en el sótano pueden arreglárselas sin arquitectural ¿Qué ocurriría si se hiciera tanta alharaca acerca de los adornos de estilo en la literatura, y los arquitectos de nuestras biblias dedicaran tanto tiempo a las cornisas como invierten los de nuestras iglesias? ¡Así resultan las belles lettres y beaux arts y quienes los profesan! Pues ¡vaya, mucho es lo que le importa al hombre cómo se colocan en torno a él algunos tirantes y largueros, ciertamente, al igual que los colores que van a adornar la cala que le encierra! Lo entendería si, en verdad, hubiera sido él quien así lo dispusierá; pero huérfanos aquellos del espíritu del morador es como si se tratara de un ataúd —la arquitectura funeraria— y «carpintero» no es entonces sino sinónimo de «enterrador». En su indiferencia o desesperación por la vida uno llega a decir: «Toma un puñado de la tierra que se encuentra a tus pies, y pinta tu casa de ese colon». ¿Acaso piensa en su última y ajustada morada? Apostad a que sí. ¡Qué abundancia de ocio debe tener! ¿A santo de qué echar mano de un puñado de tierra? Mejor pintar la casa de vuestro propio color y que dejéis que empalidezca o se ruborice por vosotros llegado el caso. ¡Empeñarse en mejorar el estilo arquitectónico de la vivienda; cuando tengáis ornamentos apropiados para mí, los usaré!
Antes de que llegara el invierno construí una chimenea y recubrí los costados de mi casa, para entonces ya impermeable, con ripias desiguales y llenas de savia, obtenidas de la primera madera cortada y cuyos cantos me vi obligado a enderezar por consiguiente con un cepillo. Dispongo, pues, de una casa de firme tablazón, revocada, de tres metros de ancho por tres y medio de largo, con pilares de dos metros y medio, con buhardilla y guardarropa, ventanal a cada lado, trampillas de ventilación, puerta en un extremo y chimenea de ladrillo al otro. El precio exacto de mi propiedad en base al coste de los materiales usados y excluyendo el trabajo invertido fue como seguirá; y que conste que si lo detallo así es porque son pocos los que pueden decir con exactitud cuánto cuesta su casa, y menos aún quienes son capaces, de serlo alguno, de precisar el monto a que asciende por separado cada uno de los elementos integrados en la obra.
Tablas, $ 8,03 ½ la mayoría ripias.
Tablas de desecho para el techo y las paredes, 4,00
Listones, 1,25
Dos ventanas de segunda mano con vidrios, 2,43
Mil ladrillos viejos, 4,00
Dos barriles de cal, 2,40 Resultaba cara.
Cerda, 0,31 Más de lo que necesitaba.
Soporte para el hogar, 0,15
Clavos, 3,90
Bisagras y tornillos, 0,14
Cerrojo, 0,10
Yeso, 0,01
Transporte, 1,40 del cual cuidaron en gran medida mis espaldas.
____________________
Total $28,12
Con excepción de la madera de construcción, las piedras y la arena, que reclamé a fuer de colono, esos son todos los materiales. Cuento también con un cobertizo adjunto, asimismo techado, que pergeñé con los sobrantes de la obra.
Abrigo la intención de construirme una casa que superará a todas las de la calle principal de Concord en empaque y lujo, toda vez que me placerá en igual medida y no me costará más de la que poseo ahora.
Así descubrí que el estudiante que quiere un refugio, puede obtenerlo de por vida a un coste que no es mayor que la renta que paga ahora por año. Y si os parece que me enorgullezco más de lo que es propio, mi excusa es que lo hago por la Humanidad más que por mí mismo; y tanto si me quedo corto como si me contradigo, la verdad de mi aserto no se ve mermada. Pese a la hipocresía y la gazmoñería reinantes —paja que encuentro difícil de separar de mi trigo, pero de la que me resiento como el que más— quiero respirar libremente y abundar en lo dicho, tal es el solaz que reporta tanto física como moralmente, de modo que he resuelto no convertirme en abogado del diablo por simple humildad. Hablaré, pues, en favor de la verdad. En Cambridge College, el estudiante paga treinta dólares al año por la renta de una habitación apenas más grande que la mía, aunque la corporación tiene la ventaja de que puede construir treinta y dos, una al lado de la otra y bajo el mismo techo, de manera que su ocupante sufre el inconveniente de contar con un vecindario ruidoso y nutrido y, quizá, de verse alojado en el cuarto piso. No puedo sino pensar que si aplicáramos una visión más certera a esos asuntos, no sólo necesitaríamos menos educación, pues en verdad ya la hubiéramos adquirido, sino que el gasto pecuniario que representa el obtenerla se desvanecería en gran parte. Los refinamientos que necesita el estudiante en Cambridge, o donde sea, le cuestan a él o a otro diez veces más de lo que valen con una administración correcta por ambas partes. Las cosas para las que se suele pedir las cantidades de dinero más grandes no son nunca aquellas que más necesita el estudiante. La enseñanza, por ejemplo, es una de las partidas más importantes en la cuenta del curso, en tanto que por la educación que obtiene asociándose con sus contemporáneos más cultos no se le carga nada. La manera de fundar un College consiste por lo general en abrir una subscripción en dólares y centavos, y luego en seguir ciegamente el principio de la división del trabajo hasta el extremo —principio que no debiera seguirse nunca sino con gran circunspección—, llamando a un contratista que hace de ello un motivo de especulación, y emplea a irlandeses o a otros trabajadores para poner los fundamentos, mientras que los que serán estudiantes, se dice que están adecuándose para ello; y por este yerro han de pagar sucesivas generaciones. Creo que tanto para los estudiantes como para quienes desean beneficiarse de ello sería mejor que ellos mismos pusieran los cimientos. El estudiante que asegura su deseada ociosidad y retiro eludiendo sistemáticamente toda clase de trabajo necesario para el hombre común no obtiene sino una ociosidad innoble y poco provechosa, al tiempo que se defrauda de la única experiencia que puede hacer aquélla productiva. «Pero, dice uno, ¿no querrá usted decir con esto que los estudiantes deberían ir a trabajar con las manos en lugar de hacerlo con la cabeza?». No, no es eso exactamente, pero sí algo que aquél podría pensar muy semejante; y es que no debieran jugar a la vida o meramente estudiarla mientras la comunidad les sufraga un juego tan costoso, sino vivirla intensamente de principio a fin. ¿Cómo podrían aprender mejor a vivir sino probando resueltamente el experimento de la vida? Creo que ello ejercitaría la mente tanto como las matemáticas. Si yo quisiera que un muchacho supiera algo de arte y ciencia, por ejemplo, no seguiría el proceder común, que consiste en enviarlo con un profesor, donde todo se profesa y practica menos el arte de vivir; donde el mundo es inspeccionado con un telescopio o con un microscopio y nunca con visión natural, y se estudia química sin aprender cómo se hace el pan; o mecánica sin saber a qué obedece, donde se descubren nuevos satélites para Neptuno y no se detecta la mota del ojo, ni de qué vagabundo es uno mismo satélite, o para ser devorado por los monstruos en derredor mientras se contempla los que pueblan una gota de vinagre. ¿Quién habría progresado más al cabo de un mes, el muchacho que se hizo su propia navaja que él mismo extrajo y fundió leyendo lo necesario para efectuar este trabajo, o aquel que presente en todas las clases de metalurgia del instituto recibió un buen día de su padre un cortaplumas Rodgers? ¿Quién sena el primero en cortarse?… ¡Para mi asombro, al dejar el college me enteré de que había estudiado navegación! ¿No habría sabido más si me hubieran dado tan sólo una vuelta por el puerto? Hasta el estudiante pobre estudia y le es enseñado sólo economía política, mientras que esa economía del vivir, que es sinónimo de filosofía, ni siquiera es profesada sinceramente en nuestros colleges. Y la consecuencia es que, mientras que aquél lee a Adam Smith, a Ricardo y a Say, hace que su padre se endeude irremediablemente.
Como con nuestros colleges, igual ocurre con un centenar de «mejoras modernas»; hay mucho de ilusión y no siempre se trata de progreso auténtico. El diablo sigue exigiendo hasta el final interés compuesto sobre su primera acción y sobre las innumerables inversiones posteriores. Nuestros inventos suelen ser juguetes bonitos que distraen nuestra atención de cosas más serias. No son sino medios mejores para llegar a un fin que no ha mejorado y que nunca ha dejado de ser de logro demasiado fácil, como asequibles resultan hoy Bostón o Nueva York por vía férrea. Tenemos prisa en construir un telégrafo magnético entre Maine y Texas; pero puede que Maine y Texas no tengan nada importante que comunicarse o que se encuentren en predicamento semejante al de aquel hombre que, ansioso de ser presentado a una distinguida señora sorda, cuando satisfizo por fin su deseo y le fue puesta en la mano la trompetilla que debió facilitar la comunicación, no supo qué decir. Como si lo importante fuera hablar con rapidez y no con sentido común. Deseamos construir un túnel debajo del atlántico para acortar en algunas semanas lo que nos separa del viejo mundo. Pero bien puede ocurrir que la primera noticia que llegue entonces a oídos americanos sea que la princesa Adelaida tiene la tos ferina. Después de todo, el hombre cuyo caballo corre una milla por minuto no siempre es portador del mensaje más importante. No se trata de evangelista alguno que se alimente de langostas y miel silvestre. Dudo que Flying Childers[6] haya llevado jamás siquiera un peck[7] al molino. Me dice uno: «Me extraña que usted no ahorre. Le encanta viajar; hoy podría tomar el tren para Fitchburg y ver la campiña». Pero soy más inteligente que él. He aprendido que el viajero más veloz es aquel que va a pie. Así, contesto: «Supongamos que se trata de comprobar quién llega primero; la distancia es de treinta millas y el billete de ida cuesta noventa centavos, es decir, casi el salario de un día. Me acuerdo de cuando los jornales ascendían a sesenta centavos en la construcción de este mismo ferrocarril. Pues bien, me pongo en camino ahora, a pie, y llego antes de la noche. Mientras tanto, usted habrá ganado el valor del pasaje, y llegará a destino mañana o puede que incluso esta noche si ha tenido la fortuna de conseguir un trabajo a tiempo. En vez de ir a Fitchburg, usted permanecerá aquí trabajando la mayor parte del día; de modo que si el tren se extendiera alrededor del mundo, creo que yo seguiría estando por delante; y lo de ver la campiña y adquirir esta clase de experiencia me exigiría el cortar definitivamente nuestra relación».
Así es la ley universal y nadie puede sustraerse a ella. En cuanto al ferrocarril podemos decir que es tan ancho como largo. El construir un tendido alrededor del mundo que sea asequible a la humanidad entera, equivale a nivelar toda la superficie del planeta. Los hombres abrigan la vaga idea de que si mantienen esta actividad conjunta de capitales y palas durante suficiente tiempo, todos terminarán por dirigirse a algún sitio, sin gasto apenas de tiempo y gratis; pero aunque la multitud se apresura hacia la estación y el conductor grita «¡Al tren!», cuando se disipe la humareda y se haya condensado el vapor se verá que sólo unos pocos han embarcado y que la inmensa mayoría ha sido atropellada. Se hablará entonces de un «accidente de melancolía» y tal será. No hay duda de que quienes hayan ganado el importe de su billete viajarán al fin, es decir, si sobreviven el tiempo suficiente; pero para entonces habrán perdido probablemente su agilidad y aun el deseo de moverse. Eso de dedicar la mejor parte de la vida a ganar dinero con objeto de disfrutar de una libertad cuestionable durante la peor parte de aquélla me recuerda a aquel inglés que se fue a la India a hacer fortuna para luego poder regresar a Inglaterra y vivir una vida de poeta. Debería haber subido a la buhardilla en primer lugar. «¡Qué!», exclaman un millón de irlandeses surgiendo de golpe de todas las chozas del país. «¿Acaso no es una buena cosa ese ferrocarril que hemos construido?» «Sí», respondo, «relativamente buena, pues podrías haberlo hecho peor; pero siendo hermanos míos como sois, preferiría que hubierais invertido vuestro tiempo en algo mejor que el cavar en este lodo».
Deseando ganar diez o doce dólares por algún medio honrado y agradable para poder saldar estos desacostumbrados gastos antes de concluir la casa, sembré cerca de ella algo así como una hectárea de terreno ligero y arenoso, con judías principalmente, amén de algunas patatas, maíz, guisantes y nabos. El lugar mide en conjunto unas cuatro hectáreas y media, en su mayor parte pobladas de pinos y nogales americanos, y fue vendido el año pasado a razón de ocho dólares y ocho centavos acre. Uno dijo que «no servía sino para criar ruidosas ardillas». No puse abono, al no ser dueño sino intruso circunstancial, y por no esperar mayores cultivos futuros, y tampoco aré la tierra de vez. Arranqué algunos tocones, que solventaron mis necesidades de combustible durante bastante tiempo y que dejaron pequeños círculos de mantillo virgen, fácilmente distinguibles durante todo el verano por la mayor exuberancia de las judías allí crecidas. Los maderos viejos, prácticamente invendibles, que se hallaban detrás de la casa, y los arrastrados por las aguas de la laguna, me proporcionaron el resto del combustible. Tuve que hacerme con una yunta y un hombre para arar, aunque fui yo quien manejó el arado. Los gastos de mi pequeña finca durante la primera temporada ascendieron a 14,72 1/2 dólares entre herramientas, simientes y mano de obra. La semilla de maíz me fue regalada. De su coste no vale la pena hablar, a menos que uno plante más de lo suficiente. Obtuve doce bushels[8] de judías y dieciocho de patatas, además de guisantes y de maíz dulce. El maíz amarillo y los nabos fueron demasiado tardíos para que me dieran rendimiento. Mis ingresos, pues, fueron:
$ 23,44
Restando gastos 14,72 ½
____________________
Quedan 8,71 ½
además del producto consumido y del disponible cuando este cálculo fue efectuado, por valor de 4,50 $, más que compensando lo disponible el poco de grano que no llegué a cosechar. Considerando todas las cosas, es decir, la importancia del alma del hombre y del presente, a pesar del poco tiempo dedicado a mi experimento, o mejor dicho, en parte a causa de su carácter pasajero, creo que las cosas me fueron mejor que a ningún otro granjero, ese año, en Concord.
El año siguiente se me dio aun mejor, pues cavé toda la tierra que necesitaba, alrededor de un tercio de acre, y aprendí por la experiencia de ambos años, sin que en modo alguno me impresionaran las numerosas obras célebres dedicadas a la agricultura, y entre ellas la de Arthur Young, que si uno viviera simplemente y se alimentara sólo de la cosecha de sus cultivos, y éstos no fueran más de los necesarios, ni trocados por una cantidad insuficiente de cosas más lujosas y caras, le bastaría con atender sólo a unas cuantas varas de terreno, que resultaría más barato cavar que arar con ayuda de bueyes y vería que es mejor seleccionar una porción virgen de vez en cuando que abonar lo viejo, con lo cual podría efectuar toda la labor agrícola necesaria, por así decir, con su mano izquierda y a horas sueltas del verano; de esta forma no se vería atado a un buey, caballo, vaca o cerdo, como es lo común. Deseo que mis palabras sean imparciales y como corresponderían a quien no estuviera interesado en el éxito o fracaso del presente orden económico y social. Yo era más independiente que ningún colono en Concord pues no estaba anclado en ninguna casa ‘ o granja sino que podía seguir en todo momento la inclinación de mi genio, que es bastante retorcido. Además de hallarme ya en mejor situación que ellos, si mi casa se hubiera incendiado o mis cultivos fracasado no habría estado ni mejor ni peor que antes.
Más de una vez se me ha ocurrido que no son los hombres quienes cuidan los rebaños sino que son éstos los cuidadores de aquéllos, dada su mayor libertad. Los hombres y los bueyes intercambian trabajo, pero si consideramos sólo el necesario, se verá que los segundos gozan de mayores ventajas pues el terreno de que disponen es mucho más grande. El hombre realiza parte de su labor de intercambio durante las seis semanas de recolección del heno, que no es juego de niños. Ciertamente, ningún pueblo que viviera con sencillez en todos los aspectos, como haría un pueblo de filósofos, cometería el error tan grande de hacer uso del trabajo de los animales. Verdad es que jamás ha habido nación alguna de filósofos, ni es probable que la haya pronto; también, que tampoco estoy seguro de que fuera deseable. Pero, el caso es que yo no habría tomado un caballo o buey ni le habría procurado sustento por el trabajo que pudiere realizar para mí, por miedo a convertirme en vaquero o pastor; y si la sociedad parece ganar por hacerlo, ¿podemos asegurar quejo que es ganancia para unos no es pérdida para otros? ¿Y que al mozo de cuadra cabe igual razón que al amo para sentirse satisfecho? Estoy de acuerdo en que determinadas obras públicas no se habrían llevado a cabo sin esa ayuda; dejemos, pues, que el hombre comparta la gloria con el caballo y el buey, pero ¿acaso no habría podido realizar obras más dignas de él sin su concurso? Cuando los hombres empiezan a hacer algo, no meramente innecesario o artístico, sino lujoso o vano con ayuda de aquéllos es inevitable que unos pocos realicen toda la labor de intercambio con los bueyes, en otras palabras, que se conviertan en esclavos de los más fuertes. El hombre no sólo trabaja así por el animal que encierra en su interior sino que, como símbolo de éste, también por el que se encuentra fuera de él. Y aunque tenemos muchas cosas de piedras y ladrillos, la prosperidad del granjero se mide todavía por el tamaño del granero que da sombra a la vivienda. Se dice que este pueblo cuenta con los mayores establos para bueyes, vacas y caballos de la comarca, y que no queda retrasado en lo que a edificios públicos se refiere. Pero son escasos los lugares dedicados a la libertad de expresión y de culto en este condado. No es por medio de la arquitectura sino incluso por su poder de pensamiento abstracto que las naciones debieran tratar de conmemorarse. ¡Cuánto más digno de ser admirado el Bhagavat-Ghita que todas las ruinas de Oriente! Torres y templos son lujos de príncipes. Pero la mente sencilla e independiente no se afana a la orden de príncipe alguno ni el genio es privativo del emperador como tampoco, que no sea en grado trivial, el oro, la plata y el mármol. ¡Decidme! ¿Con qué fin es martillada tanta piedra? Cuando estuve en la Arcadia no vi piedras labradas. Hoy las naciones están poseídas de una ambición insana por perpetuar su recuerdo en la cantidad de piedra tallada que dejan. ¿Y si se tomaran igual trabajo en suavizar y pulir sus maneras? Una obra de buen sentido sería más memorable que un monumento que llegara a la luna. Prefiero ver la piedra en su sitio. La grandeza de Tebas fue una grandeza vulgar. Tiene más sentido la pared de piedra seca que delimita el terreno del hombre honrado que una Tebas de cien puertas que se ha alejado del verdadero fin de la vida. La religión y la civilización bárbaras y paganas construyen templos espléndidos; lo que puede llamarse cristiandad, no. La mayor parte de la piedra que talla una nación se destina a su propia tumba. Es como enterrarse en vida. En cuanto a las pirámides, no hay nada que maraville tanto en ellas como el hecho de que se pudiera encontrar tantos hombres suficientemente degradados para pasarse la vida construyendo la tumba de algún necio ambicioso a quien habría sido más inteligente y viril ahogar en el Nilo antes de dar su cuerpo a los perros. Puede que no me costara hallar excusa para unos y otro, pero no tengo tiempo para ello.
Por lo que se refiere a la religión y al amor al arte de los constructores, ocurre igual que en todo el mundo. Tanto da si se trata del Banco de los Estados Unidos como de un templo egipcio. Cuesta más de lo que vale. La motivación inicial es la vanidad asistida del gusto por el ajo y el pan con mantequilla. El señor Balcom, joven y prometedor arquitecto, lo dibuja en el reverso de su Vitrubio con lápiz duro y cartabón, y el encargo pasa a Dobson e Hijos, picapedreros. Cuando treinta siglos contemplan desde lo alto la humanidad empieza a hacerlo desde abajo. En cuanto a vuestras altas torres y monumentos, hubo una vez un tipo chiflado en este pueblo que se propuso cavar hasta llegar a China, y que fue tan lejos en su empeño, decía, que alcanzó a oír el ruido de las ollas y marmitas chinas; pero yo no me apartaría un ápice de mi camino pasa admirar el agujero. Son muchos los que se preocupan por los monumentos de Oriente y Occidente; me gustaría saber quiénes, por encima de tales frivolidades, no los edificaron entonces. Pero, sigamos con mis estadísticas.
Como agrimensor, carpintero y jornalero diverso en el pueblo, pues tengo tantos oficios como dedos, había ganado entretanto 13,34 dólares. Descontando las patatas, algo de maíz tierno y algunos guisantes de propia cosecha y excluyendo el valor de cuanto me quedaba disponible, los gastos por alimentación durante ocho meses, a saber, desde el 4 de julio hasta el 1 de marzo, período considerado en mi cálculo aunque viví allí más de dos años, fueron:
Arroz, $ 1,73 ½
Melaza, 1,73 ½ La forma más barata de sacarina.
Harina de centeno, 1,04 ¾
Harina de maíz, 0,99 ¾ Más barata que el centeno.
Carne de cerdo, 0,22
Experimentos que fracasaron.
Harina de trigo, 0,88 Sale Más cara que la harina de maíz, tanto en dinero como en molestias.
Azúcar, 0,80
Manteca de cerdo, 0,65
Manzanas, 0,25
Batatas, 0,10
Una calabaza, 0,06
Una sandía, 0,02
Sal, 0,03
Comí, pues, $ 8,74, según reza; pero no publicaría alegremente mi culpa si no supiera que la mayoría de mis lectores son tan culpables como yo y que sus cuentas no aparecerían mejor que las mías, por escrito. El año siguiente logré hacerme en ocasiones con un plato de pescado para la cena, y una vez llegué hasta a dar muerte a una marmota que causaba estragos en mis judías —efectué su transmigración, como diría un tártaro— y a devorarla en parte a título de experimento; pero, aunque me proporcionó un placer momentáneo, a pesar de su sabor almizcleño, llegué a la conclusión de que ni siquiera el uso reiterado lo convertiría en buena práctica, aunque pudiere parecer que uno tenía sus marmotas aderezadas por el carnicero de la villa.
Aunque poco cabe inferir de esta partida, la ropa y gastos varios de poca monta ascendieron a:
$ 8,40 3/4
Aceite y algunos utensilios domésticos, 2,00
De modo que, salvo por lavado y zurcido, que en su mayor parte se hicieron fuera de casa, y de cuya cuenta no he recibido aún noticia, las salidas dinerarias —que son todas y aun más de las necesarias en esta parte del mundo— fueron:
Casa, $ 28,12 ½
Agricultura, 1 año 14,72 ½
Alimentos, 8 meses 8,74
Ropas, etc., 8 meses 8,40 ¾
Aceite, etc., 8 meses 2,00
____________________
Total 61,99 ¾
Me dirijo ahora a aquellos de mis lectores que tienen que ganarse la vida. Para ello, de mis cosechas he obtenido:
$ 23,44
Jornales propios $ 13,34
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Total $ 36,78
que restados de la suma de salidas dejan un balance de $ 25,21 3/4 de una parte —lo que corresponde casi a mis medios iniciales y da medida de los gastos en que ha de incurrirse— y, de la otra, además de la libertad, independencia y salud aseguradas así, una casa confortable para todo el tiempo que decida ocuparla.
Aunque estas estadísticas puedan parecer triviales y poco instructivas, no dejan de tener valor dado su amplio alcance. No se me ha dado nada de lo que no dé cuenta.
Según parece, la comida me costó ya unos veintisiete centavos a la semana. Después, y durante cerca de dos años, consistió de harina de centeno y maíz sin levadura, de patatas, arroz, un poco de cerdo salado, de melaza y de sal; para beber, agua. Resultaba adecuado que hiciera tanto consumo de arroz, sobre todo dada mi afición por la filosofía de la India. Para salir al paso de las objeciones de tanto tiquismiquis como anda suelto bien procede decir que si alguna vez cené fuera, como he gustado siempre hacer y espero que no me falte oportunidad de repetir, ello resulta con frecuencia en detrimento de mis previsiones domésticas. Pero ya que, como he dicho, el comer fuera es un elemento constante en mi esquema de vida, es obvio que no ha de afectar en lo más mínimo la consistencia de mis afirmaciones estimativas. Tras mi experiencia de dos años llegué a la conclusión de que es increíblemente irrisorio lo que cuesta obtener alimento, incluso en estas latitudes, y que el hombre puede subsistir con una dieta tan simple como la de los animales y conservar toda su fuerza y salud. Yo he pergeñado una comida plenamente satisfactoria en muchos aspectos, simplemente con una fuente de verdolaga (Portulaca oleracea), que recogí en mi campo de maíz, herví y salé. Doy el latín por la fragancia del nombre trivial. Y decidme ¿qué más puede desear un hombre sensato en tiempos de paz y días comunes, que un número suficiente de verdes panochas de maíz dulce, hervidas con algo de sal? Me atrevo a decir que la modesta variedad que yo introducía, si representaba una concesión al gusto, no desde luego en menoscabo de la salud. Sin embargo, los hombres han llegado hasta el extremo de morir de hambre, no porque carezcan de lo más necesario, sino por falta de lujo; y sé de una buena mujer que cree que su hijo murió porque le dio por no beber sino agua.
El lector se dará cuenta de que estoy tratando el tema más bien desde un punto de vista económico que dietético, y no querrá aventurarse a poner a prueba mi abstinencia salvo si tiene una despensa bien provista.
Al principio hice el pan con pura harina de maíz y sal, hogazas genuinas, que cocí junto al fuego, fuera de casa, sobre una ripia o al extremo de un trozo de madera aserrada sobrante de la construcción; pero solía ahumárseme y adquirir un sabor resinoso. Probé también con harina de trigo; y al fin, di con una mezcla de centeno y harina de maíz, que resultaba muy agradable y práctica. En tiempo frío, el entretenimiento de cocer varias hogazas pequeñas en sucesión no era poco, ni menor el de extenderlas y darles la vuelta con el mismo cuidado que pone el egipcio con sus huevos de cría. Eran verdaderos frutos de cereales, que yo maduraba, y que para mis sentidos poseían la misma fragancia que otras frutas más nobles, que yo trataba de conservar cuanto más tiempo fuera posible envolviéndolas en tela. Estudié el antiguo e indispensable arte de hacer pan, consultando a todas las autoridades a mi alcance sobre la materia, retrocediendo a los días primitivos y al invento primero de la modalidad ázima, cuando desde la bastedad de las bayas y carnes el hombre accedió a esta dieta suave y refinada, y viajando hacia atrás poco a poco en mi estudio, para pasar por ese agriamiento casual de la masa que, se supone, enseñó el proceso de la fermentación; y por todas las clases diferentes de ésta, hasta obtener ese «pan bueno, dulce y saludable» sostén del alma. La levadura, que algunos consideran el alma del pan, el espíritu que llena sus células, que es conservada religiosamente como el fuego de Vesta (supongo que fue un precioso puñado, en una botella embarcada en el Mayflower, el que logró para América este milagro, cuya influencia sigue creciendo, dilatándose y extendiéndose como un mar de gramíneas por toda la tierra), solía procurármela en la aldea, hasta que una malhadada mañana olvidé mis instrucciones y la quemé, con lo cual descubrí que ni siquiera era indispensable. Y es que mis descubrimientos procedían por vía analítica, no sintética. De modo que la he omitido alegremente desde entonces, pese a que si la mayoría de las amas de casa me han asegurado desde entonces que eso de pan saludable y sin levadura no puede ser, las personas mayores no se han quedado cortas profetizando la rápida decadencia de mis fuerzas. Con todo, no observé que la levadura fuera tan esencial, y después de haberme pasado sin ella todo un año, todavía me encuentro en el mundo de los vivos.
Por otra parte, así me he ahorrado con gusto la molesta futesa de tener que llevar alguna vez un frasquito de levadura en el bolsillo, que podría, para mí engorro, abrirse y derramar su contenido. Es más sencillo y más respetable prescindir de ella. Y es que el hombre es un animal que puede adaptarse más que ningún otro a todos los climas y circunstancias. Tampoco puse en mi pan producto efervescente, sal, ácido o álcali alguno; diríase que me atuve a la receta dada por Marco Porcio Catón dos siglos antes de Cristo: «Panem depsticium sic facito. Manus mortariumque bene lavato. Farinam in mortarium indito, aquae paulatim addito, subigitoque pulchre. Ubi bene subegeris, defingito, coquitoque sub testu», que entiendo equivale a: «Hágase el pan amasado así: lávense bien las manos y el mortero. Póngase la harina en la artesa y añádase agua paulatinamente amasando sin cesar. Una vez bien mezclado, désele forma y cuezase bajo tapadera», es decir, en una marmita. Ni una palabra sobre levadura. Pero no siempre usé de ese sostén de la vida. Hubo una época en que, por la escualidez de mi bolsa, no lo vi durante un mes.
Cualquier habitante de Nueva Inglaterra puede cosechar fácilmente todos los ingredientes de su pan en ese país de centeno y maíz, y así, no depender de mercados remotos y fluctuantes. Pero nos hemos alejado tanto de la sencillez y de la autonomía, que en Concord rara vez se encuentra maíz dulce fresco, ni en forma de harina, ni molido, ni como papilla ni en forma aun más basta, pues contados son los que saben de su utilidad. Los más de los granjeros se lo dan al ganado, y adquieren en el comercio harina de trigo que no siendo más saludable que aquél les resulta mucho más cara. Yo vi que podía obtener fácilmente uno o dos bushels de centeno y maíz, pues el primero crecerá en la tierra más pobre y el segundo no reclama la mejor, y que podía molerlos en un molinillo de mano y pasarme sin arroz ni cerdos, y si necesitaba algún endulzante concentrado, la experiencia me ha demostrado que podía obtener una excelente melaza de calabaza o remolacha cuando no de unos pocos arces, que me lo darían más fácilmente aún, y mientras crecían, de varios sustitutos que no he nombrado.
Porque, como cantaban nuestros antepasados:
We can make liquor to sweeten our lips
Of pumpkins and parsnips and walnut-tree chips.
Podemos hacer licor de calabazas y nabos; y patatas fritas de nogal, para endulzar nuestros labios.
Finalmente, y en lo que respecta a la sal, el más ordinario de los víveres, el obtenerla puede ser ocasión propicia para una visita a la costa, aunque si decidiera prescindir completamente de ella, probablemente bebería menos agua. No sé que los indios se afanaran mucho por su causa.
Así, me fue posible evitar todo comercio y tráfico en lo que a mi comida se refiere, y disponiendo ya de refugio, no me quedaba sino proveer el combustible y el vestuario. Los pantalones que ahora visto fueron tejidos por una familia de granjeros. Gracias a Dios quedan aún virtudes en el hombre, pues pienso que el salto de granjero a operario es tan grande y tan memorable como el de hombre a granjero, y en un país nuevo, la búsqueda de combustible no es fácil. En cuanto al habitat o entorno, si no se me permitiera aún colonizar, bien podría comprar un acre al precio que se vendió la tierra que yo cultivaba, es decir, a ocho dólares y ocho centavos. Pero siendo así, consideré que elevaba el valor del terreno con mi presencia y trabajo. Hay cierta clase de incrédulos que a veces me hacen preguntas tales como si creo que puedo vivir solamente de verduras; y para dar con la raíz del asunto de una vez —porque la raíz es la fe— suelo responder que yo puedo vivir hasta con clavos. Si no pueden entenderme tampoco comprenderán mucho de lo que tengo que decir. Por mi parte, me alegra saber que se han ensayado experimentos de esta clase: como el que un joven tratara de vivir dos semanas a base de panochas de maíz duro y crudo sirviéndose de los dientes como único mortero. La tribu de las ardillas lo probó y tuvo éxito. La raza humana se interesa por estos experimentos aunque algunas mujeres de edad que están incapacitadas para ello o que poseen sus tercios en molinos se alarmen.
Mi mobiliario, parte del cual hice yo mismo —y el resto no me costó nada de lo que no haya rendido ya cuentas—, consistía en una cama, una mesa, un escritorio, tres sillas, un espejo de tres pulgadas de diámetro, un par de tenazas y morillos, una marmita, una cazuela, una sartén, un cucharón, una palangana, dos cuchillos y tenedores, tres platos, una taza, una cuchara, una aceitera, un tarro para melaza y una lámpara barnizada. Nadie es tan pobre que tenga que sentarse sobre una calabaza. Eso sería desvalidez e irresolución. Las buhardillas del pueblo están repletas de las mejores sillas, para mi gusto, obtenibles sólo con llevárselas. ¡Mobiliario! Gracias a Dios puedo sentarme e incorporarme sin depender para ello de una mueblería. ¿Quién, aparte de un filósofo, no se avergonzaría de ver sus muebles apilados en un carro que recorre el país, expuestos a la luz del cielo y a los ojos de los hombres, un miserable montón de cajones vacíos? ¡Ahí van los muebles de Spaulding! Nunca fui capaz de decir ante carga tal si pertenecía a un nombre presuntamente rico o a un pobre; por su aspecto, el dueño se me antojaba siempre en la miseria. En verdad, cuantas más se tienen de estas cosas, más pobre se es. Diríase que cada cargamento encierra las pertenencias de una docena de chamizos; y si uno es pobre, aquél lo es doce veces más. Decidme ¿para qué nos movemos, sino para librarnos de nuestros muebles, de nuestros exuviae, y al final, para pasar de este mundo a otro amueblado de nuevo y dejar que el primero sea quemado? Es lo mismo que si toda esta impedimenta colgara atada del cinturón de un hombre y que éste no pudiera moverse sobre el fragoso terreno donde hemos tendido nuestros hilos, sin arrastrar el armadijo. Fue un zorro afortunado aquel que dejó su cola en la trampa. La rata almizclera roerá su tercera pata para librarse. No ha de extrañar, pues, que el hombre haya perdido elasticidad.
¡Cuán a menudo se encuentra en un callejón sin salida, en un brete!
«Señor, si puedo permitírmelo, ¿qué quiere decir con eso de un brete? Si es usted observador, doquiera que halle un hombre verá en seguida todo lo que posee, iay!, y por mucho que pretenda repudiarlos verá también a su zaga hasta los muebles de la cocina y todas las baratijas que conserva y no quiere quemar, a las cuales parece uncido en marcha penosa y cansina. Creo que un hombre se halla en un brete cuando tras atravesar un portón o angostura descubre que sus bultos tropiezan con el marco y no pueden franquearlo». No puedo menos de compadecerme cuando oigo que un hombre bien plantado y de aspecto solido, libre al parecer, bien ceñido y dispuesto, habla de sus «muebles» en términos de si están asegurados o no. «Pero ¿qué haré yo con mis muebles?». Mi alegre mariposa ha caído en las redes de la araña. Si inquirimos insistentemente descubriremos que hasta aquellos que durante mucho tiempo parecen haber carecido de muebles, los guardan ocultos en algún granero ajeno. Hoy me imagino a Inglaterra como a un viejo caballero que viaja con voluminosa impedimenta, baratijas que ha ido acumulando con celo doméstico y que no ha tenido el valor de quemar: baúl grande, baúl pequeño, caja de sombreros y portamantas.
Líbrese por lo menos de los tres primeros. Superaría las fuerzas de un hombre sano hoy el echar por ahí con el lecho a cuestas, y yo ciertamente aconsejaría al enfermo que lo dejara en el suelo y rompiera a correr. Cada vez que me he encontrado con un inmigrante agobiado por el fardo que contiene todas sus pertinencias —tal parecía como si se tratara de un descomunal lobanillo en su cuello— no he podido sino sentir compasión; no porque aquello fuera todo lo que posee, sino porque tuviera que cargar precisamente con todo aquello. Si yo he de pechar con mi impedimenta —armadijo— procuraré que sea ligera y que no me pellizque ninguna parte vital. Aunque quizá lo mejor seria no acercar la mano al cepo. Subrayaré, por cierto, que las cortinas me salen gratis, pues no tengo ningún curioso que evitar, fuera del sol y la luna, y me agrada que éstos me observen. La luna no agriará mi leche ni manchará mi carne, ni el sol dañará mis muebles ni decolorará mi alfombra; y si alguna vez resulta un amigo en exceso caluroso, me parece mejor economía retirarme tras de una cortina suministrada por la Naturaleza que el añadir un solo detalle más al interior de mi casa. Una señora me ofreció en una ocasión una estera, pero como yo no tenía ninguna habitación que cuidar con especial esmero ni tiempo que perder dentro o fuera de la casa para sacudirla, decliné la oferta y seguí limpiando mis suelas con más gusto en la hierba del portal. Es mejor evitar que se inicien los males.
No mucho más tarde asistí al remate de los efectos de un diácono, pues su vida no había carecido de ellos:
«The evil that men do lives after them».
«El mal que los hombres hacen les sobrevive»[9].
Como suele ocurrir, gran parte eran baratijas que había empezado a acumular en vida de su padre. Entre el resto había una tenia seca. Y ahora, después de yacer medio siglo en su buhardilla y demás nidos de polvo, estas cosas no habían sido quemadas; en lugar de una fogata o destrucción que las purificara, se celebró una subasta o aumento de las mismas. Los vecinos acudieron presurosos, adquirieron los objetos y se los llevaron con cuidado a sus propias buhardillas y agujeros polvorientos para que yacieran allá hasta que sus propiedades fueran a su vez liquidadas; y vuelta a empezar. Cuando un hombre estira la pata, da con ella en el polvo.
Quizá pudiéramos adoptar con provecho las costumbres de algunos pueblos salvajes que, por lo menos, hacen como si renovaran su piel cada año. Han intuido la cosa tanto si han aprehendido su significado como si no. ¿Ño estaría bien que celebráramos esta busk o «fiesta de los primeros frutos», como dice Bartram[10] que hacían las tribus mucclasse? «Cuando un pueblo celebra su busk, dice, después de haberse provisto de nuevos vestidos, nuevas sartenes y ollas y de otros utensilios domésticos, juntan todo lo usado y desechable, barren y friegan sus casas, plazas y calles y lo echan todo en un montón común, incluido el grano y demás provisiones no consumidas, para pasto de las llamas. Después de ingerir la medicina y ayunar por tres días, el fuego es extinguido. Mientras dura el ayuno se niegan la satisfacción que todo apetito, de la clase que sea. Se proclama una amnistía general y los malhechores pueden regresar a su pueblo.» «A la mañana del cuarto día, el sumo sacerdote produce un nuevo fuego frotando leños secos en la plaza mayor, y esta llama renacida y pura es distribuida por todas las casas». Luego se celebran fiestas en honor del maíz y de los frutos recién cosechados, y las danzas y los cantos se suceden ininterrumpidamente durante tres días «para recibir y tributar en el transcurso de los cuatro siguientes visitas entre amigos de pueblos vecinos, que se han purificado y preparado de igual modo».
Los mejicanos practicaban también una purificación similar cada 52 años, en la creencia de que este intervalo delimitaba el fin del mundo. Rara vez he sabido de un sacramento más verdadero que éste, es decir, si nos atenemos a la definición que del término da el diccionario:
«Signo externo y visible de gracia espiritual e interna», y no me cabe la menor duda de que aquéllos fueran originalmente inspirados directamente por los cielos pese a que carecen de constancia bíblica de esta revelación.
Durante más de cinco años, me mantuve, pues, con sólo el trabajo de mis manos; y descubrí que podía atender a todos los gastos de mi subsistencia trabajando unas seis semanas al año. Todo el invierno y la mayor parte del verano me quedaban libres y desocupados para dedicarlos a mis estudios. He tratado esforzadamente de regentar una escuela, y he comprobado que mis gastos corrían en proporción, o mejor fuera por completo de ella con respecto a mis ingresos, puesto que me veía obligado a vestir y a enseñar en justa correspondencia, ¡y no digamos pensar y creer!, y a cambio carecía de tiempo propio. Comoquiera que yo no enseñaba para bien del prójimo sino como medio de vida, el empeño fue un fracaso. He tentado el comercio, pero he llegado a la conclusión de que me llevaría diez años el hacer algo de progreso, y puede que para entonces me hallaré ya camino del infierno.
Además, temía que para esta fecha estuviera haciendo lo que se da en llamar un buen negocio. Cuando tiempo atrás anduve indagando qué podía emprender para ganarme la vida, teniendo presente que por haber tratado de complacer a mis amigos en sus deseos guardo un triste recuerdo, que atempera mi candidez, pensé seria y frecuentemente en dedicarme a la recolección de gayubas. Esto, sin duda, lo podría hacer; y las pequeñas ganancias que reportara me bastarían, pues mi mayor virtud es conformarme con poco. Se necesitaba poco capital, pensé tontamente, y me distraería escasamente de mi acostumbrado tenor. Mientras mis conocidos se integraron resueltamente en el comercio o en alguna profesión, yo consideraba esta ocupación como muy parecida a la de ellos; recorriendo las colinas todo el verano para recoger las gayubas que surgieran en mi camino, para luego disponer de ellas despreocupadamente; cuidar, en fin, de los rebaños de Admeto.
También soñé que podía juntar hierbas silvestres o llevar siemprevivas a aquellos pueblos que gustan de añorar los bosques o incluso a las ciudades. Sin embargo, he aprendido desde entonces que el comercio maldice todas las cosas que toca; y aunque comerciéis con mensajes del cielo, la maldición de aquél acompañará el negocio. Como había cosas que me gustaban más que otras, en especial mi libertad, y dado que era capaz de vivir ardua y frugalmente, aunque con desahogo, no quise malgastar mi tiempo por el momento en procurarme ricas alfombras y piezas de ajuar de semejante finura, ni una cocina delicada, ni una casa de estilo griego o gótico. Si los hay para quienes no supone trastorno alguno adquirir estas cosas, y que saben incluso qué hacer de ellas, queden para ellos. Otros son «industriosos», y diríase que el trabajo íes gusta por sí mismo, o que les mantiene alejados, quizá, de peores males; a esos nada tengo que decirles ahora. A aquellos que no sabrían qué hacer con más ocio del que disfrutan, puedo recomendarles que trabajen el doble que ahora; eso, que trabajen hasta manumitirse y que obtengan por sí mismos su carta de libertad. En lo que a mí respecta, encontré que la ocupación de jornalero era la más independiente de todas, en especial porque se requerían sólo de treinta a cuarenta días al año para poder subsistir. La jornada da fin con la puesta del sol, y el jornalero es entonces libre de dedicarse a su ocupación predilecta con toda libertad. El patrono, en cambio, que especula de mes a mes, carece de respiro durante todo el año.
En una palabra, tanto por convencimiento como por experiencia, no me cabe la menor duda de que el mantenerse no es pena sino pasatiempo, si vivimos simple y sabiamente; tampoco de que las ocupaciones de los pueblos más sencillos sirven de esparcimiento a los más artificiales. No es necesario que el hombre gane su sustento con el sudor de su frente, a menos que sude con más facilidad que yo. Un joven, conocido mío, que ha heredado varios acres, me dijo que viviría como yo si tuviera los medios para ello. No quisiera en modo alguno que por mi causa alguien adoptare mi modo de vida; porque aparte de que para cuando ya lo haya aprendido puede que yo haya encontrado otro, bueno es que haya en el mundo tantas personas diferentes como sea posible. Eso sí, quisiera que cada uno pusiera mucho cuidado en elegir y seguir su propio modo de vida, y no el de su padre, su madre, o el de un vecino cualquiera. El joven puede construir, plantar o navegar; que no se vea impedido de realizar aquello que me dice que quiere hacer. No es sino con un fin matemático que somos sabios, como navegantes o esclavos fugitivos pierden de vista la Polar; pero esa es suficiente guía. Puede que no lleguemos a puerto dentro de un plazo calculable, pero mantendremos la ruta.
Evidentemente, en este caso lo que es cierto para uno, aun lo es más para otro; como no es más cara, proporcionalmente, una casa grande que una pequeña, pues un techo basta para cubrir, un sótano para almacenar y una pared para separar varias dependencias. Yo he preferido la morada solitaria. Además, por lo general será más barato el construírselo todo uno mismo que el convencer a otro de las ventajas que encierra una medianera; y de ser hecha ésta, para que resulte mucho más barata habrá de ser delgada, y puede que el otro nos salga mal vecino y no cuide de restaurar debidamente su lado. La única colaboración comúnmente posible es extraordinariamente parcial y superficial pues la poca que, verdadera, pudiera haber es como inexistente, siendo una armonía inaudible para los hombres; si una persona tiene fe, ésta será invertida en todo lo que emprenda; si no la tiene, seguirá viviendo como el resto del mundo sea cual fuere su compañía.
Cooperar, tanto en el sentido más elevado, como en el más modesto significa subsistir solidariamente. Hace poco, oí que se proponía que dos jóvenes viajaran juntos alrededor del mundo; uno sin dinero, ganándose la vida sobre la marcha, delante del mástil y detrás del arado; el otro, con una letra de cambio en el bolsillo. Era fácil darse cuenta de que no serían compañeros mucho tiempo toda vez que uno de ellos no laboraría en absoluto. Se separarían a la primera crisis de intereses. Antes que nada, como he querido decir, el hombre que va solo puede emprender la marcha hoy; el que va con otro debe esperar a que su compañero esté listo, y puede transcurrir mucho tiempo antes de que partan.
Pero todo eso es muy egoísta, he oído decir a algunos de mis conciudadanos. Confieso que hasta ahora es muy poco lo que he hecho en materia de filantropía. Algunos sacrificios por sentido del deber, y entre otros, he sacrificado incluso el placer de éste. Los ha habido que han aplicado todas sus artes para persuadirme de que me hiciera cargo de alguna familia pobre del pueblo; y el caso es que, si no tuviera nada que hacer —aunque el diablo halla siempre empleo para el ocioso—podría probar suerte en tal pasatiempo. Sin embargo, cuando pensé en ello, imponiendo así una obligación al cielo de aquellos por mantener algunos pobres tan confortables en todos los aspectos como yo mismo, y aun llegué a aventurar mi oferta, todos han optado indefectible y resueltamente por seguir en su pobreza. Mientras mis conciudadanos y las damas se dedican de tantas formas al bien de sus semejantes, espero que uno al menos pueda reservarse para fines distintos y menos humanitarios. Hace falta determinado carácter para dedicarse a la caridad, como a cualquier otra cosa. En cuanto al hacer el bien, esa es una de estas profesiones servida con creces. Además, la he probado con auténtico empeño y, aunque parezca extraño, me satisface que case mal con mi constitución. Probablemente, yo no debería desechar consciente y deliberadamente la particular invitación que se me hace a hacer el bien, por parte de la sociedad que espera salvar conmigo de la aniquilación al mundo. Y creo que una fuerza semejante, pero mucho más poderosa, en algún lugar, es todo lo que lo sostiene; pero yo no me interpondría jamás entre un hombre y su carácter; y a aquel que empeña todo su corazón, alma y vida en realizar esa tarea que declino, yo le diría: Persevera aun cuando el mundo le llame a eso hacer daño, que es lo que con gran probabilidad hará.
Lejos de mí el suponer que mi caso sea muy peculiar; sin duda, muchos de mis lectores pergeñarían una defensa parecida. No comprometeré a mis vecinos a que las pronuncien buenas, pero tampoco vacilaré en decir que para hacer cosas yo sería un tipo formidable que contratar; ahora bien, qué cosas es algo que debería averiguar quien alquilare mis servicios. Lo que yo hago de bueno, en el sentido usual del término, debe estar al margen de mi trayectoria principal, y en su mayor parte ha de ser sin especial intención. Prácticamente, las gentes dicen: «Empieza donde te encuentras y tal como eres, sin aspirar a aumentar tu valer ante todo, y con la amabilidad por delante, haz el bien». Si yo tuviera que predicar en esa vena, diría: «Decídete a ser bueno». Como si el sol se detuviera después de haber atizado sus fuegos hasta llevarlos al esplendor de una luna o de una estrella de sexta magnitud, para ponerse luego a vagar como un Robin Goodfellow[11], curioseando por todas las ventanas, inspirando a todos los lunáticos, pudriendo las carnes y haciendo visible la oscuridad, en lugar de aumentar constantemente su calor genial y su beneficiencia, hasta que adquiere tal brillo que ningún mortal puede mirarle a la cara, y entonces, como también entretanto, recorriendo el mundo en su propia órbita, haciéndolo bueno, o mejor —como ha descubierto una filosofía más verdadera con el mundo girando alrededor de aquél al tiempo que se hace bueno—. Cuando Faetón, deseoso de demostrar su origen celestial con su beneficencia se hizo por un día con el carro del Sol, y saliéndose del camino marcado quemó varias manzanas de casas de los arrabales inferiores del cielo, y abrasó toda la superficie de la tierra, secando todas las fuentes y provocando la aparición del gran desierto llamado Sahara, Júpiter lo arrojó de cabeza a la Tierra con un rayo, y el Sol, de pena, no lució para nada durante un año.
No hay peor olor que el que despide la bondad corrompida. Es carroña humana y divina. Si yo supiera con toda seguridad que un hombre se dirige a mi casa con el resuelto propósito de hacerme bien, correría por mi vida igual que ante ese viento seco y abrasador de los desiertos africanos llamado el simún, que te llena la boca, ojos, nariz y oídos de arena y te ahoga, y eso tan sólo por miedo de que me hiciera algo de aquel bien, que ese virus penetrara en mi sangre. No, en este caso preferiría sufrir el mal de modo natural. Para mí, el hombre no es bueno porque quiera alimentarme si tengo hambre, calentarme si padezco frío o sacarme de un pozo en el que pudiera haber caído. Puedo presentaros un perro de Terranova capaz de hacer otro tanto. La filantropía no significa, en su sentido más amplio, amor por el prójimo. Howard fue sin duda un hombre excelente, bueno y amable a su manera, y tuvo su recompensa; pero, en términos relativos ¿qué son para nosotros cien Howards, si su filantropía no nos ayuda a mejorar de situación? Jamás oí de reunión filantrópica alguna en la que propusiera sinceramente el hacer algo bueno por mí y mis iguales. Los jesuítas se vieron totalmente frustrados por aquellos indios que cuando eran quemados en el palo sugerían nuevos métodos de tortura a sus verdugos. Estando por encima del sufrimiento físico, a veces se revelaban asimismo más allá de todo consuelo qué los misioneros pudieren ofrecerles. La ley de que uno haga como quisiera que le hicieren entró con menos fuerza en los oídos de aquellos que, por su parte, no se preocupaban en absoluto dé cómo se les trataba, que querían a sus enemigos de una manera insólita, y que llegaban a perdonar casi sus actos de agresión.
Aseguraos de que prestáis al pobre la ayuda que verdaderamente necesita, aunque sea vuestro ejemplo lo que les deja atrás. Si se trata de dar dinero, daos con el, y no os limitéis a abandonarlo en sus manos. A veces cometemos crasos errores. Con frecuencia el pobre es más andrajoso y basto que frío o hambriento. Ello obedece en parte a su gusto, que no a su infortunio. Si le dais dinero, puede que adquiera más harapos. Yo solía sentirme inclinado a la compasión por aquellos rústicos trabajadores irlandeses que cortaban hielo en la laguna, con vestidos harapientos y escasos, mientras yo tiritaba de frío en mi temo bien cortado y más a la moda, hasta que un día muy crudo uno de ellos, que se había caído al agua, vino a mi casa a calentarse y le vi quitarse tres pares de pantalones y dos pares de medias antes de que llegara a la piel; y aunque es verdad que aquéllos eran sucios y andrajosos, no lo es menos que bien podía rechazar las prendas extras que yo le ofrecí, de tantas intra como llevaba. Esta zambullida era precisamente lo que más le convenía. Empecé, pues, a compadecerme de mí mismo, y me di cuenta de que mayor caridad sería el proveerme a mí de una camisa de franela que a él de toda una tienda de ropa barata. Hay mil podando las ramas del mal por cada uno que se dedica a erradicarlo; y aun es posible que quien más tiempo y dinero vuelca en los necesitados sea quien por su modo de vida contribuye a la miseria que trata en vano de socorrer. Es el pío tratante de esclavos que dedica los réditos de cada décimo a comprar un domingo libre para los restantes. Algunos manifiestan su bondad para con los pobres empleándolos en sus cocinas. ¿No serían más buenos si trabajaran ellos mismos en ésas? Presumís de dedicar la décima parte de vuestros ingresos a la caridad; quizá fuere mejor gastar nueve veces más y acabar de una vez con ella. Pues la sociedad recobra sólo una décima parte de la propiedad. ¿Se debe ello a la generosidad de quien la posee o a la negligencia de los jueces?
La filantropía es quizá la única virtud apreciada suficientemente por el género humano. ¡Quizá! es excesivamente valorada; y ello se debe a nuestro propio egoísmo. Un día soleado, en Concord, un pobre, hombre robusto donde los haya, elogió ante mí a un conciudadano porque era amable con los infortunados, dijo, aludiéndose a sí mismo. Los tíos y tías buenos de la raza son más estimados que sus verdaderos padres y madres espirituales. Cierta vez oí a un venerable pastor, hombre de cultura e inteligencia, que disertando sobre Inglaterra, después de enumerar los valores científicos, literarios y políticos de aquélla, y de citar a Shakespeare, Bacon, Cromwell, Milton, Newton y otros, habló seguidamente de sus héroes cristianos a quienes, como si su profesión se lo exigiera, elevó a un nivel mucho más elevado que los primeros, considerándolos mayores entre los grandes. Se trataba de Penn, Howard y la señora Fry. A nadie le pasará inadvertida la falsedad e hipocresía del hecho. Los últimos no eran los mejores hombres y mujeres de Inglaterra; todo lo más sus mejores filántropos.
No quisiera sustraer nada al elogio que merece la filantropía, sirio que me limito a pedir justicia para aquellos que por su vida y obras son una bendición para la humanidad. No considero primordialmente la rectitud y la benevolencia del hombre, que son, por así decir, su tronco y sus hojas. Aquellas plantas de cuyo marchito verdor hacemos tisanas para el enfermo tienen una aplicación humilde y constituyen recurso principal de curanderos. Quiero la flor y el fruto del hombre, que algo de su fragancia me sea impartida y que su madurez arome nuestras relaciones. Su bondad no debe ser parcial y transitoria sino un desbordamiento constante que nada le cueste y en el que no repare.
Esa caridad cubrirá multitud de pecados. El filántropo rodea la humanidad demasiado a menudo con el recuerdo de sus propias cuitas desechadas a modo de atmósfera, y lo llama simpatía. Pero, debemos impartir nuestro valor, no nuestro desespero; nuestras salud y bienestar, no nuestra enfermedad, cuya extensión por contagio hemos de poner cuidado en evitar. ¿De qué llanuras meridionales llega la voz del llanto? ¿En qué latitudes se encuentra el pagano al que quisiéramos iluminar? ¿Quién es ese hombre brutal y desenfrenado al que quisiéramos redimir? Si algo aflige al hombre de manera que le impida desarrollar sus funciones, incluso si le dolieran los intestinos —pues ahí tiene asiento la simpatía— inmediatamente se dispone a reformar el mundo. Siendo él mismo un microcosmos, pronto descubre —y es un descubrimiento auténtico, y él quien cree poder revelarlo— que el mundo ha estado comiendo manzanas verdes; el mismo mundo se le antoja una gran manzana verde, y le espanta el horroroso riesgo de que los hijos de los hombres la mordisqueen antes de que madure. Su drástica filantropía busca inmediatamente al esquimal y al patagón y se esparce por los populosos pueblos indios y chinos. Y así, tras unos pocos años de actividad filantrópica, durante los cuales las potencias han hecho uso de él para sus propios fines, acaba por curarse de su dispepsia, en tanto que el globo adquiere un leve arrebol en una de sus mejillas o en ambas, como si empezara a madurar; la vida pierde su crueldad y se hace de nuevo dulce y agradable. Jamás soñé enormidad mayor que lo que he cometido, ni he conocido ni conoceré peor hombre que yo.
Creo que lo que tanto entristece al reformador no es su simpatía por sus semejantes en desgracia, sino su sufrimiento particular, pese a ser el más santo de los hijos de Dios. Enderecemos ese entuerto; que la primavera llegue a él y que ascienda la mañana sobre su lecho, y abandonará a su prójimo sin la menor disculpa. Mi excusa por no sermonear en contra del tabaco es que jamás di en mascarlo, y ahí reside la penitencia que han de sobrellevar los mascadores de tabaco, reformados. Aunque sí masqué suficientes cosas contra las que bien podría extenderme. Si alguna vez os enredan en una de esas filantropías no dejéis que vuestra mano izquierda sepa lo que hace la derecha; ¡no vale la pena! Salvad al que se ahoga y anudaos de nuevo los cordones de los zapatos. Tomaos el tiempo necesario y emprended algún trabajo libre.
Nuestros modos y maneras se han corrompido de tanta comunicación con los santos. En nuestros salterios resuena una melodiosa maldición a Dios, siempre soportado. Diríase que hasta los profetas y redentores han traído consuelo al hombre en sus temores, más que confirmarlo en sus esperanzas. En lugar alguno aparece reflejada una sencilla e irreprimible satisfacción por el regalo de la vida o una memorable alabanza de Dios. La salud y el éxito, doquiera se encuentren, me hacen bien; el fracaso y la enfermedad contribuyen a mi malestar y tristeza y me hacen daño, tenga o no tenga que ver conmigo o yo con ello. Si fuéramos, pues, a recomponer la humanidad por medios verdaderamente indios, botánicos o naturales, seamos primero tan simples y armoniosos como la Naturaleza misma. Disipemos las nubes que se ciernen sobre nuestra frente y llenemos nuestros poros con un poco de vida. No sigamos siendo supervisores de los pobres; tratemos más bien de convertirnos en uno de los bienes que atesora el mundo. Leí en El Gulistán o Jardín de las Flores del jeque Sadi de Shiraz que cierta vez se preguntó a un anciano sabio, diciéndole: «De los numerosos árboles célebres que el Dios Supremo ha creado altivos y umbríos, ninguno es llamado azad o libre, exceptuado el ciprés, que no da fruto. ¿Qué misterio hay en ello?». Y el anciano respondió: «Cada cual tiene el producto que le cuadra y su estación señalada, durante la cual aparece verde y floreciente; y fuera de ella, marchito y seco, estados a los que no se halla expuesto el ciprés, siempre en flor; de esta misma naturaleza participan los azads o independientes religiosos. No pongas tu corazón en lo que es transitorio, pues el Dijlah o Tigris seguirá fluyendo a través de Bagdad cuando la raza de los Califas se haya extinguido. Si tu mano posee mucho, sé pródigo como la palma datilera; pero si nada que pueda darse produces, sé un azad u hombre libre, sé como el ciprés».