Instalación
En octubre fui a vendimiar a los prados de la ribera del río, y me cargué de racimos, más preciosos por su belleza y fragancia que como alimento. Admiré allí también, aunque no tos tomé, los arándanos, pequeñas gemas de cera, aderezo de las hierbas del prado, nacaradas y rojas, que el granjero arranca con un feo rastrillo poniendo en la lisura de aquél una mueca de cólera, y que mide solamente a tanto el peso, vendiéndolas —despojos de las vegas— en Bostón y en Nueva York, donde serán aplastadas para satisfacer el gusto de los amantes que de la Naturaleza hay allí. Igual arrancan los matarifes la lengua el bisonte, en plena pradera, sin importarles la planta rota y caída. El brillante fruto del agracejo era también sustento meramente para mis ojos; sin embargo, recogí para sancochar una pequeña provisión de manzanas silvestres, que el propietario y los caminantes habían ignorado; y cuando las castañas estaban maduras, apartaba medio bushel para el invierno.
Era fascinante el recorrer en esa estación los por entonces ilimitados castañares de Lincoln que ahora duermen su sueño eterno bajo el ferrocarril, hato al hombro y vara en la mano, para abrir las cascaras espinosas, pues no siempre aguardaba a las heladas, entre el susurro de las hojas caídas y los sonoros reproches de la ardilla roja y de las chovas, cuyas semiconsumidas nueces yo hurtaba, seguro de que las cardas por ellas elegidas encerraban buen fruto. Algunas veces, hasta me encaramaba a los árboles para sacudir sus ramas. Éstos crecían también detrás de mi cabana, y uno de ellos en particular, de grandes dimensiones y que casi la dejaba totalmente a la sombra, era al florecer como un descomunal ramillete que aromara la vecindad toda; las ardillas y las chovas se hacían, no obstante, con los más de sus frutos, apareciendo las segundas casi siempre en grandes bandadas a primera hora de la mañana para extraer los frutos de las cardas antes de que éstas cayeran. Yo les cedía esos árboles e iba a visitar otros bosques distantes, compuestos casi enteramente de castaños. Realmente, me proporcionaban a veces un excelente sustitutivo del pan, aunque no me cabe duda de que, indagando, saldrían otros. Buscando un día lombrices para pescar di con la glicina en su vaina (Apios tuberosa), la patata de los aborígenes, especie de fruto fabuloso que empecé a dudar si había comido o visto alguna vez, incluso de pequeño, como he dicho en alguna ocasión, y no simplemente soñado. Desde entonces he descubierto a veces sus flores rojas aterciopeladas y en frunces, apoyadas en los tallos de otras plantas, sin darme cuenta de que eran las mismas que conociera un día. La agricultura casi la ha exterminado. Tiene un sabor dulzaino, como el de una patata que ha sido presa de la helada, y solía gustarme más hervida que asada. Este tubérculo parecía hacer buena la vaga promesa de la Naturaleza de alimentar en el futuro a sus propios hijos con sencillez, velando por su desarrollo. Pero, en estos días de orondo ganado y de ondulantes mares de grano, esta humilde raíz, antaño tótem de una tribu india, ha sido por completo olvidada, o conocida tan sólo por su florida enredadera. Pero, dejad que vuelva a reinar la Naturaleza salvaje una vez más, y los tiernos y exuberantes granos ingleses desaparecerán probablemente frente a una miríada de enemigos; que falte el cuidado del hombre, y el grajo devolverá hasta el último grano al vasto maizal del dios de los indios, allá en el suroeste, de donde se dice que fuera traído por él; y puede que la glicina, hogaño casi extinta, reviva y florezca llena de pujanza, a pesar de las heladas y de la broza, y se revele auténticamente indígena, para asumir de nuevo su antigua importancia y dignidad como sustento de la tribu cazadora. Alguna Ceres o Minerva india debe haber sido su creadora y custodio; y cuando se instaure aquí el reinado de la poesía, sus hojas y sarmientos cargados de frutos puede que sean representados en nuestras obras de arte.
Ya para el primero de septiembre vi a dos o tres arces pequeños del otro lado de la laguna revestidos ya de escarlata, por debajo de los cuales divergían los blancos tallos de tres álamos que, al extremo mismo de un promontorio, se cernían sobre las aguas. ¡Cuántas leyendas encerraba su color! Y así, gradualmente, de semana en semana, cada uno de los árboles fue revelando su genuino carácter, al tiempo que admiraba su imagen, reflejada en el límpido cristal del lago. El director de esta galena sustituía cada mañana la imagen presente por otra de color más brillante o armonioso.
En octubre llegaron las avispas a millares a mi alojamiento, como si se tratara de sus cuarteles de invierno, y se establecieron en mis ventanas y paredes, con lo que algunas veces disuadieron de entrar a algunos de mis visitantes. Cada mañana expulsaba algunas, ateridas de frío, pero en general jamás me preocupé de librarme de ellas; me halagaba, incluso, el hecho de que hubieran considerado mi casa un refugio deseable. Nunca me molestaron seriamente, aunque compartíamos el dormitorio; y poco a poco fueron desapareciendo en dios-sabe-qué grietas para eludir al invierno y a aquel indecible frío. Como las avispas, y antes de que finalmente me decidiera a ocupar en noviembre mis cuarteles de invierno, acostumbraba dirigirme a la ribera noreste de Walden donde el sol que se reflejaba en los sotos de pinoteas y en la orilla pedregosa se transformaba en llar; y es mucho más agradable y sano el ser calentado por el sol, en tanto sea posible, que por un fuego artificial. Me confortaba, pues, así, con el rescoldo aún vivo que el verano, como cazador en ruta, había dejado tras de sí. Cuando llegó el momento de construir mi chimenea, me puse a estudiar albañilería. Y siendo mis ladrillos de segunda mano, con lo que se hacía necesario limpiarlos con la paleta, aprendí más de lo corriente sobre las cualidades de unos y otras. El mortero que seguía adherido a su reverso tenía más de cincuenta años, y se decía que aún seguía endureciéndose; pero esa es una de estas cosas que a los hombres gusta decir y repetir hasta la saciedad sean verdad o no. Estos dichos son los que fraguan más y más y se adhieren con creciente firmeza a medida que pasa el tiempo, de modo que harían falta muchos paletazos para librar de ellos a un viejo sabelotodo. Muchas aldeas de Mesopotamia están construidas con ladrillos de segunda mano, de muy buena calidad, extraídos de las ruinas de Babilonia; y el cemento que todavía conservan es más viejo y probablemente más duro aun. En cualquier caso, lo que más me sorprendió fue la peculiar dureza del acero que soportaba tantos golpes violentos sin señal alguna de desgaste. Dado que mis ladrillos habían formado parte ya de otra chimenea, aunque no descubrí en ellos el nombre de Nabucodonosor, elegí cuantos me fue posible de aquella clase para evitarme trabajo y derroches superfluos y rellené los huecos que quedaron entre ellos con piedras que recogí en la orilla de la laguna, de la que tomé asimismo la arena blanca con que hice el mortero. Dediqué mucho tiempo a la construcción de esta chimenea, que consideraba la parte más vital de la casa. La verdad es que trabajé con tanta parsimonia que, si bien empecé a nivel del suelo por la mañana, una hilada tan sólo, de apenas unas pocas pulgadas de altura, me sirvió a la noche como almohada; sin embargo, no recuerdo haber contraído ninguna tortícolis por ello, y la rigidez de mi cuello data de bastante antes. Por aquel tiempo tomé en pensión durante dos semanas a un poeta, lo que me apuró un tanto por cuestión de espacio. Trajo su propio cuchillo, aunque yo ya contaba con dos, y solíamos clavar la hoja en tierra para limpiarla y dejarla brillante. Ambos compartíamos las labores de la cocina, y yo me complacía viendo elevarse mi obra gradualmente, cuadrada y sólida, y pensando que, si el progreso era lento, el resultado duraría mucho tiempo. La chimenea constituye en cierto modo una estructura independiente, afirmada en el suelo, que se eleva más allá de la casa para alcanzar los cielos; e incluso si ésa resulta destruida por un incendio, aquélla permanece en ocasiones aún erguida, dando prueba conspicua de su importancia e independencia. Llegábamos ya a las postrimerías del verano; estábamos en noviembre.
El viento norte había empezado a refrescar la laguna; pero harían falta muchas semanas de bufido continuo para lograrlo del todo, de lo profunda que era. Cuando empecé a encender fuego al anochecer, antes de revocar la casa, la chimenea tiraba extraordinariamente, debido acaso a las numerosas rendijas abiertas en la tablazón. El caso es que pasé más de una noche agradable en aquella pieza bien ventilada y fresca, enmarcada por tablas marrones y bastas, llenas de nudos, que culminaban en vigas cubiertas aún de su corteza. Luego de revocada, mi casa ya no me pareció nunca tan hermosa, aunque, de razón es confesarlo, resultara más cómoda. ¿No debiera ser la morada del hombre de techumbre lo suficiente elevada para albergar en lo alto cierta oscuridad, para que a las huidizas sombras les fuera posible juguetear allá con los fustes? Estos artesonados son más agradables a la imaginación y a la fantasía que cualquier pintura al fresco o que una pieza de mobiliario de gran precio. Puedo decir que empecé a habitar mi casa ahora, al recurrir a ella en busca de calor amén de refugio. Tenía un par de viejos morillos con los que mantenía los leños en su sitio, y francamente, me llenó de bienestar el ver como iba ennegreciéndose el fondo de la chimenea recién construida, de modo que aticé el fuego con más derecho y satisfacción que de costumbre. Mi morada era pequeña, y apenas si podía alojar siquiera un eco; pero parecía mayor por tratarse de un solo compartimiento y quedar distanciada de todo vecino.
Todas las cosas atractivas de una casa estaban concentradas en una sola habitación, que a la vez era cocina, cámara, vestíbulo y despensa; y toda la satisfacción de que pudieren gozar padre o hijo, amo o sirviente, por vivir en una casa, me era concedida a mí solo. Dice Catón, que el padre de familia (patremfamilias) debe contar en su casa campestre con «cellan oleariam, vinariam, dolia multa, uti lubeat caritatem expectore, et rei, et virtuti, et glorias erit», es decir, con «bodega para el aceite y el vino, y muchos barriles con que esperar sin desagrado tiempos difíciles, todo lo cual redundará en su ventaja, virtud y gloria». Yo conservaba en mi sótano un quintal de patatas, unas dos cuartas de guisantes con gorgojos, y en mi alacena, algo de arroz, un tarro de melaza y como siete litros de harina de centeno y otro tanto de maíz.
A veces sueño en una casa mayor y más poblada, edificada en una Edad de Oro con materiales resistentes, sin adornos superfluos, y que consistiría asimismo de una sola dependencia: un salón vasto, primitivo y especialmente sobrio, sin techo ni revocado, con vigas y jabalcones desnudos que soportaran una especie de cielo inferior sobre la cabeza de uno, útil para protegerse de la lluvia y de la nieve; donde los travesanos o largueros maestros se alzan para recibir vuestro homenaje, después de haber rendido respeto ya, al cruzar el umbral, al postrado Saturno de una dinastía pretérita; una casa cavernosa, donde haya que elevar una tea sobre un palo para divisar el techo; donde algunos puedan vivir en torno a la chimenea, como otros en el hueco de la ventana, y unos terceros en bancos; ésos, a un extremo de la sala; aquéllos, en el opuesto; y en la que aun los haya que moren sobre los largueros, con las arañas, si así gustan; una casa en la que uno ha entrado cuando ha abierto la puerta de salida y concluyen las ceremonias; donde el viajero cansado pueda lavarse, comer, conversar y dormir, sin más viajes; un refugio como el que a uno agradaría encontrar en una noche tempestuosa, que contiene en su hogar todo lo esencial y ningún quehacer; donde es posible contemplar de vez todos los tesoros que encierra, y en el que todo lo que el hombre pudiere necesitar se halla a mano; cocina, despensa, recibidor, alcoba, almacén y buharda al mismo tiempo; donde uno puede ver cosas tan necesarias como un barril o una escalera de mano, tan útiles como un armario; donde bulla sonoro el caldero y se rinda homenaje al fuego que cuece el yantar y al horno que dora el pan; donde los muebles y utensilios imprescindibles sean sus principales adornos, y no haya veda para la colada ni para el fuego ni para el ama de casa, y donde cabe que a uno se le pida que se aparte un tanto para dejar libre la trampilla de la bodega, y así pueda el cocinero descender a ésta, al tiempo que se revela si el suelo que se pisa es compacto o hueco sin necesidad alguna de taconear sobre él. Una casa cuyo interior es tan abierto y elocuente como nido de ave, y donde no es posible atravesarla sin topar con alguno de sus moradores; donde ser huésped significa gozar de plena libertad, sin verse excluido de siete de sus ocho partes o encerrado en una celda particular y que aun se le diga de acomodarse allí como en domicilio propio, ¡en solitario confinamiento! Hoy, vuestro anfitrión no os admite en su hogar, sino que ha llamado al albañil para que construya uno para vosotros en algún corredor; y la hospitalidad no es sino el arte de mantenerle a uno, pero a la mayor distancia posible. La cocina se ve rodeada de igual misterio que si en ella se abrigaran lesivos designios. Reconozco que he estado en las propiedades de muchos, quienes habrían podido expulsarme de ellas con todo derecho, pero no recuerdo mi presencia en muchos hogares. Si me viniera de camino podría visitar con mis viejos trajes a un rey y a una reina que vivieran simplemente en una casa como la que acabo de describir; pero, si se me sorprende en un palacio moderno, lo único que me importará saber es cómo salir de él a toda prisa, espalda por delante.
Diríase que hasta el lenguaje de nuestros salones pierde toda su vigencia para degenerar en mera palabrería, pues nuestra vida discurre tan alejada de esos símbolos, y sus metáforas y tropos son tan irreales que más parecen pergeñados por mecanismos sin alma; en otras palabras, ¡queda tan lejos el salón del taller y la cocina! Hasta la comida no es sino sucedáneo, parábola descriptiva. Ocurre como si sólo sea el salvaje quien viva lo suficiente cerca de la Naturaleza y de la Verdad para tomar de ellas un tropo. ¿Cómo podría decir en la cocina el erudito de los territorios del noroeste o de la isla de Man lo que es o no es parlamentario? Sin embargo, sólo uno o dos de mis invitados fueron lo bastante resueltos para quedarse a compartir conmigo una torta de maíz, aunque cuando vieron cernirse esa crisis emprendieran veloz retirada, como si aquélla fuera a sacudir la casa hasta los cimientos. Ésa, con todo, resistió gran número de tortas de maíz.
No revoqué hasta que llegaron las heladas. Y para ello me hice con la arena más blanca y limpia que me fue posible conseguir, llegándome en bote hasta la orilla opuesta, modo de transporte que, de haber sido necesario, me hubiera tentado a desplazarme mucho más lejos. Entretanto, ya había recubierto de ripias todas las paredes de la cabana. Al colocar los listones me complacía en entrar cada clavo de un solo martillazo, y abrigaba la ambiciosa esperanza de poder llevar la masa a destino limpia y rápidamente desde la artesa. Recordé entonces el caso de aquel sujeto engreído que, vestido de finas ropas, tenía la costumbre de pasearse por el pueblo impartiendo consejos a los trabajadores. Un día que se atrevió a probar de hacer buenas sus palabras, se arremangó los puños de la camisa, tomó la artesa de revocar y después de haber cargado su paleta sin contratiempos, con una mirada complacida al andamio que quedaba por encima de su cabeza, se dirigió a él con brusca resolución, para recibir, consternado, todo el contenido de aquella en su almidonada pechera. Me admiré una vez más de cuán cómoda y conveniente resulta esa operación del revoque, que con tanta eficacia nos protege del frío al tiempo que puede proporcionar un acabado ciertamente fino y ocasión de conocer algunos de los accidentes a que se expone el albañil. Y me sorprendió el comprender cuán sedientos estaban aquellos ladrillos que absorbían toda la humedad de mi pasta antes de que pudiera igualarla siquiera; y no menos, la cantidad de cubos de agua que hacen falta para bautizar un nuevo hogar. El invierno anterior había obtenido cierta cantidad de cal quemando conchas de la Unio fluvialitis que puebla nuestro río; de modo, que conocía muy bien la procedencia de mis materiales. De haberlo preferido podía haberme hecho con una buena piedra caliza a unas dos millas del lugar para calcinarla seguidamente con igual fin. Para entonces, en las caletas más umbrosas y menos hondas, la laguna había empezado a cubrirse ya de las costras de las primeras heladas, días e incluso semanas antes de que se produjera la congelación total. El primer hielo es particularmente interesante y perfecto; duro, negro y transparente, ofrece la mejor oportunidad de examinar los fondos más próximos, pues uno puede echarse cuan largo es sobre la capa de apenas unos centímetros y estudiar con calma, a modo de insecto patinador, lo que queda por debajo, a no más de medio palmo de profundidad, como si se tratara de una imagen tras un vidrio; y es que, así de quietas están entonces necesariamente las aguas. La arena revela muchos surcos, de alguna criatura viajera acaso que luego ha vuelto sobre sus pasos. En cuanto a naufragios, aparece cubierta de caparazones de orugas hechos de minúsculos granos de cuarzo blanco. Quizá fueran esas larvas las que de tal manera rayaran la superficie de la arena, pues los surcos están sembrados de sus corazas, aunque se me antojan demasiado anchos y profundos para atribuir a aquéllas su origen. Pero, es el hielo mismo el objeto de mayor interés, y no hay que desaprovechar la ocasión de estudiarlo tan pronto como ésa se presente. Si lo examináis de mañana, después de la helada, observaréis que la mayor parte de las burbujas que al principio creíais encerradas en su interior se encuentran adheridas a su superficie inferior, en tanto que otras no cesan de ascender desde lo más hondo. Sólo mientras el hielo se conserve así, relativamente sólido y oscuro, podréis ver el agua a su través. Estas burbujas, de tres milímetros a treinta centésimas de milímetro de diámetro, claras y muy hermosas, hacen que podáis ver en ellas reflejado vuestro rostro a través del hielo.
Puede que cupieran unas treinta o más de las pequeñas en un centímetro cuadrado. También se observa la presencia de otras en el interior del hielo, oblongas, estrechas, perpendiculares a aquél, de quizá unos dos centímetros y medio de longitud, agudos conos con el vértice hacia arriba; y con más frecuencia, si el hielo es reciente, diminutas burbujas esféricas colocadas una encima de otro como si estuvieran enhebradas. Pero esas que se hallan encerradas en el hielo no son tan numerosas ni tan conspicuas. En ocasiones, me daba por tirar piedras para probar la consistencia del hielo, y las que lograban atravesarlo arrastraban a su interior cierta cantidad de aire, que formaba más abajo grandes burbujas blancas muy visibles. Un día que acudí al mismo lugar cuarenta y ocho horas después de haberlo visitado, descubrí que esas grandes burbujas mantenían aún toda su perfección, pese a que el hielo había engrosado en más de dos centímetros, como pude apreciar reparando en el borde de uno de los témpanos. Pero como los dos días anteriores habían sido muy cálidos, como de veranillo de San Martín, el hielo había dejado de ser transparente y reflejaba ahora el oscuro verde del agua y el opaco desvaído del fondo, y aunque de grosor doble, no por ello era más sólido, pues las burbujas de aire se habían dilatado mucho con el calor y aglomerado unas junto a otras perdiendo su regularidad; aquella aparente sarta había desaparecido, y las burbujas aparecían ahora como si hubieran caído desde un saco, solapándose de cualquier manera o formando delgados copos, como obleas insertas en una rendija. El hielo había perdido su belleza y era ya demasiado tarde para estudiar el fondo. Curioso por saber qué posición ocupaban ahora mis grandes burbujas con respecto al hielo nuevo rompí uno de los témpanos, donde había quedado encerrada una de tamaño medio, y le di la vuelta. El nuevo hielo se había dispuesto alrededor y por debajo de aquélla, de manera que ésta había resultado como emparedada por las dos formaciones. Inserta plenamente en la inferior, se aproximaba mucho a la superior, revelándose, más bien aplanada o acaso lenticular con bordes romos, y de unos seis milímetros de altura por unos diez centímetros de diámetro; me sorprendió el comprobar que directamente por debajo de la burbuja, el hielo aparecía socavado o rundido con gran regularidad en forma de platillo invertido hasta una altura de un centímetro y medio aproximadamente en su centro, dejando allá una leve separación, entre burbuja y agua, de apenas tres milímetros de luz. Las diminutas burbujas que ocupaban esta partición se habían reventado y hundido en muchos lugares, y es probable que faltara el hielo por completo debajo de las más grandes, que medirían un palmo y medio de diámetro. Llegué a la conclusión que las infinitas burbujillas que había visto en principio adosadas a la capa inferior del hielo se habían congelado de tal manera, como aquél, que cada una de ellas, en mayor o menor grado, había actuado a guisa de cristal o lente, que haciendo acopio y concentrando el calor sobre el hielo había sido causa de su fusión y muerte. Esas son las pequeñas pistolas de aire comprimido que hacen que el hielo se resquebraje y gima.
Acababa de revocar mis paredes cuando, por fin, se instauró plenamente el invierno con toda su crudeza, y el viento empezó a aullar alrededor de la casa como si hasta entonces no le hubiera sido permitido el hacerlo. Noche tras noche aparecían los gansos, de vuelo pesado, voces roncas y sibilante aleteo, algunos para posarse en Walden, incluso después de que su superficie se cubriera de nieve, y otros para sobrevolar el bosque en dirección a Fair Haven con destino a Méjico. Varias veces, viniendo yo de regreso del pueblo a eso de las diez u once de la noche pude oír el paso de una de sus bandadas, o quizá se tratara de patos, sobre la seca hojarasca del bosque, no lejos de una charca próxima a la casa a la que acudían a alimentarse, dirigidos por la voz, ora estridente ora gravemente conminatoria, de su guía. En 1845 Walden se heló completamente por primera vez durante el transcurso de la noche del 22 de diciembre, en tanto que la laguna de Flint, otras menos profundas y el río lo habían hecho ya más de diez días antes. En 1846 fue el día 16; en 1849, hacia el 31; y en 1850, andando el 27 de diciembre; en 1852, fue el 5 de enero; y en 1853, cerrando el año. La nieve cubría ya mi entorno desde el 25 de noviembre, y me había rodeado de una decoración totalmente invernal. Recluíme más, pues, en mi cascarón, y procuré mantener un buen fuego tanto en su interior como en mi pecho. Mis ocupaciones fuera de la casa consistían ahora en recoger leña muerta del bosque, para acarrearla a manos o sobre mis espaldas hasta la casa; otras veces serían dos pinos caídos los que llevaría al hogar, uno por brazo, arrastrándolos desde donde los encontrara. Una vieja cerca, lejos ya de sus mejores días, fue para mí una preciada presa; ida ya su ocasión de servir al dios Terminus, hice ofrecimiento de ella a Vulcano. ¡Cuánto más rico puede ser ese evento de la cena de un hombre que ha ido al bosque a cazar, o más bien a robar, cabria decir, en razón de lo que le va a permitir cocinarlo! Son dulces su pan y su carne. Hay suficientes haces y leña de desecho en nuestros bosques próximos para alimentar numerosos fogones; pero, no sólo no calientan ahora a nadie sino que, según dicen algunos, hasta impiden el crecimiento de la madera joven. Luego, estaba también la leña que flotaba en el estanque. Durante el verano yo había descubierto una balsa de pino sin descortezar confeccionada por los irlandeses que construían el tendido férreo. La subí en parte a la orilla, y después de dos años en remojo y de seis meses en seco se hallaba en perfectas condiciones, aunque demasiado saturada de agua para secar por completo. Un día de invierno me entretuve haciéndola resbalar trozo a trozo sobre la superficie de la laguna, al tiempo que yo patinaba detrás con una percha de quince pies sobre el hombro, asiendo uno de sus extremos y dejando que el otro se arrastrara sobre el hielo; en otra ocasión até varios troncos y puse un gancho a su extremo a modo de reja. Aunque la madera estaba completamente saturada de agua y pesaba como el plomo, no sólo ardieron durante largo tiempo, sino que su fuego resultó sorprendentemente vivo; aún más, diría que ardieron tanto mejor por el empapamiento, como si la resina, confinada hasta entonces en su encierro acuoso, quemara más tiempo como en una lámpara.
Al hablar de los habitantes de los límites de los bosques en Inglaterra, Gilpin dice que «las intrusiones furtivas y las casas y cercas construidas en las lindes del bosque» eran «tenidas por grave falta según las viejas leyes forestales, y castigadas severamente como purprestures por ser tendentes ad terrorem ferarum - ad nocumentum forestae, etc., es decir, al espanto de los animales y en perjuicio del bosque. Pero a mí me interesaba tanto la conservación de la fauna como si hubiera sido el mismísimo Celador Mayor; y si alguna parte se quemaba, aunque fuera por mi causa y accidentalmente, lo lamentaba con un pesar más hondo y duradero y aun menos consolable que el de los propios dueños; ¡qué digo!, sufría incluso cuando eran éstos quienes talaban su heredad. Desearía que cuando nuestros granjeros arrasan un bosque sintieran parte del respeto que embargaba a los antiguos romanos cuando llegaba el momento de clarear tan sólo un bosque sagrado (lucum conlucarée) para que llegara a su espesura algo de la luz del sol».
Los romanos ofrecían un sacrificio expiatorio y se unían en una plegaria: «Quienquiera que seas, dios o diosa, a quien este bosque está consagrado, séme propicio, y a mi familia y a mis hijos, etc.».
Es notable qué valor se da a la madera, incluso en esta época y en este nuevo país; un valor más permanente y universal que el del mismo oro. Pese a nuestros descubrimientos e invenciones no hay hombre alguno que pase displicente al lado de una pila de madera. Sigue siéndonos tan preciosa como lo fuera para nuestros antecesores sajones o normandos. Si con ella confeccionaban aquellos sus arcos, nosotros la usamos para la culata de nuestros fusiles. Hace ya más de treinta años que Michaux decía que el precio de los leños para el hogar en Nueva York y Filadelfía «iguala y aun supera el de la mejor madera que pueda conseguirse en París, aunque esa inmensa capital requiera al año más de trescientas mil cuerdas y esté rodeada por llanuras labradas en trescientas millas a la redonda». En nuestra villa, el coste de la leña no cesa de aumentar, con regularidad casi, y la única cuestión hoy día relevante es cuánto va a subir este año con respecto al anterior. Aserradores y comerciantes, que acuden a nuestros bosques con este fin exclusivo, asisten a las ventas de madera y hasta pagan un elevado precio por el privilegio de recoger los restos abandonados por los leñadores. Hace ya muchos años que los hombres vienen al bosque en busca de combustible y materiales para la artesanía; el habitante de Nueva Inglaterra, el de la Nueva Holanda, el parisino y el celta, el agricultor y Robin Hood, Goody Blake y Harry Gill; en la mayoría de los lugares del mundo, el príncipe y el campesino, el sabio como el salvaje, todos sin excepción tienen necesidad de algún pedazo de leña del bosque para calentarse y para cocinar sus viandas. Tampoco yo podría valerme sin ella.
Todos contemplamos nuestra pila de leña con cierto cariño. A mí me gustaba que la mía se alzara delante de mi ventana, y cuánto más numerosas las astillas tanto más grato el recuerdo de mi trabajo para reunirías. Contaba con una vieja hacha, que nadie reclamó jamás, con la que algunos días de invierno, en el lado soleado de la casa, me entretenía desbastando los tocones arrancados de mi campo de judías. Como bien dijera mi guía cuando yo estaba arando, aquéllas me calentarían dos veces, la primera al desgajarlas y de nuevo al arder, de modo que no había combustible que pudiere reportarme más calor. En cuanto al hacha, me aconsejaron que se la llevara al herrero de la villa para afilarla, pero haciéndome con un trozo de nogal le repuse un mango excelente sin ayuda de nadie. Si no brillaba por su filo, por lo menos se asía bien.
Unos pedazos de pino resinoso constituían un verdadero tesoro. Es interesante recordar la gran cantidad de teas así ocultas todavía en las entrañas de la tierra. Años atrás me había dado por salir de «prospección» hacia algunas colinas desnudas, donde había asentado anteriormente un bosquecillo de pinos tea, y logré arrancar varias de las gruesas raíces que restaban, pues éstas son poco menos que indestructibles.
Las cepas de treinta y cuarenta años se revelan aún sanas en el centro, aunque de la albura no quede ya sino humus, como puede apreciarse reparando en las costras de espesa corteza que forman un anillo a ras de suelo a una distancia de cuatro o cinco pulgadas del corazón. Con hacha y pala hay que explorar esa mina, siguiendo la médula sana que se ha conservado, amarilla como sebo de buey, o como si hubiéramos dado de pronto con una veta aurífera profundamente oculta en la tierra. Pero, por lo general yo prendía mi fuego con las hojas secas del bosque, de las que había hecho buena provisión en mi cobertizo antes de que llegara la nieve. De nogal verde, finamente astillado, hacen los leñadores su fuego de acampada, y alguna que otra vez recurrí yo también a este procedimiento. Cuando los habitantes de la villa encendían sus hogares, más allá del horizonte, yo también participé mi vigilia a los pobladores salvajes del bosque con el hilillo humeante de mi chimenea.
Light-winged Smoke, Icarian bird.
Melting thy pinions in thy upward flight.
Lark without song, and messenger of dawn,
Circling above the hamlets as thy nest;
Or else, departing dream, and shadowy form
Of midnight vision, gathering up thy skirts;
By night star-veiling, and by day
Darkening the light and blotting out the sun;
Go thou my incense upward from this hearth,
And ask the gods to pardon this clear flame.
«Humo de ligeras alas, ave de Ícaro,
que fundes tus alones en vuelo,
alondra sin trinos, mensajero del alba,
que te ciernes sobre la aldea como si fuera nido;
o sueño fugitivo y forma vaga
visión de media noche, que te recoges en tu propia túnica;
velando de noche las estrellas,
y de día oscureciendo al sol;
sube, incienso mío, desde este hogar
y pide a los dioses perdón por esa viva llama»[34].
La leña verde y dura recién cortada, aunque la usaba poco, respondía a mis propósitos mejor que cualquier otra. A veces, cuando iba a darme una vuelta en una tarde de invierno, dejaba un buen fuego, y a mi regreso, tres o cuatro horas más tarde, lo encontraba aún vivo y resplandeciente. Mi casa, pues, no quedaba desierta siquiera en mi ausencia. Era como si hubiera dejado allá un animoso casero. Allí vivíamos el Fuego y yo; y mi casero se reveló siempre digno de la mayor confianza. Sin embargo, un día en que me encontraba tajando astillas, se me ocurrió mirar hacia el interior de la casa, asomándome a la ventana, por ver si el fuego habría causado algún accidente; es la única vez, que yo recuerde, en que me he sentido preocupado por esta razón.
Miré, pues, y vi que una chispa había prendido en las ropas de mi cama; cuando la hube extinguido, había consumido ya de aquellas una porción tan grande como mi mano. Pero ni casa ocupaba una posición tan soleada y recoleta, y su techo era un bajo, que podía permitirme el dejar que la lumbre se extinguiera mediado el día en invierno. Los topos anidaban en mi bodega, mordisqueando una patata de cada tres y haciéndose un lecho bien arropado con algunas crines sobrantes del revoque y con papel de estraza, pues incluso los animales más salvajes gustan del calor y de la comodidad igual que el hombre, y superan el invierno sólo porque han sitio lo suficiente precavidos para asegurárselos de antemano. Algunos de mis amigos hablaban como si mi propósito al venir al bosque no fuera otro que el de congelarme. El animal se limita a prepararse un lecho, que calienta luego con su propio calor; pero el hombre, descubridor del fuego, encierra cierta cantidad de aire en un compartimento y procede luego a calentarlo, en lugar de robarse a sí mismo; seguidamente, hace que su lecho, en el que puede recogerse libre del aprisionamiento de ropas gruesas, mantenga una especie de verano en medio del invierno; por medio de ventanas da entrada a la luz, y aun alarga con su lámpara la duración del día. Le gana así un par de pasos al instinto, y se hace con algún tiempo extra que dedica a las bellas artes. De modo que, si después de haber estado expuesto a los más crudos embates del clima durante demasiado tiempo mi cuerpo adolecía de cierto torpor, cuando me incorporaba a la acogedora atmósfera de mi casa, recobraba pronto mis facultades plenas y prolongaba mi vida. Con todo, ni siquiera el hombre mejor alojado puede vanagloriarse de ello, ni es necesario que especulemos con el fin que le espera finalmente a la raza humana. Sería fácil segar sus hilos en cualquier momento con una ráfaga más cruda del Norte. Seguimos fechando con el recuerdo de los Viernes Fríos y las Grandes Nevadas; pero un viernes un poco más frío o una nevada algo mayor pondrían fin a la existencia del hombre en la tierra.
El invierno siguiente, y por economía, me serví de un pequeño fogón para cocinar pues, el bosque, al fin y al cabo no era mío; sin embargo, no conservaba el fuego tan bien como el hogar abierto. Entonces, el cocinar había dejado de ser ya un lance poético para convertirse en simple proceso químico. En estos días de hornillo y demás, pronto se olvidará que solíamos asar patatas en las cenizas, a la manera de los indios. No sólo ocupó espacio aquella estufa, amén de dejar olor, sino que ocultaba el fuego, y yo me sentí como si hubiera perdido un compañero. Siempre es posible descubrir un rostro en las llamas. AI mirarse en ellas al anochecer, el labrador purga sus pensamientos de la escoria y el polvo que se han adherido a ellos durante la jornada. Pero ¡ya no podía sentarme a contemplar el fuego! y las ajustadas palabras del poeta acudieron nuevamente a mi recuerdo con mayor fuerza:
Never, bright flame, may be denied to me
Thy dear, life imaging, close sympathy.
What but my hopes shot upward e’er so bright?
What but my fortunes sunk so low in night?
Why art thou banished from our hearth and hall,
Thou who art welcomed and beloved by all?
Was thy existence then too fanciful
For our life’s common light, who are so dull?
Did thy bright gleam mysterious converse hold
With our congenial souls? secrets too bold?
Well, we are safe and strong, for now we sit
Beside a hearth where no dim shadows flit,
Where nothing cheers nor saddens, but a fire
Warms feet and hands —nor does to more aspire;
By whose compact utilitarian heap
The present may sit down and go to sleep,
Nor fear the ghosts who from the dim past walked,
And with us by the unequal light of the old wood fire talked.
«Que nunca, llama brillante, pueda negárseme
tu cara y firme simpatía, imagen de vida
¿Qué, si no mis esperanzas, se elevó tan resplandeciente?
¿Qué, si no mi suerte, se hundió tanto en la negrura?
¿Por qué eres proscrita de nuestros salones y hogares,
tú, la bien acogida y amada de todos?
¿Tan fantástica era tu existencia
para la ordinaria luz de nuestra vida gris?
¿Acaso tu brillante fulgor se regaló en misterios
con nuestras receptivas almas? ¿con secretos demasiado audaces?
Ya estamos seguros y fuertes de nuevo, aposentados
junto a un hogar donde no revolotean sombras confusas
donde nada alegra ni acongoja, y un fuego
calienta manos y pies, y a nada más aspira;
junto a cuya forma utilitaria y compacta
el presente puede recogerse y dormir
sin temor a los fantasmas venidos del pasado oscuro
para hablarnos a la incierta luz del viejo fuego de leña»[35].